V

La temporada había concluido en Londres, pero la mayoría de sus habitantes seguían en la ciudad a causa de la crisis. El Parlamento, por lo general en receso en esa época del año, había sido convocado en sesión extraordinaria. Pero no se celebraban fiestas, ni recepciones reales, ni bailes. Era como encontrarse en un centro turístico de playa en febrero, pensó Daisy. Aquel día era sábado y ella se preparaba para ir a cenar a casa de su suegro, el conde Fitzherbert. ¿Podía haber algo más tedioso?

Se sentó al tocador con un vestido de gala de seda de color verde pálido y escote en pico con falda plisada. Llevaba flores de seda en el pelo y una fortuna en diamantes alrededor del cuello.

Su marido, Boy, también se preparaba en su vestidor. Se alegraba de que estuviera allí. Él pasaba muchas noches fuera. Aunque vivían en la misma casa de Mayfair, a veces transcurrían varios días sin que se viesen. Pero esa noche él estaba en casa.

Cogió una carta que su madre le había escrito desde Buffalo. Olga había deducido que no era feliz en su matrimonio. Daisy debía de haber dejado entrever algo en sus cartas. Su madre tenía buena intuición. «Solo quiero que seas feliz —le escribía—, de modo que hazme caso cuando te digo que no te rindas demasiado pronto. Algún día serás la condesa Fitzherbert, y tu hijo, si lo tienes, será conde. Podrías arrepentirte de tirar todo eso por la borda solo porque tu marido no te presta suficiente atención.»

Tal vez tuviera razón. Todos se dirigían a Daisy como «milady» desde hacía ya casi tres años, aunque era algo que seguía produciéndole un rapto de placer, como una calada a un cigarrillo.

Sin embargo, Boy parecía opinar que aquel matrimonio no tenía por qué alterar en nada su vida. Pasaba las noches con amigos, viajaba por todo el país para asistir a carreras de caballos y rara vez informaba a su esposa de sus planes. A Daisy le resultaba bochornoso acudir a una fiesta y sorprenderse al encontrárselo allí. Pero si quería saber adónde iba, tenía que preguntar a su ayuda de cámara, y aquello era demasiado degradante.

¿Iría madurando poco a poco y empezaría a comportarse como correspondía a un marido, o sería siempre así?

Boy asomó por la puerta.

—Vamos, Daisy, llegaremos tarde.

Guardó la carta de su madre en un cajón, lo cerró con llave y salió.

Boy la esperaba en el vestíbulo, ataviado con esmoquin. Fitz había sucumbido finalmente a la moda y permitía la asistencia a sus cenas con ese atuendo informal.

Podrían haber ido caminando hasta la vivienda de Fitz, pero llovía y Boy había pedido que le llevasen el coche. Era un turismo Bentley Airline de color crema y llantas blancas. Boy compartía la pasión de su padre por los coches bonitos.

Boy se puso al volante. Daisy confiaba en que a la vuelta la dejase conducir a ella. Le gustaba conducir y, en cualquier caso, no era sensato que lo hiciese él después de cenar, especialmente con el pavimento mojado.

Londres se preparaba para la guerra. Por toda la ciudad flotaban globos de barrera a unos seiscientos metros de altitud para entorpecer la acción de los bombarderos. En caso de que fallasen, se había apilado sacos de arena en el exterior de los edificios importantes. También se había pintado de blanco los adoquines alternos de los bordillos para que los conductores pudiesen orientarse mejor durante los apagones, que habían comenzado el día anterior, así como franjas blancas en los árboles de mayor envergadura, en las estatuas de las calles y en otros obstáculos que pudieran ocasionar accidentes.

La princesa Bea recibió a Boy y a Daisy. Rondaba los cincuenta años y estaba gruesa, pero seguía vistiendo como una jovencita. Aquella noche llevaba un vestido rosa adornado con cuentas y lentejuelas. Nunca hablaba de aquello que el padre de Daisy había aireado en la boda, pero había dejado de insinuar que Daisy era inferior socialmente, y ahora siempre se dirigía a ella con cortesía, si no con calidez. Daisy se mostraba cautelosamente cordial, y trataba a Bea como a una tía ligeramente chiflada.

El hermano pequeño de Boy, Andy, ya estaba allí. May y él tenían dos hijos, y a los curiosos ojos de Daisy daba la impresión de que May estuviera esperando el tercero.

Boy, obviamente, quería tener un hijo varón, que sería el heredero del título y la fortuna de los Fitzherbert, pero por el momento Daisy no se había quedado embarazada. Era un tema espinoso, y la evidente fecundidad de Andy y May lo agravaba. Daisy habría tenido más posibilidades de quedarse encinta si Boy hubiese pasado más noches en casa.

Le encantó encontrar allí a su amiga Eva Murray, aunque sin su esposo. Jimmy Murray, ahora capitán, se encontraba con su unidad y no había podido ausentarse, pues la mayoría de los soldados estaban en los barracones y, con ellos, los oficiales. Eva formaba ya parte de la familia, pues Jimmy era hermano de May, y por consiguiente se habían convertido en parientes políticas. Por ello, Boy se había visto obligado a superar sus prejuicios contra los judíos y a mostrarse educado con Eva.

Eva seguía adorando a Jimmy como en el día de su boda, tres años antes. También ellos habían tenido dos hijos en ese tiempo. Pero aquella noche Eva parecía preocupada, y a Daisy no le costó imaginar el motivo.

—¿Cómo están tus padres? —le preguntó.

—No pueden salir de Alemania —contestó Eva, abatida—. El gobierno no les concede el visado para viajar al extranjero.

—¿Fitz no puede hacer nada?

—Lo ha intentado.

—¿Qué han hecho para merecer esto?

—No son solo ellos. Hay miles de judíos alemanes en la misma situación. Solo unos pocos consiguen el visado.

—Lo lamento.

Sus palabras se quedaban cortas para expresar lo que sentía. Se estremeció abochornada al recordar que Boy y ella habían apoyado a los fascistas en sus inicios. Ella empezó a albergar dudas rápidamente a medida que la brutalidad del fascismo, tanto en el país como fuera, se tornaba más evidente, y al final sintió incluso alivio cuando Fitz les dijo que lo estaban abochornando y les suplicó que abandonasen el partido de Mosley. Ahora Daisy se sentía completamente necia por haber incluso llegado a afiliarse a él.

Boy no estaba tan arrepentido. Seguía creyendo que los europeos de clase alta constituían una raza superior, elegida por Dios para gobernar la Tierra. Pero ya no la consideraba una filosofía política práctica. La democracia británica lo enfurecía a menudo, aunque no abogaba por abolirla.

Se sentaron a cenar temprano.

—Neville va a comparecer en la Cámara de los Comunes a las siete y media —dijo Fitz. Neville Chamberlain era primer ministro—. Quiero verlo. Me sentaré en la tribuna de los pares. Tal vez tenga que dejaros antes del postre.

—¿Qué crees que va a ocurrir, papá? —preguntó Andy.

—En verdad no lo sé —contestó Fitz con una nota de exasperación—. Naturalmente, todos preferiríamos evitar la guerra, pero es importante no dar una imagen de indecisión.

Daisy se sorprendió. Fitz creía en la lealtad y raramente criticaba a sus colegas del gobierno, ni siquiera de forma tan indirecta.

—Si estalla la guerra, me iré a vivir a Ty Gwyn —dijo la princesa Bea.

Fitz negó con la cabeza.

—Si estalla la guerra, el gobierno pedirá a todos los propietarios de mansiones que las pongan a disposición del ejército mientras dure. Como miembro del gobierno, debo dar ejemplo. Tendré que ceder Ty Gwyn a los Fusileros Galeses para que la utilicen como centro de entrenamiento, o quizá como hospital.

Bea estaba indignada.

—¡Pero es mi casa de campo!

—Tal vez podamos reservar parte de la casa para uso privado.

—¡No quiero vivir en una pequeña parte de la casa! ¡Soy una princesa!

—Quizá sería acogedor. Podríamos utilizar la despensa del mayordomo como cocina, y la sala del desayuno como salón, además de tres o cuatro habitaciones pequeñas.

—¡Acogedor! —Bea parecía asqueada, como si le hubiesen colocado delante algo vomitivo, pero no dijo nada más.

—Es posible que Boy y yo tengamos que alistarnos en los Fusileros Galeses —intervino Andy.

May emitió un sonido gutural, similar a un sollozo.

—Yo me alistaré en las Fuerzas Aéreas —dijo Boy.

Fitz estaba perplejo.

—Pero… no puedes. El vizconde de Aberowen siempre ha combatido con los Fusileros Galeses.

—No disponen de aviones. La próxima guerra será aérea. La RAF necesitará desesperadamente pilotos. Y yo llevo años volando.

Fitz estaba a punto de iniciar una discusión, pero en ese momento entró el mayordomo y dijo:

—El coche está preparado, milord.

Fitz miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea.

—¡Diantre! Tengo que irme. Gracias, Grout. —Miró a Boy—. No tomes una decisión definitiva hasta que hayamos hablado más al respecto. Estás equivocado.

—Muy bien, papá.

Fitz miró a Bea.

—Discúlpame, querida, por marcharme en mitad de la cena.

—Por supuesto —dijo ella.

Fitz se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta. Sin poder evitarlo, Daisy reparó en su cojera, un funesto recordatorio de las secuelas de la última guerra.

El resto de la cena transcurrió sumida en el desánimo. Todos se preguntaban si el primer ministro declararía la guerra.

Cuando las damas se pusieron en pie para retirarse, May pidió a Andy que le ofreciera su brazo. Él se excusó ante los otros dos hombres.

—Mi esposa se encuentra en un estado delicado. —Era el eufemismo habitual para referirse al embarazo.

—Ojalá mi esposa fuese igual de rápida para ponerse delicada —dijo Boy.

Fue un golpe bajo, y Daisy notó cómo se le encendía el rostro. Contuvo una réplica, pero al instante se preguntó por qué tenía que guardar silencio.

—Ya sabes lo que dicen los futbolistas, Boy —contestó en voz bien alta—: para marcar, hay que disparar.

Ahora fue Boy quien se ruborizó.

—¡Cómo te atreves! —le espetó, furioso.

Andy se echó a reír.

—Te lo has buscado, hermano.

—Basta, los dos —exclamó Bea—. Espero de mis hijos que sean lo bastante respetuosos para enzarzarse en esta clase de discusiones cuando las damas se hayan ausentado. —Y se marchó.

Daisy la siguió, pero se separó de las demás mujeres en el rellano y subió las escaleras, aún airada y con ganas de estar sola. ¿Cómo podía Boy decir algo así? ¿En verdad la consideraba responsable de que no se quedase embarazada? ¡La misma parte de culpa tenía él! Tal vez lo sabía e intentaba culparla porque temía que la gente creyera que era estéril. Probablemente esa era la verdad, aunque ello no justificaba un insulto en público.

Se dirigió a su antiguo dormitorio. Después de casarse, habían vivido tres meses allí mientras redecoraban su futura casa. Se habían alojado en dos habitaciones, la de Boy y la contigua, aunque en aquel entonces dormían juntos todas las noches.

Entró y encendió la luz. Para su sorpresa, vio que todo daba la impresión de que Boy seguía viviendo allí. Había una navaja de afeitar en el lavamanos y un ejemplar de la revista Flight en la mesilla de noche. Abrió un cajón y encontró una lata de Leonard’s Liver-Aid, remedio que tomaba todas las mañanas antes del desayuno. ¿Dormía allí cuando se encontraba en un estado de embriaguez lo bastante nauseabundo para no dar la cara ante su esposa?

El cajón inferior estaba cerrado con llave, pero sabía que la guardaba en un jarro que había sobre la repisa de la chimenea. No tuvo reparos en husmear; a su modo de ver, su esposo no debía tener secretos con ella. Abrió el cajón.

Lo primero que encontró fue un libro de fotografías de mujeres desnudas. Por lo general, en los cuadros y las fotografías artísticas las mujeres posaban ocultando casi por completo sus partes íntimas, pero aquellas chicas hacían justo lo contrario: piernas en jarras, nalgas separadas, incluso los labios de la vagina abiertos para dejar a la vista su interior. Daisy fingiría conmoción si alguien la sorprendía, pero en realidad estaba fascinada. Hojeó todo el libro con sumo interés, comparándose con aquellas mujeres: el tamaño y la forma de sus senos, la cantidad de vello, sus órganos sexuales. ¡Qué maravillosa variedad existía entre los cuerpos femeninos!

Algunas de las chicas se estimulaban, o aparentaban hacerlo, y otras aparecían en parejas, estimulándose la una a la otra. En el fondo, a Daisy no le sorprendía que a los hombres les gustase esa clase de cosas.

Se sentía una fisgona. Aquello le hizo recordar la época en que iba a su habitación en Ty Gwyn, antes de casarse. En aquel entonces estaba desesperada por saber más de él, por conocer íntimamente al hombre al que amaba, por encontrar el modo de hacerlo suyo. ¿A qué se dedicaba ahora? A espiar a su marido, que ya no parecía quererla, y a tratar de comprender qué había hecho mal.

Debajo del libro había una bolsa de papel marrón. Dentro, varios sobres pequeños y cuadrados, de color blanco y con inscripciones en rojo en el anverso. Las leyó:

Prentif. Marca registrada

SERVISPAK

ADVERTENCIA

No dejar el sobre

ni su contenido en lugares públicos.

Podría resultar ofensivo

Manufactura británica

Goma de látex

Soporta todos los climas

Nada de aquello tenía sentido. Tampoco especificaba qué contenía el sobre, de modo que lo abrió.

Dentro había una pieza de goma. La desenrolló. Tenía forma de tubo, cerrado por un extremo. Le llevó varios segundos caer en la cuenta de qué era.

Nunca había visto uno, pero había oído a la gente hablar de ellos. Los estadounidenses lo llamaban «troyano»; los británicos, «goma». El término correcto era «preservativo», y servía para prevenir embarazos.

¿Por qué tenía su esposo una bolsa llena? Solo podía haber una respuesta: para utilizarlos con otra mujer.

Sintió ganas de llorar. Le había dado todo lo que él quería. Nunca le había dicho que estaba demasiado cansada para hacer el amor —aunque lo estuviera— ni le había negado nada de lo que él le proponía en la cama. Incluso habría posado como las mujeres del libro, si se lo hubiera pedido.

¿Qué había hecho mal?

Decidió que se lo preguntaría.

La aflicción se tornó en cólera. Se puso en pie. Bajaría los sobres de papel al salón y se los plantaría delante. ¿Por qué tenía que proteger sus sentimientos?

En ese instante entró él.

—He visto la luz desde el vestíbulo —dijo—. ¿Qué haces aquí? —Vio los cajones abiertos de la mesilla de noche—. ¿Cómo te atreves a espiarme?

—Sospechaba que me estabas siendo infiel —contestó ella. Sostuvo en alto el preservativo—. Y estaba en lo cierto.

—¡Maldita fisgona!

—¡Maldito adúltero!

Boy levantó una mano.

—Debería pegarte como un esposo victoriano.

Ella cogió un pesado candelabro de la repisa de la chimenea.

—Inténtalo y te golpearé yo como una esposa del siglo XX.

—Esto es ridículo —dijo él, y se sentó pesadamente en una silla que había junto a la puerta, con aire derrotado.

Su visible desdicha apaciguó la ira de Daisy, que ya solo sentía tristeza. Se sentó en la cama. Sin embargo, no había perdido la curiosidad.

—¿Quién es ella?

Él sacudió la cabeza.

—Qué más da.

—¡Quiero saberlo!

Él se removió, incómodo.

—¿Acaso importa?

—Por supuesto que sí. —Sabía que acabaría sonsacándoselo.

Él no la miraba.

—Nadie que conozcas o que vayas a conocer.

—¿Una prostituta?

La sugerencia lo hirió.

—¡No!

Ella siguió incitándolo.

—¿Le pagas?

—No. Sí. —Era evidente que se sentía demasiado abochornado para negarlo—. Bueno, una asignación. No es lo mismo.

—¿Por qué le pagas, si no es una prostituta?

—Para que no tengan que ver a nadie más.

—¿Tengan? ¿Tienes varias amantes?

—¡No! Solo dos. Viven en Aldgate. Son madre e hija.

—¿Qué? No puedes hablar en serio…

—Bueno, un día Joanie tenía…, como dicen los franceses, elle avait les fleurs.

—Las chicas estadounidenses la llaman «la maldición».

—Así que Pearl se ofreció a…

—¿A hacer de suplente? ¡Es lo más sórdido que se puede imaginar! Entonces, ¿te acuestas con las dos?

—Sí.

Daisy pensó en el libro de fotografías, y de pronto le asaltó una vergonzosa posibilidad. Tenía que preguntárselo.

—Pero no a la vez…

—Ocasionalmente.

—Es del todo repugnante.

—No tienes que preocuparte por las enfermedades. —Señaló el preservativo que ella tenía en la mano—. Eso evita el contagio.

—Me abruma tu consideración.

—Mira, la mayoría de los hombres hacen estas cosas, lo sabes. Al menos, la mayoría de los hombres de nuestra clase.

—No, no lo hacen —dijo, pero pensó en su padre, que tenía una mujer y una amante desde hacía muchos años, y aun así necesitaba flirtear con Gladys Angelus.

—Mi padre no es fiel —dijo Boy—. Tiene hijos bastardos por todas partes.

—No te creo. Es evidente que quiere a tu madre.

—Estoy seguro de que al menos tiene uno.

—¿Dónde?

—No lo sé.

—Entonces no puedes estar tan seguro.

—Una vez oí que le decía algo a Bing Westhampton. Ya sabes cómo es Bing.

—Sí —dijo Daisy. Aquel parecía un momento apropiado para la verdad, por lo que añadió—: Me toca el culo siempre que puede.

—Viejo verde. En cualquier caso, todos estábamos un poco borrachos, y Bing dijo: «La mayoría tenemos uno o dos bastardos escondidos por ahí, ¿no es así?». Y papá contestó: «Yo estoy bastante seguro de que solo tengo uno». Entonces pareció caer en la cuenta de lo que acababa de decir, carraspeó como un idiota y cambió de tema.

—Bien, no me importa cuántos hijos bastardos tenga tu padre, soy una chica norteamericana moderna y no pienso vivir con un marido infiel.

—¿Y qué vas a hacer?

—Te dejaré. —Puso una expresión desafiante, pero se sentía herida, como si él la hubiese apuñalado.

—¿Y volverás a Buffalo con el rabo entre las piernas?

—Es posible. O podría hacer alguna otra cosa. Tengo mucho dinero. —Cuando se casaron, los abogados de su padre se aseguraron de que Boy no metiera las zarpas en la fortuna Vyalov-Peshkov—. Podría ir a California. Actuar en una de las películas de mi padre. Hacerme estrella de cine. Estoy segura de que lo conseguiría. —Todo era una impostura. Solo quería llorar.

—Pues déjame —dijo él—. Por mí puedes irte al infierno.

Ella se preguntó si sería verdad. Mirándole a la cara, creyó que no.

Oyeron un coche. Daisy apartó un poco la cortina opaca y vio el Rolls-Royce negro y crema de Fitz, con la luz atenuada por las rejillas de los faros.

—Tu padre ha vuelto —dijo—. Me pregunto si estaremos en guerra.

—Será mejor que bajemos.

—Ve tú delante.

Boy salió y Daisy se miró en el espejo. Se sorprendió al ver que su aspecto no difería del de la mujer que había entrado allí media hora antes. Su vida se había trastocado, pero no había indicio de ello en su semblante. Sentía una inmensa lástima por sí misma y quería llorar, pero se contuvo. Hizo de tripas corazón y bajó.

Fitz estaba en el salón, con gotas de lluvia en los hombros del esmoquin. Como había tenido que irse antes del postre, Grout, el mayordomo, le había llevado queso y fruta. La familia se sentó alrededor de la mesa mientras Grout le servía una copa de burdeos.

—Ha sido absolutamente espantoso —dijo Fitz después de tomar un trago.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó Andy.

Fitz degustó una lámina de queso cheddar antes de contestar.

—Neville ha hablado cuatro minutos. Ha sido la peor comparecencia de un primer ministro que jamás he visto. Farfullaba y divagaba, y dijo que es probable que Alemania se retire de Polonia, algo que no se cree nadie. Ni una palabra sobre la guerra, ni tampoco sobre un ultimátum.

—Pero ¿por qué? —dijo Andy.

—En privado, Neville dice que está esperando a que los franceses dejen de titubear y declaren la guerra simultáneamente con nosotros. Pero muchos sospechan que no es más que una excusa cobarde. —Tomó otro trago de vino—. Después de él ha hablado Arthur Greenwood. —Greenwood era diputado y dirigente del Partido Laborista—. Cuando se puso en pie, Leo Amery, un parlamentario conservador, por cierto, gritó: «¡Habla por Inglaterra, Arthur!». ¡Y pensar que un maldito socialista podía hablar por Inglaterra mientras un primer ministro conservador no había sabido hacerlo! Neville parecía descompuesto.

Grout le llenó la copa.

—Greenwood ha estado bastante moderado, pero ha dicho: «Me pregunto cuánto tiempo podemos permitirnos seguir dudando», y al oír esto parlamentarios de los dos lados de la cámara han estallado en gritos y vítores. Estoy seguro de que Neville quería que se lo tragara la tierra. —Fitz cogió un melocotón y lo cortó en rodajas con cuchillo y tenedor.

—¿Cómo han quedado las cosas? —preguntó Andy.

—¡No se ha resuelto nada! Neville ha vuelto al número diez de Downing Street. Pero la mayor parte del gabinete se ha encerrado en el despacho de Simon, en la Cámara de los Comunes. —Sir John Simon era canciller del Exchequer—. Dicen que no saldrán hasta que Neville envíe un ultimátum a los alemanes. Mientras tanto, el Comité Ejecutivo Nacional laborista está reunido, y parlamentarios descontentos se reúnen también en el piso de Winston.

Daisy siempre había afirmado que no le gustaba la política, pero desde que formaba parte de la familia de Fitz y lo veía todo desde dentro había empezado a interesarse por ella, y la situación le parecía fascinante y aterradora.

—Entonces, ¡el primer ministro debe actuar! —dijo.

—Sí, sin duda —convino Fitz—. Antes de que el Parlamento vuelva a reunirse mañana al mediodía, creo que Neville debería declarar la guerra o dimitir.

Sonó el teléfono en el vestíbulo y Grout fue a contestar. Un minuto después volvió y dijo:

—Llamaban del Foreign Office, milord. El caballero no ha querido esperar a que usted se pusiera al teléfono, pero ha insistido en que le transmita un recado —el anciano mayordomo parecía desconcertado, como si le hubiesen hablado con brusquedad—: el primer ministro ha convocado una reunión inmediata del gabinete.

—¡Movimiento! —dijo Fitz—. ¡Bien!

—Al secretario del Foreign Office —prosiguió Grout— le gustaría que usted asistiese, si no tiene inconveniente.

Fitz no formaba parte del gabinete, pero en ocasiones se solicitaba a los subsecretarios que asistieran a reuniones de su ámbito de especialización, en las que no se sentaban a la mesa central sino a un lado de la sala para responder a preguntas muy pormenorizadas.

Bea miró el reloj.

—Son casi las once. Supongo que tienes que asistir.

—Sí, debo ir. La frase: «Si no tiene inconveniente» es un mero formalismo. —Se dio unos toquecitos en los labios con una servilleta nívea y volvió a marcharse renqueando.

—Prepara más café, Grout —dijo la princesa Bea—, y llévalo a la sala de estar. Puede que esta noche nos acostemos tarde.

—Sí, alteza.

Todos volvieron a la sala de estar, charlando animadamente. Eva estaba a favor de la guerra: quería ver aplastado el régimen nazi. Lo lamentaba por Jimmy, por supuesto, pero se había casado con un soldado y siempre había sabido que él tendría que arriesgar su vida en combate. Bea también era partidaria de la guerra, ahora que los alemanes se habían aliado con los bolcheviques a los que tanto odiaba. May temía que pudiesen matar a Andy y era incapaz de dejar de llorar. Boy no entendía por qué dos grandes países como Inglaterra y Alemania tenían que ir a la guerra por un erial semibárbaro como Polonia.

En cuanto tuvo ocasión, Daisy pidió a Eva que la acompañara a otra estancia donde pudiesen hablar en privado.

—Boy tiene una amante —le dijo de inmediato. Le mostró a Eva los preservativos—. He encontrado esto.

—Oh, Daisy, lo siento —dijo Eva.

Daisy pensó en compartir con Eva los truculentos detalles —solían contárselo todo—, pero en esa ocasión se sentía demasiado humillada, por lo que se limitó a decir:

—Me he enfrentado a él, y lo ha admitido.

—¿Se arrepiente?

—No exactamente. Dice que todos los hombres de su clase lo hacen, incluido su padre.

—Jimmy no —repuso Eva con determinación.

—No, estoy segura de que no.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a dejarle. Podemos divorciarnos para que otra mujer sea la vizcondesa.

—¡Pero no podrás si estalla la guerra!

—¿Por qué no?

—Es demasiado cruel, él estará en el campo de batalla.

—Debería haber pensado en eso antes de acostarse con un par de prostitutas de Aldgate.

—Pero, además, sería cobarde. No puedes dejar a un hombre que está arriesgando la vida para protegerte.

Reticente, Daisy comprendió su argumento. La guerra transformaría a Boy, un despreciable adúltero que merecía repulsa, en un héroe que defendía a su esposa, a su madre y a su país del terror de la invasión y la conquista. Y no le preocupaba solo que todo el mundo en Londres y en Buffalo fuese a verla como una cobarde por abandonarlo, sino que ella también se sentiría así. Si iba a haber una guerra, quería ser valiente, aunque no estaba segura de lo que eso podía implicar.

—Tienes razón —dijo a regañadientes—. No puedo dejarle si estalla la guerra.

Se oyó un trueno. Daisy miró el reloj; era medianoche. El sonido de la lluvia se volvió estrepitoso cuando esta se convirtió en un aguacero torrencial.

Daisy y Eva volvieron a la sala de estar. Bea dormía en un sofá. Andy rodeaba con un brazo a May, que seguía sollozando. Boy fumaba un cigarro y bebía brandy. Daisy decidió que, definitivamente, sería ella quien conduciría de vuelta a casa.

Fitz llegó pasada la medianoche, con el esmoquin empapado.

—Se acabó el titubeo —dijo—. Por la mañana Neville enviará un ultimátum a los alemanes. Si no empiezan a retirar sus tropas de Polonia a mediodía, a las once de aquí, estaremos en guerra.

Todos se levantaron y se dispusieron a marcharse.

—Yo conduciré —dijo Daisy, ya en el vestíbulo.

Boy no se opuso. Subieron al Bentley de color crema, y Daisy puso en marcha el motor. Grout cerró la puerta de casa. Daisy accionó los limpiaparabrisas, pero no se movió.

—Boy —dijo—, volvamos a intentarlo.

—¿A qué te refieres?

—No quiero dejarte.

—Y yo de ningún modo quiero que te vayas.

—Deja de ver a esas mujeres de Aldgate. Duerme conmigo todas las noches. Vamos a intentar de verdad tener un bebé. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces, ¿harás lo que te pido?

Hubo un largo silencio.

—De acuerdo —dijo él al cabo.

—Gracias.

Ella lo miró; esperaba un beso, pero él permaneció inmóvil, mirando al frente a través del vidrio mientras los rítmicos limpiaparabrisas retiraban la incesante lluvia.