Fue la boda del año. Daisy y Boy se casaron en la iglesia de St. Margaret, en Westminster, el sábado 3 de octubre de 1936. Daisy estaba algo triste porque no había podido ser en la abadía de Westminster, pero le dijeron que allí solo se casaba la familia real.
Coco Chanel le hizo el vestido de novia. La moda de la Gran Depresión imponía líneas sencillas y las mínimas extravagancias. El traje de Daisy era de raso, cortado al bies y largo hasta el suelo, tenía unas coquetas mangas acampanadas y una cola corta que podía sostener un solo paje.
Su padre, Lev Peshkov, cruzó el Atlántico para asistir a la ceremonia. Su madre, Olga, accedió a sentarse a su lado en la iglesia solo por mantener las apariencias, y en general fingió que eran un matrimonio más o menos feliz. La pesadilla de Daisy era ver aparecer en algún momento a Marga con Greg, el hijo ilegítimo de Lev, cogido del brazo; pero eso no sucedió.
Las gemelas Westhampton y May Murray fueron sus damas de honor, y Eva Murray la dama principal. Boy se había puesto un poco escrupuloso con eso de que Eva era medio judía —de hecho, no había querido invitarla siquiera—, pero Daisy había insistido en ello.
En esos momentos se encontraba ya en la antiquísima iglesia, consciente de que estaba arrebatadoramente guapa, feliz de entregarse a Boy Fitzherbert en cuerpo y alma.
Firmó el registro como «Daisy Fitzherbert, vizcondesa de Aberowen». Llevaba semanas practicando esa firma en papeles que después rompía hasta convertirlos en pedacitos ilegibles, pero ahora ya tenía derecho a ella. Ese era su nombre.
Mientras salían de la iglesia en procesión, Fitz cogió a Olga del brazo con gentileza, pero la princesa Bea puso un metro de espacio vacío entre Lev y ella.
La princesa Bea no era una persona agradable. Sí que se portaba de una forma bastante educada con la madre de Daisy, y si su tono estaba cargado de condescendencia, Olga no reparaba en ello, así que su relación era amistosa. Pero Bea no soportaba a Lev.
Daisy se dio cuenta entonces de que Lev carecía de esa pátina de respetabilidad social. Caminaba y hablaba, comía y bebía, fumaba y reía y se rascaba como un gángster, y no le importaba lo que pensara la gente de él. Hacía lo que le venía en gana porque era un millonario norteamericano, igual que Fitz hacía lo que le venía en gana porque era un conde inglés. Daisy siempre lo había sabido, pero le resultó especialmente duro al ver a su padre entre toda aquella gente de la alta sociedad inglesa durante el desayuno de la boda, que había tenido lugar en el magnífico salón de baile del hotel Dorchester.
Sin embargo, poco importaba ya. Era «lady Aberowen», y eso nadie podía quitárselo.
A pesar de todo, la continua hostilidad con la que Bea trataba a Lev era algo irritante, como un leve hedor o un zumbido lejano, y Daisy no podía evitar cierta sensación de descontento. Sentada junto a Lev a la mesa presidencial, Bea siempre estaba ligeramente vuelta hacia el otro lado. Cuando él le hablaba, contestaba de forma escueta y sin mirarlo a los ojos. Él parecía no darse cuenta, no dejaba de sonreír y de beber champán, pero Daisy, sentada al otro lado de Lev, sabía que las señales no le habían pasado por alto. Su padre era zafio, pero no idiota.
Cuando los brindis llegaron a su fin y los hombres empezaron a fumar, Lev, que siendo el padre de la novia era el que pagaba la cuenta, miró a lo largo de la mesa y dijo:
—Bueno, Fitz, espero que haya disfrutado de la comida. ¿Han estado los vinos a la altura de lo que esperaba?
—Todo muy bien, gracias.
—Tengo que decir que a mí me ha parecido un banquete de primera, puñeta.
Bea chasqueó incluso con desagrado. Los hombres educados no decían «puñeta» en su presencia.
Lev se volvió hacia la princesa. Sonreía, pero Daisy reconoció la peligrosa expresión que vio en su mirada.
—Caray, princesa, ¿es que la he ofendido?
Ella no quería responderle, pero aquel hombre no dejaba de mirarla esperando una contestación, no apartaba los ojos de ella.
—Prefiero no oír palabras soeces —dijo al cabo.
Lev cogió un puro de su caja. No lo encendió todavía, sino que inspiró su aroma con fuerza y se dedicó a darle vueltas entre los dedos.
—Déjenme que les cuente una historia —dijo, y miró a uno y otro lado de la mesa para asegurarse de que todos le prestaban atención, Fitz, Olga, Boy, Daisy y Bea—. Siendo yo un niño, acusaron a mi padre de llevar a apacentar el ganado a las tierras de otra persona. Pensarán que eso no es nada del otro mundo, aunque fuera declarado culpable. Pero lo arrestaron, y el administrador de las tierras construyó un patíbulo en la pradera norte. Entonces llegaron los soldados, nos cogieron a mi hermano, a mi madre y a mí y nos llevaron hasta aquel lugar. Mi padre estaba en ese patíbulo, con una soga al cuello. Al cabo de poco llegó el dueño de las tierras.
Daisy, que nunca le había oído contar esa historia, miró a su madre. Olga parecía tan sorprendida como ella.
El pequeño grupo de la mesa guardaba silencio.
—Nos obligaron a mirar mientras ahorcaban a mi padre —dijo Lev, y se volvió hacia Bea—. ¿Y sabe una cosa curiosa? La hermana del terrateniente también estaba allí. —Se metió el puro en la boca, humedeció la punta y lo volvió a sacar.
Daisy vio que Bea palidecía. ¿Tenía algo que ver con ella?
—La hermana tenía entonces unos diecinueve años, y era princesa —dijo Lev, con la mirada fija en su puro. Daisy oyó que a Bea se le escapaba un leve grito y se dio cuenta de que sí, aquella historia hablaba de ella—. Se quedó allí de pie, mirando el ahorcamiento, fría como el hielo —concluyó Lev.
Entonces miró directamente a Bea.
—Bueno, pues eso a mí sí que me parece soez.
Se produjo un largo silencio.
Después Lev volvió a meterse el puro en la boca.
—¿Alguien tiene fuego?