IV

En una cálida tarde mediterránea de octubre, Lloyd Williams llegó a la soleada ciudad francesa de Perpiñán, a solo treinta y dos kilómetros de la frontera con España.

Había pasado el mes de septiembre en la zona de Burdeos, trabajando en la vendimia, al igual que había hecho el aciago año de 1937. Ahora tenía dinero en el bolsillo para autobuses y tranvías, y podía comer en restaurantes baratos en lugar de alimentarse de hortalizas verdes arrancadas en huertas particulares o de huevos crudos robados en los gallineros. Estaba regresando por la ruta que había tomado al salir de España hacía tres años. Había llegado desde Burdeos pasando por Toulouse y Béziers, recorriendo ciertos tramos como polizón en trenes de carga y, gran parte del trayecto, viajando con camioneros que accedían a llevarlo.

En ese momento se encontraba en un bar de paso situado junto a la carretera principal que recorría el sudeste, desde Perpiñán en dirección a la frontera con España. Todavía ataviado con el mono de trabajo y la boina de Maurice, llevaba una pequeña bolsa de lona donde transportaba una paleta oxidada y un nivel salpicado de argamasa, pruebas de que era un albañil español que regresaba a casa. Dios no quisiera que alguien le ofreciese trabajo: no tenía ni idea de cómo levantar un muro.

Le preocupaba si sabría orientarse por las montañas. Hacía tres meses, cuando estaba en Picardía, se había dicho a sí mismo, en un exceso de confianza, que sería capaz de reencontrar la ruta a través de los Pirineos por la que lo habían llevado los guías a España en 1936, tramos de la cual había recorrido en sentido contrario cuando se había marchado un año más tarde. Sin embargo, cuando los picos de color violeta y los pasos de montaña verdes empezaron a asomar en el lejano horizonte, las perspectivas se le antojaron más desalentadoras. Había pensado que cada paso del camino quedaría grabado en su memoria; sin embargo, cuando intentaba recordar sendas concretas, puentes y curvas, se dio cuenta de que tenía las imágenes borrosas y no lograba rememorar los detalles exactos, lo cual lo enfurecía.

Terminó su almuerzo —un guiso de pescado con mucha pimienta— y luego charló tranquilamente con un grupo de camioneros que ocupaba la mesa contigua.

—Necesito que alguien me lleve hasta Cerbère. —Era la aldea situada justo antes de la frontera con España—. ¿Alguno va en esa dirección?

Seguramente iban en esa dirección, era la única razón para encontrarse en esa carretera del sudeste. De todas formas, se lo pensaron. Era la Francia de Vichy: desde el punto de vista técnico, se trataba de una zona independiente; en la práctica, estaba bajo el yugo de los alemanes que ocupaban la otra mitad del país. Nadie corría a ayudar a un extranjero con acento de otro país.

—Soy albañil —aseguró Lloyd, y levantó su bolsa de lona—. Vuelvo a mi casa, en España. Me llamo Leandro.

—Yo puedo llevarte hasta medio camino —se ofreció un hombre gordo con camiseta interior.

—Gracias.

—¿Estás listo ya?

—Por supuesto.

Salieron del restaurante y entraron en una furgoneta Renault mugrienta y sucia con el nombre de una tienda de suministros eléctricos en el lateral. Al arrancar, el conductor preguntó a Lloyd si estaba casado. Siguieron una serie de desagradables preguntas personales, y Lloyd se percató de que el hombre sentía verdadera fascinación por la vida sexual de los demás. Sin duda alguna, esa era la razón por la que había accedido a llevar a Lloyd: le daba oportunidad de hacer su indiscreto interrogatorio. Varios de los hombres que habían llevado a Lloyd tenían algún perverso motivo por el estilo.

—Soy virgen —informó Lloyd, y era cierto; pero eso solo llevó a un interrogatorio sobre los ardientes tocamientos que hubiera podido practicar con colegialas. En realidad, Lloyd tenía una considerable experiencia en el tema, aunque no pensaba compartirla. Se negó a dar detalles al tiempo que intentaba no resultar grosero, pero el conductor acabó desesperándose.

—Hasta aquí puedo llegar —anunció, y detuvo el vehículo.

Lloyd le dio las gracias por el viaje y siguió andando.

Había aprendido a no caminar como un soldado y arrastraba los pies de una forma que a él le parecía bastante creíble y propia de un campesino. Jamás llevaba encima ni un periódico ni un libro. La última vez que le habían cortado el pelo lo había hecho un barbero sumamente incompetente en el barrio más pobre de Toulouse. Se afeitaba aproximadamente una vez a la semana, por lo que solía llevar barba de varios días, que resultaba de una tremenda efectividad para hacerlo parecer un don nadie. Dejó de lavarse y adquirió un olor rancio que actuaba como repelente contra posibles curiosos.

Pocas personas de clase trabajadora tenían reloj, en Francia o en España, y tuvo que deshacerse del reloj de pulsera cuadrado de acero inoxidable que le había regalado Bernie por su graduación. No pudo regalárselo a ninguno de los muchos franceses que lo habían ayudado, pues un reloj inglés los habría incriminado también a ellos. Al final, con gran pesar, lo había lanzado a un estanque.

Su talón de Aquiles era el ir indocumentado.

Había intentado comprar la documentación a un hombre que se parecía ligeramente a él, y había planeado robársela a otros dos, pero todo el mundo estaba alerta para evitar ese tipo de hurtos, y no resultaba sorprendente. Así las cosas, la estrategia de Lloyd consistía en evitar las situaciones en las que podían obligarle a identificarse. Conseguía pasar inadvertido, caminaba a campo través en lugar de ir por carreteras cuando tenía la posibilidad, y jamás viajaba como pasajero en tren porque solía haber puestos de control en las estaciones. Hasta ese momento, la suerte le había sonreído. El gendarme de una aldea le había pedido los papeles, y cuando le explicó que se los habían robado después de emborracharse y quedar inconsciente en un bar de Marsella, el policía le había creído y le había ordenado que circulase.

Sin embargo, la suerte dejó de sonreírle.

Pasaba por un terreno agrícola pobre. Estaba en las faldas de los Pirineos, cerca del Mediterráneo, y el suelo era arenoso. El camino polvoriento recorría pequeñas parcelas que luchaban por sobrevivir y paupérrimas aldeas. Era un paisaje pobremente poblado. A su izquierda, entre las colinas, vislumbró el azul del lejano mar.

Lo último que esperaba era que lo adelantase un Citroën verde en el que viajaban tres gendarmes.

Ocurrió de forma muy repentina. Oyó cómo se acercaba el coche, el único que había oído desde que el hombre gordo lo había dejado en el camino. Seguía arrastrando los pies al caminar, como un cansado trabajador de regreso a casa. A ambos lados de la carretera había campos yermos cubiertos de malas hierbas y tocones. Cuando el vehículo se detuvo, se planteó durante un segundo salir corriendo a campo través. Desestimó la idea al ver las cartucheras de los dos gendarmes que descendieron de un salto del coche. Seguramente no tenían muy buena puntería, pero era mejor no arriesgarse. Tenía más posibilidades de salir airoso hablando con ellos. Eran gendarmes locales, de pueblo, más amigables que los estirados policías urbanos franceses.

—¿Documentación? —preguntó en francés el gendarme más próximo a él.

Lloyd separó las manos con gesto de impotencia.

Monsieur, soy tan desgraciado que me han robado la documentación en Marsella. Me llamo Leandro, soy albañil español, me dirijo a…

—Sube al coche.

Lloyd dudó un instante, pero no tenía salida. La opción de escapar era peor.

Un gendarme lo agarró con fuerza por el brazo, lo metió con brusquedad en el asiento trasero y se sentó a su lado.

El alma se le cayó a los pies cuando el coche se puso en marcha.

—¿Eres inglés o qué? —le preguntó el gendarme que iba sentado a su lado.

—Soy español. Me llamo…

—No gastes saliva —aconsejó el francés haciendo un gesto despectivo con la mano.

Lloyd se dio cuenta de que había sido demasiado optimista. Era un extranjero indocumentado que se dirigía a la frontera española: no les costó suponer que se trataba de un soldado inglés a la fuga. Si tenían alguna duda, encontrarían pruebas cuando le pidieran que se desnudase, porque verían la placa identificativa que llevaba colgada al cuello. No la había tirado, porque, sin ella, le dispararían sin pensarlo por espía.

Ahora estaba encerrado en aquel coche con tres hombres armados, y no tenía ninguna probabilidad de poder escapar.

Siguieron avanzando, en la misma dirección en la que viajaba Lloyd, mientras el sol se ocultaba tras las montañas del lado derecho. No había grandes ciudades entre ese punto del camino y la frontera, por eso supuso que iban a encerrarlo en un cuartel local para pasar la noche. Tal vez pudiera escapar de allí. Si no lo lograba, sin duda lo llevarían de regreso a Perpiñán al día siguiente y lo entregarían a la policía de la ciudad. ¿Y entonces qué? ¿Lo someterían a un interrogatorio? Esa posibilidad hizo que sintiera un miedo aterrador. La policía francesa le golpearía, los alemanes lo torturarían. Si sobrevivía, acabaría en un campo de prisioneros de guerra, donde permanecería hasta el final de la contienda o hasta morir de desnutrición. Lo irónico era que ¡estaba solo a unos kilómetros de la frontera!

Llegaron a una pequeña ciudad. ¿Podría escapar en el trayecto del coche a la prisión? No podía hacer ningún plan: desconocía el terreno. No había nada que pudiera hacer salvo mantenerse alerta y aprovechar cualquier oportunidad.

El coche viró por la calle principal y se adentró en un callejón situado justo detrás de una hilera de tiendas. ¿Iban a ejecutarlo allí y dejar tirado su cadáver?

El coche se detuvo en la entrada trasera de un restaurante. El patio estaba cubierto de cajas y latas gigantescas. A través de una pequeña ventana, Lloyd divisó una cocina muy iluminada.

El gendarme sentado en el asiento del copiloto bajó del coche y abrió la portezuela de Lloyd, por el lado que quedaba más próximo al edificio. ¿Era esta su oportunidad? Tendría que salir corriendo del coche y recorrer a toda prisa el callejón. Estaba oscuro: tras una carrera de pocos metros, dejaría de ser un blanco fácil.

El gendarme se metió en el coche y agarró a Lloyd por el brazo, reteniéndolo mientras bajaba y se enderezaba. El segundo gendarme salió inmediatamente detrás del inglés. La oportunidad no era lo bastante buena.

Pero ¿para qué lo habían llevado hasta allí?

Lo hicieron entrar a la cocina. Un cocinero batía huevos en un cuenco y un chico adolescente lavaba platos en una pila enorme.

—Aquí tienes a un inglés. Se hace llamar Leandro —informó uno de los gendarmes.

—¡Teresa! ¡Ven aquí! —gritó el cocinero sin dejar de trabajar y levantando la cabeza.

Lloyd recordó a otra Teresa, una bella anarquista española que enseñaba a los soldados a leer y escribir.

La puerta de la cocina se abrió de golpe y ella entró.

Lloyd se quedó mirándola, atónito. No había posibilidad de error: jamás olvidaría aquellos ojazos ni esa mata de pelo negro, aunque llevase una gorra de algodón blanco y un delantal de camarera.

Al principio, ella no lo miró. Dejó una pila de platos en el mostrador, junto al joven lavaplatos, se volvió hacia los gendarmes con una sonrisa y los besó a ambos en la mejilla.

—¡Pierre! ¡Michel! ¿Cómo estáis? —preguntó. Luego se volvió hacia Lloyd, se quedó mirándolo y dijo en español—: No… no es posible. Lloyd… ¿De verdad eres tú?

Él no pudo más que asentir con cara de embobado.

Ella lo abrazó, lo achuchó y le plantó dos besos en las mejillas.

—Pues ya estamos —dijo uno de los gendarmes—. Todo arreglado. Tenemos que irnos. ¡Buena suerte! —Pasó a Lloyd su bolsa de lona y se marcharon.

Lloyd por fin logró hablar.

—¿Qué está pasando? —preguntó a Teresa en español—. ¡Creía que iban a llevarme a prisión!

—Odian a los nazis y por eso nos ayudan —aclaró ella.

—¿Cómo que «nos»?

—Ya te lo explicaré más tarde. Acompáñame. —Teresa abrió una puerta que daba a unas escaleras y lo llevó al piso superior, donde había una habitación con pocos muebles—. Espera aquí, te traeré algo de comer.

Lloyd se tumbó en la cama y se quedó pensando en su inmensa suerte. Hacía cinco minutos había creído que estaban a punto de torturarlo y matarlo. Ahora estaba esperando que una hermosa mujer le llevara la cena.

La situación podía volver a dar un giro radical, era consciente de ello.

Teresa regresó media hora después con una tortilla y unas patatas fritas servidas en un robusto plato.

—Hemos estado ocupados, pero cerramos temprano —dijo ella—. Volveré en un par de minutos.

Lloyd engulló la comida con avidez.

Cayó la noche. Oyó el murmullo de la conversación entre los clientes que se marchaban y el entrechocar metálico de los cacharros que se recogían; luego Teresa reapareció con una botella de vino tinto y dos vasos.

Lloyd le preguntó por qué se había marchado de España.

—Nuestros compatriotas están muriendo asesinados por millares —aseguró—. Para aquellos a los que no han matado, han aprobado la Ley de Responsabilidades Políticas, y criminalizan a todo aquel que haya apoyado al gobierno republicano. Puedes perder todas tus propiedades si te opones a Franco incluso por «pasividad grave». Solo te consideran inocente si puedes probar que lo has apoyado.

Lloyd pensó con amargura en la confianza con que Chamberlain había informado a la Cámara de los Comunes de que Franco había renunciado a las represalias políticas. ¡Qué maldito mentiroso había resultado ser Chamberlain!

—Muchos de nuestros camaradas se encuentran en campos de prisioneros en condiciones infrahumanas —añadió Teresa.

—Supongo que no tendrás ni idea de lo que le pudo pasar al sargento Lenny Griffiths, mi amigo.

Teresa negó con la cabeza.

—No volví a verlo después de Belchite.

—¿Y tú…?

—Yo escapé de las tropas de Franco, llegué a este lugar, conseguí trabajo de camarera… Y descubrí que podía dedicarme a otra cosa.

—¿A qué otra cosa?

—Ayudo a cruzar las montañas a los soldados fugitivos. Por eso los gendarmes te han traído hasta aquí.

Lloyd se sintió animado. Había pensado llegar solo hasta España y se había estado preocupando por si sabría encontrar el camino. Y ahora incluso contaría con una guía.

—Tengo a otros dos esperando —dijo—. Un soldado de artillería inglés y un piloto canadiense. Están en una granja de las montañas.

—¿Cuándo quieres que crucemos?

—Esta noche —respondió ella—. No bebas demasiado vino.

Volvió a marcharse y regresó media hora después con un viejo abrigo raído.

—Iremos por un lugar frío —explicó.

Salieron con sigilo por la puerta de la cocina y se abrieron paso por la pequeña ciudad iluminados por las estrellas. Una vez que dejaron atrás las casas, siguieron por un sendero ascendente con una cuesta cada vez más pronunciada. Tras una hora de recorrido llegaron a un pequeño grupo de edificaciones de piedra. Teresa silbó y abrió la puerta de un granero, y de él salieron dos hombres.

—Siempre usamos nombres falsos —comentó ella en inglés—. Yo soy María y estos dos son Fred y Tom. Nuestro nuevo amigo es Leandro. —Los hombres se estrecharon la mano. Ella prosiguió—: Nada de hablar, ni de fumar y el que se retrase, ahí se queda. ¿Estamos listos?

Desde ese punto, el camino se volvía más empinado. Lloyd empezó a resbalar con las piedras. De cuando en cuando, se agarraba a los raquíticos matojos de brezo que crecían junto al sendero y se daba impulso hacia arriba con su ayuda. La menuda Teresa imprimía un ritmo que no tardó en hacer resollar y resoplar a los tres hombres. Ella llevaba una linterna, pero se negaba a encenderla mientras brillasen las estrellas, argumentando que no quería gastar la pila.

El aire fue enfriándose. Cruzaron un arroyo gélido, y a Lloyd no volvieron a calentársele los pies después de aquello.

—Aquí procurad permanecer en el centro del camino —les advirtió Teresa una hora después.

Lloyd miró hacia abajo y se percató de que estaba al borde de un precipicio entre dos laderas escarpadas. Cuando vio el abismo al que podía caer, se sintió algo mareado y rápidamente levantó la vista y la clavó al frente, en la silueta grácil y ligera de Teresa. En circunstancias normales, habría disfrutado de cada minuto de la caminata tras un cuerpo como aquel, pero en ese momento estaba tan cansado y tenía tanto frío que ni siquiera le quedaban energías para comérsela con los ojos.

Las montañas no estaban habitadas. En un punto del camino, un perro ladró a lo lejos; en otro, escucharon un espeluznante repiqueteo de campanas, que asustó a los hombres hasta que Teresa les explicó que los pastores colgaban cencerros a sus ovejas para poder localizar los rebaños.

Lloyd pensaba en Daisy. ¿Estaría aún en Ty Gwyn? ¿O habría regresado con su marido? Esperaba que no hubiera regresado a Londres, porque, según publicaba la prensa francesa, la ciudad era bombardeada todas las noches. ¿Estaría viva o muerta? ¿Volvería a verla alguna vez? Si lo hacía, ¿qué sentiría ella por él?

Se detenían cada dos horas para descansar, beber agua y tomar un par de tragos de una botella de vino que llevaba Teresa.

Empezó a llover casi al despuntar el alba. El sotobosque se tornó de inmediato resbaladizo y traicionero, y todos tropezaban y se trastabillaban, pero Teresa no aminoró la marcha.

—Dad gracias de que no nieve —dijo.

La luz del día reveló un paisaje de maleza entre la que asomaban afloramientos de roca cual lápidas. La lluvia no cesaba y una fría bruma oscurecía el horizonte.

Después de un rato, Lloyd se dio cuenta de que iban caminando cuesta abajo.

—Ya estamos en España —anunció Teresa en su siguiente parada.

Lloyd debería haberse sentido aliviado, pero sencillamente se sentía agotado.

Poco a poco, el paisaje se volvió más agradable, las piedras fueron dando paso a la densa hierba y los toscos matorrales.

De pronto, Teresa se dejó caer al suelo y se quedó tumbada boca arriba.

Los tres hombres la imitaron al instante, sin necesidad de que los animara a hacerlo. Siguiendo la mirada de Teresa, Lloyd vio a dos hombres con uniforme verde y unas peculiares gorras: guardias fronterizos españoles, supuestamente. Se dio cuenta de que el hecho de estar en España no suponía que se hubiera librado de los problemas. Si lo pillaban entrando en el país de forma ilegal, podían incluso enviarlo de vuelta. Peor aún, podía acabar desapareciendo en un campo de prisioneros franquista.

La patrulla fronteriza avanzaba por un sendero de montaña en dirección a los fugitivos. Lloyd se dispuso para la pelea. Tendría que moverse deprisa para derribarlos antes de que sacaran las armas. Se preguntó cómo se defenderían los otros dos en un altercado.

Sin embargo, no tenía nada que temer. Los dos guardias llegaron a una especie de frontera invisible y dieron media vuelta. Teresa reaccionó como si hubiera sabido que aquello iba a ocurrir. Cuando los guardias se esfumaron, ella se levantó y los cuatro siguieron caminando.

Poco después, la bruma se disipó. Lloyd vio una aldea de pescadores a orillas de una bahía arenosa. Ya había estado allí antes, durante su estancia en España en 1936. Incluso recordaba que había una estación de tren.

Llegaron caminando al pueblo. Era un lugar tranquilo, sin señal alguna de burocracia: ni policía, ni ayuntamiento, ni soldados, ni puestos de control. Sin duda alguna, era la razón por la que Teresa lo había escogido como punto de destino.

Fueron a la estación y Teresa compró los billetes, coqueteando con el vendedor como si fueran viejos amigos.

Lloyd se sentó en un banco del sombrío andén, con los pies hinchados y doloridos, agotado, agradecido y feliz.

Una hora más tarde, subieron al tren con destino a Barcelona.