II

Tres días después, Daisy estaba acabando de escribir a su hermanastro, Greg. Al estallar la guerra, él le había enviado una carta llena de ternura expresándole su inquietud, y desde entonces se escribían más o menos una vez al mes. Greg le había hablado de su encuentro con Jacky Jakes, la chica de quien había estado perdidamente enamorado. La había visto en la calle E, en Washington, y le preguntaba a Daisy qué podía haber provocado que una chica reaccionara huyendo de esa manera. Su hermana no tenía ni idea. Así se lo dijo y le deseó suerte. Luego firmó.

Miró al reloj de la pared. Faltaba solo una hora para la comida de los alumnos, así que las clases habrían terminado ya y tenía muchas probabilidades de encontrar a Lloyd en su cuarto.

Subió a las antiguas dependencias del servicio, en el desván. Los jóvenes oficiales estaban sentados o tumbados en sus camas, leyendo o escribiendo. Encontró a Lloyd en un estrecho dormitorio que tenía un viejo espejo de pie. Estaba sentado junto a la ventana, estudiando un libro ilustrado.

—¿Lees algo interesante? —preguntó.

Él se puso en pie, sobresaltado.

—Caray, menuda sorpresa. —Se sonrojó.

Seguramente seguía medio enamorado de ella. Había sido muy cruel por su parte besarlo cuando no tenía ninguna intención de dejar que la relación fuera más allá, pero aquello había sucedido hacía cuatro años, cuando los dos no eran más que unos niños. Lloyd debería haberlo superado, a esas alturas.

Daisy miró el libro que tenía en las manos. Estaba escrito en alemán y en él se veían ilustraciones de insignias a color.

—Tenemos que reconocer los emblemas alemanes —explicó él—. Gran parte de la información de los servicios secretos se obtiene interrogando a los prisioneros de guerra inmediatamente después de haberlos capturado. Algunos no dicen nada, claro está, así que el interrogador tiene que ser capaz de distinguir, solo con mirar el uniforme del prisionero, cuál es su rango y a qué cuerpo del ejército pertenece, si es de infantería, de caballería, de artillería o de alguna unidad especializada, como la veterinaria, por ejemplo.

—¿Eso es lo que aprendéis aquí? —preguntó ella con escepticismo—. ¿El significado de las insignias alemanas?

Lloyd rió.

—Es una de las cosas que aprendemos. Una de la que puedo hablarte sin desvelar ningún secreto militar.

—Ah, vaya.

—¿Por qué estás aquí, en Gales? Me sorprende que no estés haciendo nada para contribuir a la campaña de guerra.

—Ya estamos otra vez —repuso Daisy—. Una reprimenda moral. ¿A ti quién te ha dicho que esa es buena forma de cautivar a las mujeres?

—Perdona —dijo él con incomodidad—. No pretendía recriminarte nada.

—Además, tampoco existe ninguna campaña de guerra. En el aire flotan globos de barrera para obstaculizar a unos aviones alemanes que no llegan nunca.

—En Londres tendrías vida social, al menos.

—¿Sabes que antes eso para mí era lo más importante del mundo y ahora ya no? —dijo ella—. Debo de estar haciéndome mayor.

Había otro motivo por el que había dejado Londres, pero no pensaba decirle nada.

—Y yo que te imaginaba con uniforme de enfermera…

—No es muy probable. No soporto a los enfermos. Pero, antes de que me dediques otra de tus muecas de reproche, mira esto. —Le pasó una fotografía enmarcada que había subido consigo.

Él la miró con detenimiento, arrugando la frente.

—¿De dónde la has sacado?

—Estaba revisando una caja de fotos viejas en el trastero del sótano.

Era una fotografía de grupo tomada en el jardín oriental de Ty Gwyn una mañana de verano. En el centro se veía al conde Fitzherbert de joven con un gran perro blanco a los pies. La chica que estaba junto a él debía de ser su hermana, Maud, a quien Daisy no conocía. Formando a uno y otro lado de ambos había unos cuarenta o cincuenta hombres y mujeres vestidos con diferentes uniformes del servicio.

—Mira la fecha —dijo Daisy.

—Mil novecientos doce —leyó Lloyd en voz alta.

Ella se quedó mirándola para estudiar sus reacciones ante la foto que sostenía.

—¿Sale tu madre?

—¡Santo cielo! Podría ser. —Lloyd la observó detenidamente—. Me parece que sí —dijo al cabo de un rato.

—Enséñamela.

Lloyd señaló con un dedo.

—Me parece que es esta de aquí.

Daisy vio a una joven delgada y guapa de unos diecinueve años, con el pelo negro y rizado asomando bajo una cofia blanca de sirvienta, y una sonrisa que irradiaba algo más que un asomo de picardía.

—¡Caray, es encantadora! —comentó.

—Al menos lo era en aquel entonces —dijo Lloyd—. Ahora la gente suele decir de ella que es imponente.

—¿Llegaste a conocer a lady Maud? ¿Crees que es la que está al lado de Fitz?

—Supongo que la conozco de toda la vida, aunque solo a temporadas. Mi madre y ella fueron sufragistas juntas. No la veo desde que me fui de Berlín, en 1933, pero no me cabe la menor duda que la de la foto es ella.

—No es tan guapa.

—Puede, pero es una mujer muy preparada, y viste muy bien.

—En fin, he pensado que te gustaría tener esta fotografía.

—¿Puedo quedármela?

—Por supuesto. Nadie más la quiere… por eso estaba en una caja en el sótano.

—¡Gracias!

—No hay de qué. —Daisy fue hacia la puerta—. Sigue estudiando.

Mientras bajaba las escaleras del servicio esperó no haber coqueteado con él. Lo cierto era que no debería haber ido a verlo siquiera, pero había sucumbido a un impulso de generosidad. No quisiera el cielo que Lloyd la malinterpretara.

Sintió una punzada de dolor en el vientre y se detuvo en un descansillo intermedio. Llevaba todo el día con un ligero dolor de espalda —que ella había achacado al colchón barato en el que tenía que dormir—, pero aquello era diferente. Intentó recordar lo que había comido, pero no logró identificar nada que pudiera haberle sentado mal: ni pollo demasiado crudo ni fruta verde. Tampoco había comido ostras… ¡no había tenido esa suerte! El dolor desapareció tan deprisa como se había presentado y Daisy se dijo que no sería nada.

Regresó a sus aposentos del sótano. Estaba alojada en lo que había sido las dependencias del ama de llaves: un dormitorio diminuto, una salita, una pequeña cocina y un cuarto de baño aceptable, con bañera. Un viejo lacayo de nombre Morrison era el que hacía de conserje y se ocupaba de la casa, y Daisy tenía como doncella a una joven de Aberowen. A la chica la llamaban Maisie Owen la Pequeña, aunque era bastante grande.

—Mi madre también se llama Maisie, así que yo siempre he sido Maisie la Pequeña, aunque ahora ya soy más alta que ella, la verdad —le había explicado la chica.

Sonó el teléfono justo cuando Daisy entraba. Descolgó y oyó la voz de su marido.

—¿Cómo estás? —preguntó Boy.

—Bien. ¿A qué hora vas a llegar? —Una misión había llevado a Boy a St. Athan, una gran base aérea de la RAF que había a las afueras de Cardiff, y le había prometido que iría a verla y pasaría la noche con ella.

—No voy a poder, lo siento.

—¡Ay, qué decepción!

—Tenemos una cena solemne en la base y me han pedido que asista.

No parecía especialmente abrumado por no poder verla, lo cual la enfureció.

—Qué suerte tienes —dijo.

—Será muy aburrido, pero no puedo negarme.

—No será ni la mitad de aburrido que estar viviendo aquí yo sola.

—Debe de ser tedioso, pero estás mejor ahí, en tu estado.

Miles de personas habían salido de Londres en cuanto había estallado la guerra, pero la mayoría habían ido regresando al ver que los esperados bombardeos aéreos y los ataques con gas no se materializaban. Sin embargo, Bea y May, e incluso Eva, habían estado de acuerdo en que Daisy debía pasar su embarazo en Ty Gwyn. Muchas mujeres daban a luz sin peligro en Londres todos los días, había alegado Daisy; pero, claro está, el heredero del condado era diferente.

Lo cierto era que tampoco le importaba tanto como había pensado en un principio. A lo mejor el embarazo la había vuelto extrañamente mansa. De todas formas, la vida social de Londres estaba a medio gas desde la declaración de guerra, como si la gente sintiera que no tenía derecho a divertirse. Eran como párrocos en un pub, sabedores de que aquello tenía que ser divertido pero incapaces de imbuirse del espíritu festivo.

—Ojalá tuviera aquí mi motocicleta —dijo—. Así, al menos podría explorar Gales. —La gasolina estaba racionada, pero no demasiado.

—¡Qué cosas tienes, Daisy! —exclamó él, en tono reprobatorio—. No puedes montar en motocicleta… el médico te lo ha prohibido terminantemente.

—Bueno, da igual, he descubierto la literatura —repuso ella—. La biblioteca de aquí es una maravilla. Algunas ediciones poco comunes y muy valiosas las han guardado, pero casi todos los demás libros siguen en las estanterías. Estoy adquiriendo ahora la educación que tanto me esforcé por evitar en el colegio.

—Fantástico. Bueno, tú acurrúcate con una buena novela de misterio y asesinatos y pásalo bien.

—Hace un rato he sentido un dolor en el vientre.

—Seguro que será indigestión.

—Espero que tengas razón.

—Dale recuerdos de mi parte a ese vago de Lowthie.

—No bebas demasiado oporto en esa cena.

Justo cuando colgaba, Daisy volvió a sentir esa especie de contracción. Esta vez duró más. Maisie entró y, al verle la cara, dijo:

—¿Se encuentra usted bien, milady?

—No es más que una punzada.

—He venido a preguntar si ya está lista para la cena.

—No tengo hambre. Creo que esta noche no cenaré.

—Pero si le he preparado un pastel de carne delicioso… —dijo Maisie en tono de reproche.

—Tápalo bien y guárdalo en la alacena. Me lo comeré mañana.

—¿Le preparo una buena taza de té?

—Sí, por favor —respondió Daisy, solo para librarse de ella. A pesar de llevar cuatro años allí, seguía sin acostumbrarse a ese té británico tan fuerte, con leche y azúcar.

El dolor fue remitiendo, y ella se sentó y abrió El molino del Floss. Se obligó a beberse el té de Maisie y se fue encontrando algo mejor. Después de terminarse la infusión, cuando la chica fregó la taza y el platito, la envió a casa. Tenía que caminar kilómetro y medio en la oscuridad, pero llevaba una linterna y decía que no le importaba.

Una hora después, el dolor regresó y esta vez no se le pasaba. Daisy fue al baño con la leve esperanza de aliviar la presión de su abdomen. Le sorprendió y le preocupó ver unas oscuras manchas de rojo sangre en su ropa interior.

Se puso unos calzones limpios y, ahora ya sí muy inquieta, descolgó el teléfono. Pidió el número de la base aérea de St. Athan y llamó.

—Tengo que hablar con el teniente de aviación el vizconde de Aberowen —dijo.

—No podemos pasarles llamadas personales a los oficiales —respondió un galés puntilloso.

—Se trata de una emergencia. Tengo que hablar con mi marido.

—No hay teléfonos en las habitaciones, esto no es el hotel Dorchester. —Puede que fuera su imaginación, pero aquel hombre parecía encantado de no poder ayudarla.

—Mi marido estará en el banquete solemne. Por favor, envíe a un ordenanza a buscarlo.

—Yo no tengo ordenanzas y, además, aquí no hay ningún banquete.

—¿No hay banquete? —Por un momento, Daisy no supo qué más decir.

—Solo la cena habitual en el comedor de oficiales —añadió el operador—, y ya hace una hora que ha terminado.

Daisy colgó de golpe. ¿Cómo que no había ningún banquete? Boy le había dicho claramente que debía asistir a una cena solemne en la base. Tenía que haberle mentido. Sintió ganas de llorar. Boy había preferido no verla y, en lugar de eso, irse a beber con sus amigotes, o incluso a visitar a alguna otra mujer. Poco importaba el motivo. Daisy no era su prioridad.

Respiró hondo. Necesitaba ayuda. No sabía cuál era el teléfono del médico de Aberowen, si es que lo había. ¿Qué podía hacer?

La última vez, antes de irse, Boy le había dicho: «Tendrás a un centenar de oficiales del ejército, o más, para cuidar de ti en caso necesario», pero no podía acudir al marqués de Lowther para decirle que sangraba por la vagina.

El dolor era cada vez peor y Daisy sentía algo tibio y pegajoso entre las piernas. Fue al baño otra vez y se lavó. Vio que había coágulos en la sangre. No tenía ninguna compresa a mano… había pensado que las embarazadas no las necesitaban para nada. Cortó un jirón de una toalla de manos y se lo colocó en el interior de los calzones.

Entonces pensó en Lloyd Williams.

Era un hombre amable. Lo había criado una feminista de fuertes convicciones. Adoraba a Daisy. La ayudaría.

Subió al vestíbulo. ¿Dónde podría estar? Los alumnos ya habían terminado la cena, así que quizá lo encontraría arriba, pero le dolía tanto la tripa que no creyó que pudiera llegar hasta lo alto del desván.

A lo mejor estaba en la biblioteca. Los alumnos utilizaban esa sala para estudiar en silencio. Entró. Había un sargento inclinado sobre un atlas.

—¿Sería usted tan amable —le pidió Daisy— de ir a buscar al teniente Lloyd Williams de mi parte?

—Desde luego, milady —dijo el hombre, cerrando el libro—. ¿Qué quiere que le diga?

—Pídale que baje un momento al sótano.

—¿Se encuentra usted bien, señora? Está un poco pálida.

—No me pasará nada, pero vaya a buscar a Williams lo antes posible.

—Ahora mismo.

Daisy regresó a sus dependencias. El esfuerzo de ofrecer un aspecto normal la había dejado exhausta y se tumbó en la cama. Poco después sintió ya la sangre que le empapaba el vestido, pero el dolor era demasiado intenso para que nada de eso le importara. Consultó el reloj. ¿Por qué no había bajado Lloyd? A lo mejor el sargento no lo encontraba. Aquella casa era muy grande. Quizá se moriría allí abajo, sola.

Alguien llamó a la puerta y luego, para inmenso alivio suyo, Daisy oyó su voz.

—Soy Lloyd Williams.

—Adelante —respondió. Iba a encontrarla en un estado espantoso. Puede que jamás volviera a mirarla como antes.

Lo oyó pasar a la salita contigua.

—He tardado un rato en encontrar tus aposentos —dijo Lloyd—. ¿Dónde estás?

—Por aquí.

Lloyd entró en el dormitorio.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¿Qué demonios te ha pasado?

—Ve a buscar ayuda —pidió ella—. ¿Hay algún médico en esta ciudad?

—Pues claro, el doctor Mortimer. Hace siglos que vive aquí, pero puede que no tengamos tiempo. Deja que… —Dudó un momento—. A lo mejor te estás desangrando, pero sin mirar no puedo estar seguro.

Daisy cerró los ojos.

—Adelante. —Tenía demasiado miedo para conservar algo de vergüenza.

Sintió que Lloyd le levantaba la falda del vestido.

—Dios mío —dijo—. Pobrecilla. —Entonces le rasgó la ropa interior—. Lo siento. ¿Hay agua por algún…?

—En el baño —contestó ella, señalando hacia allí.

Lloyd entró en el baño y abrió un grifo. Un momento después, ella sintió el trapo tibio y mojado con el que la estaba limpiando.

—No es más que un pequeño goteo. He visto a hombres morir desangrados, y no corres ese peligro. —Ella abrió los ojos y vio cómo le volvía a bajar la falda—. ¿Dónde está el teléfono? —preguntó Lloyd.

—En la sala.

—Póngame con el doctor Mortimer —lo oyó pedir—, lo antes posible. —Se produjo una pausa—. Lloyd Williams al aparato, estoy en Ty Gwyn, ¿podría hablar con el doctor?… Ah, hola, señora Mortimer, ¿cuándo se espera que regrese?… Es una mujer con dolor abdominal y una hemorragia vaginal… Sí, soy consciente de que la mayoría de las mujeres pasan por eso todos los meses, pero esto se sale claramente de lo normal… Tiene veintitrés… Sí, casada… Sin hijos… Se lo preguntaré. —Levantó la voz—: ¿Podrías estar embarazada?

—Sí —contestó Daisy—. De tres meses.

Lloyd repitió la respuesta al teléfono y luego se produjo un largo silencio. Al final colgó el auricular y regresó junto a ella.

Se sentó en el borde de la cama.

—El médico vendrá en cuanto pueda, pero está operando a un minero que ha sido arrollado por una vagoneta fuera de control. Sin embargo, su mujer está casi segura de que has tenido un aborto natural. —Le cogió la mano—. Lo siento, Daisy.

—Gracias —susurró ella. El dolor parecía ir remitiendo, pero la tristeza cada vez era mayor. El heredero del condado ya no existía. Boy se enfadaría muchísimo.

—La señora Mortimer dice que es bastante frecuente —le contó Lloyd—, y que la mayoría de las mujeres sufren uno o dos abortos entre embarazos. No hay ningún peligro, siempre que la hemorragia no sea muy abundante.

—¿Y si empeora?

—Entonces tendría que llevarte en coche al hospital de Merthyr. Pero recorrer quince kilómetros en un camión del ejército podría perjudicarte mucho, así que deberíamos evitarlo a menos que tu vida corriese peligro.

Daisy ya no estaba asustada.

—Me alegro mucho de que estuvieras aquí.

—¿Puedo hacer una sugerencia?

—Claro.

—¿Crees que podrás dar algunos pasos?

—No sé.

—Déjame que te prepare un baño. Si puedes llegar hasta allí, te sentirás mucho mejor cuando estés limpia.

—Sí.

—Y luego a lo mejor puedes improvisar algún tipo de vendaje.

—Sí.

Lloyd regresó al cuarto de baño y ella oyó correr el agua. Se incorporó en la cama. Estaba mareada, así que descansó unos momentos. Enseguida sintió la cabeza más despejada y bajó los pies al suelo. Estaba sentada encima de aquella sangre helada, sentía repugnancia de sí misma.

Oyó que los grifos se cerraban y Lloyd regresó y la cogió del brazo.

—Si crees que te vas a desmayar, dímelo —le advirtió—. No te dejaré caer. —Tenía una fuerza asombrosa y casi la llevó en volandas mientras ella daba pasos en dirección al baño. Su ropa interior, hecha jirones, cayó en algún momento al suelo. Daisy se quedó de pie junto a la bañera y dejó que él le desabrochara los botones de la parte de atrás del vestido—. ¿Podrás tú sola con el resto? —le preguntó.

Daisy asintió y él salió del baño.

Inclinada sobre la cesta de la ropa sucia, se fue quitando todas las prendas despacio y las fue dejando en el suelo, en un montón ensangrentado. Se metió en la bañera con muchísimo cuidado. El agua tenía la temperatura justa y el dolor empezó a pasar en cuanto se tumbó e intentó relajarse. Se sentía desbordada por la gratitud hacia Lloyd. Era tan bueno con ella que tenía ganas de llorar.

Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió un resquicio y la mano de él apareció con algo de ropa limpia.

—Un camisón y demás —dijo. Lo dejó todo encima del cesto de la ropa sucia y cerró de nuevo.

Cuando el agua empezó a enfriarse, Daisy se levantó. Volvía a estar algo mareada, pero fue solo un momento. Se secó con una toalla y luego se puso el camisón y la ropa interior que le había traído Lloyd. Se colocó una toalla de manos dentro de los calzones para que empapara la sangre que seguía expulsando.

Cuando regresó al dormitorio, se encontró la cama hecha con sábanas y mantas limpias. Se metió en ella y se quedó sentada, muy erguida, tapándose hasta el cuello con las mantas.

Él entró desde la sala.

—Seguro que ya te encuentras mejor —le dijo—. Parece que tengas vergüenza.

—Vergüenza no es la palabra. Bochorno, tal vez, aunque incluso eso me parece demasiado suave.

La verdad no era tan sencilla. Se estremecía solo con recordar cómo la había visto… pero, por otra parte, él no parecía haber sentido ningún asco.

Lloyd entró en el cuarto de baño y recogió la ropa que ella había dejado allí tirada. Por lo visto no era nada aprensivo con la sangre menstrual.

—¿Qué has hecho con las sábanas? —preguntó Daisy.

—He encontrado un gran fregadero en la sala de las flores. Las he puesto a remojo en agua fría. Haré lo mismo con tu ropa, ¿te parece bien?

Ella asintió con la cabeza.

Lloyd volvió a desaparecer. ¿Dónde había aprendido a ser tan competente y autosuficiente? En la guerra civil española, supuso.

Lo oía moverse por la cocina y entonces reapareció con dos tazas de té.

—Seguro que este mejunje no te gusta nada, pero hará que te sientas mejor. —Daisy se tomó el té. Lloyd abrió la palma de la mano y le enseñó dos píldoras blancas—. ¿Aspirina? A lo mejor te alivia un poco los retortijones.

Ella las aceptó y las tragó ayudándose del té caliente. Lloyd siempre le había parecido muy maduro para su edad. Recordó entonces la seguridad con la que había salido a buscar a Boy, borracho, en el teatro del Gaiety.

—Siempre has sido así —le dijo—. Un hombre hecho y derecho, cuando el resto de nosotros solo fingíamos ser mayores.

Se terminó el té y sintió que la vencía el sueño. Lloyd se llevó las tazas.

—Puede que cierre los ojos un momento —dijo Daisy—. ¿Te quedarás aquí, si me duermo?

—Me quedaré todo el rato que tú quieras —contestó él. Después dijo algo más, pero su voz parecía desvanecerse a lo lejos a medida que Daisy se quedaba dormida.