IV

El primero de septiembre fue un día sofocante en Berlín. Carla von Ulrich se despertó bañada en sudor e incómoda, con las sábanas en el suelo tras una noche de intenso calor. Miró por la ventana de su dormitorio y vio la ciudad cubierta por una capa de nubes grises y bajas que encerraban el calor como la tapadera de una cazuela.

Aquel era un gran día para ella. De hecho, iba a decidir el rumbo de su vida.

Se colocó frente al espejo. Había heredado la tez de su madre, y el cabello negro y los ojos verdes de los Fitzherbert. Era más guapa que Maud, que tenía facciones angulosas, más impactantes que bellas. Pero había una diferencia aún mayor entre ellas. Su madre atraía a prácticamente todos los hombres que conocía. Carla, por el contrario, no sabía flirtear. Veía hacerlo a otras chicas de su edad, luciendo sonrisas afectadas, ciñéndose los jerséis a la altura del pecho, apartándose el pelo y pestañeando, y se sentía abochornada. Su madre era más sutil, naturalmente, de modo que los hombres no podían saber que los estaba hechizando, pero en esencia era el mismo juego.

En cualquier caso, aquel día Carla no quería parecer atractiva. Por el contrario, necesitaba dar una impresión de joven pragmática, sensata y competente. Se puso un sencillo vestido de algodón de color piedra que le llegaba hasta media pantorrilla, se calzó las sandalias planas y nada sofisticadas de la escuela y se recogió el pelo en dos trenzas, siguiendo el popular estilo de doncella alemana. El espejo le devolvió la imagen de la estudiante ideal: conservadora, adusta, asexuada.

Se había levantado y arreglado antes que el resto de la familia. La criada, Ada, estaba en la cocina, y Carla la ayudó a poner la mesa para el desayuno.

El siguiente en aparecer fue su hermano. Erik, de diecinueve años y con bigote negro y recortado; apoyaba a los nazis, algo que enfurecía al resto de la familia. Estudiaba en la Charité, la facultad de medicina de la Universidad de Berlín, igual que su mejor amigo Hermann Braun, también filonazi. Los Von Ulrich no podían costear las tasas de matriculación, pero Erik había obtenido una beca.

Carla también la había solicitado para estudiar en la misma institución. La entrevista tendría lugar ese día. Si salía airosa, estudiaría y llegaría a ser médico. En caso contrario…

No sabía a qué otra profesión podría dedicarse.

La llegada al poder de los nazis había destrozado la vida de sus padres. Su padre ya no era diputado del Reichstag; había perdido el cargo con la ilegalización del Partido Socialdemócrata y de todos los demás partidos salvo el nazi. No había ningún empleo que requiriese su experiencia como político y diplomático. Se ganaba la vida traduciendo artículos periodísticos alemanes para la embajada británica, donde aún conservaba algunos amigos. Su madre había sido famosa como periodista de izquierdas, y los periódicos tenían vetados sus artículos.

A Carla la situación le parecía desgarradora. Adoraba a su familia, de la que también formaba parte Ada. Le entristecía el declive de su padre, que cuando ella era niña había trabajado con denuedo y había gozado de cierto poder político, y ahora no era sino un hombre derrotado. Aún peor era el coraje que había demostrado su madre, una famosa representante sufragista en Inglaterra antes de la guerra que ahora impartía clases de piano para ganar unos cuantos marcos.

Pero ambos decían que podían soportar cualquier cosa mientras sus hijos tuviesen una vida feliz y satisfactoria.

Carla siempre había estado segura de que consagraría su vida a hacer del mundo un lugar mejor, como habían hecho sus padres. No sabía si habría seguido a su padre en la política o a su madre en el periodismo, pero ambas opciones estaban ya descartadas.

¿A qué otra profesión podía dedicarse con un gobierno que premiaba la crueldad y la brutalidad por encima de todo lo demás? Su hermano le había dado la pista. Los médicos hacían del mundo un lugar mejor al margen de quién gobernase, por lo que se había propuesto ingresar en la facultad de medicina. Se aplicaba más en los estudios que cualquier otra chica de su clase y había aprobado todos los exámenes con notas excelentes, sobre todo en las asignaturas de ciencias. Estaba mejor capacitada que su hermano para obtener una beca.

—No hay ninguna chica en mi promoción —dijo Erik. Parecía malhumorado.

Carla creía que no le hacía gracia la idea de que siguiera sus pasos. Sus padres estaban orgullosos de sus logros, pese a sus repulsivos ideales políticos. Tal vez temía que lo eclipsara.

—He sacado mejores notas que tú en todo: biología, química, matemáticas… —dijo Carla.

—Vale, vale.

—Y, en principio, las chicas también podemos solicitar la beca. Lo he comprobado.

Su madre entró al final de esta conversación, vestida con una bata de muaré gris, con doble vuelta del cinturón alrededor de su fina cintura.

—Deberían seguir sus propias normas —dijo—. Al fin y al cabo, esto es Alemania. —Su madre decía que amaba a su país de adopción, y tal vez lo hiciera, pero desde la llegada de los nazis había empezado a hacer comentarios irónicos fruto del desaliento.

Carla mojó el pan en el café con leche.

—¿Cómo te sentirás si Inglaterra ataca a Alemania?

—Terriblemente desgraciada, como me sentí la última vez —contestó—. Me casé con vuestro padre justo antes de la Gran Guerra, y durante más de cuatro años, todos los días, me aterró la posibilidad de que pudieran matarlo.

—Pero ¿de qué bando estarías? —preguntó Erik con tono desafiante.

—Soy alemana —dijo ella—. Me casé con un alemán, para bien o para mal. Claro que nunca imaginamos que fuera a existir algo tan perverso y opresor como el régimen nazi. Nadie lo imaginó. —Erik gruñó a modo de protesta; ella lo obvió—. Pero una promesa es una promesa, y, en cualquier caso, quiero a vuestro padre.

—Aún no estamos en guerra —repuso Carla.

—No del todo —dijo Maud—. Si los polacos tienen algo de sentido común, recularán y darán a Hitler lo que pide.

—Eso es lo que deberían hacer —añadió Erik—. Alemania ahora es fuerte. Podemos quedarnos con lo que queramos, les guste o no.

Maud puso los ojos en blanco.

—Dios nos libre.

Se oyó el claxon de un coche. Carla sonrió. Un minuto después, su amiga Frieda Franck entró en la cocina. Iba a acompañar a Carla a la entrevista, solo para darle apoyo moral. Ella también iba vestida como una estudiante sobria y formal, aunque, a diferencia de Carla, tenía un armario repleto de ropa a la última moda.

Tras ella entró su hermano mayor. A Carla, Werner Franck le parecía maravilloso. Contrariamente a la mayoría de los chicos guapos, él era amable, atento y divertido. En el pasado había sido muy de izquierdas, pero sus antiguos ideales parecían haberse desvanecido y se había vuelto apolítico. Había tenido varias novias, guapas y modernas. De haber sabido flirtear, Carla habría empezado con él.

—Te ofrecería café, Werner, pero solo tenemos sucedáneo y sé que en casa tomas café auténtico —se disculpó Maud.

—¿Quiere que hurte un poco de nuestra cocina para usted, frau Von Ulrich? —dijo él—. Creo que se lo merece.

Maud se sonrojó levemente, y Carla comprendió, con una punzada de desaprobación, que incluso a los cuarenta y ocho años su madre era sensible al encanto de aquel muchacho.

Werner miró su reloj de oro.

—Tengo que irme —anunció—. Últimamente hay una actividad frenética en el Ministerio del Aire.

—Gracias por traerme —dijo Frieda.

—Un momento… —le dijo Carla a Frieda—. Si has venido en coche con Werner, ¿dónde está tu bicicleta?

—Fuera. La hemos traído atada a la parte trasera del coche.

Las dos chicas eran miembros del Club Ciclista Mercury e iban en bicicleta a todas partes.

—Mucha suerte en la entrevista, Carla —dijo Werner—. Adiós a todos.

Carla acabó de comerse el pan. Cuando estaba a punto de irse, su padre bajó. No se había afeitado ni puesto corbata. Carla lo recordaba algo rechoncho de cuando era niña, pero ahora estaba delgado. Walter la besó cariñosamente.

—¡No hemos escuchado las noticias! —dijo Maud. Encendió la radio que había en un estante.

Mientras el aparato se calentaba y entraba en funcionamiento, Carla y Frieda se marcharon, sin oír las noticias.

El hospital universitario se encontraba en Mitte, en el centro de Berlín, donde vivían los Von Ulrich, de modo que el trayecto en bicicleta fue corto. Carla empezó a sentirse nerviosa. Los gases que despedían los coches le resultaban nauseabundos, y en ese momento preferiría no haber desayunado. Llegaron al hospital, un edificio nuevo construido en los años veinte, y se dirigieron al despacho del profesor Bayer, encargado de la recomendación de estudiantes para la beca. Una altanera secretaria les dijo que llegaban pronto y que esperasen.

Carla deseó haberse puesto sombrero y guantes. La habrían ayudado a parecer mayor y más seria, alguien en quien los enfermos confiarían. La secretaria habría sido amable con una chica con sombrero.

La espera fue larga, pero Carla lamentó que llegara a su fin y que la secretaria le dijera que el profesor podía recibirla ya.

—¡Buena suerte! —le susurró Frieda.

Carla entró.

Bayer era un hombre delgado, de unos cuarenta y tantos años y con bigote fino y cano. Estaba sentado a un escritorio y llevaba una chaqueta de lino de color canela sobre el chaleco de un traje de calle gris. En la pared colgaba una fotografía en la que aparecía estrechando la mano de Hitler.

Lejos de saludar a Carla, bramó:

—¿Qué es un número imaginario?

Su brusquedad la pilló desprevenida, pero al menos era una pregunta fácil.

—La raíz cuadrada de un número real negativo; por ejemplo, la raíz cuadrada de menos uno —contestó con voz trémula—. No se le puede asignar un valor numérico real, pero sí puede emplearse en cálculos.

El hombre pareció algo sorprendido. Tal vez había esperado dejarla sin palabras.

—Correcto —dijo, tras vacilar un instante.

Carla miró alrededor. No había silla para ella. ¿Iba a entrevistarla de pie?

El profesor le hizo varias preguntas de química y biología, a las cuales respondió sin dificultad. Empezaba a sentirse algo más relajada.

—¿Te mareas al ver sangre? —preguntó él de pronto.

—No, señor.

—¡Ajá! —repuso él con aire triunfal—. ¿Cómo lo sabes?

—Asistí en un parto cuando tenía once años —contestó ella—. Vi bastante sangre.

—¡Deberías haber avisado a un médico!

—Lo hice —replicó ella, indignada—, pero los bebés no esperan por los médicos.

—Hum. —Bayer se levantó—. Espera aquí. —Y abandonó el despacho.

Carla se quedó allí, de pie. Estaba siendo sometida a una rigurosa prueba, pero creía que por el momento lo estaba haciendo bien. Afortunadamente, estaba acostumbrada a las conversaciones de toma y daca con hombres y mujeres de todas las edades; las discusiones acaloradas eran habituales en el hogar de los Von Ulrich, y ella las mantenía con sus padres y su hermano desde que le alcanzaba la memoria.

Bayer llevaba ausente ya varios minutos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Habría ido a buscar a un colega para que conociese a aquella candidata de cualidades sin precedentes? Eso sería demasiado esperar.

Sintió la tentación de coger un libro de la estantería y ponerse a leer, pero temía ofenderlo, por lo que siguió de pie sin hacer nada.

Bayer volvió al cabo de diez minutos con una cajetilla de cigarrillos. No era posible que la hubiese dejado plantada en mitad del despacho mientras él iba a la tabaquería… ¿O se trataba de otra prueba? Empezó a irritarse.

El profesor se tomó su tiempo para encender un cigarrillo, como si necesitara poner en orden sus pensamientos. Al cabo de un rato exhaló el humo y preguntó:

—¿De qué modo tratarías, como mujer, a un hombre con una infección en el pene?

Ella se sintió azorada y notó que se ruborizaba. Nunca había hablado del pene con un hombre. Pero sabía que tenía que ser fuerte en situaciones como aquella si quería llegar a ser médico.

—Del mismo modo que usted, como hombre, trataría una infección vaginal —contestó. Él parecía horrorizado y ella temió haber sido insolente. Se apresuró a añadir—: Examinaría minuciosamente la zona afectada, intentaría identificar la naturaleza de la infección y con toda probabilidad la trataría con sulfamida, aunque debo admitir que en la asignatura de biología de mi escuela no hemos contemplado este caso.

—¿Alguna vez has visto a un hombre desnudo? —preguntó él, escéptico.

—Sí.

Él fingió escandalizarse.

—¡Pero eres una joven soltera!

—Poco antes de morir, mi abuelo estuvo postrado en cama y sufrió incontinencia. Yo ayudaba a mi madre a asearlo; ella no podía hacerlo sola, pesaba demasiado. —Esbozó una sonrisa—. Las mujeres hacemos estas cosas a todas horas, profesor, con los más pequeños y los más viejos, con los enfermos y los impedidos. Estamos acostumbradas. Solo los hombres encuentran embarazosas estas tareas.

Él parecía cada vez más airado, aunque Carla estaba respondiendo bien. ¿Qué era lo que iba mal? Casi daba la impresión de que él hubiese preferido intimidarla con su actitud y que sus respuestas hubiesen sido necias.

Apagó el cigarrillo con aire pensativo en el cenicero que tenía sobre el escritorio.

—Me temo que no eres apta como candidata a esta beca —dijo.

Ella se quedó atónita. ¿En qué había fallado? ¡Había contestado a todas las preguntas!

—¿Por qué no? —preguntó—. Mis notas son intachables.

—Eres poco femenina. Hablas sin tapujos de la vagina y del pene.

—¡Ha sido usted quien ha sacado el tema! Yo me he limitado a responder a su pregunta.

—Es evidente que has crecido en un entorno ordinario en el que has visto la desnudez de los varones de tu familia.

—¿Cree que algún hombre le cambiaría el pañal a un anciano? ¡Me gustaría verlo a usted haciéndolo!

—Y lo peor de todo: eres irrespetuosa e impertinente.

—¡Me ha hecho preguntas provocadoras! Si le hubiese dado respuestas tímidas, me habría dicho que no soy lo bastante fuerte para ser médico, ¿no es así?

Bayer enmudeció unos instantes, y ella supo que eso era exactamente lo que habría dicho.

—Me ha hecho perder el tiempo —dijo ella, y se encaminó a la puerta.

—Cásate —dijo él—. Ten hijos para el Führer. Esa es tu función en la vida. ¡Cumple con tu deber!

Carla salió y cerró de un portazo.

Frieda la miró inquieta.

—¿Qué ha pasado?

Carla se dirigió a la salida sin contestar. Miró a la secretaria, que parecía complacida, sabedora, sin duda, de lo que había ocurrido.

—Borra esa sonrisita de tu cara, zorra vieja y marchita —le soltó, y tuvo la satisfacción de ver su conmoción y su horror.

Una vez fuera del edificio, le dijo a Frieda:

—No tenía ninguna intención de recomendarme para la beca porque soy mujer. Mis notas son irrelevantes. Todo lo que he trabajado no ha servido para nada. —Y rompió a llorar.

Frieda la abrazó.

Un minuto después, ya se sentía mejor.

—No pienso tener hijos para el maldito Führer —musitó.

—¿Qué?

—Vamos a casa. Te lo contaré cuando lleguemos.

Montaron en las bicicletas.

Se respiraba un aire extraño en las calles, pero Carla estaba demasiado sumida en sus tribulaciones para preguntarse qué estaría sucediendo. La gente se congregaba alrededor de los altavoces que en ocasiones emitían discursos de Hitler desde la Ópera Kroll, el edificio que sustituía en sus funciones al incendiado Reichstag. Probablemente estaba a punto de hablar.

Cuando llegaron a casa de los Von Ulrich, Maud y Walter seguían en la cocina, él sentado junto a la radio con expresión ceñuda y de concentración.

—Me han rechazado —anunció Carla—. Al margen de lo que digan sus normas, no quieren conceder becas a las chicas.

—Oh, Carla, lo siento —dijo su madre.

—¿Qué dicen en la radio?

—¿No te has enterado? —contestó Maud—. Hemos invadido Polonia esta mañana. Estamos en guerra.