I

Erik von Ulrich pasó los tres primeros días de la batalla de Francia en un atasco.

Erik y su amigo Hermann Braun pertenecían a una unidad médica adjunta a la 2.ª División Panzer. Durante el recorrido para cruzar el sur de Bélgica, no habían sido testigos de la acción bélica, el trayecto había consistido en kilómetros y kilómetros de verdes colinas y árboles. Sin duda se encontraban en la región boscosa de las Ardenas. Viajaban por caminos angostos, muchos de los cuales ni siquiera estaban pavimentados, y un tanque averiado podía provocar un atasco de unos ochenta kilómetros en cuestión de segundos. Permanecían detenidos, atascados en largas colas, más que en movimiento.

Hermann tenía el rostro pecoso congelado en una mueca de ansiedad.

—¡Esto es ridículo! —murmuró a Erik, en voz tan baja que nadie más pudo oírlo.

—Parece mentira que precisamente tú digas eso. Tú que estuviste en las Juventudes Hitlerianas —respondió su compañero con templanza—. Ten fe en el Führer —espetó, aunque no estaba lo bastante furioso como para denunciar a su amigo.

Al avanzar experimentaban una incomodidad dolorosa. Iban sentados en el duro suelo de madera de un camión militar y este pasaba rebotando sobre raíces de árboles y esquivaba con brusquedad los baches. Erik anhelaba poder entrar en combate solo para poder bajarse de aquel maldito vehículo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Hermann elevando la voz.

Su jefe, el doctor Rainer Weiss, iba sentado en un asiento de verdad junto al conductor.

—Obedecemos las órdenes del Führer, que son siempre las correctas, por supuesto —lo dijo sin cambiar de expresión, aunque Erik tuvo la certeza de que estaba siendo sarcástico. El comandante Weiss, un hombre delgado de pelo negro y gafas, acostumbraba a hablar con cinismo del gobierno y los militares, aunque siempre lo hacía en ese tono enigmático, para que no pudiera probarse nada en su contra. De todas formas, el ejército no podía permitirse prescindir de un buen médico a esas alturas de la batalla.

Viajaban otros dos ordenanzas médicos en el camión, ambos mayores que Erik y Hermann. Uno de ellos, Christof, tenía una respuesta más satisfactoria para la pregunta de Hermann.

—Puede que los franceses no esperen que ataquemos por aquí, por la gran dificultad del terreno.

—Tendremos la ventaja del factor sorpresa y su defensa será débil —apuntó su amigo Manfred.

—Gracias a ambos por la lección de tácticas de guerra —agradeció Weiss con sarcasmo—. Ha sido muy esclarecedor. —Aunque no dijo que estuvieran equivocados.

Pese a todo lo que había ocurrido, todavía quedaban personas a las que les flaqueaba la fe en el Führer, para asombro de Erik. Su propia familia seguía negándose a reconocer los triunfos de los nazis. Su padre, que había sido un hombre con un buen cargo y poder, se había convertido en un personaje lastimero. En lugar de regocijarse por la conquista de Polonia, no hacía más que quejarse de lo mal que trataban a los polacos, algo que debía de haber escuchado de forma clandestina en alguna emisora de radio extranjera. Un comportamiento así podía meterlos en líos a todos, incluyendo a Erik, que sería acusado de no informar de ello al supervisor nazi de la comunidad.

La madre de Erik daba los mismos problemas. Cada cierto tiempo desaparecía con pequeños paquetes de pescado ahumado o huevos. No daba ninguna explicación, pero Erik estaba seguro de que se lo llevaba a frau Rothmann, cuyo marido judío ya no tenía permitida la práctica de la medicina.

A pesar de ello, Erik enviaba a casa un buen pellizco de su soldada, pues sabía que sus padres pasarían hambre y frío si no lo hacía. Detestaba sus ideas políticas, pero los quería. Ellos, sin duda, sentían lo mismo por las ideas políticas de su hijo y por él.

La hermana de Erik, Carla, había querido ser médico, como su hermano, y se había puesto hecha un basilisco cuando le dejaron claro que, en la Alemania que le había tocado vivir, esa profesión era asunto de hombres. En ese momento estaba formándose como enfermera, una ocupación mucho más apropiada para una chica alemana. Y ella también ayudaba a sus padres con su exiguo sueldo.

Erik y Hermann soñaban con alistarse en las unidades de infantería. La idea que tenían del combate era que iban a abalanzarse corriendo sobre el enemigo mientras disparaban su fusil y que iban a matar o morir por la madre patria. Pero no matarían a nadie. Ambos tenían un año de medicina, y una formación así no podía desperdiciarse; acabaron nombrándolos ordenanzas médicos.

El cuarto día en Bélgica, el lunes 13 de mayo, fue como los tres primeros hasta la tarde. Por encima del estruendoso rugido de cientos de motores de tanques y camiones, empezaron a oír otro sonido más alto. Eran aviones que sobrevolaban bajo, a no mucha distancia, bombardeando algún objetivo. Erik arrugó la nariz al olfatear los explosivos de gran potencia.

Hicieron un alto en el camino para la pausa de media tarde en un terreno elevado con vistas a un serpenteante valle fluvial. El comandante Weiss informó que se trataba del río Mosa, y que se encontraban al oeste de la ciudad de Sedán. Por tanto, ya habían entrado en Francia. Los aviones de la Luftwaffe los sobrepasaban volando y rugiendo, uno tras otro, y se lanzaban en picado sobre el río a unos kilómetros de distancia, bombardeando y acribillando las aldeas que salpicaban las riberas, donde, supuestamente, se encontraban las posiciones defensivas francesas. Se elevaban columnas humeantes de los incontables incendios entre las viviendas y las granjas arrasadas. La cortina de fuego era incesante, y Erik empezó a sentir pena por cualquiera que pudiera haber quedado atrapado en aquel infierno.

Aquella era la primera contienda que presenciaba. No pasaría mucho tiempo hasta que él entrara en combate, y tal vez hubiera un joven soldado francés que estuviera observando la batalla desde un seguro punto aventajado y sintiera lástima por los alemanes a los que acorralaban y mataban. Esa idea le aceleró el pulso a Erik, la emoción hacía que el corazón le retumbase como un enorme tambor en el pecho.

Al mirar hacia el este, donde los detalles del paisaje quedaban difuminados por la distancia, pudo ver, no obstante, los aviones como pequeños puntos y las volutas de humo que ascendían hacia el cielo, y se percató de que la batalla se había librado a lo largo de varios kilómetros de aquel río.

Mientras miraban, el bombardeo aéreo tocó a su fin, los aviones viraban, ponían rumbo al norte y agitaban las alas como para decir: «Buena suerte» cuando los sobrevolaban de regreso a casa.

Cerca de donde se encontraba Erik, sobre la planicie que conducía al río, los tanques alemanes estaban entrando en acción.

Se encontraban a unos tres kilómetros del enemigo, pero la artillería francesa ya estaba martilleándolos desde el pueblo. A Erik le sorprendió la cantidad de artilleros que habían sobrevivido al bombardeo. Sin embargo, el fuego seguía refulgiendo entre las ruinas, el estruendo de los cañones retumbaba por los campos y una auténtica lluvia de tierra francesa caía sobre los puntos donde impactaban los proyectiles. Erik vio que un tanque salía volando por los aires tras un impacto directo: humo, fragmentos de metal y cuerpos desmembrados fueron escupidos por la boca del cráter. El joven soldado se sintió desfallecer.

No obstante, el bombardeo francés no detuvo el avance de los alemanes. Los tanques reptaban sin pausa hacia el tramo del río situado al este de la población, que, según Weiss, se llamaba Donchery. La infantería los seguía de cerca, en camiones y a pie.

—El ataque aéreo no ha sido suficiente —valoró Hermann—. ¿Dónde está nuestra artillería? Necesitamos que saquen la artillería pesada en el pueblo y que den a nuestros tanques y a la infantería una oportunidad para cruzar el río y levantar una cabeza de puente.

Erik deseó cerrarle la bocaza de un puñetazo. Estaban a punto de entrar en acción, ¡debían ser optimistas!

—Tienes razón, Braun, pero la munición de nuestra artillería se encuentra en pleno atasco en el bosque de las Ardenas —comentó Weiss—. Tenemos solo cuarenta y ocho proyectiles.

Un comandante de rostro enrojecido pasó corriendo.

—¡Moveos! ¡Moveos! —les exhortó.

—Instalaremos el hospital de campaña en el este —indicó el comandante Weiss señalando con el dedo—. Donde está esa granja. —Erik logró distinguir un tejado bajo y de color gris a unos setecientos metros del río—. ¡Está bien, en marcha!

Subieron de un salto al camión y salieron colina abajo con el motor a todo gas. Tras el descenso avanzaron dando tumbos por un camino de tierra. Erik se preguntó qué harían con la familia que supuestamente vivía en el edificio que pensaban convertir en hospital de campaña. Supuso que los echarían de su casa o que los matarían si daban muchos problemas. Pero ¿accederían a irse? Estaban en pleno campo de batalla.

No tenía por qué preocuparse: ya se habían marchado.

El edificio estaba a un kilómetro de lo más cruento de la batalla, según apreció Erik. Imaginó que no tenía sentido montar un hospital de campaña en el radio de alcance del fuego enemigo.

—¡Camilleros, adelante! —gritó Weiss—. Cuando regreséis, ya estaremos listos.

Erik y Hermann agarraron una camilla enrollable y un equipo de primeros auxilios del camión de material sanitario, y se dirigieron hacia el campo de batalla. Christof y Manfred iban justo por delante de ellos, y una docena de sus camaradas les iban a la zaga. «Ya está —pensó Erik, exultante —, esta es nuestra oportunidad de convertirnos en héroes. ¿Quién mantendrá la calma bajo el fuego enemigo y quién perderá el norte y se arrastrará para esconderse en un agujero?»

Corrieron a campo través en dirección al río. Fue una larga carrera e iba a parecerles más larga de regreso, pues transportarían a los heridos.

Pasaron junto a tanques calcinados, pero no quedaban supervivientes; Erik apartó la mirada de los restos de hombres descuartizados, desperdigados entre el metal retorcido. Las bombas caían alrededor de ellos, aunque no eran demasiadas: la defensa del río era más bien débil, y la práctica totalidad de artilleros habían sucumbido en el ataque aéreo. En cualquier caso, para Erik, era la primera vez en la vida que le disparaban, y sintió el impulso estúpido e infantil de taparse los ojos con las manos. Pero siguió corriendo hacia delante.

Entonces una bomba cayó justo enfrente de ellos.

Se oyó un terrorífico estruendo seco y la tierra tembló como si un gigante hubiera dado un enérgico pisotón. Christof y Manfred recibieron el impacto directo, y Erik vio que sus cuerpos salían despedidos por los aires, como si de plumas se tratara. La explosión tiró a Erik al suelo. Mientras yacía tumbado boca arriba, quedó cubierto por la lluvia de tierra generada por la detonación, pero no resultó herido. Se levantó como pudo. Justo delante de él se encontraban los cuerpos desmembrados de Christof y Manfred. Christof estaba tendido como una muñeca rota, como si le hubieran arrancado las extremidades. La explosión había decapitado a Manfred, y la cabeza le había quedado tendida a los pies todavía calzados con las botas.

Erik quedó paralizado por el horror. En la facultad de medicina no había practicado con cuerpos mutilados y sangrantes. Estaba acostumbrado a los cadáveres de la clase de anatomía —trabajaban con uno cada dos estudiantes y Hermann y él habían compartido el cadáver de una anciana marchita—, también había visto a personas vivas sobre la mesa de operaciones abiertas en canal con el bisturí. Sin embargo, ninguna de aquellas prácticas lo había preparado para lo que estaba viendo en ese momento.

Solo deseaba salir corriendo.

Dio media vuelta. No podía sentir ni pensar en nada que no fuera el miedo. Empezó a desandar el camino que habían hecho hasta allí, se dirigía al bosque, alejándose del campo de batalla, con grandes y decididas zancadas.

Hermann lo salvó. Se puso delante de Erik.

—¿Adónde vas? ¡No seas idiota! —exclamó Hermann.

Erik continuó avanzando e intentó pasar por delante de su amigo. Este le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago; Erik se dobló sobre sí mismo y cayó de rodillas.

—¡No huyas! —gritó Hermann, consternado—. ¡Te fusilarán por desertor! ¡Entra en razón!

Mientras Erik intentaba recuperar el aliento, logró pensar en frío. No podía salir huyendo, no debía desertar, debía quedarse allí, de pronto lo vio claro. Poco a poco, la fuerza de voluntad se fue imponiendo al terror que sentía. Al final logró levantarse.

Hermann lo miró con preocupación.

—Lo siento —se disculpó Erik—. Me he dejado llevar por el pánico. Ahora ya estoy bien.

—Entonces levanta la camilla y vamos.

Erik levantó la camilla enrollable, se la puso en equilibrio sobre el hombro, se volvió y empezó a correr.

Al acercarse más al río, Erik y Hermann se mezclaron con la infantería. Algunos soldados descargaban a pulso los botes neumáticos de la parte trasera de los camiones y los llevaban hasta la orilla del río, mientras los tanques intentaban cubrirlos disparando a las defensas francesas. Sin embargo, Erik, que había recobrado rápidamente la lucidez, se dio cuenta de que aquella era una batalla perdida: los franceses se encontraban tras los muros y en el interior de los edificios, mientras que la infantería alemana había quedado expuesta en la orilla del río. En cuanto botaran una lancha neumática, esta sería el blanco de una intensa ráfaga de fuego de ametralladoras.

En un tramo superior, el río describía una curva hacia la derecha, por eso el cuerpo de infantería no podría escapar del alcance de los franceses sin antes retroceder una larga distancia.

Tal como estaba la situación, ya había un gran número de muertos y heridos en el campo de batalla.

—Recojamos a este —ordenó Hermann con decisión, y Erik se agachó para obedecer.

Desenrollaron la camilla sobre el suelo junto a un soldado de infantería que gemía de dolor. Erik le dio de beber agua de una cantimplora, como había aprendido en la facultad. Apreció que el hombre presentaba numerosas heridas superficiales en la cara y un brazo descoyuntado. Erik supuso que había sido alcanzado por las ametralladoras, aunque, por suerte, los disparos no habían afectado a los órganos vitales. No había hemorragia, por lo que no se entretuvieron en hacerle un torniquete. Levantaron al herido y lo colocaron en la camilla, lo alzaron e iniciaron el camino de regreso corriendo hacia el hospital de campaña.

El herido emitía gritos agónicos mientras avanzaban.

—¡No paréis, no paréis! —gritó cuando se detuvieron, y apretó los dientes.

Llevar a un hombre en camilla no era tan fácil como podía parecer. Erik tenía la sensación de que iban a caérsele los brazos y estaban solo a mitad del recorrido. Sin embargo, sabía que el dolor del paciente era mucho más intenso, así que se limitó a seguir corriendo.

Se percató, agradecido, de que las bombas habían dejado de caer a su alrededor. Los franceses habían fijado su objetivo en la orilla del río, en un intento de evitar que los alemanes lo cruzasen.

Erik y Hermann llegaron por fin a la granja con su carga. Weiss tenía el lugar organizado: las habitaciones despejadas de los muebles prescindibles; lugares marcados en el suelo para colocar a los pacientes, y la mesa de la cocina dispuesta como mesa de operaciones. Indicó a Erik y a Hermann dónde situar al hombre herido. A continuación, los envió de regreso al campo, en busca de su próximo paciente.

La carrera de regreso al río fue más fácil. Iban libres de carga y el camino describía una ligera pendiente cuesta abajo. A medida que se aproximaban al río, Erik iba preguntándose, preocupado, si volvería a ser presa del pánico.

Le atemorizó el darse cuenta de que la batalla seguía yendo mal. Había varias embarcaciones a la deriva en pleno río y más cuerpos en la orilla; y todavía no se divisaban alemanes a lo lejos.

—Esto es una catástrofe —sentenció Hermann—. ¡Deberíamos haber esperado a nuestra artillería! —Su voz se había tornado estridente.

—Entonces habríamos perdido la ventaja del factor sorpresa —terció Erik—, y los franceses habrían tenido tiempo de pedir refuerzos. La larga travesía por las Ardenas no habría servido para nada.

—Bueno, pues esto no está funcionando —concluyó Hermann.

En su fuero interno, Erik empezaba a preguntarse si los planes del Führer eran realmente infalibles. Esa idea hizo tambalear su determinación y amenazó con desestabilizarlo por completo. Por suerte, no tenían más tiempo para la reflexión. Se detuvieron junto a un hombre con una pierna casi desmembrada. Tenía más o menos la misma edad que ellos, unos veinte años, la piel pálida y pecosa, y el pelo rojizo. La pierna izquierda le acababa a mitad del muslo, en un muñón descarnado. Resultaba sorprendente, pero no se había desmayado, y los miró como si fueran dos ángeles de la guarda.

Erik localizó el punto de presión en la ingle y detuvo la hemorragia mientras Hermann sacaba un torniquete y se lo aplicaba. Luego lo colocaron en la camilla y regresaron a la carrera.

Hermann era un alemán leal, aunque a veces se dejaba llevar por sus sentimientos negativos. Si Erik tenía esa clase de sentimientos, se cuidaba mucho de expresarlos en voz alta. De esa forma no menospreciaba las convicciones de nadie y no se metía en líos.

Sin embargo, no podía evitar pensar. Al parecer, el avance a través de las Ardenas no había resultado en la victoria fácil que los alemanes esperaban obtener. Las defensas del río Mosa eran débiles, pero los franceses contraatacaban con virulencia. Erik se planteó si su primera experiencia en la batalla podría acabar con la fe que tenía en el Führer. Ese pensamiento hizo que sintiera verdadero pánico.

Se preguntó si a los destacamentos alemanes apostados más al este estaría yéndoles mejor. La 1.ª y la 10.ª Panzer habían avanzado junto a la división de Erik, la 2.ª, en su aproximación a la frontera, y debían ser ellas las responsables del ataque río arriba.

Sufría un constante y lacerante dolor en la musculatura de los brazos.

Llegaron al hospital de campaña por segunda vez. El lugar era un hervidero de actividad: el suelo estaba atestado de hombres que gemían y lloraban; había vendas manchadas de sangre por todas partes; Weiss y sus ayudantes pasaban a todo correr de un cuerpo mutilado al siguiente. Erik jamás había imaginado que un lugar tan pequeño pudiera albergar tanto sufrimiento. En cierto modo, cuando el Führer hablaba de la guerra, el joven jamás había imaginado ese tipo de situación.

Entonces se percató de que su paciente tenía los ojos cerrados.

El comandante Weiss le tomó el pulso.

—Llevadlo al granero ¡y no perdáis el tiempo trayéndome cadáveres, joder! —espetó.

Erik podría haber empezado a gritar de frustración y por el dolor de brazos, que empezaba a afectarle también a las piernas.

Llevaron el cuerpo al granero y vieron que allí ya había una docena de jóvenes muertos.

Aquello era peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Hasta ese momento, la idea de la contienda le había evocado el valor ante el peligro, el estoicismo ante el sufrimiento, el heroísmo ante la adversidad. Sin embargo, lo que estaba viendo en ese instante era la agonía, los gritos, el terror irracional, los cuerpos mutilados y la total desconfianza en la lógica de su misión.

Regresaron una vez más al río.

El sol estaba bajo y algo había cambiado en el campo de batalla. Los defensores franceses de Donchery estaban siendo objeto de un ataque aéreo en el extremo más distante del río. Erik supuso que más arriba, la 1.ª Panzer había tenido mejor fortuna, y había asegurado la cabeza de puente en la orilla meridional; en ese momento, los hombres habían llegado hasta el punto donde podían recibir ayuda de sus camaradas de los flancos. Estaba claro que su munición no estaba retenida en el bosque.

Animados, Erik y Hermann rescataron a otro herido. Esta vez, al regresar al hospital de campaña, les sirvieron dos latas de sabrosa sopa. En el descanso de diez minutos, mientras bebían el caldo, Erik deseó tumbarse a dormir toda la noche. Hizo falta un esfuerzo sobrehumano por su parte para que se levantase, agarrase su extremo de la camilla y regresara corriendo de vuelta al campo de batalla.

En ese momento fueron testigos de una escena distinta. Los tanques cruzaban el río. Los alemanes procedentes del curso superior llegaban bajo una intensa ráfaga de fuego, pero estaban respondiendo con ayuda de los refuerzos de la 1.ª Panzer.

Erik entendió que, a pesar de todo, su bando tenía alguna oportunidad de lograr su objetivo. Eso lo animó y empezó a sentirse avergonzado por haber dudado del Führer.

Hermann y él siguieron rescatando heridos durante horas, hasta que olvidaron lo que era no sentir dolor en brazos y piernas. Algunos de los hombres que transportaban estaban inconscientes; otros les daban las gracias, algunos los insultaban; muchos solo gritaban; algunos vivían y otros morían.

A las ocho de la tarde había una cabeza de puente alemana en el curso superior del río y, a las diez, ya estaba asegurada.

La contienda tocó a su fin al caer la noche. Erik y Hermann continuaron barriendo el campo de batalla en busca de heridos. A medianoche llevaron el último al hospital. Luego se tumbaron bajo un árbol y se sumieron en un sueño profundo, de puro agotamiento.

Al día siguiente, Erik y Hermann y el resto de la 2.ª Panzer regresaron al oeste y penetraron en lo que quedaba de las defensas del ejército francés.

Dos días más tarde, ya se encontraban a ochenta kilómetros de distancia, en el río Oise, y avanzaban a toda prisa por territorio sin defender.

El 20 de mayo, una semana después de haber aparecido por sorpresa en el bosque de las Ardenas, habían llegado a la costa del canal de la Mancha.

El comandante Weiss explicó su logro a Erik y a Hermann.

—Veréis, nuestro ataque de Bélgica fue un amago. Su objetivo era atraer a franceses e ingleses a una trampa. Nosotros, las divisiones Panzer, éramos las mandíbulas del cepo y ahora los tenemos entre las fauces. La mayor parte del ejército francés y casi toda la Fuerza Expedicionaria Británica están en Bélgica, rodeados por el ejército alemán. Les faltan víveres y refuerzos, están desesperados y abatidos.

—¡Ese era el plan del Führer desde un principio! —exclamó Erik con tono triunfal.

—Sí —afirmó Weiss y, aunque Erik no supo si estaba siendo sincero, añadió—: ¡Nadie piensa como el Führer!