II

Era impresionante, pensó Lloyd Williams, lo rápido que se aprendía a amar un lugar. Solo llevaba diez meses en España, pero la pasión que ese país había despertado en él era casi tan fuerte como su apego por Gales. Adoraba ver una flor poco común abriendo los pétalos en medio del paisaje agostado; disfrutaba durmiendo la siesta; le gustaba el hecho de que se tomara vino aun cuando no hubiera nada de comer. Había descubierto sabores que no había probado hasta entonces: las olivas, el pimentón, el chorizo y el fuerte licor que llamaban orujo.

Se detuvo en una cuesta y, con un mapa en la mano, posó la mirada más allá del paisaje velado por la cálida neblina. Había unos cuantos prados bordeando el río, y algunos árboles en las laderas distantes, pero en medio se extendía un desierto árido y monótono de polvo y piedras.

—No hay gran cosa para cubrir nuestro avance —observó con preocupación.

—Nos espera una batalla dura de narices —dijo Lenny Griffiths, a su lado.

Lloyd consultó el mapa. Zaragoza se extendía a ambas orillas del río Ebro, a más de doscientos kilómetros de la desembocadura en el Mediterráneo. La ciudad concentraba la mayor parte de las comunicaciones de la región de Aragón. Era una importante encrucijada, un lugar en el que confluían varias líneas ferroviarias y tres ríos. Allí, el ejército republicano combatía a los antidemócratas de Franco en una desértica tierra de nadie.

Algunas personas llamaban a las fuerzas del gobierno los «republicanos» y a los rebeldes, los «nacionales», pero esos nombres podían inducir a error a los extranjeros. En ambos bandos había muchos republicanos, en el sentido de que no querían ser gobernados por ningún rey. Y todos eran nacionales, en el sentido de que amaban su país y estaban dispuestos a morir por él. Lloyd los consideraba el gobierno y los sublevados.

En esos momentos, Zaragoza estaba ocupada por los sublevados de Franco, y Lloyd observaba la ciudad desde un mirador situado a ochenta kilómetros hacia el sur.

—Aun así, si logramos tomar la ciudad, el enemigo quedará retenido en el norte durante otro invierno —dijo.

—Si lo logramos —puntualizó Lenny.

El pronóstico era desalentador, pensó Lloyd con tristeza, puesto que solo podían aspirar, como máximo, a detener el avance de las tropas de Franco. Ese año el gobierno no preveía ninguna victoria.

Con todo, una parte de Lloyd aguardaba expectante el momento de la batalla. Llevaba en España diez meses, y esa sería su primera oportunidad de entrar en acción. Hasta el momento se había limitado a hacer de instructor en un campamento. Cuando, recién incorporado, los españoles descubrieron que había formado parte del Cuerpo de Instrucción de Oficiales de Gran Bretaña, enseguida lo ascendieron a teniente y lo pusieron al mando de los soldados recién reclutados. Él tenía que instruirlos hasta que obedecieran órdenes como si fuera un acto reflejo, tenía que obligarlos a marchar hasta que los pies dejaban de sangrarles y las ampollas se tornaban callos, y también tenía que enseñarles a desmontar y limpiar los pocos fusiles que hubiera disponibles.

Sin embargo, la afluencia de voluntarios había disminuido y se recibían muy pocas solicitudes, por lo que los instructores habían sido trasladados a batallones de combate.

Lloyd iba ataviado con una boina, una cazadora con cremallera con el galón que indicaba su rango burdamente cosido en la manga y unos pantalones de pana. Llevaba un fusil español Mauser de cañón corto que disparaba proyectiles de 7 mm, al parecer robados de algún arsenal de la Guardia Civil.

Lloyd, Lenny y Dave habían pasado un tiempo separados, pero al final los reunieron en el batallón británico de la 15.ª Brigada Internacional para la batalla que se preparaba. Lenny lucía una barba negra y aparentaba diez años más de los diecisiete que tenía. Lo habían ascendido a sargento, aunque no tenía uniforme; tan solo llevaba unos pantalones azules de peto y un fular de rayas. Parecía más un pirata que un soldado.

—De todos modos, esta ofensiva no tiene nada que ver con retener a los de Franco. Es algo puramente político. Esta región siempre ha estado dominada por los anarquistas.

Lloyd había visto el anarquismo en acción durante una breve estancia en Barcelona. Era una forma alegremente radical de comunismo. Los oficiales y los soldados rasos percibían la misma paga. Los comedores de los grandes hoteles se habían convertido en cantinas para los obreros. Los camareros devolvían las propinas, explicando amablemente que la práctica de ofrecerlas resultaba degradante. Por todas partes había carteles denunciando la prostitución como una forma de explotar a las camaradas del sexo femenino. Se respiraba un maravilloso ambiente de liberación y compañerismo. Los rusos lo odiaban.

Lenny prosiguió.

—Ahora el gobierno ha traído tropas comunistas de la zona de Madrid y nos ha fusionado a todos para formar el nuevo Ejército del Este; bajo el mando general de los comunistas, claro.

Los discursos de ese tipo sacaban de quicio a Lloyd. La única posibilidad de ganar que tenían las facciones izquierdistas era operando juntas, tal como habían hecho, por lo menos al final, en la batalla de Cable Street. Sin embargo, los anarquistas y los comunistas se habían enfrentado en las calles de Barcelona.

—El primer ministro Negrín no es comunista —dijo.

—Pues se comporta como si lo fuera.

—Lo que pasa es que sabe que sin el apoyo de la Unión Soviética estamos acabados.

—Pero ¿significa eso que debemos abandonar la democracia y dejar que los comunistas se hagan con el poder?

Lloyd asintió. Todas las conversaciones sobre el gobierno terminaban igual: ¿tenemos que hacer todo lo que los soviéticos quieran solo porque son los únicos dispuestos a vendernos armas?

Descendieron por el collado.

—Vamos a tomarnos una buena taza de té, ¿te parece?

—Sí, por favor. Para mí, dos terrones de azúcar.

Era una broma consabida. Todos ellos llevaban meses sin probar el té.

Llegaron a su campamento, situado junto al río. La sección de Lenny se había instalado en un pequeño grupo de edificios de piedra tosca que probablemente habían servido de establos antes de que la guerra ahuyentara a los granjeros. Unos cuantos kilómetros río arriba, los alemanes de la 11.ª Brigada Internacional habían ocupado un cobertizo para guardar barcas.

Dave Williams, el primo de Lloyd, acudió al encuentro de este y de Lenny. Al igual que Lenny, Dave había madurado diez años en uno solo. Se le veía flaco y endurecido, tenía la piel curtida y cubierta de polvo, y en las comisuras de sus ojos aparecían arrugas cuando los entornaba ante el sol. Llevaba una guerrera y unos pantalones de color caqui, un cinturón de cuero con cartucheras y unas botas tobilleras que se ceñían a la pierna mediante hebillas, lo cual constituía el uniforme reglamentario del que pocos soldados disponían al completo. También lucía un fular de algodón rojo alrededor del cuello. Llevaba un fusil ruso Moisin-Nagant con la anticuada bayoneta de pincho colocada al revés, lo cual confería al arma un aspecto menos tosco. Colgada del cinturón llevaba una Luger alemana de 9 mm que debía de haber robado al cadáver de un oficial rebelde. Al parecer, tenía muy buena puntería con el fusil y la pistola.

—Tenemos visita —dijo con entusiasmo.

—¿Quién es?

—¡Una mujer! —exclamó Dave, y la señaló.

A la sombra de un informe álamo negro, una decena de soldados británicos y alemanes conversaban con una mujer de extraordinaria belleza.

Duw! —exclamó Lenny, utilizando la palabra galesa que designaba a Dios—. Qué regalo para la vista.

Aparentaba unos veinticinco años, pensó Lloyd, y era menuda, con los ojos grandes y una gruesa mata de pelo negro recogida en la coronilla y cubierta por un gorro de cuartel. Por algún motivo, el amplio uniforme dibujaba sus formas cual vestido de noche.

Un voluntario llamado Heinz, que sabía que Lloyd comprendía el alemán, se dirigió a él en ese idioma.

—Esta es Teresa, señor. Ha venido para enseñarnos a leer.

Lloyd asintió. Las Brigadas Internacionales estaban formadas por voluntarios extranjeros además de por soldados españoles, y entre estos últimos la alfabetización era un problema. Habían pasado la infancia recitando el catecismo en escuelas rurales dirigidas por la Iglesia católica. Muchos párrocos evitaban enseñar a leer a los niños, por miedo a que más adelante tuvieran acceso a libros socialistas. Como resultado, solo la mitad de la población estaba alfabetizada durante la monarquía. El gobierno republicano, elegido en 1931, había mejorado la educación; aun así, millones de españoles seguían sin saber leer ni escribir, y los soldados continuaban recibiendo formación incluso en el frente.

—Soy analfabeto —dijo Dave, que no lo era.

—Yo también —dijo Joe Eli, que impartía clases de literatura española en la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Teresa habló en español. Su voz era queda, pausada y muy sugerente.

—¿Cuántas veces creen que he oído esa broma? —dijo, pero no parecía muy molesta.

Lenny se acercó más.

—Soy el sargento Griffiths —se presentó—. Haré todo cuanto esté en mis manos para ayudarla, por supuesto. —Su mensaje era de carácter práctico, pero el tono de voz hizo que pareciera una proposición amorosa.

Ella lo obsequió con una sonrisa deslumbrante.

—Eso me será de gran ayuda —dijo.

Lloyd se dirigió a ella formalmente con su mejor español.

—Me alegro mucho de tenerla aquí, señorita. —Había pasado la mayor parte de los últimos diez meses estudiando el idioma—. Soy el teniente Williams. Puedo decirle con exactitud qué miembros del grupo necesitan recibir clases… y cuáles no.

Lenny prosiguió en tono displicente.

—Pero el teniente tiene que partir hacia Bujaraloz para recibir nuestras órdenes. —Bujaraloz era la pequeña población donde las fuerzas del gobierno habían establecido su cuartel general—. Tal vez usted y yo podríamos ir a echar un vistazo y buscar un lugar apropiado para las clases. —Bien podía estar proponiéndole un paseo a la luz de la luna.

Lloyd sonrió y asintió para mostrar su conformidad. No le importaba en absoluto que Lenny flirteara con Teresa, él no estaba de humor para romances y Lenny ya parecía enamorado. En opinión de Lloyd, las posibilidades de Lenny eran más bien nulas. Teresa era una muchacha de veinticinco años con estudios que probablemente recibía una decena de proposiciones a diario, mientras que Lenny era un minero del carbón de diecisiete años que llevaba un mes entero sin bañarse. Aun así, no dijo nada: Teresa daba la impresión de saber cuidar de sí misma.

Apareció una nueva figura, un hombre de la edad de Lloyd que le resultaba vagamente familiar. Iba mejor vestido que los soldados, con unos pantalones de montar de lana y una camisa de algodón, y llevaba una pistola en una funda con botón. Tenía el pelo tan corto que parecía haberse rapado hacía poco, un estilo habitual en los rusos. No pasaba de teniente, pero desprendía un aire de autoridad; de poder, incluso. Habló en un alemán fluido.

—Estoy buscando al teniente García.

—No está aquí —respondió Lloyd en el mismo idioma—. ¿De qué nos conocemos usted y yo?

El ruso pareció asombrado y molesto al mismo tiempo, como quien acaba de encontrarse una serpiente en el petate.

—No nos conocemos —respondió con firmeza—. Se confunde.

Lloyd chasqueó los dedos.

—Berlín —dijo—. 1933. Nos atacaron los camisas pardas.

Una fugaz expresión de alivio surcó el rostro del hombre, como si esperara algo peor.

—Sí, estuve allí —dijo—. Me llamo Vladímir Peshkov.

—Pero le llamábamos Volodia.

—Sí.

—Allí, en Berlín, estaba con un muchacho llamado Werner Franck.

Por un momento, Volodia se alarmó, pero hizo un esfuerzo y disimuló sus emociones.

—No conozco a nadie con ese nombre.

Lloyd decidió no insistir. Comprendía por qué Volodia estaba a la defensiva. Los rusos temían tanto como los demás a su policía secreta, el NKVD, que estaba actuando en España y tenía fama de ser muy represiva. Para ellos, cualquier ruso que mostrara amabilidad con los extraños podía ser un traidor.

—Soy Lloyd Williams.

—Le recuerdo. —Volodia lo observó con una mirada penetrante de sus ojos azules—. Qué raro resulta que volvamos a encontrarnos aquí.

—En realidad, no tanto —opinó Lloyd—. Luchamos contra los fascistas siempre que tenemos la oportunidad.

—¿Podemos hablar en privado?

—Por supuesto.

Se alejaron unos cuantos metros de los demás.

—Hay un infiltrado en la sección de García —dijo Peshkov.

Lloyd se quedó anonadado.

—¿Un espía? ¿Quién?

—Un alemán llamado Heinz Bauer.

—Vaya, es ese de la camisa roja. ¿Es un espía? ¿Está seguro?

Peshkov no se molestó en responder a la pregunta.

—Quiero que lo mande llamar a su barracón, si lo tiene, o a cualquier otro lugar privado.

Peshkov miró su reloj de pulsera.

—Dentro de una hora vendrá a llevárselo una unidad de arrestos.

—Utilizo ese establo como despacho —dijo Lloyd, señalándolo—. Pero tengo que hablar de esto con mi comandante. —Su comandante era comunista, y era poco probable que interfiriera, pero Lloyd necesitaba tiempo para pensar.

—Como quiera. —Era obvio que a Volodia le traía sin cuidado lo que opinara el comandante de Lloyd—. Quiero que se lleven al espía con discreción, sin armar ningún escándalo. Ya he explicado a la unidad de arrestos que es sumamente importante que actúen con tino. —Se expresaba como si no estuviera seguro de que sus órdenes fueran a obedecerse—. Cuanta menos gente lo sepa, mejor.

—¿Por qué? —preguntó Lloyd, pero antes de que Volodia pudiera responder, dedujo la respuesta—. Tiene intenciones de convertirlo en un espía doble, para que envíe información falsa al enemigo. Pero si hay demasiada gente que sepa que lo han descubierto, otros espías podrían alertar a los rebeldes, y entonces no darían crédito a la información.

—Es mejor no especular sobre esos temas —dijo Peshkov con gravedad—. Venga, vamos a su barracón.

—Espere un momento —lo atajó Lloyd—. ¿Cómo sabe que es un espía?

—No puedo decírselo sin poner en peligro la seguridad.

—Esa explicación resulta un tanto deficiente.

Peshkov parecía exasperado. Era obvio que no estaba acostumbrado a que le dijeran que sus explicaciones eran deficientes. El hecho de que las órdenes se pusieran en entredicho era una de las cosas que más detestaban los rusos de la guerra civil española.

Antes de que Peshkov pudiera añadir algo más, otros dos hombres se acercaron al grupo que aguardaba bajo el árbol. Uno de los recién llegados llevaba una chaqueta de cuero a pesar de la elevada temperatura. El otro, que daba la impresión de estar al mando, era de constitución esquelética y tenía la nariz larga y la barbilla hundida.

Peshkov soltó una exclamación airada.

—¡Demasiado pronto! —dijo, y luego pronunció algo en ruso con tono indignado.

El hombre esquelético hizo un ademán desdeñoso. Con un español tosco, preguntó:

—¿Quién es Heinz Bauer?

Nadie respondió. El hombre esquelético se limpió la punta de la nariz con la manga.

Heinz hizo un movimiento. No huyó de inmediato, sino que chocó contra el hombre de la chaqueta de piel y lo tiró al suelo. Entonces echó a correr; pero el hombre esquelético le puso la zancadilla.

Heinz sufrió una buena caída y resbaló por la tierra árida. Se quedó aturdido; tan solo fueron unos instantes, pero aun así duraron demasiado. Mientras se ponía de rodillas, los dos hombres se abalanzaron sobre él y volvieron a derribarlo.

Permaneció inmóvil. No obstante, los hombres empezaron a agredirle. Sacaron sendos garrotes de madera y, cada uno por un lado, le golpearon en la cabeza y el cuerpo por turnos, levantando los brazos por encima de la cabeza y luego bajándolos de golpe, como si interpretaran los movimientos de una danza macabra. Al cabo de pocos segundos el rostro de Heinz había quedado ensangrentado por completo. Trató de escapar con desesperación, pero cuando logró ponerse de rodillas volvieron a derribarlo. Entonces se ovilló, gimoteando. Era obvio que estaba acabado, pero los dos agresores no habían terminado con él. Siguieron propinándole un porrazo tras otro al pobre hombre.

Lloyd se descubrió protestando a voz en grito mientras tiraba del hombre esquelético. Lenny hizo lo propio con el otro individuo. Lloyd rodeó a su presa fuertemente con los brazos y la levantó del suelo; Lenny derribó a la suya. Entonces Lloyd oyó a Volodia decir en inglés:

—¡Quietos, o disparo!

Lloyd soltó a su hombre y se dio la vuelta sin dar crédito a lo que oía. Volodia había desenfundado el revólver, un Nagant ruso M1895 corriente, y lo montó.

—En cualquier ejército del mundo, amenazar a un oficial con un arma es motivo suficiente para formar un consejo de guerra —dijo Lloyd—. Está en un grave aprieto, Volodia.

—No sea estúpido —repuso Volodia—. ¿Cuándo fue la última vez que un ruso tuvo problemas en este ejército? —No obstante, bajó el revólver.

El hombre de la chaqueta de cuero alzó el garrote como si fuera a golpear a Lenny, pero Volodia le gritó:

—¡Atrás, Berezovski!

Y el hombre obedeció.

Aparecieron otros soldados, guiados por el misterioso magnetismo que empuja a los hombres a una pelea, y en cuestión de segundos el número de ellos ascendía a veinte.

El hombre esquelético señaló a Lloyd con el dedo.

—¡Se ha inmiscuido en asuntos que no le conciernen! —dijo en un inglés de acento muy marcado.

Lloyd ayudó a Heinz a ponerse en pie. Gemía de dolor y estaba todo cubierto de sangre.

—¡No pueden presentarse aquí y empezar a propinar palizas! —dijo Lloyd al hombre esquelético—. ¿Dónde está su autorización?

—¡Este alemán es un espía trotskista-fascista! —soltó el hombre a voz en cuello.

—Cállese, Ilia —le espetó Volodia.

Ilia no le hizo caso.

—¡Ha estado fotografiando documentos! —exclamó.

—¿Dónde están las pruebas? —preguntó Lloyd con serenidad.

Era evidente que Ilia no lo sabía, o le traía sin cuidado. Pero Volodia suspiró.

—Registre su petate —dijo.

Lloyd señaló con la cabeza a Mario Rivera, un cabo.

—Ve a comprobarlo —le ordenó.

El cabo Rivera corrió hacia el cobertizo y entró en él.

Sin embargo, Lloyd tenía el terrible presentimiento de que Volodia decía la verdad.

—Aunque tenga razón, Ilia, podría ser un poco más cortés —dijo.

—¿Cortés? —saltó Ilia—. Esto es la guerra, no la ceremonia inglesa del té.

—Le evitaría conflictos innecesarios.

Ilia pronunció unas palabras despectivas en ruso.

Rivera salió del cobertizo con una pequeña cámara fotográfica de aspecto sofisticado y un montón de documentos oficiales. Se los mostró a Lloyd. El de encima de todo era una orden general del día anterior para el despliegue de las tropas antes del inminente ataque. La hoja tenía una mancha de vino que a Lloyd le resultaba familiar, y le impactó descubrir que se trataba de su propio documento y que debían de haberlo hurtado de su barracón.

Miró a Heinz, y este se puso firme, hizo el saludo fascista y exclamó:

Heil Hitler!

Ilia adoptó una expresión triunfal.

—Bien, Ilia, acaba de echar a perder la posibilidad de que el prisionero se convierta en un agente doble —dijo Volodia—. Otro golpe maestro del NKVD. Felicidades. —Y se alejó.