I

Volodia Peshkov agachó la cabeza ante la copiosa nevada mientras cruzaba el puente sobre el río Moscova. Llevaba un grueso sobretodo, un sombrero de piel y un par de botas de cuero fuerte. Pocos moscovitas vestían tan bien. Volodia era afortunado.

Siempre había tenido botas de buena calidad. Su padre, Grigori, era comandante del ejército. Era un hombre con poca ambición: aunque había sido un héroe de la revolución bolchevique y había conocido a Stalin, su carrera se había estancado en algún punto durante los años veinte. Con todo, su familia siempre había vivido con holgura.

Por contra, Volodia sí tenía ambiciones. Después de terminar la universidad había ingresado en la prestigiosa Academia de los Servicios Secretos del Ejército. Un año más tarde lo habían destinado al cuartel general de los servicios secretos del Ejército Rojo.

Su mayor filón había sido conocer a Werner Franck en Berlín, donde su padre trabajaba como agregado militar en la embajada soviética. Werner estudiaba en la misma escuela que él, aunque en una clase de grado inferior. Al enterarse de que el joven Werner odiaba el fascismo, Volodia le sugirió que la mejor forma de luchar contra los nazis era trabajar de espía para los rusos.

En aquel entonces Werner solo tenía catorce años, pero ahora había cumplido los dieciocho, trabajaba en el Ministerio del Aire, odiaba a los nazis aún más y poseía un poderoso transmisor de radio y un libro de códigos. Era ingenioso y valiente, asumía grandes riesgos y recogía información de valor inestimable. Y Volodia era su contacto.

Volodia no veía a Werner desde hacía cuatro años, pero lo recordaba perfectamente. Era alto, tenía el pelo de un llamativo color bermejo y, por su apariencia y comportamiento, siempre daba la impresión de ser mayor de lo que en realidad era; incluso a los catorce años tenía un éxito envidiable con las mujeres.

Hacía poco que Werner lo había puesto sobre aviso con respecto a Markus, un diplomático de la embajada alemana en Moscú que era comunista en secreto. Volodia se había puesto en contacto con Markus y lo había reclutado como espía. Markus llevaba unos cuantos meses proporcionándole continuos informes que Volodia traducía al ruso y trasladaba a su jefe. El último era un relato fascinante de cómo los líderes empresariales estadounidenses filonazis abastecían a los insurgentes derechistas españoles de camiones, neumáticos y combustible. El presidente de Texaco y admirador de Hitler, Torkild Rieber, utilizaba los petroleros de la compañía para pasar combustible de contrabando a las tropas de Franco vulnerando la disposición expresa del presidente Roosevelt.

Volodia iba camino de encontrarse con Markus.

Avanzó por la avenida Kutúzovski y torció hacia la estación de Kiev. Ese día su cita debía tener lugar en un bar cercano a la estación frecuentado por obreros. Nunca se encontraban dos veces en un mismo sitio sino que al final de cada reunión concertaban la siguiente: Volodia era muy meticuloso en relación con la forma de efectuar los intercambios. Siempre utilizaban bares o cafés baratos donde los colegas diplomáticos de Markus no pondrían los pies ni por asomo. Si por algún motivo Markus acababa despertando sospechas y lo seguía un agente de contraespionaje alemán, Volodia lo sabría porque el hombre destacaría entre los demás clientes.

El bar en cuestión se llamaba Ucrania. Su estructura era de madera, como la de la mayoría de los edificios de Moscú. Las ventanas se veían empañadas, o sea que por lo menos el interior debía de estar caldeado. No obstante, Volodia no entró enseguida, tenía que tomar más precauciones. Cruzó la calle y se coló en el portal de un edificio de viviendas. Aguardó de pie en el frío vestíbulo mientras observaba el bar a través de un ventanuco.

Se preguntaba si Markus aparecería. Hasta el momento, lo había hecho siempre; sin embargo, no podía estar seguro. Y si acudía a la cita, ¿qué información le llevaría? España era el tema más candente de la política internacional, pero los servicios secretos del Ejército Rojo también estaban sumamente interesados en los armamentos alemanes. ¿Cuántos tanques fabricaban al mes? ¿Cuántas ametralladoras Mauser MG34 al día? ¿Cuál era la fiabilidad del bombardero Heinkel He 111? Volodia anhelaba poseer esa información para comunicársela a su jefe, el comandante Lemítov.

Transcurrió una hora, y Markus no apareció.

Volodia empezaba a preocuparse. ¿Habrían descubierto a Markus? Trabajaba como ayudante del embajador y, por tanto, veía todo lo que pasaba por su escritorio; pero Volodia le había instado a que se procurara acceso a otros documentos, en especial a la correspondencia de los agregados militares. ¿Habría cometido un error pidiéndoselo? ¿Habría reparado alguien en Markus mientras trataba de meter las narices en telegramas que no eran de su incumbencia?

Entonces apareció caminando por la calle, una figura imponente con gafas y un abrigo loden de estilo austríaco cuyo paño verde estaba salpicado de blancos copos de nieve. Entró en el bar Ucrania. Volodia aguardó, observándolo. Otro hombre entró detrás de Markus, y Volodia frunció el entrecejo con preocupación; sin embargo, estaba claro que era un obrero ruso, no un agente de contraespionaje alemán. Se trataba de un hombre bajito con cara de rata que llevaba un abrigo raído y las botas envueltas con andrajos, y se enjugaba la húmeda punta de la nariz afilada con la manga.

Volodia cruzó la calle y entró en el bar.

Era un local cargado de humo, no precisamente limpio, y estaba impregnado del olor de hombres que no se bañaban a menudo. En las paredes había colgadas acuarelas desvaídas de paisajes ucranianos con marcos baratos. Era media tarde, y no había muchos clientes. La única mujer del local tenía aspecto de ser una prostituta avejentada que se estaba recuperando de una resaca.

Markus se encontraba al fondo del local, encorvado sobre una jarra de cerveza intacta. Estaba en la treintena pero parecía mayor, con su barba y su bigote rubios y cuidados. Había arrojado su abrigo de modo que quedaba abierto y revelaba el forro de piel. El ruso con cara de rata estaba sentado a dos mesas de distancia y liaba un cigarrillo.

Cuando Volodia se acercó, Markus se puso en pie y le propinó un puñetazo en la boca.

—¡Enculavacas! —le gritó en alemán—. ¡Grandísimo hijo de perra!

Volodia estaba tan asombrado que, por un instante, no reaccionó. Le dolían los labios y notaba el sabor de la sangre. En un acto reflejo, levantó el brazo para devolverle el golpe, pero se contuvo.

Markus quiso pegarle otra vez, pero en esta ocasión Volodia estaba prevenido y esquivó la brutal andanada con facilidad.

—¿Por qué lo has hecho? —gritó Markus—. ¿Por qué?

Entonces, de forma igualmente repentina, se dejó caer en el asiento, hundió el rostro entre las manos y empezó a sollozar.

Volodia habló con los labios ensangrentados.

—Cállate, estúpido —le espetó. Se dio media vuelta y se dirigió a los otros clientes, que miraban de hito en hito—. No pasa nada, está disgustado.

Todos apartaron la mirada, y un hombre se marchó. Los moscovitas nunca se metían en líos si podían evitarlo. Incluso separar a dos borrachos enzarzados en una pelea podía resultar peligroso, no fuera a ser que uno de ellos tuviera influencia en el partido. Y sabían que Volodia era de esos; lo deducían por su abrigo de primera calidad.

Volodia se volvió hacia Markus y, con voz baja y tono airado, le dijo:

—¿A qué cuernos viene eso? —le preguntó en alemán ya que Markus hablaba mal el ruso.

—Has detenido a Irina —respondió el hombre entre lágrimas—. Puto malnacido; le has quemado los pezones con un cigarrillo.

Volodia crispó el rostro. Irina era la novia de Markus, y era rusa. Empezaba a comprender de qué iba todo aquello y tuvo un mal presentimiento. Se sentó enfrente de Markus.

—Yo no he detenido a Irina —dijo—. Y si le han hecho daño, lo siento. Cuéntame qué ha ocurrido.

—Fueron a buscarla de madrugada. Su madre me lo contó. No dijeron quiénes eran, pero no se trataba de simples agentes de policía; iban mejor vestidos. Su madre no sabe adónde se la han llevado. Le empezaron a hacer preguntas sobre mí y la acusaron de ser una espía. La torturaron y la violaron, y luego la sacaron de casa.

—Joder —exclamó Volodia—. Lo siento de veras.

—¿Que lo sientes? Tiene que haber sido cosa tuya. ¿De quién, si no?

—Los servicios secretos no han tenido nada que ver, te lo juro.

—Eso no cambia las cosas —repuso Markus—. No quiero saber nada más de ti, ni tampoco quiero saber nada más del comunismo.

—A veces se sufren bajas en la guerra contra el capitalismo. —Incluso a Volodia, mientras lo decía, le sonó a pura palabrería.

—Niñato estúpido —le espetó Markus con virulencia—. ¿No comprendes que el socialismo implica liberarse de toda esa mierda?

Volodia levantó la cabeza y vio entrar a un hombre fornido con un abrigo de cuero. Su instinto le decía que no había acudido simplemente a tomar un trago.

Allí se estaba cociendo algo y Volodia no sabía el qué. Era novato en el juego, y en esos precisos momentos acusaba su falta de experiencia tanto como si careciera de un brazo o una pierna. Creía que podía estar en peligro pero no sabía qué hacer.

El recién llegado se acercó a la mesa de Volodia y Markus.

Entonces el hombre con cara de rata se puso en pie. Tenía más o menos la misma edad que Volodia y, sorprendentemente, habló en un registro culto.

—Ustedes dos quedan detenidos.

Volodia soltó unas palabrotas.

Markus se puso en pie de un salto.

—¡Soy agregado comercial en embajada alemana! —gritó en un ruso gramaticalmente incorrecto—. ¡No pueden detener! ¡Tengo inmunidad diplomática!

Los otros clientes abandonaron el bar a toda prisa, propinándose empujones mientras se apretujaban para pasar por la puerta. Solo se quedaron dos personas: el camarero, que limpiaba la barra nervioso con un trapo mugriento, y la prostituta, que estaba fumándose un cigarrillo y contemplaba un vaso de vodka vacío.

—A mí tampoco pueden detenerme —dijo Volodia con calma, y sacó la tarjeta de identificación de su bolsillo—. Soy el teniente Peshkov, de los servicios secretos del ejército. ¿Y usted? ¿Quién cojones es?

—Dvorkin, del NKVD.

—Berezovski, del NKVD —dijo el hombre del abrigo de cuero.

La policía secreta. Volodia refunfuñó: debería haberlo supuesto. Las competencias del NKVD se solapaban con las de los servicios secretos. Le habían advertido que las dos organizaciones se pasaban la vida pisándose el terreno, pero era la primera vez que le ocurría a él. Se dirigió a Dvorkin.

—Supongo que sois vosotros los que habéis torturado a la novia de este hombre.

Dvorkin se limpió la nariz con la manga; al parecer, la desagradable costumbre no formaba parte de su disfraz.

—No tenía información.

—O sea que le habéis quemado los pezones para nada.

—Ha tenido suerte. Si hubiera sido una espía, le habría ido peor.

—¿No se os ocurrió consultarlo primero con nosotros?

—¿Es que vosotros nos habéis consultado algo alguna vez?

—Yo me voy —dijo Markus.

Volodia se exasperó. Estaba a punto de perder a un buen contacto.

—No te vayas —le suplicó—. Arreglaremos lo de Irina de alguna forma. Le conseguiremos el mejor tratamiento hospitalario…

—Vete a la mierda —le espetó Markus—. No volverás a verme nunca más. —Y salió del bar.

Dvorkin, evidentemente, no sabía qué hacer. No quería dejar que Markus se marchara, pero estaba claro que no podía detenerlo sin dar la impresión de que cometía una estupidez. Al final le dijo a Volodia:

—No deberías permitir que te hablaran de ese modo, te hacen quedar como un blando. Deberían respetarte más.

—Cabrón —saltó Volodia—. ¿Acaso no ves lo que has hecho? Ese hombre era una fuente fidedigna de información secreta, pero jamás volverá a trabajar para nosotros, gracias a vuestro error garrafal.

Dvorkin se encogió de hombros.

—Tal como tú mismo has dicho, a veces se sufren bajas.

—Maldita la hora —repuso Volodia, y abandonó el local.

Sintió unas ligeras náuseas mientras cruzaba el río de regreso. Le repugnaba lo que el NKVD había hecho a una mujer inocente, y estaba abatido por haber perdido a su contacto. Tomó el tranvía: no tenía la categoría suficiente para disponer de coche propio. Iba cavilando mientras el vehículo avanzaba poco a poco entre la nieve rumbo a su puesto de trabajo. Tenía que informar al comandante Lemítov, pero vacilaba, preguntándose cómo iba a explicarle la historia. Necesitaba dejar claro que la culpa no era suya sin que pareciera que buscaba pretextos.

La sede central de los servicios secretos del ejército ocupaba una esquina del aeródromo de Jodinka, donde una paciente máquina quitanieves iba de un lado a otro para mantener la pista despejada. Tenía un estilo arquitectónico peculiar: un edificio de dos plantas sin ventanas en ninguna fachada exterior rodeaba un patio en el que se ubicaba el edificio de nueve plantas de las oficinas centrales, que sobresalía cual dedo índice de un puño de ladrillo. No se permitía la entrada con mecheros ni plumas estilográficas puesto que podían hacer saltar los detectores de metales de la puerta, así que el ejército proveía a su plantilla de ambas cosas en el interior. Las hebillas de los cinturones también resultaban problemáticas, por lo que la mayoría del personal llevaba tirantes. Las medidas de seguridad estaban de más, por supuesto. Los moscovitas procuraban mantenerse alejados del edificio por todos los medios; ninguno estaba lo bastante loco para querer colarse allí.

Volodia compartía un despacho con tres oficiales más, sus escritorios de acero estaban situados uno al lado del otro, contra las paredes opuestas. Había tan poco espacio que el escritorio de Volodia impedía que la puerta se abriera del todo. Kamen, el cerebrito del despacho, observó sus labios hinchados.

—Déjame adivinarlo… Su marido regresó a casa antes de lo previsto —dijo.

—No me preguntes nada —repuso Volodia.

En su escritorio había un mensaje descodificado de la sección de radiotelegrafía; las palabras en alemán aparecían escritas en lápiz letra por letra debajo de los grupos de códigos.

El mensaje era de Werner.

Al principio, Volodia reaccionó con temor. ¿Habría denunciado Markus lo sucedido a Irina y habría convencido a Werner para que también dejara el espionaje? Parecía un día lo bastante aciago como para que coincidieran dos desastres de semejante calibre.

Pero el mensaje no anunciaba ningún desastre sino todo lo contrario.

Volodia lo leyó con creciente perplejidad. Werner explicaba que el ejército alemán había decidido enviar espías a España para hacerse pasar por voluntarios antifascistas a la espera de poder luchar junto al gobierno en la guerra civil. Desde el frente, informarían de forma clandestina a los puestos radiotelegráficos del campamento de las tropas nacionales atendidos por los alemanes.

Eso solo ya era información sumamente importante.

Pero había más.

Werner tenía los nombres.

Volodia tuvo que refrenarse para no ponerse a gritar de alegría. Pensó que una situación como aquella solo se daba una vez en la vida de un agente de los servicios secretos. Compensaba de sobra la pérdida de Markus. Werner era un auténtico tesoro. A Volodia le daba miedo pensar en los riesgos que tenía que haber corrido para sustraer la lista con los nombres y sacarla a escondidas de las oficinas centrales del Ministerio del Aire en Berlín.

Sintió la tentación de echar a correr escaleras arriba e irrumpir en el despacho de Lemítov de inmediato, pero se contuvo.

Los cuatro oficiales compartían una máquina de escribir. Volodia levantó la pesada y vieja máquina del escritorio de Kamen y la colocó en el suyo. Con el dedo índice de ambas manos, tecleó una traducción al ruso del mensaje de Werner. Mientras lo hacía, la luz del día empezó a apagarse y los potentes focos de seguridad del exterior del edificio se encendieron.

Tras dejar una copia de papel carbón en el cajón de su escritorio, tomó la hoja superior y subió las escaleras. Lemítov se encontraba en su despacho. Se trataba de un hombre bien plantado de unos cuarenta años, con el pelo oscuro peinado hacia atrás con brillantina. Era sagaz, y tenía el don de pensar siempre un poco más allá que Volodia, que se esforzaba por emular su capacidad de anticipación. No comulgaba con la rígida doctrina del ejército según la cual el orden militar consistía en gritar e intimidar al prójimo; sin embargo, no tenía compasión con los incompetentes. A Volodia le infundía respeto y temor.

—Es posible que esta información sea de una utilidad tremenda —dijo Lemítov cuando hubo leído la traducción.

—¿Cómo que «es posible»? —Volodia no veía ninguna razón para dudarlo.

—Podría tratarse de información falsa —observó Lemítov.

Volodia no quería creerlo, pero, con un sentimiento de decepción, reparó en que tenía que considerar la posibilidad de que hubieran descubierto a Werner y este se hubiera convertido en un agente doble.

—¿Qué clase de información falsa? —preguntó con desaliento—. ¿Nombres de personas inexistentes para hacernos perder el tiempo?

—Tal vez. También es posible que los nombres sean verdaderos y correspondan a auténticos voluntarios, a comunistas y socialistas que han huido de la Alemania nazi y se han dirigido a España para luchar por la libertad. Podríamos acabar deteniendo a auténticos antifascistas.

—Maldita sea.

Lemítov sonrió.

—¡No pongas esa cara tan triste! Aun así, la información es de gran valor. En España tenemos espías propios, jóvenes soldados y oficiales rusos que se han alistado «voluntariamente» en las Brigadas Internacionales. Ellos lo investigarán. —Tomó un lápiz rojo y escribió en la hoja de papel con letra menuda y pulcra—. Buen trabajo —dijo.

Volodia lo interpretó como una autorización para retirarse y se dirigió a la puerta.

—¿Has visto hoy a Markus? —preguntó Lemítov.

Volodia se dio media vuelta.

—Hemos tenido un problema.

—Lo imaginaba, por cómo tienes la boca.

Volodia le explicó lo ocurrido.

—Así que he perdido a un buen confidente —concluyó—. Pero no sé de qué otro modo podría haber obrado. ¿Tendría que haber hablado con el NKVD de Markus y advertirles que se mantuvieran al margen?

—Y una mierda —exclamó Lemítov—. No son nada de fiar, nunca les cuentes nada. Pero no te preocupes, no has perdido a Markus. Puedes recuperarlo fácilmente.

—¿Cómo? —preguntó Volodia sin comprenderlo—. Ahora nos odia a todos.

—Vuelve a detener a Irina.

—¿Qué? —Volodia estaba horrorizado. ¿Acaso la chica no había sufrido ya bastante?—. Así aún nos odiará más.

—Dile que si no continúa colaborando con nosotros, volveremos a someterla a todo el interrogatorio.

Volodia trató desesperadamente de disimular la repugnancia que sentía. Era importante no parecer demasiado impresionable. Además, sabía que el plan de Lemítov funcionaría.

—Claro —logró responder.

—Solo que esta vez —prosiguió Lemítov— dile que le meteremos los cigarrillos encendidos por el coño.

Volodia creía estar a punto de vomitar. Tragó saliva y respondió:

—Buena idea. Voy por ella.

—Basta con que vayas esta madrugada —dijo Lemítov—. A las cuatro, para lograr el máximo efecto.

—Sí, señor. —Volodia salió del despacho y cerró la puerta tras de sí.

Se detuvo un momento en el pasillo, se sentía mareado. Pero un empleado administrativo que pasaba por allí lo miró con cara rara y lo obligó a seguir caminando.

Iba a tener que hacerlo. No torturaría a Irina, por descontado: bastaría con la amenaza. Pero ella se la tomaría en serio y se llevaría un susto de muerte. Volodia tenía la impresión de que él en su lugar se volvería loco. Cuando se alistó en el Ejército Rojo nunca imaginó que tendría que llevar a cabo semejantes prácticas. Claro que en el ejército se mataba a gente, eso ya lo sabía; pero ¿torturar a muchachas?

El edificio se estaba quedando desierto, empezaban a apagarse las luces de los despachos y por los pasillos circulaban hombres con el sombrero puesto. Era hora de marcharse a casa. De camino a su despacho, Volodia telefoneó a la policía militar y convino en encontrarse con una brigada a las tres y media de la madrugada para detener a Irina. Luego se puso el abrigo y salió para tomar un tranvía hasta su casa.

Volodia vivía con sus padres, Grigori y Katerina, y con su hermana Ania, que tenía diecinueve años y todavía estudiaba en la universidad. Durante el trayecto en el tranvía, se preguntó si podía hablar con su padre de aquello. Se imaginó preguntándole: «¿Tenemos que torturar a gente en la sociedad comunista?». Pero ya sabía cuál sería la respuesta. Se trataba de una necesidad temporal, imprescindible para proteger la revolución de los espías y los elementos subversivos contratados por los imperialistas capitalistas. Tal vez podría preguntarle: «¿Cuánto tiempo falta para que abandonemos unas prácticas tan atroces?». Por supuesto, su padre no lo sabía; nadie lo sabía.

Cuando la familia Peshkov regresó de Berlín, se trasladó a vivir a la residencia gubernamental, también llamada a veces la Casa del Dique, un bloque de pisos situado en la orilla del río opuesta al Kremlin, destinado a alojar a miembros de la élite soviética. Era un edificio colosal de estilo constructivista que albergaba más de quinientas viviendas.

Volodia saludó con la cabeza al policía militar apostado en la entrada antes de cruzar el espléndido vestíbulo (tan amplio que algunas noches se celebraban bailes amenizados por una banda de jazz) y subir con el ascensor. El piso era lujoso para los estándares soviéticos, con agua caliente constante y teléfono, pero no resultaba tan acogedor como su hogar de Berlín.

Su madre se encontraba en la cocina. Katerina era una cocinera mediocre y poco amante de las tareas domésticas, pero el padre de Volodia la adoraba. En 1914, en San Petersburgo, la había salvado de las indeseadas atenciones de un policía acosador, y desde entonces estaba enamorado de ella. A sus cuarenta y tres años seguía siendo atractiva, según deducía Volodia, y durante el tiempo que la familia llevaba formando parte del círculo diplomático había aprendido a vestir con más elegancia que la mayoría de las rusas, aunque procuraba no lucir un aspecto occidental: eso en Moscú constituía una grave ofensa.

—¿Te has dado un golpe en la boca? —le preguntó después de que él la saludara con un beso.

—No es nada. —Volodia notó el aroma del pollo—. ¿Tenemos una cena especial?

—Ania ha invitado a un amigo.

—¡Ah! ¿Son compañeros de clase?

—No lo creo. No sé muy bien a qué se dedica.

Volodia se alegró. Adoraba a su hermana, pero sabía que no era guapa. Era baja y regordeta, y vestía ropa poco favorecedora de colores oscuros. No había tenido muchos novios, y el hecho de que alguno lo atrajera lo suficiente como para presentarlo en casa era una grata noticia.

Se dirigió a su dormitorio, se despojó de la chaqueta y se lavó la cara y las manos. Sus labios casi habían recuperado el aspecto normal. Markus no le había pegado muy fuerte. Mientras se secaba las manos oyó voces, por lo que dedujo que Ania y su amigo debían de haber llegado.

Se puso una chaqueta de punto para estar más cómodo y salió del dormitorio. Luego entró en la cocina. Ania se encontraba sentada a la mesa con un hombre bajito con cara de ratón que Volodia reconoció.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Tú!

Era Ilia Dvorkin, el agente del NKVD que había detenido a Irina. Se había quitado el disfraz y llevaba un traje convencional de color oscuro y unas botas decentes. Se quedó mirando a Volodia, sorprendido.

—Claro… ¡Peshkov! —dijo—. No había atado cabos.

Volodia se volvió hacia su hermana.

—No me digas que este es tu novio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ania, consternada.

—Nos hemos conocido esta mañana. —respondió Volodia—. Este hombre ha echado a perder una importante operación del ejército por meter las narices donde no debía.

—Estaba haciendo mi trabajo —protestó Dvorkin, que se limpió la punta de la nariz con la manga.

—¡Menudo trabajo!

Katerina intervino para salvar la situación.

—No mezcléis el trabajo con la familia —dijo—. Volodia, por favor, sirve un vaso de vodka a nuestro invitado.

—¿Lo dices en serio?

Los ojos de su madre destellaban de ira.

—¡Pues claro que lo digo en serio!

—Muy bien. —Cogió la botella de la repisa con desgana. Ania sacó vasos de un armario y Volodia sirvió la bebida.

Katerina tomó un vaso.

—A ver, empezaremos de nuevo —dijo—. Ilia, este es mi hijo Vladímir, a quien siempre llamamos Volodia. Volodia, este es Ilia, un amigo de Ania que ha venido a cenar. ¿Por qué no os dais la mano?

Volodia no tuvo más remedio que estrecharle la mano al hombre.

Katerina sirvió algunas cosas para picar: pescado ahumado, pepinillos en vinagre y salchicha cortada en rodajas.

—En verano comemos lechuga de la que tengo plantada en la dacha, pero en esta época del año no hay ninguna, por supuesto —dijo en tono de disculpa.

Volodia se dio cuenta de que deseaba impresionar a Ilia. ¿De verdad su madre quería que Ania se casara con semejante rastrero? Supuso que así era.

Grigori entró ataviado con su uniforme del ejército, prodigando sonrisas a la vez que olisqueaba el pollo y se frotaba las manos. A sus cuarenta y ocho años, era un hombre corpulento y de rostro rubicundo: costaba imaginarlo tomando por asalto el Palacio de Invierno, tal como había hecho en 1917. Seguramente entonces estaba más delgado.

Besó a su esposa con deleite. Volodia tenía la impresión de que su madre agradecía las descaradas muestras de voluptuosidad por parte de su padre aunque no le correspondía por igual. Le sonreía cuando él le daba palmaditas en el trasero, lo atraía hacia sí cuando la abrazaba y lo besaba siempre que él quería, pero nunca tomaba la iniciativa. Lo encontraba atractivo, lo respetaba y parecía feliz casada con él; no obstante, saltaba a la vista que no ardía de pasión. Volodia pensó que él esperaba más del matrimonio.

Sin embargo, la cuestión no iba más allá del plano meramente hipotético: Volodia había tenido aproximadamente una docena de noviazgos cortos; no obstante, todavía no había conocido a una mujer con quien deseara casarse.

Sirvió un poco de vodka a su padre, y Grigori se lo bebió con ansia de un solo trago antes de tomar un poco de pescado ahumado.

—Así, Ilia, ¿a qué te dedicas?

—Trabajo en el NKVD —respondió Ilia, orgulloso.

—¡Ah! ¡Es magnífico trabajar para esa organización!

Volodia sospechaba que, en realidad, Grigori no pensaba eso; solo trataba de ser amable. En su opinión, la familia debería comportarse con antipatía para tratar de ahuyentar a Ilia.

—Supongo, padre, que cuando el resto del mundo imite a la Unión Soviética y adopte el sistema comunista, la policía secreta dejará de ser necesaria, y entonces el NKVD podría suprimirse.

Grigori optó por pasar de puntillas sobre el asunto.

—¡Nada de policía! —exclamó con jovialidad—. Nada de juicios criminales, nada de prisiones. Nada de departamentos de contraespionaje, puesto que no habrá espías. ¡Tampoco habrá ejército, puesto que no tendremos enemigos! ¿A qué nos dedicaremos entonces? —Se echó a reír con ganas—. Claro que es posible que todavía falte un poquito de tiempo para eso.

Ilia parecía receloso, como si notara que el discurso tenía algo de subversivo pero no acabara de captar qué era.

Katerina llevó a la mesa un plato con pan negro y cinco cuencos de borsch caliente, y todos empezaron a comer.

—Cuando era niño y vivía en el campo —empezó Grigori—, mi madre se pasaba todo el invierno guardando la piel de las verduras, el corazón de las manzanas, las hojas de la col que no nos comíamos, los filamentos de las cebollas y todo de cosas así; lo dejaba en un barril grande y viejo en el exterior de la casa para que se helara. Luego, cuando llegaba la primavera, la nieve se derretía y con eso preparaba borsch. Eso es el borsch en realidad: sopa de mondaduras. Vosotros, los jóvenes, no tenéis ni idea de lo bien que vivís.

Llamaron a la puerta. Grigori arrugó la frente, no esperaba visitas.

—¡Uy, se me olvidaba! —exclamó Katerina—. También viene la hija de Konstantín.

—¿Te refieres a Zoya Vorotsintsev? ¿La hija de Magda la comadrona?

—Recuerdo a Zoya —dijo Volodia—. Una niña flacucha con tirabuzones rubios.

—Ya no es ninguna niña —observó Katerina—. Tiene veinticuatro años y es científica. —Se levantó para dirigirse a la puerta.

Grigori frunció el entrecejo.

—No hemos vuelto a verla desde que murió su madre. ¿A qué viene esta visita repentina?

—Quiere hablar contigo —respondió Katerina.

—¿Conmigo? ¿De qué?

—De física. —Katerina salió de la cocina.

—Su padre, Konstantín, y yo fuimos delegados del Sóviet de Petrogrado en 1917. Promulgamos la famosa «Orden Número Uno». —Se le ensombreció el rostro—. Murió después de la guerra civil, por desgracia.

—Debía de ser joven… ¿De qué murió? —preguntó Volodia.

Grigori echó un vistazo disimulado a Ilia y se apresuró a apartar la mirada.

—De neumonía —dijo, y Volodia comprendió que estaba mintiendo.

Katerina regresó, seguida de una mujer que dejó a Volodia sin respiración.

Era una clásica belleza rusa, alta y delgada, con el pelo rubio claro, los ojos de un azul casi incoloro de tan pálido y un cutis blanco e impecable. Llevaba un sencillo vestido verde Nilo cuya sobriedad obligaba a concentrar toda la atención en su esbelta figura.

Le presentaron a todos los comensales; luego se sentó a la mesa y aceptó un cuenco de borsch.

—Así que eres científica, Zoya —dijo Grigori.

—Soy licenciada; ahora estoy cursando el doctorado e imparto clases en la universidad —aclaró ella.

—Aquí, Volodia, trabaja en los servicios secretos del Ejército Rojo —explicó Grigori con orgullo.

—Qué interesante —respondió la chica, aunque era evidente que quería decir lo contrario.

Volodia se percató de que Grigori veía en Zoya a una posible nuera. Esperaba que su padre no fuera demasiado insistente con las indirectas. Ya había decidido pedirle una cita antes de que terminara la velada, pero podía arreglárselas solo. No necesitaba la ayuda de su padre. Al contrario: si alardeaba de forma demasiado evidente podría disuadirla.

—¿Qué tal está la sopa? —preguntó Katerina a Zoya.

—Deliciosa, gracias.

Volodia empezaba a captar la personalidad pragmática que se ocultaba tras su físico espléndido. Era una combinación fascinante: una mujer guapa que no hacía ningún esfuerzo por mostrarse encantadora.

Ania retiró los cuencos de sopa mientras Katerina llevaba el segundo plato: pollo con patatas a la cazuela. Zoya se lanzó al ataque; se llenaba la boca de comida, masticaba, tragaba y comía más. Como la mayoría de los rusos, no solía probar comida tan rica como aquella.

—¿A qué te dedicas dentro del mundo científico, Zoya? —preguntó Volodia.

Obviamente contrariada, ella dejó de comer para responderle.

—Soy física —dijo—. Intentamos analizar el átomo: cuáles son sus componentes y qué los mantiene juntos.

—¿Es interesante?

—Absolutamente fascinante. —Dejó el tenedor—. Trabajamos para descubrir de qué está hecho el universo en realidad. No hay nada más emocionante. —Sus ojos se iluminaron. Al parecer, la física era lo único capaz de desviar su atención de la cena.

Ilia habló por primera vez.

—Ya, pero ¿de qué sirven todas esas monsergas teóricas a la revolución?

Los ojos de Zoya centelleaban de ira, y a Volodia aún le gustaron más.

—Algunos camaradas cometen el error de subestimar la ciencia pura en favor de la investigación práctica —dijo—. Sin embargo, los adelantos técnicos, como por ejemplo los aeronáuticos, dependen en última instancia de los avances teóricos.

Volodia disimuló una sonrisa. Una simple conversación informal había dejado a Ilia como un trapo.

Pero Zoya no había terminado.

—Por eso quería hablar con usted, señor —dijo dirigiéndose a Grigori—. Los físicos leemos las revistas científicas que se publican en Occidente; los muy tontos revelan sus resultados al mundo entero. Y, últimamente, hemos observado que están dando pasos de gigante en la comprensión de la física atómica, lo cual resulta alarmante. La ciencia soviética corre un grave peligro de quedar rezagada. Me pregunto si el camarada Stalin es consciente de eso.

La sala quedó en silencio. El mínimo amago de crítica contra Stalin resultaba peligroso.

—Lo sabe casi todo —dijo Grigori.

—Por supuesto —convino Zoya de forma automática—. Pero seguramente algunas veces los camaradas leales como usted tienen que hacerle reparar en cuestiones que son importantes.

—Sí, eso es verdad.

—Sin duda el camarada Stalin cree que la ciencia debe ser consecuente con la ideología marxista-leninista —opinó Ilia.

Volodia vislumbró un destello de desafío en los ojos de Zoya, pero esta bajó la mirada y añadió con humildad:

—No cabe duda de que tiene razón. Es evidente que los científicos tenemos que redoblar nuestros esfuerzos.

Aquello era una estupidez supina, y todos los presentes lo sabían, pero nadie pensaba decir nada al respecto. Debían comportarse con decoro.

—Claro —dijo Grigori—. No obstante, lo mencionaré la próxima vez que tenga la oportunidad de hablar con el camarada secretario general del partido. Es posible que quiera analizarlo más a fondo.

—Eso espero —dijo Zoya—. Queremos ir por delante de Occidente.

—Y, aparte del trabajo, ¿qué más nos cuentas, Zoya? —preguntó Grigori en tono jovial—. ¿Tienes novio? ¿Estás prometida tal vez?

—¡Papá! ¡Eso no es asunto nuestro! —se indignó Ania.

A Zoya no pareció importarle.

—No estoy prometida —respondió en tono moderado—. Y tampoco tengo novio.

—¡Te va igual de mal que a mi hijo, Volodia! Él también está soltero. Tiene veintitrés años y un buen nivel de estudios, es alto y guapo… ¡Y aun así no tiene novia!

Volodia se moría de vergüenza ante tan descarada indirecta.

—Cuesta creerlo —dijo Zoya, y cuando miró a Volodia este observó cierto brillo burlón en sus ojos.

Katerina posó la mano en el brazo de su marido.

—Ya está bien —dijo—. Deja de incomodar a la pobre chica.

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Otra vez? —saltó Grigori.

—Ahora sí que no tengo ni idea de quién puede ser —dijo Katerina saliendo de la cocina.

Regresó con el jefe de Volodia, el comandante Lemítov.

Volodia, sobresaltado, se puso en pie de golpe.

—Buenas noches, señor —dijo—. Este es mi padre, Grigori Peshkov. Papá, te presento al comandante Lemítov.

Lemítov saludó con elegancia.

—Descanse, Lemítov —dijo Grigori—. Siéntese y pruebe el pollo. ¿Ha hecho algo malo mi hijo?

Esa era precisamente la sospecha que hacía que a Volodia le temblaran las manos.

—No, señor; más bien al contrario. Pero… esperaba poder hablar en privado con él y con usted.

Volodia se relajó un poco. Tal vez no estuviera en apuros, después de todo.

—Bueno, casi hemos acabado de cenar —dijo Grigori poniéndose en pie—. Vamos a mi despacho.

Lemítov miró a Ilia.

—¿Usted no trabaja en el NKVD? —preguntó.

—Y a mucha honra. Me llamo Dvorkin.

—¡Claro! Usted es quien ha intentado detener a Volodia esta tarde.

—Me parecía que se comportaba como un espía. Y tenía razón, ¿no?

—Tiene que aprender a detener a los espías enemigos, no a los nuestros. —Lemítov abandonó la sala.

Volodia sonrió. Era la segunda vez que Dvorkin se llevaba una reprimenda.

Volodia, Grigori y Lemítov cruzaron el recibidor. El despacho ocupaba una pequeña habitación apenas amueblada. Grigori se instaló en el único sillón que había. Lemítov se sentó junto a una mesita baja. Volodia cerró la puerta y se quedó de pie.

—¿Tu camarada padre tiene noticia del mensaje que hemos recibido esta tarde de Berlín? —preguntó Lemítov a Volodia.

—No, señor.

—Será mejor que se lo cuentes.

Volodia le explicó la historia de los espías de España. Su padre se mostró encantado.

—¡Buen trabajo! —exclamó—. Claro que podría tratarse de información falsa, pero lo dudo, los nazis no son tan imaginativos. Sin embargo, nosotros sí. Somos capaces de detener a espías y utilizar sus radios para enviar mensajes falsos a los rebeldes de derechas.

A Volodia no se le había ocurrido pensarlo. Tal vez su padre se hiciera el tonto con Zoya, pensó, pero seguía siendo muy perspicaz en lo relativo a los servicios secretos.

—Exacto —dijo Lemítov.

Grigori se dirigió a Volodia.

—Tu compañero de escuela, Werner, es un hombre con agallas. —Y le preguntó a Lemítov—: ¿Cómo piensa tratar el asunto?

—Necesitamos enviar buenos agentes a España para que investiguen a esos alemanes. No debería ser muy difícil. Si de verdad son espías, habrá pruebas: libros de códigos, equipos de radio y demás. —Vaciló—. He venido para proponerle que enviemos a su hijo.

Volodia se quedó estupefacto. Eso no se lo esperaba.

El semblante de Grigori se ensombreció.

—Vaya —empezó con aire pensativo—, debo confesar que la perspectiva me llena de consternación. Lo echaríamos mucho de menos. —Entonces adoptó una expresión resignada, como si se hubiera dado cuenta de que, en realidad, no tenía elección—. Pero lo primero es defender la revolución, por supuesto.

—Los agentes de los servicios secretos se forman con la práctica —dijo Lemítov—. Usted y yo hemos combatido, señor, pero la generación más joven nunca ha estado en el campo de batalla.

—Cierto, cierto. ¿Cuándo debería partir?

—Dentro de tres días.

Volodia se daba cuenta de que su padre estaba buscando desesperadamente alguna razón que lo retuviera en casa, pero no encontraba ninguna. Él, por su parte, se sentía emocionado. ¡España! Pensó en el vino tinto como la sangre, en las muchachas de pelo oscuro con las piernas fuertes y morenas, y en el cálido sol en lugar de la nieve de Moscú. Correría peligro, por supuesto, pero no se había alistado en el ejército para tener una vida segura.

—Bueno, Volodia, ¿qué dices tú? —preguntó Grigori.

Volodia sabía que su padre deseaba que pusiera alguna objeción, pero el único inconveniente que se le ocurría era que no tendría tiempo de conocer mejor a la deslumbrante Zoya.

—Es una oportunidad magnífica —dijo—. Me halaga que me hayan elegido.

—Muy bien —dijo su padre.

—Solo hay un pequeño problema —le advirtió Lemítov—. Se ha estipulado que los servicios secretos del ejército se ocupen de la investigación pero que no lleven a cabo las detenciones. Eso es prerrogativa del NKVD. —No había el menor atisbo de humor en su sonrisa—. Me temo que te tocará trabajar junto con tu amigo Dvorkin.