Daisy estaba enamorada.
De pronto se daba cuenta de que, antes de Lloyd, nunca había amado a nadie. A Boy nunca lo había querido de verdad, aunque sí la excitaba. En cuanto al pobre Charlie Farquharson, como mucho le había tenido cariño. Siempre había creído que el amor era algo que podía concederle a quien ella quisiera, y que su mayor responsabilidad era elegir con inteligencia. De pronto sabía que todo eso no era así. La inteligencia no tenía nada que ver con ello, y tampoco había tenido elección. El amor era un terremoto.
La vida estaba vacía salvo por esas dos horas que pasaba con Lloyd todas las noches. El resto del día lo ocupaba la espera impaciente; la noche era para el recuerdo.
Lloyd era la almohada en la que apoyaba la mejilla. Era la toalla con la que se secaba los pechos al salir de la bañera. Era el nudillo que se metía en la boca y succionaba, ensimismada en sus pensamientos.
¿Cómo podía no haberle hecho ningún caso durante cuatro años? El amor de su vida se había presentado ante ella en aquel baile del Trinity, ¡y a ella solo se le había ocurrido que parecía llevar puesto un traje prestado! ¿Por qué no lo había abrazado y lo había besado, por qué no había insistido en que se casaran inmediatamente?
Él lo había sabido desde el principio, suponía. Debía de haberse enamorado de ella desde el primer momento. Le había suplicado que abandonara a Boy. «Déjalo —le había dicho aquella noche al regresar del Gaiety—, y sé mi novia.» Y ella se había reído de él. De él, que había visto enseguida una verdad que ella había sido incapaz de ver.
Sin embargo, una intuición en lo más profundo de su ser la había hecho besarlo, allí, en aquella acera de Mayfair, en la oscuridad de entre dos farolas. En aquel momento lo había considerado un capricho pasajero, pero lo cierto es que era lo más inteligente que había hecho en la vida, porque seguramente con ello había sellado la devoción de él.
En esos momentos, en Ty Gwyn, Daisy se negaba a pensar en qué sucedería a partir de entonces. Vivía el día a día, en las nubes, sonriendo por nada. Recibió una carta llena de inquietud desde Buffalo, de su madre, que se preocupaba por su salud y su estado de ánimo después del aborto, y ella le envió una respuesta tranquilizadora. Olga le explicaba también alguna que otra novedad: Dave Rouzrokh había muerto en Palm Beach; Muffie Dixon se había casado con Philip Renshaw; la mujer del senador Dewar, Rosa, había escrito un libro titulado La Casa Blanca entre bastidores, con fotografías de Woody, que había sido un éxito de ventas. Un mes atrás, una carta así le habría hecho sentir nostalgia, pero de repente la noticia apenas despertaba un leve interés en ella.
Solo se entristecía cuando pensaba en el niño que había perdido. El dolor había remitido de inmediato, y la hemorragia tardó solo una semana en desaparecer del todo, pero la pérdida le seguía pesando. Ya no lloraba por ello, pero de vez en cuando se sorprendía mirando al vacío y pensando si habría sido niño o niña, a quién se habría parecido… y entonces, sobresaltada, se daba cuenta de que llevaba una hora sin moverse.
Llegó la primavera y Daisy salía a pasear por la ladera de la montaña con botas de agua y una gabardina para protegerse del viento. A veces, cuando estaba segura de que nadie más que las ovejas podría oírla, gritaba a pleno pulmón: «¡Le quiero!».
Le inquietaba la reacción de Lloyd a las dudas que le había planteado sobre sus padres. Quizá había hecho mal sacando el tema: solo había conseguido entristecerlo. Sin embargo, su excusa había sido muy pertinente: la verdad seguramente saldría a la luz tarde o temprano, y era mejor enterarse de esas cosas por boca de alguien querido. El doloroso desconcierto que veía en él le llegaba al corazón, y eso hacía que lo quisiera más todavía.
Un día Lloyd le dijo que había pedido un permiso. Quería ir a una localidad vacacional de la costa sur, Bournemouth, para asistir al congreso anual del Partido Laborista la segunda semana de mayo, en la Pascua de Pentecostés, que en Gran Bretaña era festivo.
Su madre también estaría en Bournemouth, le había dicho, así que tendría ocasión de preguntarle por sus verdaderos padres; y Daisy pensó que parecía impaciente y temeroso a la vez.
Lowther se habría negado a dejarlo marchar, evidentemente, pero Lloyd había hablado con el coronel Ellis-Jones ya en marzo, cuando lo habían asignado al curso, y el coronel, bien porque sentía simpatía por Lloyd o porque simpatizaba con el partido —o ambas cosas—, había accedido. Lowther no podía contradecir su orden. Aun así, si los alemanes invadían Francia, desde luego nadie podría disfrutar de ningún permiso.
Daisy sintió una extraña sensación de miedo ante la perspectiva de que Lloyd se marchara de Aberowen sin saber que ella lo amaba. No sabía muy bien por qué, pero tenía que decírselo antes de que se fuera.
Lloyd tenía pensado marcharse el miércoles y regresar seis días después. Casualmente, Boy había anunciado que iría a hacerle una visita a Daisy y llegaría el miércoles por la noche. Ella, por razones que no era capaz de entender del todo, se alegró de que los dos hombres no fueran a coincidir en la casa.
Decidió hacerle su confesión a Lloyd el martes, el día antes de su partida. No tenía la menor idea de lo que iba a decirle a su marido, un día después.
Al imaginar la conversación que tendría con Lloyd, se dio cuenta de que él seguramente la besaría y, cuando se besaran, sus sentimientos los desbordarían y acabarían haciendo el amor. Después pasarían toda la noche abrazados uno al otro.
En ese punto, sus fantasías se vieron interrumpidas por la necesidad de discreción. Nadie debía ver a Lloyd saliendo de las dependencias de ella por la mañana, por el bien de ambos. Lowthie ya sospechaba algo: Daisy lo sabía por la actitud que tenía hacia ella, que era a la vez de reproche y picardía, casi como si el hombre creyera que tendría que ser él, y no Lloyd, el que la hubiese enamorado.
Sin duda, sería mucho mejor que Lloyd y ella pudieran verse en algún otro lugar para tener esa providencial conversación. Pensó en los dormitorios del ala oeste que estaban vacíos y sintió que se quedaba sin aire. Él podría dejarla al alba, y si alguien lo veía, no sabrían que había estado con ella. Ella podría bajar más tarde, vestida ya, y fingir que andaba buscando algún objeto perdido propiedad de la familia, quizá un cuadro. De hecho, elaborando la mentira que explicaría si la sorprendían, pensó que podía hacerse con algún cachivache del trastero y llevarlo al dormitorio un poco antes, y así ya estaría allí preparado para servir de prueba material de su coartada.
A las nueve en punto del martes, cuando todos los alumnos estaban en clase, recorrió el piso superior llevando un conjunto de botellitas de perfume con tapones de plata deslustrada y un espejo de mano a juego. Ya se sentía culpable. Habían quitado la alfombra y sus pasos resonaban con fuerza sobre los tablones del suelo, como si anunciaran la llegada de una mujer marcada con la letra escarlata. Por suerte, no había nadie en las habitaciones.
Fue a la Suite Gardenia, que vagamente creía recordar que se estaba utilizando como almacén de ropa de cama. No había nadie en el pasillo cuando entró. Cerró la puerta enseguida. Le faltaba el aire. «Pero si todavía no he hecho nada…», se dijo.
No le fallaba la memoria: por toda la habitación, en altas pilas apoyadas contra el papel decorado de gardenias de la pared, vio pulcros juegos de sábanas, mantas y almohadones, envueltos en ruda tela de algodón y atados con cordel en enormes paquetes.
La habitación olía un poco a moho, así que abrió una ventana. El mobiliario original seguía allí: una cama, un armario, una cómoda, un pequeño escritorio y un tocador de líneas sinuosas con tres espejos. Dejó las botellitas de perfume en el tocador y luego hizo la cama con uno de aquellos juegos. Las sábanas estaban frías al tacto.
«Ahora ya sí que he hecho algo —pensó—. He hecho la cama para mi amante y para mí.»
Miró las almohadas blancas y las mantas de color rosa con su ribete de satén, y se vio a sí misma con Lloyd, unidos en un largo abrazo, besándose con locura. Solo con pensarlo se excitó tanto que se sintió desfallecer.
Fuera oyó unos pasos que resonaban en los tablones igual que acababan de hacer los suyos. ¿Quién podría ser? Morrison, quizá, el viejo lacayo, de camino a ocuparse de un canalón que goteaba o un cristal roto. Esperó, sintiendo los culpables latidos de su corazón, hasta que los pasos llegaron ante la puerta y luego se alejaron de nuevo.
El susto relajó su excitación y enfrió el calor que sentía por dentro. Contempló la escena una última vez y se fue.
No había nadie en el pasillo.
Sus zapatos, de nuevo, anunciaban su avance al caminar, pero ahora podía mostrarse del todo inocente, se dijo. Podía ir a donde quisiera, tenía más derecho a estar allí que ninguna otra persona: ella estaba en su casa, su marido era el heredero de toda aquella mansión.
El marido al que con tantas precauciones pensaba traicionar.
Sabía que la culpabilidad tendría que paralizarla, pero en realidad estaba impaciente por hacerlo, la consumía el anhelo.
Lo siguiente sería informar a Lloyd. La noche anterior había ido a verla a sus dependencias, como siempre, pero ella todavía no había podido proponerle esa cita, porque él habría querido algún tipo de explicación y Daisy sabía que entonces se lo habría dicho todo, se lo habría llevado a la cama y habría estropeado su plan. Así que tendría que conseguir hablar con él durante el día.
Normalmente no se veían durante la jornada, a menos que tropezaran por casualidad en el vestíbulo o la biblioteca. ¿Cómo podía asegurarse de encontrarlo? Subió las escaleras del desván. Los alumnos no estaban en sus habitaciones, pero en cualquier momento uno de ellos podía regresar a su cuarto a buscar algo que se hubiera dejado. Daisy tenía que darse prisa.
Entró en el dormitorio de Lloyd. Olía a él. No sabía decir exactamente cuál era la fragancia; no vio ninguna botella de colonia en la habitación, pero sí había un bote con una especie de loción para el pelo junto a su cuchilla de afeitar. Lo abrió e inspiró: sí, eso era, limón y especias. Se preguntó si sería presumido. A lo mejor un poco. Normalmente se lo veía bien vestido, aun con el uniforme.
Tenía que dejarle una nota. Encima del tocador encontró un cuaderno barato. Lo abrió y luego miró a su alrededor buscando algo con lo que escribir. Sabía que Lloyd tenía una estilográfica negra con su nombre grabado en el cañón, pero seguro que se la había llevado consigo para tomar apuntes en clase. Encontró un lápiz en el primer cajón.
¿Qué podía escribirle? Tenía que ser cuidadosa por si alguna otra persona leía la nota. Al final decidió poner simplemente «Biblioteca» y dejó el cuaderno abierto encima del tocador, donde seguro que lo vería. Después se marchó.
No la vio nadie.
Seguramente Lloyd regresaría a su cuarto en algún momento del día, supuso, tal vez para recargar la pluma con el tintero que había en el tocador. Entonces vería la nota e iría a buscarla.
Bajó a la biblioteca a esperarlo.
La mañana fue larga. Daisy estaba leyendo a autoras victorianas —parecían comprender cómo se sentía en aquellos momentos—, pero ni siquiera la señora Gaskell lograba captar toda su atención, y se pasó gran parte del tiempo mirando por la ventana. Era mayo, y normalmente el surtido de flores primaverales de los jardines de Ty Gwyn habría sido esplendoroso, pero la mayoría de los jardineros se habían enrolado en las fuerzas armadas, y los que no, cultivaban verduras, no flores.
Muchos alumnos entraron en la biblioteca poco antes de las once y se acomodaron en los sillones de cuero verde con sus cuadernos, pero Lloyd no estaba entre ellos.
Daisy sabía que la última clase de la mañana terminaba a las doce y media. En ese momento los hombres se levantaron y salieron de la biblioteca, pero Lloyd seguía sin aparecer.
Seguro que subiría a su habitación, pensó, aunque solo fuera para dejar los libros y lavarse las manos en el cuarto de baño del desván.
Pasaron los minutos y sonó el gong de la comida.
Lloyd entró al fin, y a Daisy le dio un vuelco el corazón.
Parecía inquieto.
—He visto tu nota —dijo—. ¿Te encuentras bien?
Ella era siempre su principal preocupación. Un problema de Daisy no era una molestia, sino una ocasión para ayudarla, y estaba más que dispuesto a ello. Ningún otro hombre se había ocupado así de ella, ni siquiera su padre.
—Sí, todo va bien. ¿Sabes cómo son las gardenias? —Llevaba toda la mañana ensayando su discurso.
—Supongo que sí. Se parecen un poco a las rosas. ¿Por qué?
—En el ala oeste hay unas habitaciones a las que llaman Suite Gardenia. Tienen una gardenia blanca pintada en la puerta principal y ahora es el almacén de la ropa de cama. ¿Crees que podrás encontrarla?
—Desde luego.
—Nos reuniremos allí esta noche, en lugar de en mi apartamento. A la hora de siempre.
Lloyd se quedó mirándola, intentando adivinar qué ocurría.
—Allí estaré —dijo—. Pero ¿por qué?
—Quiero decirte una cosa.
—Qué emocionante —repuso él, algo desconcertado.
Daisy imaginaba todo lo que le estaba pasando por la cabeza. Debía de sentirse electrizado ante la idea de que ella pudiera haber preparado una cita romántica, y al mismo tiempo se estaría diciendo que aquello era un sueño inalcanzable.
—Ve a comer —le dijo.
Lloyd dudó.
—Te veré esta noche —insistió ella.
—Me muero de impaciencia —dijo él, y salió.
Daisy regresó a sus habitaciones. Maisie, que no era muy buena cocinera, le había preparado un sándwich con dos rebanadas de pan y una loncha de jamón en conserva, pero Daisy estaba demasiado nerviosa: no podría haber comido ni aunque le hubiesen ofrecido helado de melocotón.
Se tumbó a descansar. Sus fantasías sobre la noche próxima eran tan explícitas que incluso se ruborizaba. Había aprendido mucho de sexo gracias a Boy, al que sin duda no le faltaba experiencia con otras mujeres, así que sabía muy bien lo que les gustaba a los hombres. Y quería hacérselo todo a Lloyd, besarle en todos los rincones de su cuerpo, hacerle lo que Boy llamaba un soixante-neuf, tragarse su semen. Todo ello le resultaba tan excitante que tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para resistir a la tentación de darse placer ella misma.
A las cinco se tomó un café, después se lavó el pelo y se dio un largo baño, que aprovechó para afeitarse las axilas y recortarse un poco el vello púbico, que le crecía demasiado abundante. Se secó y se aplicó una suave loción por todo el cuerpo. Se perfumó y empezó a vestirse.
Se puso ropa interior limpia. Se probó todos sus vestidos. Le gustaba uno de rayitas azules y blancas, pero por la parte de delante tenía una larga hilera de botones que tardaba siglos en desabrocharse, y sabía que ese día querría desnudarse deprisa. «Pienso como una furcia», se dijo, aunque no sabía si eso la divertía o la avergonzaba. Al final se decidió por un sencillo vestido de cachemir, de color verde menta, que le llegaba hasta las rodillas y con el que enseñaba sus bonitas pantorrillas.
Se miró con detenimiento en el estrecho espejo del interior de la puerta del armario. Estaba guapa.
Se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias, y entonces entró Boy.
Daisy se sintió desfallecer. De no haber estado ya sentada, se habría caído. Se lo quedó mirando sin dar crédito.
—¡Sorpresa! —exclamó él con jovialidad—. He llegado un día antes.
—Sí —dijo ella cuando por fin logró recuperar la voz—. Qué sorpresa.
Se inclinó y la besó. A ella nunca le había gustado demasiado que le metiera la lengua en la boca, porque siempre le sabía a alcohol y tabaco. A él eso le traía sin cuidado; de hecho, incluso parecía gustarle llevarla al límite. En ese momento, no obstante, a causa de la culpabilidad, Daisy respondió con su propia lengua.
—¡Caramba! —dijo Boy al quedarse sin aliento—. Qué juguetona estás.
«Ni te lo imaginas —pensó Daisy—. Al menos, eso espero.»
—Han adelantado un día el ejercicio —explicó él—. No he tenido tiempo de avisarte.
—O sea, ¿que estarás aquí esta noche?
—Sí.
Y Lloyd se marchaba por la mañana.
—No pareces muy contenta —dijo Boy. Se fijó en su vestido—. ¿Tenías planes?
—¿Qué planes voy a tener? —repuso ella. Tenía que recuperar la compostura—. ¿Una salida al Two Crowns, a lo mejor? —preguntó con sarcasmo.
—Ahora que lo mencionas, ¿por qué no tomamos una copa? —Salió de la habitación en busca de alcohol.
Daisy hundió el rostro entre las manos. ¿Cómo podía ser? Sus planes se habían ido al traste. Tendría que encontrar la forma de avisar a Lloyd. Y no podría declararle su amor en un susurro apresurado, con Boy a la vuelta de la esquina.
Se dijo que tendría que posponer sin remedio toda su estrategia. Sería solo por unos días: Lloyd tenía previsto regresar el martes siguiente. El retraso sería una tortura para ella, pero sobreviviría, y su amor también. Aun así, casi lloró de decepción.
Terminó de ponerse las medias y los zapatos, después fue a la pequeña salita.
Boy encontró una botella de whisky escocés y dos vasos. Ella bebió un poco por educación.
—He visto que esa chica está haciendo un pastel de pescado para la cena. Me muero de hambre. ¿Es buena cocinera? —preguntó Boy.
—No demasiado. Lo que prepara se puede comer, si tienes mucha hambre.
—Ah, bueno, siempre nos queda el whisky —dijo Boy, y se sirvió otro vaso.
—¿Qué has estado haciendo? —Estaba desesperada por hacerlo hablar y así no tener que darle conversación ella—. ¿Has volado a Noruega? —Los alemanes estaban ganando allí la primera batalla terrestre.
—No, gracias a Dios. Aquello es un desastre. Esta noche habrá un gran debate en la Cámara de los Comunes. —Empezó a hablar de los errores que habían cometido los comandantes británicos y franceses.
Cuando la cena estuvo lista, Boy bajó a la bodega a buscar un vino y Daisy vio entonces la ocasión de subir a alertar a Lloyd. Pero ¿dónde estaría? Consultó su reloj de pulsera. Eran las siete y media. Estaría cenando en el comedor de oficiales. No podía entrar en esa sala y susurrarle algo al oído mientras estaba sentado a la mesa con sus compañeros; eso sería prácticamente como decirle a todo el mundo que eran amantes. ¿Había alguna forma de sacarlo de allí? Se devanó los sesos; pero antes de que se le ocurriera nada, Boy regresó ya, triunfal, con una botella de Dom Pérignon de 1921 en las manos.
—De la primera cosecha que hicieron —dijo—. Histórica.
Se sentaron a la mesa y se comieron el pastel de pescado de Maisie. Daisy bebió una copa de champán, pero le resultó difícil comer nada. Paseó un poco la comida por el plato en un claro intento de fingir normalidad. Boy, en cambio, repitió.
De postre, Maisie les sirvió melocotones en almíbar con leche condensada.
—La guerra ha sido un duro golpe para la cocina británica —dijo Boy.
—Tampoco es que antes fuera nada del otro mundo —comentó Daisy, esforzándose aún por fingir normalidad.
A esas alturas Lloyd debía de estar ya en la Suite Gardenia. ¿Qué haría si ella no era capaz de hacerle llegar un mensaje? ¿Se quedaría allí toda la noche, con la esperanza de verla aparecer? ¿Se rendiría a medianoche y regresaría a su propia cama? ¿O bajaría a buscarla? Eso podría resultar incómodo.
Boy sacó un gran puro y empezó a fumárselo con satisfacción, sumergiendo de vez en cuando el extremo apagado en un vaso de brandy. Daisy intentó pensar en alguna excusa para dejarlo un momento y subir arriba, pero no se le ocurrió nada. ¿Qué pretexto podía dar para ir a visitar a los alumnos a sus habitaciones a aquellas horas de la noche?
Todavía no había hecho nada cuando Boy apagó el puro y dijo:
—Bueno, ya es hora de dormir. ¿Quieres ir tú primero al baño?
Sin saber qué más hacer, Daisy se levantó y entró en el dormitorio. Despacio, se quitó la ropa con la que tan cuidadosamente se había vestido para Lloyd. Se lavó la cara y se puso su camisón menos seductor. Después se metió en la cama.
Boy estaba algo bebido cuando se tumbó junto a ella, pero aun así tenía ganas de sexo. La sola idea horrorizaba a Daisy.
—Lo siento —le dijo—. El doctor Mortimer ha dicho que nada de relaciones maritales durante tres meses. —No era verdad. Mortimer había dicho que todo iría bien en cuanto cesara la hemorragia. Se sentía terriblemente deshonesta. Había planeado hacerlo con Lloyd esa noche.
—¿Qué? —espetó Boy, indignado—. ¿Por qué?
—Si lo hacemos demasiado pronto —respondió Daisy, improvisando—, podría afectar a las probabilidades de que vuelva a quedarme embarazada, parece ser.
Con eso lo convenció. No había nada que Boy deseara más que un heredero.
—Ah, bueno —dijo, y se volvió del otro lado.
Al cabo de un minuto ya estaba dormido.
Daisy seguía despierta, la cabeza no dejaba de darle vueltas. ¿Podría escaparse un momento? Tendría que vestirse… de ningún modo podía pasearse por la casa en camisón. Boy tenía el sueño pesado, pero se despertaba a menudo para ir al baño. ¿Y si lo hacía justo cuando ella no estaba, y la veía regresar con la ropa puesta? ¿Qué historia podría explicarle que tuviera una pequeña posibilidad de resultar creíble? Todo el mundo sabía que solo había una razón que pudiera llevar a una mujer a recorrer de puntillas una mansión por la noche.
Lloyd tendría que sufrir. Y ella sufría con él, imaginándolo solo y decepcionado en aquella habitación mohosa. ¿Se tumbaría sin quitarse el uniforme y se quedaría dormido? Tendría frío, a menos que se tapara con una manta. ¿Pensaría que había tenido alguna emergencia, o creería que lo había dejado plantado sin más? A lo mejor se sentía defraudado, a lo mejor se enfadaba con ella.
Se le saltaron las lágrimas. Boy estaba roncando, así que no se dio cuenta de nada.
Daisy se quedó traspuesta ya de madrugada y soñó que tenía que coger un tren, pero que no dejaban de ocurrir tonterías que cada vez la retrasaban más: el taxi la llevaba a un lugar equivocado, tenía que caminar muchísimo cargando con su maleta, no encontraba el billete y, cuando al fin llegaba al andén, resultaba que la estaba esperando una antigua diligencia que tardaría días en llegar a Londres.
Al despertar de ese sueño, Boy estaba en el baño, afeitándose.
Daisy se sentía abatida. Se levantó y se vistió. Maisie preparó el desayuno y Boy tomó huevos con beicon y una tostada con mantequilla. Cuando hubo terminado ya eran las nueve. Lloyd había dicho que se marchaba a las nueve. Puede que estuviera en el vestíbulo, con la maleta en la mano.
Boy se levantó de la mesa y fue al baño, llevándose con él el periódico. Daisy conocía sus costumbres matutinas: estaría allí dentro cinco o diez minutos. De pronto su apatía desapareció. Salió del apartamento y corrió escaleras arriba hacia el vestíbulo.
Lloyd no estaba por ninguna parte. Debía de haberse ido ya. Se sintió vencida por el desánimo.
Pero seguro que iría a pie hasta la estación: solo los ricos y los enfermos tomaban taxis para recorrer poco más de un kilómetro. A lo mejor podía alcanzarlo aún, así que salió por la puerta principal.
Lo vio a unos cuatrocientos metros camino abajo, andando con paso elegante y la maleta en la mano, y le dio un vuelco el corazón. Abandonando toda precaución, echó a correr tras él.
Un camión ligero del ejército, de esos que llamaban «Tilly», bajaba también a toda velocidad por delante de ella. Para su desgracia, aminoró la marcha al acercarse a Lloyd.
—¡No! —gritó Daisy, pero Lloyd estaba demasiado lejos para oírla.
Lanzó la maleta a la parte de atrás y subió de un salto a la cabina, junto al conductor.
Daisy no dejó de correr, pero no serviría de nada. El pequeño camión estaba cogiendo velocidad.
Daisy se detuvo. Allí de pie, vio cómo el Tilly cruzaba la verja de Ty Gwyn y desaparecía a lo lejos. Intentó no llorar.
Al cabo de un momento se volvió y entró otra vez en la casa.