VI

El domingo dejó de llover y salió el sol. Lloyd Williams tenía la sensación de que le habían lavado la cara a Londres.

A lo largo de la mañana la familia Williams fue congregándose en la cocina de la casa de Ethel, en Aldgate. No lo habían planeado, sino que todos fueron presentándose allí de forma espontánea. Querían estar juntos, supuso Lloyd, si se declaraba la guerra.

Lloyd ansiaba que se actuase contra los fascistas, y al mismo tiempo sentía pavor ante la perspectiva de la guerra. En España ya había visto suficiente sangre derramada y sufrimiento para lo que le quedaba de vida. Aun así, confiaba con toda su alma que Chamberlain no reculase. Había sido testigo en Alemania de lo que significaba el fascismo, y los rumores procedentes de España eran igual de aterradores: el régimen de Franco estaba asesinando a los antiguos partidarios del gobierno electo por centenares y millares, y los sacerdotes volvían a controlar las escuelas.

Aquel verano, justo después de graduarse, se había alistado en los Fusileros Galeses, y como antiguo miembro del Cuerpo de Instrucción de Oficiales se le había asignado el rango de teniente. El ejército se preparaba con brío para el combate, y a él le había resultado muy difícil conseguir un permiso de veinticuatro horas para visitar a su madre el fin de semana. Si el primer ministro declaraba la guerra ese día, Lloyd se contaría entre los primeros en ir.

Billy Williams llegó a la casa de Nutley Street el domingo por la mañana, después del desayuno. Lloyd y Bernie estaban sentados junto a la radio con los periódicos abiertos sobre la mesa de la cocina mientras Ethel preparaba una pierna de cerdo para la cena. El tío Billy estuvo a punto de llorar al ver a Lloyd uniformado.

—Es solo que me hace pensar en nuestro Dave —dijo—. Ahora sería un recluta, si hubiese regresado de España.

Lloyd nunca le había contado a Billy la verdad sobre cómo había muerto Dave. Fingía desconocer los detalles, que lo único que sabía era que Dave había muerto en acto de servicio en Belchite y que probablemente estaba enterrado allí. Billy había participado en la Gran Guerra y sabía la displicencia con que se trataban los cuerpos de los caídos en el campo de batalla, y sin duda eso agravaba su dolor. Su gran esperanza era poder visitar Belchite algún día, cuando España fuera libre al fin, y presentar sus respetos al hijo que murió luchando por aquella gran causa.

Lenny Griffiths era otro de los que nunca regresaron de España. Nadie sabía dónde podía estar enterrado. Era incluso posible que siguiera vivo, en alguno de los campos de prisioneros de Franco.

En ese momento la radio emitió la alocución del primer ministro Chamberlain en la Cámara de los Comunes de la noche anterior, pero no dio más información.

—A saber el jaleo que se montaría después —comentó Billy.

—La BBC nunca informa de los jaleos —dijo Lloyd—. Siempre intentan tranquilizar.

Billy y Lloyd eran miembros de la Ejecutiva Nacional del Partido Laborista, Lloyd como representante de la sección juvenil del partido. Después de volver de España, se las había ingeniado para que lo readmitiesen en la Universidad de Cambridge, y mientras terminaba sus estudios había recorrido el país dirigiéndose a grupos del Partido Laborista, explicando a la gente cómo el gobierno electo de España había sido traicionado por el británico, afín a los fascistas. De nada había servido —los rebeldes antidemocráticos de Franco habían acabado ganando—, pero Lloyd se había convertido en un personaje conocido, incluso en una especie de héroe, especialmente entre los jóvenes de izquierdas, de ahí su elección para la Ejecutiva.

Así, tanto Lloyd como el tío Billy habían asistido la noche anterior a la reunión del comité. Sabían que Chamberlain había prometido presionar desde el gabinete y enviado el ultimátum a Hitler. Ahora esperaban en ascuas el desenlace.

Por lo que sabían, aún no se había recibido respuesta de Hitler.

Lloyd se acordó de Maud, la amiga de su madre, y de su familia, que vivían en Berlín. Los dos niños tendrían ya diecisiete y diecinueve años, calculó. Los imaginaba sentados alrededor de una radio preguntándose si acabarían enzarzados en una guerra contra Inglaterra.

A las diez en punto llegó la hermanastra de Lloyd, Millie. Tenía diecinueve años y estaba casada con el hermano de su amiga Naomi Avery, Abe, un mayorista de cuero. Ganaba bastante dinero como dependienta a comisión en una tienda de ropa cara. Tenía intención de abrir en el futuro su propio establecimiento, y Lloyd no dudaba de que acabaría haciéndolo. Aunque no era la profesión que Bernie habría elegido para ella, Lloyd veía lo orgulloso que se sentía de su inteligencia, su ambición y su elegancia.

Sin embargo, aquel día su serena confianza se había derrumbado.

—Cuando estuviste en España fue horrible —le dijo a Lloyd entre lágrimas—. Y Dave y Lenny no volvieron. Ahora tú y mi Abie os marcharéis a saber dónde y las mujeres nos pasaremos aquí el día esperando noticias vuestras, preguntándonos si ya habréis muerto.

—Y también tu primo Keir. Ya tiene dieciocho años —intervino Ethel.

—¿En qué regimiento combatió mi padre biológico? —preguntó Lloyd a su madre.

—Oh, ¿acaso importa eso? —Nunca se mostraba muy dispuesta a hablar del padre de Lloyd, tal vez por consideración para con Bernie.

Pero Lloyd quería saberlo.

—A mí sí me importa —dijo.

Ella echó una patata pelada en una cazuela con más ímpetu del necesario.

—Combatió con los Fusileros Galeses.

—¡Como yo! ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Lo pasado, pasado está.

Lloyd sabía que podía haber algún otro motivo que justificase su reserva. Tal vez estuviera embarazada cuando se casó. No era algo que molestase a Lloyd, pero para la generación de ella era ignominioso. Aun así, insistió.

—¿Mi padre era galés?

—Sí.

—¿De Aberowen?

—No.

—¿De dónde, entonces?

Ella suspiró.

—Sus padres viajaban mucho, por el trabajo de su padre, pero creo que eran de Swansea. ¿Contento?

—Sí.

La tía Mildred llegó de la iglesia; era una mujer moderna de mediana edad, guapa salvo por su prominente dentadura. Llevaba un caprichoso sombrero; regentaba un pequeño taller de sombreros. Las dos hijas que tenía de su primer matrimonio, Enid y Lillian, ambas cerca ya de los treinta años, estaban casadas y tenían hijos. Su primogénito era el Dave que había muerto en España. Su hijo menor, Keir, entró tras ella en la cocina. Mildred insistía en llevar a sus hijos a la iglesia, aunque su marido, Billy, no quería saber nada de la religión. «Ya tuve más que suficiente cuando era niño —solía decir—. Si aún no estoy salvado, nadie lo está.»

Lloyd miró a su alrededor. Aquella era su familia: su madre, su padrastro, su hermanastra, su tío, su tía y su primo. No quería dejarlos y marcharse a algún lugar para morir.

Lloyd consultó su reloj, un modelo de acero inoxidable con esfera cuadrada que Bernie le había dado como regalo de graduación. Eran las once en punto. En la radio, la voz pastosa del locutor Alvar Liddell anunció que se esperaba que el primer ministro compareciera en breve, a lo que prosiguió música clásica solemne.

—Ahora, callaos todos —dijo Ethel—. Después os prepararé una taza de té.

La cocina quedó en silencio.

Alvar Liddell anunció al primer ministro, Neville Chamberlain.

El contemporizador del fascismo, pensó Lloyd, el hombre que había entregado Checoslovaquia a Hitler, el hombre que se había negado tozudamente a ayudar al gobierno electo de España después de que se hiciese incontestablemente obvio que los alemanes y los italianos estaban armando a los rebeldes. ¿Iba a ceder de nuevo?

Lloyd observó cómo sus padres se daban la mano y cómo los dedos de Ethel se hundían en la palma de Bernie.

Volvió a mirar el reloj. Las once y cuarto.

Entonces oyeron decir al primer ministro:

—Les hablo desde la sala de reuniones del gabinete, en el número diez de Downing Street.

La voz de Chamberlain era atiplada y excesivamente meticulosa. Parecía un maestro de escuela pedante. «Lo que necesitamos es un guerrero», pensó Lloyd.

—Esta mañana el embajador británico en Berlín ha entregado al gobierno alemán una última notificación declarando que, a menos que el gobierno británico fuera informado por su parte antes de las once en punto de que estaban dispuestos a retirar de inmediato sus tropas de Polonia, existiría entre nosotros un estado de guerra…

Lloyd se impacientó con la palabrería de Chamberlain. «Existiría entre nosotros un estado de guerra»; qué modo tan extraño de definirlo. «Sigue —pensó—, ve al grano. Es una cuestión de vida o muerte.»

Chamberlain adoptó un tono de voz más profundo, digno de un estadista. Quizá ya no miraba el micrófono, sino que veía a millones de sus compatriotas en sus casas, sentados junto a las radios, esperando las fatídicas palabras.

—Debo comunicarles que no se ha recibido tal notificación.

—Oh, Dios nos libre —oyó decir a su madre. La miró. Su rostro se tiñó de un tono cenizo.

Chamberlain pronunció muy despacio las siguientes y funestas palabras.

—… Y que, por consiguiente, este país está en guerra con Alemania.

Ethel rompió a llorar.