VIII

Esa noche, Winston Churchill fue convocado al palacio de Buckingham, según mandaba la tradición, y el rey le pidió que asumiera el cargo de primer ministro.

Lloyd tenía muchas esperanzas puestas en Churchill, aunque fuera conservador. A lo largo del fin de semana, Churchill se ocupó de las disposiciones que creyó pertinentes. Constituyó un Gabinete de Guerra del que formaban parte Clem Attlee y Arthur Greenwood, presidente y vicepresidente del Partido Laborista, respectivamente. El líder sindicalista Ernie Bevin fue nombrado ministro de Trabajo. Era evidente, pensó Lloyd, que Churchill pretendía formar un gobierno auténticamente pluripartidista.

Lloyd hizo la maleta para llegar a tiempo a coger el tren que lo llevaría de vuelta a Aberowen. Una vez allí, suponía que le asignarían un nuevo destino, seguramente en Francia, pero él solo necesitaba una o dos horas. Estaba desesperado por conocer la explicación del comportamiento de Daisy del último martes. Como sabía que iba a verla pronto, su impaciencia por comprenderlo no hacía más que crecer.

Mientras tanto, el ejército alemán avanzaba implacable por Holanda y Bélgica, aplastando la enérgica oposición a una velocidad que tenía a Lloyd asombrado. El domingo por la tarde noche, Billy habló por teléfono con un contacto en el Ministerio de Guerra, y después Lloyd y él le pidieron a la propietaria de la casa de huéspedes que les dejara un viejo atlas escolar y estudiaron el mapa del noroeste de Europa.

El índice de Billy trazó una línea de este a oeste desde Düsseldorf hasta Lille, pasando por Bruselas.

—Los alemanes se están abriendo camino por las partes más débiles de las defensas francesas, la sección septentrional de la frontera con Bélgica. —Su dedo descendió por la página—. El sur de Bélgica linda con la región de las Ardenas, una gran franja de terreno accidentado y boscoso, prácticamente intransitable para los ejércitos motorizados modernos. Eso ha dicho mi amigo del Ministerio de Guerra. —Volvió a desplazar el dedo—. Sin embargo, más al sur, la frontera franco-alemana está defendida por una serie de firmes fortificaciones que reciben el nombre de Línea Maginot y que se extiende hasta tocar con Suiza. —Su dedo regresó a lo alto de la página—. Pero no hay fortificaciones entre Bélgica y el norte de Francia.

Lloyd estaba desconcertado.

—¿Es que a nadie se le había ocurrido pensarlo hasta ahora?

—Claro que lo hemos pensado, y tenemos una estrategia para enfrentarnos a ello. —Billy bajó la voz—. Se llama Plan D. Ya no puede seguir considerándose secreto, puesto que lo estamos desplegando sobre el terreno. Lo mejor del ejército francés, además de toda la Fuerza Expedicionaria Británica, que ya se encuentra allí, están cruzando la frontera belga a toda velocidad. Formarán una sólida línea de defensa en el río Dyle. Eso detendrá el avance de los alemanes.

Aquello no acabó de convencer a Lloyd.

—O sea, ¿que estamos dedicando la mitad de nuestras fuerzas al Plan D?

—Tenemos que asegurarnos de que dé resultado.

—Más vale.

Los interrumpió la propietaria, que traía un telegrama para Lloyd.

Tenía que ser del ejército, porque le había facilitado al coronel Ellis-Jones esa dirección antes de coger el permiso. Le extrañó no haber recibido noticias antes aún. Rasgó el sobre y leyó el telegrama:

NO REGRESE ABEROWEN STOP PRESÉNTESE MUELLES SOUTHAMPTON DE INMEDIATO STOP À BIENTÔT FDO ELLISJONES

No volvería a Ty Gwyn. Southampton era uno de los mayores puertos de Gran Bretaña, habitual punto de embarco para viajar al continente, y se encontraba a tan solo unos kilómetros de Bournemouth siguiendo la costa, quizá a una hora en tren o autobús.

Con una punzada en el corazón, Lloyd comprendió que no vería a Daisy al día siguiente. Puede que nunca llegara a saber qué era lo que había querido decirle.

Ese «À BIENTÔT» del coronel Ellis-Jones confirmaba sus evidentes sospechas.

Lloyd se iba a Francia.