Daisy había realizado un largo viaje para acabar llegando al punto de partida.
Cuando enviaron a Lloyd a Francia, se le partió el corazón. Había perdido la oportunidad de confesarle que lo amaba. ¡Ni siquiera lo había besado!
Y tal vez no volviera a tener oportunidad de hacerlo. Lo habían declarado desaparecido en combate después de Dunkerque. Eso significaba que no habían encontrado su cuerpo para identificarlo, aunque tampoco estaba registrado como prisionero de guerra. Lo más probable era que estuviera muerto: mutilado en mil pedazos por el impacto de un proyectil o quizá atrapado, sin identificar, bajo las ruinas de alguna granja derruida. Daisy estuvo días llorando.
Durante un mes más anduvo como alma en pena por Ty Gwyn, con la esperanza de obtener más información, pero no llegó noticia alguna. Entonces empezó a sentirse culpable. Había muchas mujeres en una situación tan penosa como la suya o incluso peor. Algunas tenían que enfrentarse a la realidad de tener que criar a dos o tres niños sin ayuda del hombre de la casa. Ella no tenía ningún derecho a sentir lástima de sí misma porque hubiera desaparecido el hombre con el que había deseado mantener una relación.
Debía recuperar el buen sentido y hacer algo positivo. El destino no había querido que estuviera con Lloyd, eso era indudable. Ella ya tenía marido, un marido que arriesgaba la vida a diario. Se dijo a sí misma que era su deber cuidar de Boy.
Regresó a Londres. Reabrió la casa de Mayfair, la acondicionó lo mejor que pudo con el limitado número de criados, y la convirtió en un hogar agradable al que pudiera regresar Boy cuando estuviera de permiso.
Debía olvidar a Lloyd y ser una buena esposa. Tal vez volviera a quedarse embarazada.
Muchas mujeres se alistaban en el ejército, se unían a la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina, o desempeñaban tareas de labranza en el Ejército Femenino para el Trabajo de la Tierra. Otras trabajaban de forma altruista para el Servicio Voluntario Femenino de Prevención para los Bombardeos. Sin embargo, no había recursos suficientes para todo lo que esas mujeres querían hacer. The Times había publicado cartas al director en las que los lectores se quejaban de que las medidas preventivas para los bombardeos eran un desperdicio de dinero.
La guerra en la Europa continental parecía haber finalizado. Alemania había ganado. Europa era fascista desde Polonia hasta Sicilia, y desde Hungría hasta Portugal. Ya no se libraban combates en ningún sitio. Se rumoreaba que el gobierno británico había negociado con los alemanes los términos del tratado de paz.
Sin embargo, Churchill no firmó la paz con Hitler, y ese verano estalló la Batalla de Inglaterra.
Al principio, los civiles no se vieron muy afectados. Las campanas de las iglesias fueron silenciadas, su repique se reservó al anuncio de la esperada invasión alemana. Daisy siguió el consejo del gobierno y colocó cubos de arena y agua en todos los rellanos de la casa, como precaución contra incendios, aunque no fueron necesarios. La Luftwaffe bombardeaba los puertos, con el objeto de cortar las vías de suministro de Inglaterra. Siguieron con las bases militares, en un intento de destruir la Royal Air Force. Boy pilotaba un Spitfire y derribaba cazas enemigos en batallas aéreas contempladas por granjeros boquiabiertos de Kent y Sussex. En una de las pocas cartas que escribía a casa contaba con orgullo que había derribado tres aviones alemanes. No le concederían ningún permiso hasta al cabo de varias semanas, y Daisy se quedó plantada y sola en una casa plagada de flores para él.
Al final, la mañana del sábado 7 de septiembre, Boy se presentó con un pase de fin de semana. Hacía un tiempo fantástico, caluroso y soleado, un último momento de calidez que llamaban veranillo de San Martín.
Dio la casualidad de que fue el día en que la Luftwaffe cambió de estrategia.
Daisy besó a su marido y se aseguró de tener camisas limpias y muda de ropa interior recién planchada en el vestidor.
Por lo que había oído decir a otras mujeres, los combatientes regresaban a casa deseosos de sexo, alcohol y buena comida, en ese orden.
Boy y ella no se habían vuelto a acostar desde el aborto. Esa sería la primera vez. Se sentía culpable por no arder en deseos de hacerlo. Sin embargo, no pensaba negarse a cumplir con sus deberes de buena esposa.
Daisy esperaba que Boy la tirase sobre la cama en cuanto llegara, pero no estaba tan desesperado. Se quitó el uniforme, se bañó, se lavó el pelo y volvió a vestir su atuendo de civil. Daisy ordenó a la cocinera que no escatimara en cupones de racionamiento para la preparación de un suculento menú, y Boy subió de la bodega una de sus botellas de clarete de mejor añada.
—Voy a salir un par de horas. Volveré para la cena —anunció Boy.
Daisy se sintió sorprendida y dolida. Deseaba ser una buena esposa, pero no pasiva.
—¡Es el primer permiso que tienes desde hace meses! —protestó—. ¿Adónde narices vas?
—A ver un caballo.
Eso estaba bien.
—¡Ah, bueno! Pues te acompaño.
—No, no me acompañarás. Si me presento allí con una mujer pegada a mí, creerán que soy un calzonazos y me subirán el precio.
Ella fue incapaz de ocultar su malestar.
—Siempre soñé con que sería algo que haríamos juntos, comprar y criar caballos de carreras.
—Pues ese no es un mundo para mujeres.
—¡Oh, al diablo con eso! —exclamó, indignada—. Sé tanto de caballos como tú.
Boy parecía molesto.
—Puede que sí, pero sigo sin querer que estés por ahí mientras yo negocio con esos tipos y no se hable más.
Ella desistió.
—Como gustes —respondió, sumisa, y se marchó del comedor.
Pero su instinto le dijo que él mentía. Los combatientes de permiso no piensan en comprar caballos. Se decidió a averiguar qué estaba tramando. Incluso los héroes deben ser sinceros con sus esposas.
Fue a su cuarto y se vistió con pantalones y botas. Mientras Boy descendía la escalinata de la entrada, ella bajó corriendo por las escaleras de servicio, salió por la cocina, cruzó el patio trasero y llegó a las viejas cuadras. Allí se puso una chaqueta de cuero, gafas de motorista y un casco. Abrió la puerta del garaje que daba al pasaje y sacó su motocicleta, una Triumph Tiger 100, llamada así porque alcanzaba las cien millas por hora. Pisó el pedal del gas y salió disparada hacia la calle.
Se había pasado rápidamente a la motocicleta cuando el racionamiento de gasolina volvió a entrar en vigor en septiembre de 1939. Era como montar en bicicleta, pero más fácil. Le encantaba la libertad y la independencia que le hacía sentir.
Entró en la calle justo a tiempo de ver el Bentley Airline color crema de Boy desaparecer al doblar la siguiente esquina.
Lo siguió.
Él cruzó Trafalgar Square y recorrió el barrio de los teatros. Daisy lo seguía a una distancia prudencial, pues no quería levantar sospechas. El tráfico todavía era denso en el centro de Londres, donde había cientos de coches en misiones oficiales. Además, el racionamiento de gasolina para los vehículos particulares no era especialmente restrictivo, sobre todo, para las personas que solo querían conducir por la ciudad.
Boy siguió hacia el este, por el distrito financiero. Por allí había poco tráfico un sábado por la tarde, y a Daisy empezó a preocuparle que la vieran. Sin embargo, no era fácil reconocerla con las gafas de motorista y el casco. Y Boy no prestaba mucha atención al entorno, pues iba conduciendo con la ventanilla abierta y fumando un puro.
Se dirigió hacia Aldgate, y Daisy tuvo la terrible sensación de saber por qué.
Se adentró en una de las calles menos miserables del East End y aparcó a la entrada de una agradable casa del siglo XVIII. No se veía ningún establo: no era un lugar en que se comprasen y vendiesen purasangres. ¡Menuda patraña le había contado Boy!
Daisy paró la motocicleta al cabo de la calle y se quedó mirando. Su marido bajó del coche y cerró la puerta de golpe. No miró a su alrededor ni comprobó el número de la casa; estaba claro que había estado allí antes y que sabía exactamente adónde iba. Caminando con aire desenvuelto, con el puro en la boca, se dirigió a la puerta de entrada y la abrió con una llave.
Daisy sintió ganas de llorar.
Boy desapareció en el interior de la vivienda.
En algún punto del este se produjo una explosión.
Daisy miró en esa dirección y vio aviones en el cielo. ¿Es que los alemanes habían escogido justo ese día para bombardear Londres?
Si así era, a ella le daba igual. No pensaba dejar que Boy disfrutase de su infidelidad en paz. Daisy se acercó hasta la casa y aparcó la moto detrás del coche de Boy. Se quitó el casco y las gafas, se acercó a la puerta y llamó.
Oyó una nueva explosión, esta última se produjo más cerca; a continuación, las sirenas que anunciaban el bombardeo iniciaron su funesto cántico.
La puerta se abrió un poquito, y Daisy le dio un fuerte empujón. Una joven con uniforme negro de criada gritó y se tambaleó hacia atrás, y la airada esposa entró. Cerró de un portazo tras ella. Se hallaba en el vestíbulo de una típica casa londinense de clase media, aunque estaba decorada con un estilo exótico: con alfombras orientales, pesadas cortinas y un cuadro de mujeres desnudas dándose un baño.
Abrió de golpe la puerta que le quedaba más a mano y entró en el salón principal. La iluminación era tenue, cortinas de terciopelo filtraban la luz del sol. Había tres personas en la habitación. De pie, mirándola anonadada, vio a una mujer de unos cuarenta años, con un batín de seda muy suelto, aunque cuidadosamente maquillada con carmín rojo: la madre, supuso. Detrás de ella, sentada en un sillón, se encontraba una chica de unos dieciséis años vestida solamente con ropa interior y medias, y estaba fumando un cigarrillo. Junto a la chica estaba sentado Boy, con la mano sobre el muslo de ella, por encima de la media. Apartó la mano de golpe, en un gesto de culpabilidad. Fue una reacción ridícula, como si el hecho de retirar la mano hiciera que aquella escenita pareciera inocente.
Daisy contuvo las lágrimas.
—¡Me prometiste que las dejarías! —gritó. Quería mostrarse fría y enfadada, como el ángel vengador, pero se oyó hablar y percibió que la tristeza y el dolor ya le habían quebrado la voz.
Boy se ruborizó y adoptó una expresión de pánico.
—Pero ¿qué narices estás haciendo aquí?
—Joder, que es su mujer —exclamó la mujer mayor.
Se llamaba Pearl, Daisy lo recordaba, y la hija era Joanie. Qué horroroso saber los nombres de unas mujeres así.
La criada se asomó por la puerta de la sala.
—Yo no he dejado entrar a esta puta, ¡ha entrado dándome un empujón! —la acusó.
—¡Yo que me había esforzado tanto en que la casa estuviera acogedora y bonita para ti… y aun así prefieres esto! —reprochó Daisy a su marido.
Boy iba a decir algo, pero no encontraba las palabras. Balbuceó de forma incoherente durante un instante. Una potente y cercana explosión hizo temblar el suelo y vibrar las ventanas.
—¿Es que están todos sordos? —dijo la criada—. ¡Hay un puto bombardeo ahí fuera! —Nadie la miró—. Voy a bajar al sótano —anunció, y desapareció.
Todos necesitaban buscar refugio. Pero Daisy tenía algo que decir a Boy antes de irse.
—No vuelvas a venir a mi cama, jamás, por favor. Me niego a que me contamines.
—Pero si solo estamos divirtiéndonos un poco, cariño. ¿Por qué no te unes a la fiesta? A lo mejor te gusta —sugirió la chica del sillón, Joanie.
Pearl, la mayor, miró a Daisy de arriba abajo.
—Tiene un cuerpo menudo y bonito.
Daisy se dio cuenta de que la humillarían aún más si les daba la ocasión. No les hizo caso y se dirigió a Boy.
—Tú has elegido —dijo—. Y yo ya me he decidido. —Salió de la habitación con la cabeza bien alta, aunque se sentía humillada y rechazada.
—¡Oh, mierda, vaya lío! —oyó decir a Boy.
«¿Vaya lío? —pensó ella—. ¿Eso es todo?»
Salió a la calle.
Entonces miró hacia arriba.
El cielo estaba plagado de aviones.
La visión la hizo estremecer de miedo. Estaban muy arriba, a unos tres mil metros, aunque parecían tapar el sol. Eran cientos de aparatos, enormes bombarderos y cazas estilizados y ligeros como avispas, una flota que debía de tener unos treinta kilómetros de ancho. Hacia el este, en dirección a los muelles y Woolwich Arsenal, columnas de humo se elevaban desde el suelo, donde impactaban las bombas. Las explosiones se sucedían con tormentoso estruendo, como el del mar embravecido.
Daisy recordó que Hitler había pronunciado un discurso en el Parlamento alemán, precisamente aquel pasado miércoles, en el que despotricó contra la debilidad de los bombardeos aéreos de la RAF sobre Berlín y amenazó con borrar las ciudades inglesas del mapa como represalia. Por lo visto, lo había dicho en serio. Pretendían arrasar con Londres.
Tal como estaban las cosas, aquel ya era el peor día de la vida de Daisy. Entonces se dio cuenta de que sería el último.
No obstante, no tenía cuerpo para volver a entrar a esa casa y compartir el refugio subterráneo con sus ocupantes. Tenía que escapar. Necesitaba estar en su hogar, donde podría llorar en privado.
A toda prisa, se puso el casco y las gafas. Resistió un impulso irracional aunque poderoso de ocultarse tras el primer muro que encontrase. Subió a la moto de un salto y se puso en marcha.
No llegó muy lejos.
A dos calles de allí, cayó una bomba sobre una casa que estaba justo en su campo de visión, y frenó en seco. Vio el agujero en el techo, sintió la vibración del golpe sordo provocado por la detonación y, pasados un par de segundos, vio las llamas que ardían en el interior, como si el queroseno de un calentador se hubiera derramado y hubiera prendido. Unos segundos después, una niña de unos doce años salió de la casa, gritando, con el pelo en llamas y corriendo directamente hacia Daisy.
Ella bajó de un salto de la motocicleta, se quitó la chaqueta de cuero y la utilizó para tapar la cabeza de la pequeña; la envolvió con fuerza para dejar sin oxígeno a las llamas.
Los gritos cesaron. Daisy retiró la cazadora. La niña seguía llorando. Ya no se sentía morir, pero estaba calva.
Daisy miró la calle de punta a punta. Un hombre con casco metálico y una banda en el brazo del encargado voluntario de Prevención para los Bombardeos se acercó corriendo con una caja metálica de primeros auxilios que llevaba una cruz pintada en el lateral.
La niña miró a Daisy, abrió la boca y gritó:
—¡Mi madre está dentro!
—Tranquila, cariño, primero vamos a echarte un vistazo —dijo el supervisor de Prevención.
Daisy dejó a la niña con él y corrió hacia la puerta de entrada del edificio. Parecía una casa antigua parcelada en apartamentos. Los pisos superiores estaban ardiendo, pero podía entrar en el recibidor. Guiada por una corazonada, corrió hacia el fondo y llegó a la cocina. Allí vio a una mujer inconsciente en el suelo y a un bebé en una cuna. Agarró al bebé y volvió a salir corriendo.
—¡Es mi hermana! —gritó la niña con el pelo chamuscado.
Daisy depositó a la pequeña en brazos de su hermana y volvió a entrar en la vivienda.
La mujer inconsciente pesaba demasiado para poder levantarla sin ayuda. Daisy se situó detrás de ella, la incorporó hasta sentarla, la agarró por las axilas y la arrastró por el suelo de la cocina hasta sacarla por el vestíbulo y salir a la calle.
Había llegado una ambulancia: era un turismo reconvertido, con la parte trasera cubierta por un techo de lona y sin puertas. El voluntario de Prevención estaba ayudando a la niña a subir al vehículo. El conductor se acercó a Daisy a toda prisa. Entre ambos, metieron a la mujer en la ambulancia.
—¿Queda alguien más en la casa? —preguntó el conductor a Daisy.
—¡No lo sé!
El hombre se precipitó hacia el recibidor. En ese momento, todo el edificio tembló. Los pisos se desplomaron sobre el suelo. El conductor de la ambulancia se adentró en un verdadero infierno.
Daisy se oyó gritar.
Se tapó la boca con una mano y se quedó mirando las llamas, en busca del conductor, aunque no hubiera podido ayudarlo y habría sido un suicidio intentarlo.
—¡Oh, Dios mío, Alf ha muerto! —exclamó el encargado de Prevención.
Se oyó otra explosión cuando una bomba impactó a unos noventa metros calle arriba.
—Ahora no tengo conductor, no puedo abandonar el lugar —dijo el voluntario, y miró a ambos lados de la calle. Había pequeños grupos de gente a la entrada de algunas casas, pero la mayoría estaban en los refugios.
—Ya conduzco yo. ¿Dónde tengo que ir? —preguntó Daisy.
—¿Sabes conducir?
La mayoría de las mujeres inglesas no sabían conducir, seguía siendo cosa de hombres.
—No hagas preguntas idiotas —replicó Daisy—. ¿Adónde hay que llevar la ambulancia?
—A St. Bart’s. ¿Sabes dónde está?
—Por supuesto. —St. Bartholomew’s era uno de los mayores hospitales de Londres, y Daisy había vivido cuatro años en la ciudad—. En West Smithfield —añadió, para asegurarse de que la creía.
—Urgencias está por detrás.
—Ya lo encontraré. —Subió al vehículo de un salto. El motor todavía estaba en marcha.
—¿Cómo te llamas? —gritó el encargado de Prevención.
—Daisy Fitzherbert. ¿Y tú?
—Nobby Clarke. Cuídame bien la ambulancia.
El coche tenía el cambio de marchas clásico. Daisy metió primera y partió.
Los aviones continuaban rugiendo sobre sus cabezas y las bombas caían sin pausa. Daisy deseaba con todas sus fuerzas trasladar a los heridos al hospital, y St. Bart’s estaba a poco menos de kilómetro y medio, pero el trayecto era de una dificultad desquiciante. Condujo por Leadenhall Street, Poultry y Cheapside, pero en varias ocasiones encontró el camino bloqueado, por lo que debía retroceder y dar con una ruta alternativa. Se fijó en que, al menos, había una casa destruida por calle. La totalidad del paisaje estaba en ruinas y humeante, y había personas sangrando y llorando.
Sintiendo un tremendo alivio, llegó al hospital y siguió a otra ambulancia hasta la entrada de urgencias. El lugar era una verdadera locura: una docena de vehículos descargaban pacientes mutilados y quemados para ponerlos en manos de acelerados camilleros ataviados con delantales cubiertos de sangre. «Tal vez haya salvado a la madre de esas niñas —pensó Daisy—. Aunque mi marido no me quiera, no soy una inútil total.»
La niña sin pelo seguía llevando a su hermanita en brazos. Daisy ayudó a ambas a bajar de su ambulancia.
Una enfermera la ayudó a levantar a la mujer inconsciente y a llevarla dentro.
Sin embargo, Daisy se percató de que la mujer había dejado de respirar.
—¡Estas dos niñas son sus hijas! —gritó a la enfermera, y se percató del tono de histeria en su propia voz—. ¿Qué será ahora de ellas?
—Ya me encargaré yo —respondió la enfermera de forma expeditiva—. Tendrás que volver.
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Daisy.
—Tranquilízate —le aconsejó la enfermera—. Habrá muchos más muertos y heridos antes de que acabe la noche.
—Está bien —respondió Daisy, y volvió a ponerse al volante de la ambulancia dispuesta a partir.