VI

Lloyd Williams estaba sentado a la mesa de la cocina de la casa de su madre, en Aldgate, mirando un mapa con gran interés.

Era domingo, 4 de octubre de 1936, y ese día se iban a producir altercados.

La antigua ciudad romana de Londres, construida sobre una colina junto al río Támesis, había acabado por convertirse en el distrito financiero, apodado como «la City». Al oeste de esa colina se encontraban los palacios de los ricos, así como los teatros, tiendas y catedrales que les ofrecían sus servicios. La casa en la que Lloyd estaba sentado se encontraba al este de la colina, cerca de los muelles y los barrios bajos. Allí habían ido a parar siglos de oleadas de inmigrantes, todos ellos decididos a dejarse la piel trabajando para que sus nietos, algún día, pudieran trasladarse desde su humilde East End a aquel rico West End.

El mapa que Lloyd estudiaba con tanto empeño se había publicado en una edición especial del Daily Worker, el periódico del Partido Comunista, e indicaba el itinerario de la marcha que la Unión Británica de Fascistas pensaba celebrar ese día. Habían previsto reunirse frente a la Torre de Londres, en la frontera entre la City y el East End, y luego marchar hacia el este…

Directos al barrio de abrumadora mayoría judía de Stepney.

A menos que Lloyd y más gente que pensaba como él pudieran impedirlo.

En Gran Bretaña había 330.000 judíos, según el periódico, y la mitad de ellos vivían en el East End. La mayoría eran refugiados de Rusia, Polonia y Alemania, donde habían vivido con el temor a que cualquier día la policía, el ejército o los cosacos pudieran hacer una batida en la ciudad y robar en sus casas, apalear a los ancianos y ultrajar a las mujeres más jóvenes, o hacer formar en fila contra una pared a padres y hermanos para fusilarlos.

Allí, en los arrabales de Londres, esos judíos habían encontrado un lugar donde tenían tanto derecho a vivir como cualquiera. ¿Cómo se sentirían si, al mirar por la ventana, veían a una panda de matones uniformados marchando por sus propias calles con el evidente deseo de aniquilarlos a todos? Lloyd tenía claro que una cosa así no podía permitirse.

El Worker destacaba que desde la Torre en realidad solo había dos rutas que pudieran seguir los manifestantes. Una cruzaba Gardiner’s Corner, una encrucijada de cinco vías conocida como la Puerta del East End; la otra seguía Royal Mint Street y luego enlazaba con la estrecha Cable Street. Por las calles laterales había una decena de rutas más si se iba solo, pero no eran practicables para una manifestación. St. George Street conducía más bien hacia el católico Wapping, y no al Stepney judío, por lo que a los fascistas tampoco les servía de nada.

El Worker hacía un llamamiento para formar una muralla humana que bloqueara el acceso a Gardiner’s Corner y Cable Street, y así impedir la marcha.

El periódico a veces exhortaba a acciones que luego no tenían lugar: huelgas, revoluciones o, hacía poco, una alianza de partidos de izquierdas para formar un Frente Popular. Puede que la muralla humana no fuera más que otra de sus fantasías. Harían falta muchos miles de personas para lograr cerrar los accesos al East End. Lloyd no sabía si se presentarían suficientes voluntarios.

Lo único que sabía a ciencia cierta era que habría problemas.

A la mesa, con Lloyd, estaban sentados sus padres, Bernie y Ethel; su hermana, Millie, y Lenny Griffiths, el chico de dieciséis años de Aberowen, con su ropa de domingo. Lenny formaba parte de un pequeño ejército de mineros galeses que habían acudido a Londres para unirse a la contramanifestación.

Bernie levantó la mirada de su periódico.

—Los fascistas afirman que los billetes de tren de todos los galeses que habéis venido a Londres los han pagado los peces gordos judíos —le dijo a Lenny.

El chico tragó un buen bocado de huevo frito.

—No conozco a ningún pez gordo judío —contestó—. A menos que cuente la señora de Levy Sweetshop, que es bastante gorda. De todas formas, yo he llegado a Londres metido en la parte de atrás de un camión con sesenta corderos de Gales que iban rumbo al mercado de carne de Smithfield.

—Eso explica lo del olor —dijo Millie.

—¡Millie! No seas maleducada —la regañó su madre.

Lenny iba a compartir con Lloyd su habitación, y ya les había confiado a todos que no pensaba regresar a Aberowen después de la manifestación. Dave Williams y él se iban a España a unirse a las Brigadas Internacionales que se estaban formando para luchar contra la insurrección fascista.

—¿Has conseguido el pasaporte? —le había preguntado Lloyd.

Los trámites no eran complicados, pero el solicitante tenía que aportar referencias de un clérigo, un médico, un abogado o alguna otra persona de buena posición, para que así a un joven le resultara más difícil mantenerlo en secreto.

—No hace falta —había dicho Lenny—. Iremos a la estación de Victoria y pediremos un billete de fin de semana de ida y vuelta a París. Para eso no se necesita pasaporte.

Lloyd tenía una vaga idea al respecto. Era un vacío de regulación pensado para satisfacer a la próspera clase media, pero los antifascistas podían sacarle partido.

—¿Cuánto cuesta ese billete?

—Tres libras y quince chelines.

Lloyd había levantado las cejas. Era más dinero del que pudiera tener un minero del carbón que estaba en el paro.

—Pero el Partido Laborista Independiente me lo paga —había añadido Lenny—, y a Dave se lo paga el Partido Comunista.

Debían de haber mentido al decirles la edad.

—¿Y luego? ¿Qué haréis al llegar a París? —había preguntado Lloyd.

—Los comunistas franceses irán a recibirnos a la Gare du Nord. —Lo pronunció «guer du nor», porque no hablaba ni una palabra de francés—. Desde allí nos escoltarán hasta la frontera española.

Lloyd había estado retrasando su propia marcha. A la gente le decía que quería dejar a sus padres tranquilos, pero la verdad era que no se daba por vencido con Daisy. Todavía soñaba con que abandonaría a Boy. No tenía ninguna oportunidad —ella ni siquiera le contestaba las cartas—, pero no podía olvidarla.

Mientras tanto, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos habían llegado a un acuerdo con Alemania e Italia para adoptar una política de no intervención en España, lo cual quería decir que ninguno de ellos suministraría armas a ninguno de los dos bandos. Solo eso ya había puesto furioso a Lloyd: ¿es que las democracias no tenían el deber de apoyar a un gobierno elegido en las urnas? Pero la cosa era aún peor, porque Alemania e Italia quebrantaban ese acuerdo todos los días, tal como la madre de Lloyd y el tío Billy advertían en los numerosos mítines públicos que habían celebrado ese otoño en Gran Bretaña para hablar de la cuestión española. El conde Fitzherbert, como ministro del gobierno responsable, defendía su política con firmeza y decía que no había que armar al gobierno de España por temor a que se decantara hacia el comunismo.

Aquello, tal como Ethel había expuesto en un discurso mordaz, era la pescadilla que se mordía la cola: la única nación que estaba dispuesta a apoyar al gobierno español era la Unión Soviética, de modo que era natural que los españoles quisieran acercarse al único país del mundo que les ofrecía ayuda.

Lo cierto era que los conservadores tenían la sensación de que España había elegido a unos representantes peligrosamente izquierdistas. A hombres como Fitzherbert no les desagradaría ver que el gobierno español era derrocado por la fuerza y sustituido por otro de extrema derecha. Lloyd hervía de frustración.

Y entonces se le había presentado esa oportunidad de luchar contra el fascismo en su propio país.

—Es ridículo —había dicho Bernie hacía una semana, cuando se había anunciado la marcha—. La policía metropolitana tiene que obligarlos a cambiar de ruta. Están en su derecho a manifestarse, claro, pero no en Stepney.

Sin embargo, la policía alegaba que no tenía poder para interferir en una manifestación perfectamente legal.

Bernie y Ethel, con los alcaldes de ocho distritos municipales de Londres, habían montado una delegación para suplicarle al secretario del Home Office, sir John Simon, que prohibiera la marcha o que por lo menos la desviara; pero también él se había excusado diciendo que no tenía poder para actuar.

La cuestión de qué acciones había que tomar a continuación había dividido al Partido Laborista, a la comunidad judía y a la familia Williams.

El Consejo del Pueblo Judío contra el Fascismo y el Antisemitismo, fundado por el propio Bernie y más personas hacía tres meses, había hecho un llamamiento a una contramanifestación multitudinaria para impedirles a los fascistas la entrada a las calles judías. Su lema era una frase en español: «¡No pasarán!», el grito de los defensores antifascistas de Madrid. El Consejo era una organización pequeña con un nombre grandilocuente. Ocupaba dos salas en un piso de un edificio de Commercial Road, y no tenía en propiedad más que un ciclostil Gestetner y un par de viejas máquinas de escribir, pero, a pesar de todo, contaba con muchísimo apoyo en el East End. En cuarenta y ocho horas había recogido la increíble cantidad de cien mil firmas para solicitar que se prohibiera la marcha. A pesar de ello, el gobierno no hizo nada.

Solo uno de los partidos políticos principales apoyaba la contramanifestación, y eran los comunistas. La protesta también contaba con el respaldo del minoritario Partido Laborista Independiente, al que pertenecía Lenny. Los demás partidos estaban en contra.

—He visto que el Jewish Chronicle ha aconsejado a sus lectores que no salgan hoy a la calle.

Lloyd creía que ese era justamente el problema. Mucha gente estaba tomando la posición de que lo mejor era evitar cualquier tipo de enfrentamiento, pero eso les dejaba vía libre a los fascistas.

Bernie, que era judío aunque no practicante, le dijo a Ethel:

—¿Cómo puedes venir a decirme nada del Jewish Chronicle? Creen que los judíos no tendrían que estar en contra del fascismo, solo del antisemitismo. ¿Qué clase de sentido político tiene algo así?

—He oído decir que la Junta de Representantes de los Judíos Británicos dice lo mismo que el Chronicle —insistió Ethel—. Por lo visto ayer hicieron un anuncio en todas las sinagogas.

—Esos mal llamados representantes son todos unos alrightniks, nuevos ricos de Golders Green —dijo Bernie con desprecio—. A esos nunca los han insultado en las calles los gamberros fascistas.

—Y tú eres miembro del Partido Laborista —dijo Ethel en tono acusador—. Nuestra política es la de no enfrentarnos a los fascistas en la calle. ¿Dónde ha quedado tu solidaridad?

—¿Y la solidaridad para con mis congéneres judíos? —preguntó Bernie.

—Tú solo eres judío cuando te viene bien. Y nadie te ha insultado nunca en la calle.

—Me da lo mismo, el Partido Laborista ha cometido un error político.

—Tú recuerda una cosa, si dejas que los fascistas provoquen actos violentos, la prensa le echará la culpa de todo a la izquierda, no importa quién haya empezado.

—Si los chicos de Mosley provocan una pelea, tendrán lo que se merecen —saltó Lenny en un arrebato.

Ethel suspiró.

—Piénsalo, Lenny: en este país, ¿quién tiene más armas? ¿Lloyd y tú y el Partido Laborista, o los conservadores con el ejército y la policía de su parte?

—Ah —dijo Lenny. Estaba claro que no había pensado en eso.

—¿Cómo puedes hablar así? —le recriminó Lloyd a su madre, enfadado—. Estuviste en Berlín hace tres años… viste lo que pasó. La izquierda alemana intentó hacer frente al fascismo de forma pacífica y mira cómo han terminado.

—Los socialdemócratas alemanes —intervino Bernie— no consiguieron formar un frente popular con los comunistas. Eso permitió que los liquidaran por separado. Juntos, podrían haber salido vencedores. —Bernie se había enfadado mucho cuando la delegación local del Partido Laborista rechazó una oferta de los comunistas para formar una coalición en contra de la marcha.

—Una alianza con los comunistas es algo peligroso —dijo Ethel.

Bernie y ella no estaban de acuerdo en ese punto. De hecho, era un tema que había dividido también al Partido Laborista. Lloyd pensaba que Bernie tenía razón y que Ethel se equivocaba.

—Tenemos que aprovechar todos los recursos que tengamos a mano para derrotar al fascismo —sentenció. Después, con algo de diplomacia, añadió—: Pero mamá tiene razón, para nosotros será mejor que el día de hoy termine sin violencia.

—Será mejor que os quedéis todos en casa y os enfrentéis a los fascistas por los canales habituales de la política democrática —dijo Ethel.

—Ya intentaste conseguir la igualdad de salarios para las mujeres mediante los canales normales de la política democrática —replicó Lloyd—, y no lo conseguiste.

En abril de ese mismo año, las parlamentarias laboristas habían presentado un proyecto de ley para garantizarles a las funcionarias gubernamentales la misma paga que recibían los hombres por el mismo trabajo. El proyecto había sido rechazado en la votación de una Cámara de los Comunes dominada por hombres.

—La democracia no es algo que se abandone cada vez que se pierde una votación —contestó Ethel con brusquedad.

El problema era, y Lloyd lo sabía, que esas divisiones podían debilitar de una forma fatídica a las fuerzas antifascistas, igual que había sucedido en Alemania. Ese día sería una dura prueba. Los partidos políticos podían intentar erigirse en líderes, pero la gente elegiría a quién seguir. ¿Se quedarían en casa, tal como aconsejaban el apocado Partido Laborista y el Jewish Chronicle? ¿O saldrían a las calles a miles para decirle «No» al fascismo? Al final del día conocerían la respuesta.

Alguien llamó a la puerta de atrás, y su vecino, Sean Dolan, entró vestido con su traje de los domingos.

—Me reuniré con vosotros después de misa —le dijo a Bernie—. ¿Dónde queréis que nos encontremos?

—En Gardiner’s Corner, a las dos en punto a más tardar —repuso este—. Esperamos reunir a suficiente gente para detener a los fascistas allí.

—Tendréis hasta al último estibador del East End con vosotros —dijo Sean con entusiasmo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Millie—. A vosotros no os odian los fascistas, ¿verdad?

—Eres demasiado joven para acordarte, querida niña, pero los judíos siempre nos han apoyado —explicó Sean—. Durante la huelga de los muelles de 1912, cuando yo no era más que un chaval de nueve años, mi padre no tenía para darnos de comer, así que la señora Isaacs, la mujer del panadero de New Road, nos acogió a mi hermano y a mí. Dios bendiga ese gran corazón suyo. En aquel entonces, las familias judías se hicieron cargo de cientos de hijos de estibadores. Lo mismo pasó en 1926. No pensamos dejar que esos fascistas malnacidos se paseen por nuestras calles… perdón por mi lenguaje, señora Leckwith.

Lloyd recuperó los ánimos. En el East End había miles de estibadores: si se presentaban en bloque, sus filas crecerían una enormidad.

Desde fuera de la casa llegó el sonido de un altavoz.

—Impidamos que Mosley entre en Stepney —decía una voz masculina—. Reunámonos en Gardiner’s Corner a las dos en punto.

Lloyd se bebió el té y se levantó de la silla. Ese día su papel era el de hacer de espía y comprobar las posiciones de los fascistas para pasarle informes al Consejo del Pueblo Judío de Bernie. Llevaba los bolsillos cargados de grandes peniques cobrizos para llamar desde los teléfonos públicos.

—Será mejor que me ponga en marcha —dijo—. Seguro que los fascistas ya se están congregando.

Su madre se puso de pie y lo siguió hasta la puerta.

—No te metas en ninguna pelea —le pidió—. Recuerda lo que sucedió en Berlín.

—Iré con cuidado —prometió Lloyd.

—A tu americana rica no le gustarás sin dientes —insistió ella en un tono más ligero.

—De todas formas no le gusto.

—No me lo creo. ¿Qué chica podría resistirse a tus encantos?

—No me pasará nada, mamá —dijo Lloyd—. De verdad que no.

—Supongo que debería alegrarme de que hayas olvidado esa maldita idea de irte a España.

—No me iré hoy, por lo menos. —Le dio un beso a su madre y salió.

Era una luminosa mañana de otoño, el sol calentaba más de lo habitual para la estación. Un grupo de hombres había levantado una tribuna improvisada en plena Nutley Street, y uno de ellos hablaba por un megáfono.

—¡Gente del East End! ¡No tenemos por qué quedarnos de brazos cruzados mientras una muchedumbre de antisemitas desfilan insultándonos! —Lloyd reconoció al orador, era un dirigente local del Movimiento Nacional de Obreros Parados. A causa de la Gran Depresión, había miles de sastres judíos sin trabajo que se registraban a diario en la Oficina de Empleo de Settle Street.

Antes de que Lloyd hubiese recorrido diez metros, Bernie salió tras él y le dio una bolsa de papel llena de esas bolitas de cristal que los niños llamaban canicas.

—He estado en muchas manifestaciones —dijo—. Si la policía montada carga contra la gente, tira esto a los cascos de los caballos.

Lloyd sonrió. Su padrastro era pacifista, al menos casi siempre, pero no era de los que se dejaban pisar.

De todas formas, a Lloyd no le convenció demasiado eso de las canicas. Nunca había tenido mucho que ver con caballos, pero le parecían unos animales pacientes e inofensivos, y no le gustaba la idea de hacerlos caer al suelo.

Bernie le leyó el pensamiento.

—Es mejor que caiga un caballo y no que pisoteen a mi chico —dijo.

Lloyd se metió las canicas en el bolsillo, pensando que eso tampoco lo comprometía a tener que usarlas.

Le gustó ver a tanta gente ya en las calles. Encontró también otras señales alentadoras. El lema de «No pasarán», tanto en español como en inglés, estaba escrito a tiza en las paredes allá donde mirara. Se notaba también una gran presencia de los comunistas, que estaban repartiendo panfletos. Las banderas rojas cubrían los alféizares de muchas ventanas. Un grupo de hombres que lucían condecoraciones de la Gran Guerra sostenían una pancarta en la que se leía: «Asociación de Excombatientes Judíos». Los fascistas detestaban que les recordaran la cantidad de judíos que habían luchado del lado de Gran Bretaña. Cinco soldados judíos habían recibido la más alta condecoración al valor del país, la Cruz Victoria.

Lloyd empezaba a pensar que, al final, a lo mejor sí que habría personas suficientes como para detener la marcha.

Gardiner’s Corner era una amplia intersección de cinco calles que recibía su nombre de la tienda de ropa escocesa, Gardiner and Company, que ocupaba el edificio de la esquina con su inconfundible torre de reloj. Nada más llegar allí, Lloyd vio que se esperaba alboroto. Había varios puestos de primeros auxilios y cientos de voluntarios de St. John Ambulance vestidos con sus uniformes. Había ambulancias aparcadas en todas las calles. Lloyd esperó que no se produjeran peleas; pero era mejor arriesgarse a la violencia, pensó, que dejar que los fascistas marcharan sin ningún impedimento.

Decidió dar un rodeo y llegarse hasta la Torre de Londres desde el noroeste para que no lo identificaran como vecino del East End. Pocos minutos antes de llegar allí ya se oían las bandas de música.

La Torre era un palacio que se levantaba junto al río y había simbolizado autoridad y represión durante ochocientos años. Estaba rodeada por un largo muro de vieja piedra clara que parecía haber perdido el color tras siglos y siglos de lluvia londinense. En el exterior de esa muralla, en el lado que daba a tierra firme, había un parque llamado Tower Gardens, y era allí donde se estaban reuniendo los fascistas. Lloyd calculó que ya debían de ser unos dos mil, y su formación ocupaba una franja que se alargaba hacia el oeste, donde se internaba en el distrito financiero. De vez en cuando entonaban a ritmo una consigna:

Un, dos, tres, cuatro,

con los judíos hay que acabar.

¡Hay que acabar, hay que luchar!

¡Con los judíos hay que acabar!

Las banderas que llevaban eran la Union Jack. Lloyd se preguntó por qué aquellos que querían destruir todo lo bueno de su país eran precisamente los que más prisa se daban en enarbolar la bandera nacional.

Su aspecto militar impresionaba, todos con sus anchos cinturones de cuero negro y sus camisas negras, formando ordenadas columnas sobre la hierba. Los oficiales llevaban un uniforme más elegante: una chaqueta negra de corte militar, pantalones de montar de color gris, botas altas, una gorra militar negra con una punta metálica y un brazalete rojo y blanco. Había muchos motoristas de uniforme dando estruendosas vueltas en sus motocicletas con gran ostentación, entregando mensajes y ofreciendo saludos fascistas. Cada vez llegaban más integrantes de la marcha, algunos de ellos en furgonetas acorazadas con una malla metálica en las ventanillas.

Aquello no era un partido político. Era un ejército.

El objetivo de aquella exhibición era arrogarse una falsa autoridad, supuso Lloyd. Querían que pareciera que tenían derecho a cancelar mítines y a vaciar edificios, a irrumpir en casas y oficinas y arrestar a gente, a llevárselos a rastras hasta calabozos y campamentos para allí apalearlos, interrogarlos y torturarlos, igual que hacían los camisas pardas en Alemania bajo ese régimen nazi tan admirado por Mosley y el propietario del Daily Mail, lord Rothermere.

Aterrorizarían a los vecinos del East End, gente cuyos padres y abuelos habían huido de la represión y los pogromos de Irlanda, Polonia y Rusia.

¿Saldrían los habitantes del barrio a las calles para enfrentarse a ellos? Si no lo hacían, si la marcha de ese día salía adelante como habían planeado, ¿a qué se atreverían los fascistas el día de mañana?

Caminó bordeando el parque, haciéndose pasar por uno de los casi cientos de espectadores fortuitos. Las calles secundarias se extendían desde aquel centro como los radios de una rueda. Por una de ellas, Lloyd vio acercarse un Rolls-Royce negro y crema que le resultó familiar. El chófer abrió la puerta de atrás y Lloyd, estupefacto y consternado, vio que quien bajaba era Daisy Peshkov.

No había duda de para qué estaba allí. Llevaba una versión femenina del uniforme de cuidada confección, con una larga falda gris en lugar de los pantalones de montar. Sus rubios rizos escapaban por debajo de la gorra negra. Por mucho que odiara aquella vestimenta, Lloyd no pudo evitar pensar que estaba irresistiblemente seductora.

Se detuvo, sin poder quitarle los ojos de encima. No sabía de qué se sorprendía: Daisy le había dicho que le gustaba Boy Fitzherbert, y era evidente que las ideas políticas de Boy no podían cambiar eso. Pero verla apoyando abiertamente a los fascistas en su ataque a los judíos londinenses le cayó como un mazazo que le hizo comprender lo ajena que era ella a todo lo que le importaba a él en la vida.

Lo mejor habría sido dar media vuelta y punto, pero no pudo. Al verla apresurarse por la acera, le bloqueó el paso.

—¿Qué narices estás haciendo tú aquí? —preguntó con brusquedad.

Ella se mantuvo serena.

—Yo podría hacerle a usted la misma pregunta, señor Williams —contestó—. Supongo que no tendrá intención de marchar con nosotros.

—¿Es que no entiendes lo que representa esta gente? Revientan mítines pacíficos, acosan a periodistas, meten en la cárcel a sus rivales políticos. Tú eres norteamericana… ¿cómo puedes ponerte en contra de la democracia?

—La democracia no es necesariamente el sistema político más apropiado para todos los países y todas las épocas. —Lloyd supuso que estaba citando la propaganda de Mosley.

—¡Pero esta gente tortura y mata a todo el que no está de acuerdo con ellos! —Pensó en Jörg—. Lo he visto con mis propios ojos, en Berlín. Estuve brevemente en uno de sus campos. Me obligaron a mirar cómo unos perros hambrientos mataban a un hombre desnudo en un ataque salvaje. Esa es la clase de cosas que hacen tus amigos los fascistas.

Daisy no se dejó intimidar.

—¿Y exactamente a quién han matado los fascistas aquí, en Inglaterra, en los últimos tiempos?

—Los fascistas británicos aún no han llegado al poder, pero ese Mosley tuyo admira a Hitler. Si algún día tienen la oportunidad, harán exactamente lo mismo que los nazis.

—¿Te refieres a que eliminarán el desempleo y le darán al pueblo orgullo y esperanza?

La atracción que Lloyd sentía hacia ella era tan fuerte que se le rompió el corazón al oírla escupir aquella sarta de sandeces.

—Sabes perfectamente lo que han hecho los nazis con la familia de tu amiga Eva.

—Eva se ha casado, ¿lo sabías? —comentó Daisy con el tono resueltamente alegre de quien intenta cambiar de tema durante una cena para tocar asuntos más propios—. Con el bueno de Jimmy Murray. Ahora es una esposa inglesa.

—¿Y sus padres?

Daisy apartó la mirada.

—No los conozco.

—Pero sí sabes lo que les han hecho los nazis. —Eva se lo había explicado todo a Lloyd durante el baile del Trinity—. A su padre ya no le permiten ejercer la medicina, así que trabaja de ayudante en una farmacia. No puede entrar en los parques ni en las bibliotecas públicas. ¡Incluso han borrado el nombre del padre de él del monumento a los caídos en la guerra que hay en su pueblo! —Lloyd se dio cuenta de que había subido la voz. Más calmado, añadió—: ¿Cómo puedes estar aquí, apoyando a los mismos que han hecho todo eso?

Ella parecía turbada.

—Voy a llegar tarde. Si me disculpas —dijo, en lugar de contestarle a la pregunta.

—No hay forma de disculpar lo que estás haciendo.

—Muy bien, hijo, ya basta —intervino el chófer.

Era un hombre de mediana edad y estaba claro que no hacía demasiado ejercicio, así que Lloyd no se sintió ni mucho menos intimidado, pero tampoco quería provocar una pelea.

—Ya me voy —dijo en un tono más calmado—. Pero no me llame «hijo».

El chófer lo cogió del brazo.

—Será mejor que me quite las manos de encima o lo tumbaré de un puñetazo antes de irme —añadió Lloyd, mirándolo a los ojos.

El chófer dudó un momento y Lloyd se puso en guardia, preparándose para reaccionar a la espera de la más mínima señal, como haría en el ring de boxeo. Si el chófer intentaba atacarlo, sería con un golpe directo pero lento y cadencioso, le resultaría fácil esquivarlo.

El hombre, sin embargo, o bien percibió que Lloyd estaba en guardia, o bien notó los músculos trabajados del brazo que le tenía agarrado; por una u otra razón, el caso es que retrocedió y lo soltó.

—Tampoco hace falta andarse con amenazas.

Daisy se alejó.

Lloyd se quedó mirando su espalda, vestida con aquel uniforme que le caía a la perfección, mientras caminaba a toda prisa hacia las filas de los fascistas. Con un gran suspiro de frustración, dio media vuelta y echó a andar en la dirección contraria.

Intentó concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Había sido una tontería amenazar a aquel conductor. Si se hubiera metido en una pelea, seguramente lo habrían detenido y habría tenido que pasarse el día en un calabozo de la policía… ¿En qué habría ayudado eso a derrotar al fascismo?

Ya eran las doce y media. Se alejó de Tower Hill, buscó un teléfono público y llamó al Consejo del Pueblo Judío para hablar con Bernie. Después de informarle de todo lo que había visto, Bernie le pidió un cálculo aproximado de la cantidad de policías que había en las calles entre la Torre y Gardiner’s Corner.

Lloyd cruzó hacia el lado este del parque y exploró las calles secundarias que salían desde allí. Lo que vio lo dejó sin habla.

Había esperado encontrarse con un centenar de agentes, más o menos. En realidad eran miles.

Flanqueaban las calles a lo largo de las aceras, esperaban en decenas de autobuses aparcados, y también montados ya en enormes caballos que formaban unas filas increíblemente cerradas. Solo dejaban un estrechísimo pasillo para la gente que quería recorrer las calles a pie. Había más policía que fascistas.

Desde el interior de uno de los autobuses, un agente uniformado le dirigió el saludo hitleriano.

Lloyd lo recibió con consternación. Si todos esos policías estaban del lado de los fascistas, ¿cómo iban a enfrentarse a ellos los contramanifestantes?

Aquello era mucho peor que una simple marcha fascista: era una marcha fascista con autoridad policial. ¿Qué clase de mensaje enviaban con ello a los judíos del East End?

En Mansell Street vio a un policía al que conocía de cuando hacía la ronda, Henry Clark.

—Hola, Nobby —dijo. Por alguna razón, a todos los Clark los llamaban «Nobby»—. Un policía acaba de hacerme el saludo hitleriano.

—No son de por aquí —explicó Nobby en voz baja, como si le estuviera haciendo una confidencia—. No viven con los judíos, como yo. Yo ya les he dicho que los judíos son como todo el mundo, que casi todos son gente decente y que acata las leyes, y algunos, maleantes y buscapleitos. Pero no me creen.

—Aun así… ¿el saludo de Hitler?

—A lo mejor ha sido una broma.

Lloyd no creía que lo fuera.

Dejó a Nobby y siguió camino. Vio que la policía estaba formando cordones allí donde las calles secundarias se adentraban ya en la zona de Gardiner’s Corner.

Entró en un pub que tenía teléfono (el día anterior había localizado todos los teléfonos que tendría a mano) y le dijo a Bernie que había por lo menos cinco mil policías en el vecindario.

—No podemos enfrentarnos a tantos polizontes —dijo, sombrío.

—No estés tan seguro —repuso Bernie—. Ve a echar un vistazo a Gardiner’s Corner.

Lloyd encontró la forma de evitar el cordón policial y se unió a la contramanifestación. Hasta que no logró llegar al centro de la calle, frente a Gardiner’s, no pudo apreciar en su totalidad la magnitud de la muchedumbre.

Era la mayor reunión de gente que había visto en la vida.

La encrucijada de las cinco calles estaba abarrotada, pero eso era solo el principio. La gente ocupaba también todo Whitechapel High Street, al este, hasta donde alcanzaba la vista. Commercial Road, que se extendía en dirección sudeste, también estaba llena hasta los topes. Por Leman Street, donde se encontraba la comisaría, no se podía ni pasar.

Lloyd pensó que debían de ser un centenar de miles de personas. Sintió ganas de lanzar el sombrero al aire y soltar un grito de júbilo. Los vecinos del East End habían salido en bloque a impedir el avance de los fascistas. Ya no había duda de cuáles eran sus sentimientos.

En el centro del cruce había un tranvía detenido, abandonado por el conductor y los pasajeros.

Lloyd, cada vez más imbuido de optimismo, se dio cuenta de que nada podría atravesar aquella multitud de personas.

Vio a su vecino, Sean Dolan, subirse a una farola y atar una bandera roja en lo alto. La banda de viento de la Brigada de Jóvenes Judíos estaba tocando… seguramente sin el conocimiento de los respetables y conservadores dirigentes del club. Una avioneta de la policía sobrevolaba la zona, una especie de autogiro, le pareció a Lloyd.

Cerca de los escaparates de Gardiner’s se encontró con su hermana, Millie, y su amiga, Naomi Avery. No quería que Millie se viera envuelta en ninguna situación violenta: solo con pensarlo se le helaba el corazón.

—¿Sabe papá que has venido? —le preguntó en tono de reprimenda.

—No seas bobo —contestó Millie, siempre tan despreocupada.

De hecho, a Lloyd le sorprendía mucho encontrársela allí.

—Pero si a ti normalmente no te interesa nada que tenga que ver con la política —dijo—. Pensaba que te iba más hacer dinero.

—Es verdad —dijo ella—, pero esto es diferente.

Lloyd se imaginó el disgusto que se llevaría Bernie si Millie resultaba herida.

—Me parece que será mejor que vuelvas a casa.

—¿Por qué?

Él miró en derredor. El ambiente de la aglomeración era amistoso y tranquilo. La policía estaba a bastante distancia, a los fascistas no se los veía por ninguna parte. Ese día no habría ninguna marcha, estaba claro. La gente de Mosley no podría abrirse camino a codazos por una muchedumbre de cien mil personas decididas a detenerlos, y sería una locura por parte de la policía dejar que lo intentaran. Seguro que no habría ningún peligro para Millie.

Justo cuando estaba pensando eso, todo cambió.

Se oyeron muchos silbatos y, al mirar en dirección a esos sonidos, Lloyd vio a la policía montada acercarse formando una fila siniestra. Los caballos pisaban con fuerza y resoplaban de agitación. Los agentes habían sacado unas largas porras que parecían espadas.

Daba la sensación de que se estaban preparando para cargar… pero aquello no podía ser, era imposible.

Un momento después, lo hicieron.

Se oyeron gritos furiosos y chillidos de pavor entre la gente. Todo el mundo echó a correr como pudo para apartarse del camino de aquellos enormes caballos. La muchedumbre fue abriendo una vía, pero los que quedaron al borde cayeron bajo los imperiosos cascos de los animales. La policía golpeaba a diestro y siniestro con sus largas porras. Lloyd intentó retroceder empujando, pero no podía.

Estaba furioso: ¿qué se creía la policía que estaba haciendo? ¿Eran tan estúpidos como para pensar que podrían abrirle paso a la gente de Mosley para marchar? ¿De verdad imaginaban que dos o tres mil fascistas entonando cánticos insultantes podrían atravesar una muchedumbre de cien mil personas, a quienes iban dirigidos esos insultos, sin que se produjeran disturbios? ¿Es que la policía estaba dirigida por imbéciles, o acaso no había nadie al mando? No sabía qué era peor.

Los agentes retrocedieron haciendo dar media vuelta a sus caballos, que resollaban, y se reagruparon formando una fila irregular; entonces se oyó un silbato y los policías espolearon a sus monturas para lanzarlas en una carga temeraria.

Esta vez Millie estaba asustada. Solo tenía dieciséis años y su bravuconería había desaparecido. Gritó de miedo cuando la avalancha la aplastó contra la luna de uno de los escaparates de Gardiner and Company. Maniquíes vestidos con trajes y abrigos baratos miraban fijamente a aquella muchedumbre aterrorizada y a los jinetes casi bélicos. El rugido de miles de voces gritando sus temerosas protestas ensordeció a Lloyd. Se colocó delante de Millie y resistió la presión con todas sus fuerzas intentando protegerla, pero todo fue en vano. A pesar de sus esfuerzos, lo aplastaron contra su hermana. Cuarenta o cincuenta personas que no dejaban de gritar habían quedado atrapadas con la espalda contra los escaparates, y la presión no dejaba de aumentar peligrosamente.

Lloyd, furioso, se dio cuenta de que la policía estaba decidida a abrir un camino entre la muchedumbre al precio que fuera.

Un momento después se oyó un terrible estrépito de cristales rotos y el escaparate cedió. Lloyd cayó encima de Millie, y Naomi sobre él. Decenas de personas gritaban de dolor y pánico.

Lloyd se puso en pie como pudo. Era un milagro que hubiera resultado ileso. Miró en derredor con angustia, buscando a su hermana. Era desesperante lo difícil que resultaba distinguir a la gente entre los maniquíes del escaparate. Entonces vio a Millie tirada entre un montón de cristales rotos. La cogió de los brazos y tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie. Estaba llorando.

—¡La espalda! —decía.

Lloyd le dio la vuelta. Su hermana tenía el abrigo hecho jirones y estaba toda ensangrentada. La angustia se apoderó de él y abrazó a su hermana a la altura de los hombros para protegerla.

—Hay una ambulancia allí, a la vuelta de la esquina —le dijo—. ¿Puedes andar?

Apenas habían recorrido unos metros cuando volvieron a oírse los silbatos de la policía. A Lloyd le daba pavor verse arrastrado con Millie de vuelta al interior del escaparate de Gardiner’s. Entonces se acordó de lo que le había dado Bernie y sacó de su bolsillo la bolsa de papel llena de canicas.

La policía cargó.

Cogiendo impulso con el brazo, Lloyd lanzó la bolsa de papel por encima de las cabezas de la gente para que cayera justo delante de los caballos. No era el único que se había equipado así, y muchos otros lanzaron entonces sus canicas. Cuando los caballos llegaron a ellas se oyó un ruido como de petardos. Un animal resbaló sobre las bolas de cristal y cayó al suelo. Otros se detuvieron y retrocedieron ante esos estallidos de fuegos artificiales. La carga policial se convirtió en un tumulto. Naomi Avery había logrado llegar al frente de la muchedumbre de alguna forma y Lloyd la vio reventar una bolsita de pimienta bajo los ollares de un caballo, con lo que el animal apartó la cabeza dando enérgicas sacudidas.

El gentío remitió un poco, y Lloyd se llevó a Millie hasta la esquina. Todavía le dolía, pero había dejado de llorar.

Había una fila de gente esperando a ser atendida por los voluntarios de St. John Ambulance: una niña que lloraba y a la que parecía que le habían aplastado una mano; varios jóvenes a los que les sangraba la cabeza y la cara; una mujer mayor sentada en el suelo, sujetándose una rodilla inflamada. Cuando Lloyd y Millie llegaron a la cola, Sean Dolan se iba de allí con un vendaje que le rodeaba toda la cabeza, directo al corazón de la muchedumbre.

Una enfermera le echó un vistazo a la espalda de Millie.

—Tiene mal aspecto —dijo—. Será mejor que vayas al Hospital de Londres. Te llevaremos en una ambulancia. —Miró a Lloyd—. ¿Quieres ir tú con ella?

Lloyd quería, pero también se suponía que tenía que ir llamando para informar, así que dudó.

Millie acabó con su dilema echando mano de su habitual genio.

—Ni te atrevas a acompañarme —dijo—. No puedes hacer nada por mí, y aquí tienes un trabajo importante del que ocuparte.

Tenía razón. La ayudó a subir a una ambulancia que había aparcada allí al lado.

—¿Estás segura…?

—Sí, estoy segura. Intenta no acabar en el hospital tú también.

Lloyd se convenció de que la estaba dejando en las mejores manos. Le dio un beso en la mejilla y regresó a la refriega.

Los agentes habían cambiado de táctica. La gente había resistido las cargas de los caballos, pero la policía seguía decidida a abrirse paso. Mientras Lloyd se dirigía hacia el frente de la manifestación, cargaron a pie, atacando con las porras. Los manifestantes, desarmados, se acobardaron ante ellos, retrocedieron como hojas que apila el viento y luego avanzaron en tropel por otra parte de la línea.

La policía empezó a efectuar detenciones, quizá con la esperanza de minar la resolución del gentío llevándose a los cabecillas. En el East End, llevarse a alguien detenido no era una mera formalidad legal. Poca gente salía del calabozo sin un ojo morado o unos cuantos dientes de menos. La comisaría de Leman Street tenía una reputación especialmente mala.

Lloyd se encontró detrás de una joven que vociferaba sus protestas alzando una bandera roja. Reconoció a Olive Bishop, una vecina de Nutley Street. Un agente le golpeó en la cabeza con su cachiporra. «¡Puta judía!», le gritó. Olive no era judía, y menos aún puta; de hecho, tocaba el piano en el Calvary Gospel Hall, pero por lo visto había olvidado que Jesús siempre hablaba de poner la otra mejilla, y le arañó toda la cara al policía, en cuya piel dejó varias líneas rojas paralelas. Otros dos agentes la agarraron de los brazos y la sostuvieron mientras el que había recibido el arañazo volvía a golpearle en la cabeza.

Ver a tres hombres fuertes atacando a una chica enfureció a Lloyd. Se adelantó y le lanzó al agresor de Olive un derechazo en el que imprimió toda la rabia que sentía. El golpe le dio al policía en la sien. Aturdido, se tambaleó un poco y cayó al suelo.

Más agentes acudieron al lugar de los sucesos sin dejar de atizar con sus porras a diestro y siniestro, golpeando contra brazos, piernas, cabezas y manos. Cuatro de ellos cogieron a Olive, cada uno de un brazo o una pierna. La chica gritó y se debatió desesperadamente, pero no logró liberarse.

Los manifestantes que estaban allí, sin embargo, tampoco se quedaron quietos. Atacaron a los policías que querían llevársela para intentar apartar de ella a los hombres uniformados. Los agentes se volvieron contra los defensores de Olive al grito de «¡Judíos malnacidos!», aunque no todos eran judíos, y uno era incluso un marino somalí negro.

Los agentes soltaron a Olive y la dejaron caer sobre la calzada, entonces empezaron a defenderse. La chica se abrió paso entre la gente y desapareció. Los policías retrocedían golpeando en su retirada a todo el que tenían al alcance.

Lloyd, exaltado ante la perspectiva del triunfo, vio que la estrategia de la policía no estaba dando resultado. A pesar de toda su brutalidad, los ataques no habían logrado abrir una vía de paso entre la muchedumbre. Volvieron entonces a la carga con sus bastones, pero el gentío enardecido se precipitó hacia delante para hacerles frente, esta vez ansiosos por combatirlos.

Lloyd decidió que había llegado el momento de informar otra vez. Se abrió paso entre la gente hacia la retaguardia y buscó un teléfono.

—No creo que vayan a conseguirlo, papá —le dijo a Bernie, exaltado—. Están intentando abrir un camino a palos, pero no consiguen avanzar. Somos demasiados.

—Le estamos diciendo a la gente que vaya a Cable Street —repuso Bernie—. La policía podría estar a punto de cambiar de ofensiva pensando que tendrán más posibilidades por ahí, así que estamos enviando refuerzos. Ve tú también hacia allí a ver qué está pasando y házmelo saber.

—De acuerdo —dijo Lloyd, y colgó antes de darse cuenta de que no le había dicho a su padrastro que se habían llevado a Millie al hospital. Aunque quizá era mejor no preocuparlo por el momento.

Llegar a Cable Street no iba a resultar tarea fácil. Desde Gardiner’s Corner, Leman Street llevaba directamente en dirección sur hasta el extremo más cercano de Cable Street, una distancia de unos ochocientos metros, pero la calzada estaba bloqueada por manifestantes que se enfrentaban a la policía. Lloyd tuvo que dar un rodeo para llegar. Se abrió paso como pudo en dirección este hasta Commercial Road. Una vez allí, de nuevo resultaba complicado seguir adelante. No había policía, por lo que no había violencia, pero la aglomeración de gente era igual o incluso mayor. Era frustrante, pero Lloyd se consoló pensando que tampoco la policía conseguiría abrirse camino a la fuerza entre tantísimas personas.

Se preguntó qué estaría haciendo Daisy Peshkov. Seguramente estaría sentada en el coche, esperando a que empezara la marcha, tamborileando con la punta de su caro zapato en la alfombrilla del RollsRoyce. La idea de que él estaba ayudando a frustrar sus planes le transmitía un extraño sentimiento de maliciosa satisfacción.

Con persistencia y tratando con cierta brusquedad a todo el que se le cruzaba por el camino, Lloyd se abrió paso entre la gente. La línea férrea que cruzaba por el extremo norte de Cable Street le cortaba el paso, así que tuvo que caminar un buen trecho antes de llegar a una calle lateral en la que encontró un paso subterráneo que le permitió cruzar bajo las vías y llegar a su destino.

Allí la aglomeración de gente no era tan grande, pero Cable Street era una calle estrecha y aún se hacía difícil avanzar. Eso tenía una parte positiva: a la policía le resultaría más complicado todavía abrirse paso. Pero Lloyd vio entonces que había otra obstrucción. Alguien había cruzado un camión en la calle y la gente lo había volcado. Luego habían extendido la barricada a uno y otro lado del vehículo para que ocupara toda la calle con mesas y sillas viejas, tablones de madera sueltos y toda clase de basura apilada.

¡Una barricada! Lloyd no pudo evitar pensar en la Revolución francesa, solo que aquello no era una revolución. Los vecinos del East End no pretendían derrocar el gobierno británico. Al contrario, sentían un profundo respeto por sus elecciones, sus consejos municipales y su Parlamento. Les gustaba tanto su sistema de gobierno que estaban dispuestos a defenderlo contra el fascismo, aunque él mismo no quisiera defenderse.

Había salido del paso subterráneo justo detrás de la barrera y entonces se acercó más a ella para ver lo que sucedía. Se subió a un muro para tener mejor panorámica y se encontró con una ajetreada escena. Al otro lado, la policía intentaba desmantelar la obstrucción apartando muebles rotos y arrastrando viejos colchones para liberar el paso, pero no les estaba resultando fácil. Sobre sus cascos caía una lluvia de objetos, algunos lanzados desde detrás de la barricada, otros desde las ventanas de los pisos superiores de las casas que se alzaban a lado y lado de la estrecha calle: piedras, botellas de leche, botes rotos y ladrillos que, por lo que vio Lloyd, habían sacado de un almacén de material para la construcción que había allí cerca. Unos cuantos jóvenes atrevidos se habían subido a lo alto de la barricada y desde allí arremetían contra los agentes tirándoles palos. De vez en cuando estallaba una refriega cuando la policía intentaba tirar de uno de ellos para hacerlo caer y patearlo en el suelo. Lloyd se sobresaltó al reconocer a dos de los chicos en lo alto de la barricada. Eran Dave Williams, su primo, y Lenny Griffiths, de Aberowen. Codo con codo se enfrentaban a los agentes y los ahuyentaban con palas.

Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, Lloyd vio que la policía iba ganando terreno. Trabajaban de forma sistemática, recogían los trastos que formaban la barricada y se los llevaban de allí. Desde dentro, la gente iba reforzando el muro y recolocaba de nuevo lo que la policía había apartado, pero estaban menos organizados y no contaban con un suministro infinito de material. A Lloyd le dio la sensación de que la policía no tardaría mucho en imponerse. Y si conseguían desobstruir Cable Street, dejarían que los fascistas marcharan por allí, pasando por delante de una tienda judía detrás de otra.

Entonces miró hacia atrás y vio que quien fuera que estaba organizando la defensa de Cable Street se había anticipado ya a todo eso. Aunque la policía desmantelara la barricada, se encontraría con otra unos cientos de metros más allá calle abajo.

Lloyd retrocedió y se puso a ayudar con entusiasmo a construir la segunda barrera. Los estibadores levantaban los adoquines de la calle con piquetas, las amas de casa sacaban cubos de la basura de sus patios y los tenderos buscaban cajas y cajones vacíos. Lloyd ayudó a levantar un banco de parque, después arrancó un tablón de anuncios de un edificio municipal. Los constructores de la barricada habían aprendido de la experiencia y esta vez hacían un mejor trabajo, utilizaban los materiales de forma más eficiente, asegurándose de que la estructura fuese resistente.

De nuevo, Lloyd miró hacia atrás y vio una tercera barricada que ya estaban levantando más al este.

La gente empezó a retirarse de la primera y a reagruparse detrás de la segunda. Unos minutos después, la policía por fin consiguió abrir un paso en la primera barrera y se precipitó por él. Los primeros agentes en atravesarla fueron tras los pocos jóvenes que aún quedaban allí, y Lloyd vio a Dave y a Lenny corriendo delante de ellos por una callejuela. Las casas de uno y otro lado quedaron clausuradas enseguida, puertas y ventanas se cerraron de golpe.

Entonces Lloyd vio que la policía no sabía qué hacer a continuación. Lo único que habían conseguido atravesando la barricada era encontrarse con otra, más sólida aún. No parecían tener ánimo suficiente para ponerse a desmontar la segunda, así que se quedaron dando vueltas en mitad de Cable Street, intercambiando impresiones con desgana y mirando con resquemor a los vecinos que los observaban desde las ventanas superiores.

Era demasiado pronto para proclamar la victoria, pero de todas formas Lloyd no podía contener una alegre sensación de éxito. Empezaba a parecer que ese día iban a ganar los antifascistas.

Se quedó en su puesto otro cuarto de hora, pero la policía no hizo nada más, así que al final abandonó la escena para ir en busca de una cabina de teléfono desde la que llamar.

Bernie se mostró prudente.

—No sabemos qué está sucediendo —dijo—. Parece que en todas partes nos están dando tregua, pero tenemos que descubrir cuál es la intención de los fascistas. ¿Puedes regresar a la Torre?

Estaba claro que Lloyd no podía cruzar por entre aquella congregación de policías, pero a lo mejor había otro camino.

—Podría intentarlo yendo por St. George Street —dijo con ciertas dudas.

—Tú haz lo que puedas. Quiero saber cuál será su siguiente movimiento.

Lloyd regresó hacia el sur por un laberinto de callejuelas. Esperaba no equivocarse con St. George Street. Quedaba fuera de la zona más comprometida, pero era posible que la muchedumbre se hubiera extendido hasta allí.

Sin embargo, tal como había esperado, allí no había aglomeraciones, aunque todavía oía el alboroto de la contramanifestación y también los gritos y los silbatos de la policía. Había algunas mujeres hablando en la calle, y una pandilla de niñas que saltaban a la comba en medio de la calzada. Lloyd torció hacia el oeste apretando el paso hasta ir casi corriendo. A cada esquina esperaba ver grupos de manifestantes y policía. Se encontró con unas personas que intentaban alejarse de los altercados —dos hombres con vendajes en la cabeza, una mujer con el abrigo desgarrado, un excombatiente con medallas que llevaba el brazo en cabestrillo—, pero no había muchedumbres. Al final corrió hasta el lugar en que la calle desembocaba en la Torre y logró entrar caminando sin impedimentos en Tower Gardens.

Los fascistas seguían allí.

Solo eso ya era todo un logro; así lo sintió Lloyd. Eran las tres y media: los integrantes de la marcha llevaban horas esperando inmóviles. Vio que su ánimo exultante había desaparecido. Ya no cantaban ni entonaban consignas; se limitaban a esperar callados e indiferentes, todavía en formación pero ya no en filas tan ordenadas. Habían bajado sus estandartes, las bandas habían dejado de tocar. Ya parecían derrotados.

Sin embargo, pocos minutos después se produjo un cambio. Un coche sin capota salió de una travesía lateral y recorrió las líneas de los fascistas, que lo recibieron con gritos de júbilo. Las filas se enderezaron, los oficiales saludaron, los fascistas se pusieron firmes. En el asiento de atrás de ese coche iba sentado su cabecilla, sir Oswald Mosley, un hombre apuesto, con bigote, vestido con el uniforme completo, gorra incluida. La espalda erguida con rigidez, iba saludando sin parar mientras su coche avanzaba a paso lento, como si fuera un monarca pasando revista a sus tropas.

Su presencia insufló un nuevo ímpetu a las fuerzas fascistas y preocupó a Lloyd. Aquello significaba que seguramente marcharían tal como habían planeado. Si no, ¿qué hacía ese hombre allí? El coche recorrió toda la formación fascista y se internó en el distrito financiero por una calle lateral. Lloyd esperó. Media hora después, Mosley regresó, esta vez a pie, saludando de nuevo y recibido con más vítores.

Cuando llegó a la cabeza de la marcha, dio media vuelta y, acompañado por uno de sus oficiales, entró en una travesía.

Lloyd lo siguió.

Mosley se acercó a un grupo de hombres de más edad que formaban un corrillo en la acera. Lloyd se sorprendió al reconocer entre ellos a sir Philip Game, el inspector jefe de la policía, con pajarita y sombrero de fieltro. Los dos hombres se enzarzaron en una conversación enardecida. Sir Philip debía de estar diciéndole a sir Oswald que la muchedumbre de los contramanifestantes era demasiado nutrida y que no podrían dispersarla. Pero ¿cuál sería su consejo para los fascistas? Lloyd deseó poder acercarse lo bastante para oír lo que decían, pero decidió no arriesgarse a acabar detenido y se quedó a una distancia prudencial.

El inspector jefe fue el que más habló. El cabecilla de los fascistas asintió con brío varias veces e hizo algunas preguntas. Después, los dos hombres se dieron la mano y Mosley se alejó.

Regresó al parque y consultó con sus oficiales. Entre ellos Lloyd reconoció a Boy Fitzherbert, que llevaba el mismo uniforme que Mosley. A Boy no le quedaba tan bien: el corte militar de esa vestimenta no parecía ajustarse a su constitución blanda, suave, y a la relajada sensualidad de su pose.

Parecía que Mosley estaba dándoles órdenes. Los hombres se despidieron con un saludo y se alejaron, sin duda para llevar a cabo sus instrucciones. ¿Qué les habría ordenado? La única opción sensata era que se dieran por vencidos y se marcharan a casa; pero, de haber tenido algo de sensatez, no habrían sido fascistas.

Se oyeron silbatos, las órdenes se transmitieron a gritos, las bandas empezaron a tocar y los hombres se pusieron firmes. Lloyd comprendió que iban a marchar. La policía debía de haberles asignado un itinerario. Pero ¿cuál?

Entonces iniciaron la marcha… y avanzaron en la dirección contraria. En lugar de dirigirse hacia el este y el East End, fueron hacia el oeste, al distrito financiero, que estaba desierto aquel domingo por la tarde.

Lloyd casi no se lo podía creer.

—¡Se han rendido! —gritó en voz alta.

—Eso parece, ¿verdad? —dijo un hombre que estaba a su lado.

Se quedó cinco minutos mirando cómo las columnas se iban alejando lentamente. Cuando ya no hubo duda alguna de lo que estaba sucediendo, corrió a una cabina y llamó a Bernie.

—¡Están marchando!

—¿Qué? ¿Por el East End?

—¡No, en la otra dirección! Van hacia el oeste, hacia la City. ¡Hemos ganado!

—¡Dios bendito! —Bernie habló entonces con la gente que tenía junto a él—: ¡Oídme todos! Los fascistas marchan hacia el oeste. ¡Se han rendido!

Lloyd oyó cómo toda la sala estallaba en gritos de alegría.

—No les quites ojo de encima y avísanos cuando ya no quede ni uno solo en Tower Gardens —dijo Bernie cuando pudo hablar, un minuto después.

—Desde luego. —Lloyd colgó.

Recorrió todo el perímetro del parque loco de entusiasmo. A cada minuto que pasaba estaba más claro que los fascistas habían sido derrotados. Sus bandas tocaban y ellos marchaban siguiendo el ritmo, pero sus pasos no tenían ímpetu alguno y ellos ya no cantaban que pensaban acabar con los judíos. Los judíos habían acabado con ellos.

Al pasar por delante de Byward Street, volvió a ver a Daisy.

Caminaba hacia el inconfundible Rolls-Royce negro y crema, y su ruta la haría cruzarse con Lloyd. Él no pudo resistir la tentación de regodearse.

—La gente del East End os ha rechazado, a vosotros y a vuestras ideas repugnantes —le dijo.

Ella se detuvo y lo miró, fría como nunca.

—Nos ha obstruido el paso una panda de maleantes —espetó con desdén.

—Aun así, ahora marcháis en la dirección contraria.

—Habéis ganado una batalla, pero no la guerra.

Lloyd pensó que eso podía ser cierto, pero había sido una batalla bastante importante.

—¿No vuelves a casa marchando con tu novio?

—Prefiero ir en coche —contestó ella—. Y no es mi novio.

A Lloyd le dio un vuelco el corazón, lleno de esperanza.

Pero Daisy añadió:

—Es mi marido.

Se quedó mirándola. Nunca había pensado que de verdad pudiera ser tan tonta. Lo había dejado sin habla.

—Es verdad —dijo ella al ver la incredulidad de su expresión—. ¿No viste las crónicas de nuestro enlace en los periódicos?

—No leo las páginas de sociedad.

Daisy le enseñó la mano izquierda, en la que llevaba un anillo de compromiso de diamantes y una alianza de oro.

—Nos casamos ayer. Hemos pospuesto la luna de miel para participar hoy en la marcha. Mañana volamos a Deauville en el avión de Boy.

Recorrió los pasos que había hasta el coche y el chófer le abrió la puerta.

—A casa, por favor —le dijo ella.

—Sí, milady.

Lloyd estaba tan furioso que quería pegarle un puñetazo a alguien.

Daisy volvió la mirada por encima del hombro.

—Adiós, señor Williams.

—Adiós, señorita Peshkov —logró contestar Lloyd.

—Ah, no. Ahora soy la vizcondesa de Aberowen.

Él se dio cuenta de lo mucho que le gustaba decirlo. Se había convertido en una «lady» con título nobiliario, y eso lo era todo para ella.

Daisy se subió al coche y el chófer cerró la puerta.

Lloyd dio media vuelta. Se avergonzó al notar que tenía lágrimas en los ojos.

—Maldita sea —dijo en voz alta.

Inspiró fuerte y se tragó las lágrimas. Irguió los hombros y se dirigió de nuevo al East End apretando el paso. El triunfo del día había quedado empañado. Sabía que había sido una tontería encapricharse de ella puesto que estaba claro que él no le interesaba en absoluto, pero de todas formas le partía el corazón que Daisy hubiera decidido echarse a perder junto a Boy Fitzherbert.

Intentó quitársela de la cabeza.

Los agentes de la policía estaban regresando a sus autobuses y se marchaban de la zona. A Lloyd no le había sorprendido su brutalidad —había vivido en el East End toda su vida, y era un barrio duro—, pero sí que le había extrañado su antisemitismo. Habían insultado a las mujeres llamándolas «putas judías», y a los hombres, «judíos malnacidos». En Alemania, la policía había apoyado a los nazis y había hecho frente común con los camisas pardas. ¿Sucedería lo mismo en Inglaterra? ¡Claro que no!

El gentío de Gardiner’s Corner había empezado a celebrarlo dando gritos de alegría. La banda de la Brigada de Jóvenes Judíos tocaba una melodía de jazz para que hombres y mujeres bailaran, y las botellas de whisky y ginebra ya habían empezado a pasar de mano en mano. Lloyd decidió ir al Hospital de Londres a ver cómo estaba Millie. Después seguramente tendría que ir a la sede del Consejo Judío y darle a Bernie la noticia de que habían herido a su hija.

Antes de poder hacer nada más, se tropezó con Lenny Griffiths.

—¡Los hemos mandado al cuerno! —exclamó con entusiasmo.

—¡Ya lo creo que sí! —Lloyd sonreía de oreja a oreja.

Lenny bajó entonces la voz.

—Vencimos a los fascistas aquí y también los venceremos en España.

—¿Cuándo os marcháis?

—Mañana. Dave y yo vamos a coger el tren a París por la mañana.

Lloyd le puso un brazo sobre los hombros.

—Me voy con vosotros —dijo.