II

Volodia entró en la estación de Friedrichstrasse y subió a bordo de un tren del U-bahn. Se quitó la gorra, las gafas y la gabardina sucia que le habían conferido la apariencia de un anciano. Se sentó, sacó un pañuelo y limpió el polvo con que se había embadurnado los zapatos para darles un aspecto gastado.

Había dudado con respecto a la gabardina. Era un día tan soleado que temía que la Gestapo hubiese reparado en ella y deducido lo que se proponía. Pero no habían sido tan astutos y nadie le había seguido desde el bar después de que se cambiara en el servicio de caballeros.

Estaba a punto de hacer algo extremadamente peligroso. Si lo sorprendían contactando con un disidente alemán, lo mejor que podía esperar era que lo deportasen de vuelta a Moscú con su carrera arruinada. Si tenía menos suerte, el disidente y él desaparecerían en el sótano de los cuarteles generales de la Gestapo, en Prinz Albrecht Strasse, y no volverían a ser vistos. Los soviéticos reclamarían la desaparición de uno de sus diplomáticos, y la policía alemana fingiría llevar a cabo una búsqueda del susodicho para, a continuación, informar de que, lamentándolo, no habían obtenido resultados.

Obviamente, Volodia nunca había estado en los cuarteles generales de la Gestapo, pero sabía cómo debían de ser. El NKVD disponía de unas instalaciones similares en la Delegación Comercial soviética, en el número 11 de la Lietsenburgerstrasse: puertas de acero, sala de interrogatorios con paredes de azulejos que podían lavarse fácilmente para retirar la sangre, una bañera para descuartizar los cuerpos y un horno eléctrico para incinerarlos.

Volodia había sido enviado a Berlín para ampliar la red de espías soviéticos en la ciudad. El fascismo triunfaba en Europa, y Alemania constituía más que nunca una amenaza para la URSS. Stalin había destituido a su ministro de Exteriores, Litvínov, y lo había reemplazado por Viacheslav Mólotov. Pero ¿qué podía hacer Mólotov? Los fascistas parecían imparables. El Kremlin estaba acosado por el humillante recuerdo de la Gran Guerra, en la que los alemanes habían derrotado a un ejército ruso formado por seis millones de hombres. Stalin había dado pasos para firmar un pacto con Francia y Gran Bretaña a fin de refrenar a Alemania, pero las tres potencias habían sido incapaces de ponerse de acuerdo, y las conversaciones habían fracasado en los últimos días.

Se esperaba que, antes o después, estallara la guerra entre Alemania y la Unión Soviética, y el trabajo de Volodia consistía en recabar información militar secreta que ayudara a los soviéticos a ganar esa guerra.

Se apeó del tren en Wedding, un distrito obrero y deprimido situado al norte del centro de Berlín. Una vez fuera de la estación, se detuvo a esperar, observando a los pasajeros que salían y fingiendo consultar un horario pegado a la pared. No se puso en marcha hasta que estuvo del todo seguro de que nadie lo había seguido hasta allí.

Se encaminó hacia el restaurante barato que había escogido como lugar de encuentro. Siguiendo su táctica habitual, no entró en él sino que aguardó en una parada de autobús situada en la acera de enfrente y desde allí vigiló la entrada. Tenía la certeza de haber despistado a cualquiera que pudiera haberle estado siguiendo, pero en aquel momento necesitaba asegurarse de que tampoco nadie seguía a Werner.

Dudaba de si reconocería a Werner Franck, que era un muchacho de catorce años la última vez que lo había visto y que contaba ya veinte. A Werner le ocurría otro tanto, por lo que habían acordado llevar ambos un ejemplar de aquel día del Berliner Morgenpost abierto por la sección de deportes. Volodia leía un avance de la nueva temporada de fútbol mientras esperaba, alzando la mirada cada pocos segundos en busca de Werner. Desde sus años de escolar en Berlín, Volodia había seguido la trayectoria del principal equipo de la ciudad, el Hertha. Había cantado a menudo el «¡Ha! ¡Ho! ¡He! ¡Hertha B-S-C!». Le interesaba la situación del equipo, pero el nerviosismo le impedía concentrarse y leyó el mismo reportaje una y otra vez sin retener nada.

Los dos años que había pasado en España no habían potenciado su carrera como él había esperado; más bien, había ocurrido todo lo contrario. Volodia había destapado a numerosos espías nazis, como Heinz Bauer, entre los «voluntarios» alemanes. Pero después el NKVD se había servido de ello como pretexto para arrestar a voluntarios genuinos que únicamente habían expresado una leve disconformidad con la línea comunista. Centenares de hombres jóvenes e idealistas habían sido torturados y asesinados en las prisiones del NKVD. En ocasiones había dado la impresión de que los comunistas estaban más interesados en luchar contra los aliados anarquistas que contra sus enemigos fascistas.

Y todo para nada. La política de Stalin había sido un fracaso catastrófico: al final se había acabado imponiendo una dictadura de derechas, el peor resultado imaginable para la Unión Soviética. Pero la culpa se achacaba a los rusos que habían estado en España, aunque se hubiesen limitado a seguir fielmente las instrucciones del Kremlin. Algunos de ellos habían desaparecido al poco de regresar a Moscú.

Volodia había vuelto a casa atemorizado tras la caída de Madrid y había encontrado muchos cambios. En 1937 y 1938, Stalin había purgado el Ejército Rojo. Miles de altos mandos habían desaparecido, entre ellos numerosos habitantes de la residencia gubernamental, donde vivían sus padres. Sin embargo, hombres a los que previamente se había dejado de lado, como Grigori Peshkov, habían recibido ascensos y ahora ocupaban los puestos de las víctimas de la purga. Así, la carrera de Grigori había experimentado un nuevo impulso. Estaba al cargo de la defensa de Moscú contra los ataques aéreos y sumido en un ajetreo frenético. Probablemente, su ascenso era el motivo por el que Volodia no se contaba entre los chivos expiatorios del fracaso de la política española de Stalin.

De algún modo, el desagradable Ilia Dvorkin también había eludido el castigo. Estaba de vuelta en Moscú y casado con Ania, hermana de Volodia, para gran pesar de este. Era evidente que sobre las decisiones que tomaban las mujeres en estas cuestiones no había nada escrito. Ya estaba embarazada, y Volodia no conseguía reprimir la angustiosa imagen de ella arrullando a un bebé con cabeza de rata.

Tras un breve permiso, Volodia había sido destinado a Berlín, donde había vuelto a demostrar su valía.

Alzó la mirada una vez más y vio a Werner acercándose por la calle.

No había cambiado mucho. Era algo más alto y corpulento, pero conservaba aquel cabello bermejo, que le caía sobre la frente de un modo que a las chicas les parecía irresistible, así como la mirada risueña y tolerante en sus ojos azules. Llevaba un elegante traje de verano de color azul cielo y en sus puños destellaban unos gemelos de oro.

Nadie lo seguía.

Volodia cruzó la calle y lo interceptó antes de que llegase a la cafetería. Werner esbozó una amplia sonrisa, dejando a la vista una blanca dentadura.

—No te habría reconocido con ese corte de pelo militar —dijo—. Me alegro de verte, después de tantos años.

Volodia advirtió que no había perdido un ápice de su calidez y su encanto.

—Vayamos dentro.

—No querrás entrar en ese tugurio… —dijo Werner—. Estará lleno de fontaneros comiendo salchichas con mostaza.

—Lo que no quiero es que nos quedemos en la calle. Podría vernos cualquiera que pasara.

—Hay un callejón a tres puertas de aquí.

—De acuerdo.

Caminaron un breve trecho y doblaron por un estrecho callejón situado entre un patio de almacén y venta de carbón y una tienda de comestibles.

—¿A qué te has dedicado todo este tiempo? —preguntó Werner.

—A luchar contra los fascistas, igual que tú. —Volodia se planteó la conveniencia de proporcionarle más información—. Estuve en España. —No era ningún secreto.

—Donde no tuviste más éxito que nosotros aquí, en Alemania.

—Pero aún no ha terminado.

—Deja que te pregunte algo —dijo Werner, apoyándose contra la pared—: si creyeras que el bolchevismo es perverso, ¿trabajarías como espía contra la Unión Soviética?

El primer impulso de Volodia fue contestar: «¡No! ¡Por supuesto que no!». Sin embargo, antes de pronunciar esas palabras comprendió que sería una respuesta desconsiderada, pues la opción que más lo repugnaba era precisamente la que Werner había elegido, traicionando a su país por una causa más elevada.

—No lo sé —dijo—. Supongo que para ti debe de ser difícil trabajar contra Alemania, aunque odies a los nazis.

—Sí, tienes razón —repuso Werner—. ¿Y qué ocurriría si estallara la guerra? ¿Tendría que ayudarte a matar a nuestros soldados y a bombardear nuestras ciudades?

Volodia se inquietó. Werner parecía flaquear.

—Es la única forma de derrotar a los nazis —dijo—. Lo sabes.

—Sí. Tomé una decisión hace mucho tiempo. Y los nazis no han hecho nada para que cambie de opinión. Es duro, eso es todo.

—Lo entiendo —dijo Volodia, comprensivo.

—Me pediste que te recomendase a otras personas que pudiesen hacer el mismo trabajo que yo —añadió Werner.

Volodia asintió.

—Personas como Willi Frunze. ¿Te acuerdas de él? El chaval más inteligente de la escuela. Era un socialista serio… Presidió aquel mitin que reventaron los camisas pardas.

Werner negó con la cabeza.

—Se marchó a Inglaterra.

A Volodia se le cayó el alma a los pies.

—¿Por qué?

—Es un físico brillante y estudia en Londres.

—Mierda.

—Pero he pensado en otro.

—¡Bien!

—¿Conoces a Heinrich von Kessel?

—Creo que no. ¿Estudió en nuestra escuela?

—No, fue a una escuela católica. Y en aquel entonces tampoco compartía nuestros ideales políticos. Su padre era un pez gordo del Partido de Centro…

—¡El partido que puso a Hitler en el poder en 1933!

—Exacto. Heinrich trabajaba para su padre entonces. El padre se ha unido a los nazis, pero el hijo vive atormentado por el sentimiento de culpa.

—¿Cómo lo sabes?

—Se emborrachó y se lo dijo a mi hermana Frieda, que tiene diecisiete años. Creo que le gusta.

Aquello prometía. Volodia se animó.

—¿Es comunista?

—No.

—¿Qué te hace creer que trabajará para nosotros?

—Se lo pregunté directamente: «Si tuvieras la oportunidad de luchar contra los nazis espiando para la Unión Soviética, ¿lo harías?». Dijo que sí.

—¿En qué trabaja?

—Está en el ejército, pero tiene problemas respiratorios, por lo que le han asignado tareas administrativas, por suerte para nosotros, porque ahora trabaja para el Alto Mando, en el departamento de planificación financiera y abastecimiento.

Volodia estaba impresionado. Un hombre en aquel puesto sabría con exactitud cuántos camiones, tanques, ametralladoras y submarinos estaba comprando el ejército alemán mes a mes, y dónde los estaban desplegando. Empezó a entusiasmarse.

—¿Cuándo puedo reunirme con él?

—Ahora. He quedado con él para tomar una copa en el hotel Adlon al salir del trabajo.

Volodia gruñó. El Adlon era el hotel más chic de Berlín. Estaba en Unter den Linden, en el distrito gubernamental y político, por lo que su bar era el lugar de encuentro predilecto de los periodistas, que lo frecuentaban con la esperanza de hacerse con algún chismorreo. No habría sido el que Volodia habría escogido para la ocasión, pero no podía permitirse perder aquella oportunidad.

—De acuerdo —dijo—, pero no pienso dejarme ver hablando con ninguno de los dos en ese sitio. Entraré detrás de ti, identificaré a Heinrich, lo seguiré afuera y lo abordaré más tarde.

—Muy bien. Te llevo. Tengo el coche a la vuelta de la esquina.

Mientras caminaban hacia el otro extremo del callejón, Werner dio a Volodia las direcciones del lugar de trabajo y del domicilio de Heinrich y sus números de teléfono, y Volodia los memorizó.

—Ya estamos —dijo Werner—. Sube.

El coche era un Mercedes 540K Autobahn Kurier, un modelo de impactante belleza, con guardabarros de curvas sensuales, un capó más largo que un Ford T de extremo a extremo y una parte trasera aerodinámica. Era tan caro que apenas se habían vendido un puñado desde que había salido al mercado.

Volodia se lo quedó mirando horrorizado.

—¿No deberías tener un coche menos ostentoso? —preguntó con incredulidad.

—Es un doble farol —contestó Werner—. Seguro que piensan que ningún espía de verdad sería tan ampuloso.

Volodia estaba a punto de preguntar cómo podía costearse un coche como aquel, pero entonces recordó que el padre de Werner era un acaudalado fabricante.

—No pienso subir a esa cosa —dijo Volodia—. Iré en tren.

—Como quieras.

—Nos vemos en el Adlon, pero no me saludes.

—Tranquilo.

Media hora después, Volodia vio el coche de Werner aparcado de cualquier manera frente al hotel. Aquella actitud desdeñosa de Werner le parecía insensata, pero se preguntó si acaso no sería un componente necesario de su coraje. Quizá tenía que fingir indolencia para asumir los terribles riesgos que conllevaba el espionaje de los nazis. De reconocer el peligro que corría, tal vez no sería capaz de seguir adelante.

El bar del Adlon estaba lleno de mujeres vestidas a la moda y hombres refinados, muchos con elegantes uniformes entallados. Volodia vio a Werner nada más entrar, sentado a una mesa con otro hombre, presumiblemente Heinrich von Kessel. Al pasar cerca de ellos, Volodia oyó que Heinrich decía, con ganas de discutir: «Buck Clayton es mucho mejor trompetista que Hot Lips Page». Se hizo sitio con dificultad en la barra, pidió una cerveza y observó con discreción al espía potencial.

Heinrich tenía la tez pálida y una densa mata de pelo, algo largo para los patrones militares. Aunque hablaban de un tema relativamente trivial como el jazz, parecía muy vehemente, discutiendo con gestos y pasándose una y otra vez los dedos por el pelo. Llevaba un libro en el bolsillo de la guerrera, y Volodia habría apostado a que era poesía.

Volodia se tomó dos cervezas y fingió leer el Morgenpost de principio a fin. Intentó no hacerse demasiadas ilusiones con Heinrich. El hombre parecía alentadoramente prometedor, pero no había garantías de que fuera a cooperar.

Reclutar informadores era la parte más ardua del trabajo de Volodia. No era fácil tomar precauciones porque el objetivo aún no se había pronunciado. Con frecuencia había que hacer la propuesta en lugares inapropiados, por lo general públicos. Era imposible saber cómo reaccionaría: podía enfurecerse y negarse a gritos, o aterrarse y salir corriendo literalmente. Pero poco podía hacer el reclutador para controlar la situación. En algún momento, sencillamente tenía que plantear la pregunta, simple y directa: «¿Quieres ser un espía?».

Pensó en cómo abordaría a Heinrich. Era probable que la religión fuese la clave de su personalidad. Volodia recordaba que su jefe, Lemítov, había dicho: «Los católicos renegados son buenos agentes. Rechazan la autoridad absoluta de la Iglesia solo para aceptar la autoridad absoluta del partido». Tal vez Heinrich necesitara buscar el perdón por lo que había hecho. Pero ¿arriesgaría la vida?

Al final Werner pagó la cuenta y los dos hombres salieron. Volodia los siguió. Una vez fuera del hotel se separaron, Werner al volante de su coche, haciendo chirriar los neumáticos, y Heinrich a pie por el parque. Volodia fue tras Heinrich.

Empezaba a anochecer, pero el cielo estaba despejado y había visibilidad. Muchas personas paseaban y disfrutaban del aire cálido de la tarde, la mayoría en parejas. Volodia miró atrás varias veces para asegurarse de que nadie los había seguido ni a él ni a Heinrich desde el Adlon. Cuando estuvo seguro, respiró hondo, se armó de valor y alcanzó a Heinrich.

—Hay expiación para el pecado —dijo Volodia, mientras caminaba a su lado.

Heinrich lo miró con recelo, como a un loco.

—¿Es usted sacerdote?

—Podría devolver el golpe al régimen que contribuyó a crear.

Heinrich siguió caminando, pero parecía inquieto.

—¿Quién es usted? ¿Qué sabe de mí?

Volodia siguió obviando las preguntas de Heinrich.

—Algún día los nazis serán derrotados. Ese día podría estar más cerca con su ayuda.

—Si es un agente de la Gestapo con la esperanza de tenderme una trampa, ahórrese la molestia. Soy un alemán leal.

—¿Reconoce mi acento?

—Sí… Parece ruso.

—¿Cuántos agentes de la Gestapo hablan alemán con acento ruso, o poseen suficiente imaginación para impostarlo?

Heinrich se rió nervioso.

—No sé nada de los agentes de la Gestapo —dijo—. No tendría que haber sacado el tema… Ha sido una estupidez por mi parte.

—Su despacho elabora informes de la cantidad de armamento y otros suministros que compra el ejército. Disponer de una copia de esos informes resultaría sumamente útil a los enemigos de los nazis.

—Al Ejército Rojo, querrá decir.

—¿Quién, si no, va a acabar con este régimen?

—Hacemos un seguimiento muy meticuloso de esos informes.

Volodia contuvo un arrebato de triunfalismo. Heinrich estaba pensando en dificultades de carácter práctico. Eso significaba que, en principio, estaba predispuesto a aceptar.

—Podría hacer una copia de carbón adicional —dijo Volodia—. O a mano. O conseguir la copia que otro guarde en su archivo. Hay maneras.

—Claro que las hay. Y cualquiera de ellas podría hacer que me mataran.

—Si no hacemos nada con los crímenes que está cometiendo este régimen… ¿merece la pena vivir?

Heinrich se detuvo y miró fijamente a Volodia, que no conseguía adivinar qué estaba pensando, pero el instinto le aconsejó que guardara silencio. Tras una larga pausa, Heinrich suspiró y dijo:

—Lo pensaré.

«Lo tengo», pensó Volodia, exultante.

—¿Cómo me pondré en contacto con usted? —preguntó Heinrich.

—No lo hará —contestó Volodia—. Seré yo quien se ponga en contacto con usted.

Se tocó el ala del sombrero y se alejó por donde había venido.

Se sentía eufórico. Si Heinrich no hubiera tenido intención de aceptar la propuesta, la habría rehusado tajantemente. La promesa de pensarlo era casi tan buena como la aceptación. Lo consultaría con la almohada. Consideraría el peligro. Pero, finalmente, lo haría. Volodia estaba casi seguro.

Se obligó a no sentirse demasiado confiado. Un centenar de cosas podían ir mal.

Con todo, rebosaba esperanza cuando salió del parque y se internó en el bullicio de la ciudad, dejando atrás las tiendas y los restaurantes de Unter den Linden. No había cenado, pero no podía permitirse hacerlo en aquella avenida.

Tomó un tranvía en dirección al este, hacia el barrio humilde llamado Friedrichshain, y después se encaminó a un bloque de pisos. Le abrió la puerta de un pequeño apartamento una chica guapa, menuda y rubia de unos dieciocho años. Llevaba un jersey rosa y unos pantalones negros y holgados, e iba descalza. Aunque era delgada, tenía unos senos deliciosamente generosos.

—Siento presentarme sin avisar —dijo Volodia—. ¿Llego en mal momento?

Ella sonrió.

—En absoluto —respondió—. Pasa.

Entró. Ella cerró la puerta y lo abrazó.

—Siempre me alegro de verte —dijo, y lo besó con avidez.

Lili Markgraf era una joven con mucho cariño por dar. Volodia había salido con ella una vez por semana desde que había vuelto a Berlín. No estaba enamorado y sabía que ella salía con otros hombres, entre ellos Werner, pero cuando estaban juntos se mostraba ardiente.

—¿Has oído la noticia? ¿Has venido por eso? —le preguntó un momento después.

—¿Qué noticia?

Lili trabajaba como secretaria en una agencia de noticias y siempre era la primera en enterarse de las novedades.

—¡La Unión Soviética ha firmado un pacto con Alemania! —dijo.

Aquello no tenía sentido.

—Querrás decir Gran Bretaña y Francia, contra Alemania.

—¡No! Esa es la sorpresa: Stalin y Hitler se han hecho amigos.

—Pero… —Volodia enmudeció, desconcertado.

¿De pronto eran amigos de Hitler? Parecía una locura. ¿Era esa la solución ideada por el nuevo ministro de Exteriores soviético, Mólotov?

«Como no hemos conseguido detener la marea del fascismo mundial, ¿dejamos de intentarlo?

»¿Libró mi padre una revolución para esto?»