De camino a Bournemouth, Lloyd tenía que pasar una noche en Londres; y esa noche, la del miércoles 8 de mayo, estuvo en la tribuna de espectadores de la Cámara de los Comunes, asistiendo al debate que decidiría el destino del primer ministro, Neville Chamberlain.
Era como estar en el gallinero del teatro: los asientos eran muy estrechos y duros, y miraba uno hacia abajo, en un vertiginoso picado, al espectáculo que se desarrollaba en la cámara. Esa noche la tribuna estaba llena. A Lloyd y a su padrastro, Bernie, les había costado bastante conseguir entradas y solo lo habían logrado gracias a la influencia de su madre, Ethel, que en esos momentos estaba sentada con su tío Billy entre los parlamentarios laboristas, allí, en la abarrotada cámara.
Lloyd no había tenido ocasión de preguntar aún por sus verdaderos padres: todo el mundo estaba demasiado preocupado por la crisis política. Tanto Lloyd como Bernie querían que Chamberlain dimitiera. El contemporizador del fascismo tenía poca credibilidad como líder en la guerra, y la debacle de Noruega no había hecho más que ponerlo de manifiesto.
El debate había comenzado la noche anterior. Chamberlain había sido objeto de feroces ataques, no solo por parte de parlamentarios laboristas, sino también de los de su propio partido, según les había explicado Ethel. El conservador Leo Amery le había citado a Cromwell: «Habéis estado demasiado tiempo aquí sentado para el bien que habéis hecho. Marchad, os digo, y libradnos de vos. ¡En el nombre de Dios, marchad!». Eran unas palabras muy crudas viniendo de un correligionario, y aún fueron más hirientes a causa de las voces de «¡Eso, eso!» que se alzaron a uno y otro lado de la cámara.
La madre de Lloyd y las demás mujeres del Parlamento se habían reunido en su propia sala del palacio de Westminster y habían acordado forzar una votación. Los hombres no podían impedírselo, así que en lugar de eso se unieron a ellas. Cuando se hizo el anuncio, ya el miércoles, la sesión quedó convertida en una moción de confianza contra Chamberlain. El primer ministro había aceptado el reto y —en lo que Lloyd percibió como una señal de debilidad— apeló a sus amigos para que lo respaldaran.
Los ataques proseguían aún por la noche y Lloyd los estaba disfrutando. Detestaba al primer ministro por la política que había mantenido respecto a España. Durante dos años, de 1937 a 1939, Chamberlain había seguido insistiendo en la «no intervención» de Gran Bretaña y Francia, mientras que Alemania e Italia no hacían más que enviar armas y tropas al ejército rebelde, y los ultraconservadores estadounidenses vendían gasolina y camiones a los franquistas. Si había algún político británico culpable de los asesinatos en masa que estaba llevando a cabo Franco, ese era Neville Chamberlain.
—Y aun así —le dijo Bernie a Lloyd durante una pausa—, lo cierto es que no se puede culpar a Chamberlain del desastre de Noruega. Winston Churchill es el primer lord del Almirantazgo, y tu madre dice que fue él quien presionó para que se realizara la invasión. Después de todo lo que ha hecho Chamberlain, España, Austria, Checoslovaquia, sería irónico que abandonara el poder a causa de algo que en realidad no es culpa suya.
—Todo es, en última instancia, culpa del primer ministro —dijo Lloyd—. Eso es lo que implica tener el poder.
Bernie sonrió con ironía, y Lloyd supo que estaba pensando que los jóvenes veían las cosas de un modo demasiado simple; pero el hecho de que no dijera nada honraba a su padrastro.
El debate estaba siendo acalorado, pero la cámara quedó en silencio cuando el antiguo primer ministro, David Lloyd George, se puso en pie. A Lloyd le habían puesto su nombre por él. Con sus ya setenta y siete años, era un anciano hombre de Estado de pelo cano que hablaba con la autoridad del artífice de la victoria en la Gran Guerra.
No tuvo piedad.
—No es cuestión de quiénes son aquí amigos del primer ministro —dijo, afirmando lo evidente con un sarcasmo mordaz—. Se trata de un asunto de proporciones mucho mayores.
De nuevo, Lloyd se sintió alentado al ver que el coro de aprobación venía tanto del bando conservador como de la oposición.
—Él ha instado a que se hagan sacrificios —dijo Lloyd George, y su acento nasal de Gales del Norte parecía afilar las cuchillas de su desprecio—. No hay nada que pueda contribuir más a la victoria, en esta guerra, que el hecho de que él sacrifique su sello oficial.
La oposición rugió su aprobación, y Lloyd vio a su madre aclamando al viejo hombre de Estado.
Churchill cerró el debate. Como orador podía equipararse a Lloyd George, y Lloyd temió que su oratoria pudiera salvar a Chamberlain. Pero tenía a la cámara en contra, interrumpiéndolo y jaleando a veces con tanto alboroto que no se lo oía por encima del clamor.
Churchill se sentó a las once de la noche y entonces se realizó la votación.
El sistema se hacía lento y pesado. En lugar de levantar las manos o marcar papeletas, los parlamentarios tenían que abandonar la cámara para ser contados a medida que pasaban a uno de los dos vestíbulos, el del «Sí» o el del «No». El procedimiento se alargó durante quince o veinte minutos. Ethel siempre decía que solo podía haber sido ideado así por hombres que no tenían nada más que hacer. Estaba segura de que no tardarían en modernizarlo.
Lloyd estaba en ascuas. La caída de Chamberlain le proporcionaría una profunda satisfacción, pero no era ni mucho menos segura.
Para distraerse pensó en Daisy, siempre una ocupación agradable. Qué extrañas habían sido las últimas veinticuatro horas en Ty Gwyn: primero aquella nota con una sola palabra, «Biblioteca»; después la conversación apresurada y aquella tentadora cita en la Suite Gardenia; luego toda una noche de espera, con frío, aburrido y desconcertado, y todo por una mujer que no había aparecido. Lloyd había estado allí hasta las seis de la mañana, abatido pero reacio a abandonar las esperanzas hasta el momento en que se viera obligado a lavarse, afeitarse y cambiarse de ropa, hacer la maleta y salir de viaje.
Estaba claro que algo había salido mal, o a lo mejor Daisy había cambiado de opinión; pero ¿cuál había sido su intención en primer lugar? Le había susurrado que tenía algo que decirle. ¿Tenía pensado confesarle algo tan estremecedor como para merecer todo aquel montaje? ¿O sería algo tan banal que se había olvidado incluso de su cita? Tendría que esperar hasta el martes siguiente para preguntárselo.
No le había dicho a su familia nada de que Daisy estaba en Ty Gwyn. Eso habría supuesto tener que explicarles también la nueva relación que lo unía a ella, y no podía hacerlo porque ni siquiera él acababa de entenderla. ¿Estaba enamorado de una mujer casada? No lo sabía. ¿Qué sentía ella por él? No lo sabía. Lo más probable, pensó, era que Daisy y él se hubieran convertido en dos buenos amigos que habían perdido su oportunidad con el amor. Y en cierta forma, no quería admitir eso delante de nadie, porque entonces le resultaría insoportablemente definitivo.
—¿Quién subirá al poder si Chamberlain cae?
—Las apuestas favorecen a Halifax. —Lord Halifax era entonces secretario del Foreign Office.
—¡No! —exclamó Lloyd, indignado—. No podemos tener a un conde como primer ministro en un momento así. Además, también es un contemporizador, ¡es tan malo como Chamberlain!
—Estoy de acuerdo —dijo Bernie—. Pero ¿quién queda, si no?
—¿Y Churchill?
—¿Sabes qué dijo Stanley Baldwin de Churchill? —Baldwin, conservador, había sido primer ministro antes que Chamberlain—. Cuando nació Winston, muchas hadas bajaron revoloteando hasta su cuna para llevarle dones: la imaginación, la elocuencia, la diligencia, la capacidad… Y entonces llegó un hada que dijo: «Ninguna persona tiene derecho a tantos dones». Lo cogió en brazos y le dio tal meneo y tal sacudida que lo dejó sin discernimiento ni sensatez.
Lloyd sonrió.
—Muy gracioso, pero ¿es eso cierto?
—Algo de ello hay. En la última guerra fue el responsable de la batalla de los Dardanelos, que supuso una terrible derrota para nosotros. Ahora nos ha empujado a la aventura noruega, otro fracaso. Es un orador vehemente, pero la historia indica que tiene cierta tendencia a dejarse llevar por quimeras.
—Estuvo en lo cierto con la necesidad de rearme durante los años treinta, cuando todo el mundo se mostraba en contra, el Partido Laborista incluido.
—Churchill exigirá el rearme hasta en el Paraíso, cuando el león morará con el cordero.
—Me parece que necesitamos a alguien con cierta agresividad. Queremos que nuestro primer ministro ladre, no que gimotee.
—Bueno, a lo mejor se cumple tu deseo. Ya entran otra vez los escrutadores.
Se anunciaron los votos: 280 para el «Sí», 200 para el «No». Chamberlain había ganado. La cámara estalló en protestas. Los partidarios del primer ministro lo vitoreaban, pero los demás le gritaban que dimitiese.
Lloyd quedó amargamente decepcionado.
—¿Cómo pueden desear que se quede, después de todo eso?
—No saques conclusiones precipitadas —dijo Bernie mientras el primer ministro salía y el alboroto empezaba a remitir. Bernie estaba haciendo unos cálculos a lápiz en el margen del Evening News—. El gobierno suele tener una mayoría de unos 240 votos. Ahora han caído hasta 80. —Hizo unas rápidas anotaciones numéricas, sumas y restas—. Suponiendo por encima el número de parlamentarios ausentes, calculo que unos cuarenta partidarios del gobierno han votado en contra de Chamberlain, y otros sesenta se han abstenido. Es un golpe durísimo para un primer ministro: un centenar de sus compañeros de partido no depositan su confianza en él.
—Pero ¿bastará eso para obligarlo a dimitir? —preguntó Lloyd con impaciencia.
Bernie extendió los brazos en un gesto de rendición.
—No lo sé.