I

Aberowen había cambiado. En sus calles había coches, camiones y autobuses. Cuando Lloyd, de niño, había visitado la localidad para ir a ver a sus abuelos en la década de 1920, un coche aparcado era una rareza que atraía incluso una muchedumbre.

Sin embargo, la ciudad seguía estando dominada por las torres gemelas de la bocamina, con sus ruedas girando majestuosamente como siempre. No había nada más: ni fábricas ni edificios de oficinas, ninguna otra industria que no fuera la del carbón. Casi todos los hombres de la localidad trabajaban en el fondo del pozo, a excepción de tan solo algunas decenas: unos cuantos tenderos, varios clérigos de todas las confesiones, un secretario del ayuntamiento, un médico. Cada vez que la demanda de carbón caía y se producían despidos, como había sucedido en los años treinta, los mineros no podían dedicarse a ninguna otra actividad. Por eso la reclamación más vehemente del Partido Laborista era la de una ayuda para los desempleados, para que esos hombres no volvieran a sufrir jamás la angustia y la humillación de verse incapaces de alimentar a sus familias.

El teniente Lloyd Williams llegó en el tren de Cardiff un domingo de abril de 1940. Llevaba una pequeña maleta y recorrió a pie toda la cuesta que subía hasta Ty Gwyn. Había pasado ocho meses formando a nuevos reclutas —el mismo trabajo del que se había encargado en España— y entrenando al equipo de boxeo de los Fusileros Galeses, pero el ejército por fin se había dado cuenta de que hablaba alemán con fluidez, así que lo habían destinado a los servicios secretos y lo habían enviado a un curso de instrucción.

La instrucción era lo único a lo que se había dedicado el ejército hasta el momento. Las tropas británicas todavía no se habían enfrentado al enemigo en ningún combate mínimamente significativo. Alemania y la URSS habían invadido Polonia y se la habían repartido entre ambos, y la garantía de independencia para los polacos propuesta por los Aliados había quedado en nada.

Los británicos llamaban al conflicto «la guerra falsa», y estaban impacientes por que llegara la hora de la verdad. Lloyd no se hacía ninguna ilusión romántica con la guerra; había oído las voces lastimeras de los hombres agonizantes suplicando un poco de agua en los frentes de España. Pero aun así, estaba deseoso por dar comienzo a la confrontación definitiva con el fascismo.

El ejército esperaba enviar más tropas a Francia, ya que suponía que los alemanes la invadirían. Sin embargo, nada de eso había ocurrido todavía, así que los soldados aguardaban preparados y, mientras tanto, no dejaban de recibir instrucción.

La iniciación de Lloyd a los misterios de los servicios secretos militares tendría lugar en la casa solariega que durante tanto tiempo había ocupado un lugar preeminente en el destino de su familia. Los acaudalados y nobles propietarios de muchas de esas mansiones las habían cedido temporalmente a las fuerzas armadas, quizá por miedo a que, de otro modo, pudieran confiscárselas para siempre.

El ejército había transformado muchísimo el aspecto general de Ty Gwyn, sin duda. En el jardín había aparcados una docena de vehículos de un anodino verde oliva, y sus neumáticos se habían comido el exuberante césped del conde. El elegante patio de la entrada, con sus escalones curvos de granito, se había convertido en un almacén de suministros, y había latas gigantescas de alubias cocidas y manteca para cocinar amontonadas en tambaleantes pilas allí donde, antaño, mujeres enjoyadas y hombres de frac habían bajado de sus carruajes. Lloyd sonrió de oreja a oreja: le gustaba la forma en que la guerra lo igualaba todo.

Entró en la mansión y allí lo recibió un oficial algo mofletudo, vestido con un uniforme arrugado y lleno de manchas.

—¿Viene para el curso de los servicios secretos, teniente?

—Sí, señor. Me llamo Lloyd Williams.

—Yo soy el comandante Lowther.

Lloyd había oído hablar de él. Era el marqués de Lowther, y sus amigos lo llamaban «Lowthie».

Miró en derredor. Habían protegido los cuadros de las paredes con enormes sábanas para que no quedaran cubiertos de polvo. Las ornamentadas chimeneas de mármol labrado se habían cerrado con tablones toscos y únicamente habían dejado una estrecha abertura para encender el fuego. El oscuro mobiliario antiguo del que su madre hablaba a veces con cariño había desaparecido y lo habían sustituido por escritorios de acero y sillas baratas.

—Dios mío, qué diferente está esto —comentó.

Lowther sonrió.

—Ya había estado aquí antes. ¿Conoce a la familia?

—Estudié en Cambridge con Boy Fitzherbert. También allí conocí a la vizcondesa, aunque por aquel entonces aún no estaban casados. Pero imagino que habrán trasladado su residencia a algún otro lugar mientras dura la guerra.

—No del todo. Han reservado algunas habitaciones para su uso particular, pero no nos molestan en absoluto. O sea, ¿que estuvo usted aquí como invitado?

—Santo cielo, no, no somos tan amigos. No, cuando era pequeño me dejaron entrar en la casa un día en que la familia había salido. Mi madre trabajó aquí, en la mansión, hace mucho tiempo.

—¿De veras? ¿A cargo de la biblioteca del conde o algo así?

—No, como doncella. —En cuanto esas palabras salieron de su boca, Lloyd supo que había cometido un error.

La expresión de Lowther se transformó en una mueca de desagrado.

—Vaya —dijo—. Qué interesante.

Lloyd supo que acababa de quedar señalado como un proletario advenedizo. A partir de ese momento lo tratarían como a un ciudadano de segunda durante toda su estancia allí. Tendría que haber omitido cualquier referencia al pasado de su madre: sabía lo esnob que podía llegar a ser el ejército.

—Acompañe al teniente a su habitación, sargento. Dependencias del desván.

A Lloyd le habían asignado un cuarto en las antiguas habitaciones de los criados. No le importó mucho. «Fue lo bastante bueno para mi madre», pensó.

Mientras subían por las escaleras del servicio, el sargento le comunicó a Lloyd que no tenía ninguna obligación hasta la cena, y que esta se servía en el comedor de oficiales. Lloyd preguntó si alguno de los Fitzherbert estaba por casualidad en la casa en esos momentos, pero el hombre no lo sabía.

Tardó dos minutos en deshacer la maleta. Se peinó un poco, se puso una camisa de uniforme limpia y fue a visitar a sus abuelos.

La casa de Wellington Row parecía más pequeña y gris que nunca, aunque ya disponía de agua caliente en el fregadero y un retrete con cadena en el escusado exterior. La decoración no se había alterado en el recuerdo de Lloyd: la misma alfombra tejida a mano en el suelo, las mismas cortinas de estampado desvaído, las mismas pesadas sillas de roble en la sala única que conformaba la planta baja y que hacía las veces de cocina y comedor.

Pero sus abuelos sí que habían cambiado. Los dos tenían ya unos setenta años, suponía Lloyd, y su aspecto era frágil. El abuelo sufría de dolores en las piernas y se había retirado a regañadientes de su puesto en el sindicato de mineros. La abuela tenía el corazón débil: el doctor Mortimer le había dicho que pusiera los pies en alto durante un cuarto de hora después de las comidas.

Les encantó ver a Lloyd vestido de uniforme.

—Teniente, ¿verdad? —le preguntó la abuela. A pesar de haber sido toda la vida una combatiente de la lucha de clases, no lograba esconder el orgullo que sentía al ver a su nieto vestido de oficial.

Las noticias corrían como la pólvora en Aberowen, y el hecho de que el nieto de Dai el Sindicalista estuviera allí de visita seguramente había recorrido la mitad de la ciudad antes de que Lloyd se hubiera acabado la primera taza del fuerte té que preparaba la abuela. Por eso no le sorprendió ver que Tommy Griffiths se dejaba caer por allí.

—Supongo que mi Lenny también habría llegado a teniente, como tú, si hubiera vuelto de España —dijo Tommy.

—Supongo que sí —repuso Lloyd. Nunca había conocido a ningún oficial que hubiese trabajado de minero del carbón en su anterior vida civil, pero cualquier cosa podía suceder una vez la guerra se hubiera puesto verdaderamente en marcha—. Fue un gran sargento en España, eso se lo aseguro.

—Los dos pasasteis por mucho juntos.

—Pasamos un infierno —dijo Lloyd—. Y perdimos, pero los fascistas no ganarán esta vez.

—Brindo por eso —dijo Tommy, y vació su taza de té.

Lloyd acompañó a sus abuelos al oficio de tarde del templo de Bethesda. La religión no era una parte muy importante de su vida, y desde luego no compartía en absoluto el dogmatismo del abuelo. Lloyd creía que el universo era misterioso y que la gente haría mejor en admitirlo, pero a sus abuelos les gustaba que acudiera al templo con ellos.

Las oraciones improvisadas eran muy elocuentes, engarzaban frases bíblicas con el lenguaje de a pie sin ningún tipo de reparo. A Lloyd el sermón se le hizo un poco pesado, pero los cánticos le entusiasmaban. Los parroquianos galeses cantaban automáticamente a cuatro voces y, cuando se animaban, eran capaces de organizar todo un recital.

Al unirse a ellos, Lloyd sintió que allí, en el interior de ese templo de paredes blanqueadas, era donde se encontraba el palpitante corazón de Gran Bretaña. La gente que tenía a su alrededor iba mal vestida y carecía de educación, sus vidas consistían en una interminable jornada de duro trabajo, los hombres extrayendo el carbón subterráneo, las mujeres criando a la siguiente generación de mineros. Sin embargo, tenían espaldas fuertes y mentes perspicaces, y ellos solos habían creado toda una cultura que hacía que la vida valiera la pena. En su cristianismo no conformista encontraban esperanza, y también en la política de izquierdas. Disfrutaban con los partidos de rugby y los coros de voces masculinas, y todos ellos se sentían unidos por la generosidad en los buenos tiempos y por la solidaridad en los malos. Justamente por todo eso lucharía Lloyd: por esa gente, por esa ciudad. Y si al final tenía que dar su vida por ellos, lo haría por una buena causa.

El abuelo se preparó para pronunciar la oración final. Se levantó con los ojos cerrados y se apoyó en su bastón.

—Ves hoy entre nosotros, oh, Señor, a tu joven siervo Lloyd Williams, ahí sentado con su uniforme. Te pedimos, en toda tu sabiduría y tu gracia, que protejas su vida durante el conflicto que está por llegar. Por favor, Señor, tráenoslo de vuelta a casa sano y salvo. Hágase tu voluntad, Señor.

La congregación pronunció un sentido «Amén», y Lloyd se enjugó una lágrima.

Acompañó a los ancianos a casa mientras el sol se ponía tras la montaña y una penumbra crepuscular descendía sobre las hileras de casitas grises. Rechazó la cena que le ofreció su abuela y se apresuró a regresar a Ty Gwyn, donde llegó justo a tiempo para cenar en el comedor de oficiales.

Les sirvieron ternera estofada, patatas hervidas y col. No era ni mejor ni peor que la mayoría de la comida del ejército, y Lloyd la devoró, consciente de que la habían pagado personas como sus abuelos, que estaban cenando apenas un pedazo de pan con manteca. En la mesa había una botella de whisky y Lloyd bebió un poco por mostrarse cordial. Miró con detenimiento a sus compañeros de instrucción e intentó recordar cómo se llamaban.

Cuando ya se iba a la cama cruzó el Salón Escultórico, en el que no se veían obras de arte, sino que había quedado amueblado con una pizarra y doce escritorios baratos. Allí se encontró con que el comandante Lowther estaba hablando con una mujer. Al mirar mejor, vio que la mujer era Daisy Fitzherbert.

Se quedó tan sorprendido que se detuvo. Lowther miró en derredor con una expresión molesta. Vio a Lloyd y dijo con un tono renuente:

—Lady Aberowen, me parece que ya conoce al teniente Williams.

«Si lo niega —pensó Lloyd—, le recordaré aquella vez que me besó, ese beso largo e impetuoso en la oscuridad de Mayfair Street.»

—Me alegro de volver a verlo, señor Williams —dijo ella, y le tendió una mano para saludarlo.

Tenía la piel cálida y suave al tacto. A Lloyd se le aceleró el corazón.

—Williams me ha contado que su madre trabajó de sirvienta en esta casa —comentó Lowther.

—Ya lo sabía —repuso Daisy—. Me lo contó él mismo en un baile del Trinity. También me reprendió por ser una esnob, y siento decir que tenía toda la razón.

—Es usted generosa, lady Aberowen —dijo Lloyd, algo avergonzado—. No sé qué me impulsaría a decirle semejante cosa. —Daisy parecía menos frágil de lo que él recordaba: quizá había madurado.

—La madre del señor Williams es ahora parlamentaria, no obstante —le dijo Daisy a Lowther.

Este se quedó de piedra.

—¿Y cómo está su amiga judía, Eva? —preguntó Lloyd—. Sé que se casó con Jimmy Murray.

—Tienen ya dos niños.

—¿Consiguió sacar a sus padres de Alemania?

—Es usted muy amable acordándose de eso… pero no, por desgracia, los Rothmann no pueden tramitar visados para salir del país.

—Lo siento muchísimo. Debe de ser muy duro para ella.

—Lo es.

Lowther estaba a todas luces impaciente por poner fin a esa conversación sobre criadas y judíos.

—Volviendo a lo que le decía, lady Aberowen…

—Les deseo buenas noches —dijo Lloyd. Salió de la habitación y subió corriendo al desván.

Mientras se preparaba para acostarse, se descubrió cantando el último himno del oficio de esa tarde:

No hay tormenta que turbe mi calma

pues a Su roca me aferro.

El Señor es el Amor que la tierra abarca,

¿cómo no cantarle a Su aliento?