Era la una de la tarde del sábado y la pequeña casa de Wellington Row, en Aberowen, Gales del Sur, estaba abarrotada. El abuelo de Lloyd estaba sentado a la mesa de la cocina con aspecto de sentirse muy orgulloso. A un lado tenía a su hijo Billy Williams, un minero del carbón que había llegado a parlamentario por Aberowen. Al otro lado tenía a su nieto, Lloyd, estudiante de la Universidad de Cambridge. La que no estaba era su hija, miembro del Parlamento también. Allí nadie hablaría nunca de una dinastía —la sola idea resultaba antidemocrática, y esa gente creía en la democracia igual que el Papa creía en Dios—, pero de todas formas Lloyd sospechaba que el abuelo lo sentía así.
A esa misma mesa estaba sentado Tom Griffiths, amigo de toda la vida y delegado del tío Billy. Para Lloyd era todo un honor estar sentado entre esos hombres. El abuelo era un veterano del sindicato de mineros; al tío Billy le habían formado un consejo de guerra en 1919 por revelar la guerra secreta de Gran Bretaña contra los bolcheviques; Tom había luchado junto a Billy en la batalla del Somme. Aquello era más impresionante que cenar con la realeza.
La abuela de Lloyd, Cara Williams, les había servido estofado de ternera con pan de casa y ahora, después de comer, estaban tomando un té y fumando. Amigos y vecinos se les habían unido, como hacían siempre que Billy volvía por allí, y media docena de ellos estaban apoyados contra las paredes, fumando en pipa o cigarrillos de liar, y llenando la cocina con los olores de hombres y tabaco.
Billy era de estatura baja y tenía los hombros anchos, igual que muchos mineros, pero, al contrario que los demás, iba bien vestido, con un traje azul marino y una camisa blanca, limpia, rematada por una corbata roja. Lloyd se dio cuenta de que todos se dirigían a menudo a él por su nombre de pila, como para recalcar que era uno de ellos, elevado al poder gracias a sus votos. A Lloyd le llamaban «muchacho», dejando claro que no les impresionaba en absoluto que estudiara en la universidad, pero al abuelo siempre se dirigían como «señor Williams»: era a él al que respetaban de verdad.
Por la puerta de atrás, que estaba abierta, Lloyd veía la escombrera de la mina, una montaña que no dejaba de crecer y que ya había llegado hasta el camino que había detrás de la casa.
Ese verano, Lloyd pasaba las vacaciones trabajando por poco dinero como organizador en un campamento para carboneros parados. Tenían el proyecto de renovar la Biblioteca del Instituto de Mineros. El ejercicio físico que suponía lijar, pintar y construir estanterías resultaba un grato cambio para Lloyd después de tanto leer a Schiller en alemán y a Molière en francés. Le gustaban las bromas que se gastaban los hombres: había heredado de su madre el amor por el sentido del humor galés.
Aquello estaba muy bien, pero no era luchar contra el fascismo. Se estremecía cada vez que recordaba cómo se había agazapado en el templo baptista mientras Boy Fitzherbert y sus matones cantaban por las calles y les lanzaban piedras por la ventana. Deseó haber salido allí fuera y haberle pegado un puñetazo a alguno de ellos. Puede que hubiera sido una estupidez, pero se habría sentido mejor. Lo pensaba todas las noches, antes de quedarse dormido.
También pensaba en Daisy Peshkov y su chaqueta de seda rosa con mangas farol.
La había visto una segunda vez durante la Semana de Mayo. Lloyd había ido a un recital en la capilla del King’s College, porque el estudiante que ocupaba la habitación contigua a la suya en el Emmanuel iba a tocar el violonchelo; Daisy también estaba entre el público, con los Westhampton. Llevaba un sombrero de paja con el ala un poco levantada que la hacía parecer una colegiala traviesa. Lloyd la había buscado al terminar y le había hecho preguntas sobre Estados Unidos, un país en el que él no había estado. Sentía curiosidad por la administración del presidente Roosevelt y por si tenía algo que enseñarle a Gran Bretaña, pero Daisy no hablaba más que de las fiestas que se organizaban en los partidos de tenis, los torneos de polo y los clubes náuticos. A pesar de eso, lo había vuelto a cautivar por completo una vez más. A Lloyd le encantaba su alegre palabrería, sobre todo porque de vez en cuando estaba salpicada de inesperados dardos de un ingenio sarcástico.
—No quisiera separarte de tus amigos… pero me gustaría preguntarte por el new deal —le había dicho.
—Caramba, tú sí que sabes cómo halagar a una chica —había respondido ella. Pero al despedirse, le había dicho—: Llámame cuando vengas a Londres: Mayfair dos cuatro tres cuatro.
Ese día Lloyd había parado a comer en casa de sus abuelos de camino a la estación de tren. En el campamento de trabajo le habían dado unos días libres, y pensaba coger el tren a Londres para disfrutar de un breve descanso. Tenía la vaga esperanza de tropezarse allí con Daisy, como si Londres fuese una ciudad igual de pequeña que Aberowen.
En el campamento también le habían encargado de la educación política, y en ese momento le contó a su abuelo que había organizado una serie de conferencias por parte de catedráticos de Cambridge que eran de izquierdas.
—Les digo que es una oportunidad para salir de su torre de marfil y entrar en contacto con la clase trabajadora, así que les resulta muy difícil negarse.
Los pálidos ojos azules del abuelo bajaron la mirada por su nariz larga y afilada.
—Espero que nuestros chicos les enseñen tres o cuatro cosas sobre el mundo real.
Lloyd señaló al hijo de Tom Griffiths, que estaba de pie en el umbral de la puerta de atrás, escuchando. A sus dieciséis años, Lenny ya tenía esa sombra de barba negra tan característica de los Griffiths, que no desaparecía de sus mejillas ni cuando estaban recién afeitados.
—Lenny tuvo una discusión con un profesor marxista.
—Bien por ti, Len —dijo el abuelo.
El marxismo era muy popular en Gales del Sur, que a veces recibía medio en broma el nombre de Pequeño Moscú, pero el abuelo siempre había sido un anticomunista acérrimo.
—Cuéntale al abuelo lo que le dijiste, Lenny.
Lenny sonrió con malicia y recitó:
—En 1872 el cabecilla anarquista Mijaíl Bakunin advirtió a Karl Marx de que si los comunistas llegaban al poder serían tan represores como la aristocracia a la que sustituían. Después de lo que ha sucedido en Rusia, ¿puede decir con sinceridad que Bakunin se equivocaba?
El abuelo se puso a aplaudir. Un buen tema de debate siempre era muy bien recibido en torno a la mesa de su cocina.
La abuela de Lloyd le sirvió una taza de té recién hecho. Cara Williams era una mujer gris, llena de arrugas y encorvada, igual que todas las mujeres de su edad en Aberowen.
—¿Ya le haces la corte a alguna chica, cariño mío? —le preguntó a Lloyd, que se ruborizó al instante.
—Ando muy ocupado con los estudios, abuela. —Pero la imagen de Daisy Peshkov se cruzó por su mente junto con aquel número de teléfono: Mayfair dos cuatro tres cuatro.
—Entonces, ¿quién es esa tal Ruby Carter? —preguntó la mujer.
Los hombres se echaron a reír.
—¡Te han pescado, muchacho!
Estaba claro que la madre de Lloyd se había ido de la lengua.
—Ruby es la responsable de afiliados del Partido Laborista de Cambridge, nada más —protestó Lloyd.
—Sí, claro, claro. Muy convincente —dijo Billy con sarcasmo, y todos se echaron a reír de nuevo.
—Abuela, no te gustaría que Ruby y yo fuéramos novios, créeme —dijo Lloyd—. Me dirías que lleva la ropa demasiado ceñida.
—Pues no me parece apropiada para ti —dijo Cara—. Ahora eres todo un universitario, así que tienes que apuntar más alto.
Lloyd se dio cuenta de que era igual de esnob que Daisy.
—Ruby Carter no tiene nada de malo —dijo—. Solo que no estoy enamorado de ella.
—Tú tienes que casarte con una mujer instruida, una maestra de escuela o una enfermera con titulación.
El problema era que su abuela había acertado. A Lloyd le gustaba Ruby, pero nunca la amaría. Era bastante guapa, e inteligente también, y Lloyd sentía tanta debilidad por las figuras curvilíneas como cualquier hijo de vecino, pero, aun así, sabía que no era la mujer adecuada para él. Peor aún, la abuela había metido su dedo viejo y arrugado en la llaga: Ruby tenía muy poca amplitud de miras, sus horizontes eran muy limitados. No era emocionante. No era como Daisy.
—Ya basta de tanto hablar de mujeres —dijo Cara—. Billy, cuéntanos qué noticias hay de España.
—La cosa está mal —contestó él.
Europa entera estaba pendiente de España. El gobierno de izquierdas que había salido elegido el pasado mes de febrero había sufrido una tentativa de golpe de Estado apoyado por los fascistas y los conservadores. El general rebelde, Franco, había conseguido el respaldo de la Iglesia católica. La noticia había sacudido el resto del continente como si fuera un terremoto. Después de Alemania e Italia, ¿también España, de pronto, caería bajo la maldición del fascismo?
—La sublevación ha sido una chapuza, como seguro que sabréis ya, y ha estado a punto de fracasar —siguió contando Billy—. Pero Hitler y Mussolini han acudido al rescate y han salvado el alzamiento transportando por avión a miles de soldados rebeldes de refuerzo desde el norte de África.
—¡Pero los sindicatos han salvado al gobierno! —intervino Lenny.
—Eso es cierto —dijo Billy—. El gobierno ha reaccionado con lentitud, pero los sindicatos se han puesto al frente organizando a los trabajadores y proveyéndolos de armas que han sacado de arsenales militares, buques de guerra, armerías y de allí de donde las han podido encontrar.
—Al menos alguien contraataca —dijo el abuelo—. Hasta ahora los fascistas se han salido con la suya en todas partes. En Renania y Abisinia simplemente hicieron acto de presencia y cogieron lo que les dio la gana. Gracias tenemos que darle a Dios de los españoles, vaya. Han tenido suficientes agallas para oponerse.
Se produjo un murmullo de aprobación entre los hombres que estaban apoyados en las paredes.
Lloyd recordó de nuevo aquel sábado por la tarde en Cambridge. También él había dejado que los fascistas se salieran con la suya. Bullía por dentro de frustración.
—Pero ¿pueden imponerse? —preguntó el abuelo—. Parece que ahora lo crucial son las armas, ¿verdad?
—Justamente —dijo Billy—. Los alemanes y los italianos suministran armamento y munición a los rebeldes, y también aviones de combate y pilotos. Pero al gobierno de España elegido en las urnas no lo ayuda nadie.
—¿Y por qué demonios no? —preguntó Lenny, enfadado.
Cara levantó la mirada desde los fogones. Sus oscuros ojos mediterráneos refulgían en un gesto de desaprobación, y Lloyd creyó ver en ellos a la chica guapa que había sido su abuela una vez.
—¡No quiero palabrotas en mi cocina! —advirtió.
—Lo siento, señora Williams.
—Yo puedo explicaros el verdadero porqué —dijo Billy, y todos los hombres callaron para escucharlo—. El primer ministro francés, Léon Blum, socialista, como ya sabéis, lo tenía todo dispuesto para enviar ayuda. Ya cuenta con un vecino fascista, Alemania, y lo último que quiere es un régimen fascista también en su frontera sur. Enviar armas al gobierno español pondría en pie de guerra a toda la derecha francesa, y también a los socialistas católicos del país, pero eso Blum podría soportarlo, sobre todo si tuviera el apoyo británico y pudiera decir que armar al gobierno de España es una iniciativa internacional.
—¿Y qué se torció? —preguntó el abuelo.
—Nuestro gobierno le quitó la idea de la cabeza. Blum vino a Londres y el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, le dijo que no lo secundaríamos.
El abuelo montó en cólera.
—¿Por qué necesita ningún apoyo? ¿Cómo puede un primer ministro socialista dejarse mangonear así por un gobierno conservador de otro país?
—Porque también en Francia existe el peligro de un golpe de Estado militar —explicó Billy—. Allí la prensa es de la derecha más recalcitrante, y están espoleando a sus propios fascistas hasta límites insospechados. Blum podría enfrentarse a ellos con el apoyo de Gran Bretaña… pero quizá no sin él.
—O sea, ¡que otra vez tenemos que ver cómo nuestro gobierno conservador adopta una actitud benévola con el fascismo!
—Todos esos tories tienen dinero invertido en España: vino, carbón, acero, industrias textiles… y les da miedo que el gobierno de izquierdas acabe expropiándolo todo.
—¿Qué dice Estados Unidos? Ellos creen en la democracia. ¿No están dispuestos a vender armas a España?
—Se diría que sí, ¿verdad? Pero existe un influyente grupo católico muy bien financiado, encabezado por un millonario llamado Joseph Kennedy, que se opone a enviar cualquier tipo de ayuda al gobierno español. Y un presidente demócrata necesita el apoyo de los católicos. Roosevelt no hará nada que ponga en peligro su new deal.
—Bueno, de todas formas sí hay algo que podemos hacer —dijo Lenny Griffiths, y en su expresión se reflejó toda su rebeldía adolescente.
—¿El qué, Len, muchacho? —preguntó Billy.
—Podemos ir a España a luchar.
—No digas bobadas, Lenny —dijo su padre.
—Hay mucha gente que habla de ir allí, en todo el mundo, incluso en Estados Unidos. Quieren formar unidades de voluntarios para luchar junto al ejército regular.
Lloyd se irguió en su asiento.
—¿De verdad? —Era la primera vez que oía hablar de ello—. ¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en el Daily Herald.
Lloyd no salía de su asombro. ¡Voluntarios que se iban a España a luchar contra los fascistas!
—Bueno, pues tú no vas a ir, y punto —le dijo Tom Griffiths a Lenny.
—¿Recordáis a aquellos chicos que mintieron sobre su edad para poder luchar en la Gran Guerra? —preguntó Billy—. Fueron miles.
—Y la mayoría no sirvieron para nada de nada —repuso Tom—. Recuerdo a aquel chico que se echó a llorar antes de la batalla del Somme. ¿Cómo se llamaba, Billy?
—Owen Bevin. Al final huyó, ¿verdad?
—Sí… de cabeza a un pelotón de fusilamiento. Los muy cabrones lo mataron por desertor. Quince años, tenía, el pobre chiquillo.
—Yo tengo dieciséis —soltó Lenny.
—Sí —dijo su padre—. Menuda diferencia.
—Nuestro Lloyd va a perder el tren de Londres que sale dentro de diez minutos —dijo el abuelo.
Lloyd se había quedado tan afectado con la revelación que le había hecho Lenny que se había olvidado de la hora. Se puso en pie de un salto, le dio un beso a su abuela y cogió su pequeña maleta.
—Te acompañaré a la estación —dijo Lenny.
Lloyd se despidió de todo el mundo.
Mientras se apresuraban colina abajo, Lenny no decía nada. Parecía absorto en sus pensamientos. Lloyd agradeció no tener que darle conversación: también él sentía cierta confusión mental.
El tren ya había llegado. Lloyd compró un billete de tercera a Londres y, cuando ya estaba a punto de subir a su vagón, Lenny habló por fin.
—Oye, Lloyd, dime una cosa, ¿cómo se saca uno el pasaporte?
—Decías muy en serio eso de ir a España, ¿verdad?
—Venga, hombre, no me fastidies, quiero saberlo.
Sonó el silbato y Lloyd subió al tren, cerró la puerta y bajó la ventanilla.
—Tienes que ir a correos y pedir un formulario.
—Si voy a la oficina de correos de Aberowen y pido un formulario para sacarme el pasaporte, mi madre se habrá enterado unos treinta segundos después.
—Pues vete a Cardiff —dijo Lloyd, y el tren se puso en marcha.
Ocupó su asiento y se sacó del bolsillo un ejemplar de Le Rouge et le Noir de Stendhal, en francés, pero se quedó mirando la página sin asimilar nada de lo que leía. Solo podía pensar en una cosa: ir a España.
Sabía que debería darle miedo, pero lo único que sentía era entusiasmo ante la idea de irse a luchar (a luchar de verdad, no solo organizando mítines) contra la clase de hombres que habían azuzado a los perros contra Jörg. Estaba claro que el miedo aparecería tarde o temprano. Antes de un combate de boxeo, en el vestuario, nunca estaba asustado, pero en cuanto salía al ring y veía al hombre que quería dejarlo inconsciente de un puñetazo, veía sus hombros musculados, los puños contundentes y el rostro cruel, entonces se le secaba la boca y el corazón empezaba a latirle con tanta fuerza que tenía que contener el impulso de dar media vuelta y salir corriendo.
En aquel momento, casi lo único que le preocupaba eran sus padres. Bernie estaba tan orgulloso de tener a un hijastro estudiando en Cambridge —se lo había contado a medio barrio del East End—, que le destrozaría ver marchar a Lloyd antes de sacarse el título. El temor de Ethel porque pudieran herir a su hijo, o matarlo, sería constante. Los dos se quedarían muy afectados.
Pero también había otros asuntos que tener en cuenta. ¿Cómo llegaría a España? ¿A qué ciudad podía dirigirse? ¿Cómo pagaría el billete? Aunque lo cierto es que solo había un inconveniente que lo frenara de verdad.
Daisy Peshkov.
«No seas tonto», se dijo. Solo la había visto dos veces y ella ni siquiera demostraba mucho interés por él, lo cual era inteligente por su parte, porque no eran la pareja más adecuada el uno para el otro. Ella era hija de un millonario, una chiquilla superficial que solo vivía para las fiestas de sociedad y que pensaba que hablar de política era aburrido. Le gustaban hombres como Boy Fitzherbert: solo con eso bastaba para ver que no era mujer para Lloyd. Y aun así, no podía dejar de pensar en ella, y la sola idea de irse a España y perder cualquier oportunidad de volver a verla lo hundía en la tristeza.
Mayfair dos cuatro tres cuatro.
Le avergonzaba sentir tantas dudas, sobre todo cuando recordaba la sencilla y firme determinación de Lenny. Lloyd llevaba años hablando de luchar contra el fascismo. De pronto tenía la oportunidad de hacerlo y… ¿cómo podía no ir?
Llegó a Londres, a la estación de Paddington, cogió el metro hasta Aldgate y se dirigió a pie hasta la humilde casa adosada de Nutley Street donde había nacido. Abrió con su propia llave. Aquel lugar no había cambiado demasiado desde que él era niño, pero sí contaba con una innovación: el teléfono que había en una mesita junto al perchero. Era el único teléfono de toda la calle, y los vecinos lo trataban como si fuera de propiedad pública. Junto al aparato había una caja en la que dejaban dinero cada vez que hacían una llamada.
Su madre estaba en la cocina. Llevaba puesto el sombrero, así que debía de estar a punto de salir para ir a dar un discurso en algún mitin del Partido Laborista —¿qué, si no?—, pero puso agua a calentar y le preparó un té.
—¿Cómo están todos por Aberowen? —preguntó.
—El tío Billy ha ido a pasar el fin de semana —explicó Lloyd—. Todos los vecinos se han reunido en la cocina del abuelo. Aquello es como una corte medieval.
—¿Tus abuelos están bien?
—El abuelo está como siempre. A la abuela se la ve mayor. —Se detuvo un momento—. Lenny Griffiths quiere ir a España a luchar contra los fascistas.
Su madre apretó los labios como con disgusto.
—¿Eso quiere?
—Yo también estoy pensando en ir con él. ¿Qué te parecería?
Lloyd esperaba encontrar resistencia por parte de su madre, pero aun así le sorprendió su reacción.
—Como se te ocurra, te mato, maldita sea —le soltó en tono agresivo—. ¡No quiero ni que lo pienses! —Dejó la tetera en la mesa con un fuerte golpe—. ¡Te parí con mucho sufrimiento y grandes dolores, te crié, te puse los zapatos para enviarte al colegio y no pasé por todo eso para que ahora tú te desgracies la vida en una puñetera guerra!
Lloyd se quedó de piedra.
—No tengo intención de desgraciarme la vida —dijo—, pero sí que la pondría en peligro por una causa en la que tú misma me has enseñado a creer.
Se sintió desconcertado al ver que su madre empezaba a sollozar. Casi nunca lloraba; de hecho, Lloyd no recordaba la última vez que la había visto hacerlo.
—Madre, no. —Le rodeó los hombros temblorosos con un brazo—. Todavía no ha pasado nada.
Bernie, un hombre fornido de mediana edad con una calva incipiente, entró en la cocina.
—¿Qué es todo esto? —preguntó. Parecía algo asustado.
—Lo siento, papá, la he disgustado —dijo Lloyd. Retrocedió un paso y dejó que Bernie abrazara a Ethel.
—¡Se nos va a España! ¡Lo matarán! —gritó ella.
—Vamos a calmarnos todos un poco y a discutir esto con algo de sensatez —dijo Bernie.
Su padrastro era un hombre muy sensato, llevaba un sensato traje oscuro y unos zapatos de sensatas suelas gruesas reparados miles de veces con betún. No había duda de que por eso mismo lo votaba la gente: era político municipal y representaba a Aldgate en el Consejo del Condado de Londres. Lloyd no había conocido a su verdadero padre, pero no podía imaginar querer a un padre de verdad más de lo que quería a Bernie, que había sido un padrastro cariñoso, siempre dispuesto a consolarlo o a aconsejarle, reacio a dar órdenes y a castigar. Trataba a Lloyd exactamente igual que a su propia hija, Millie.
Bernie convenció a Ethel de que se sentara a la mesa de la cocina, y Lloyd le sirvió una taza de té.
—Una vez pensé que mi hermano había muerto —dijo Ethel, que no dejaba de llorar—. A Wellington Row llegaban telegramas y ese desdichado chico de correos tenía que ir de casa en casa, entregando a hombres y mujeres esos papelitos que decían que sus hijos y maridos habían muerto. Pobre muchacho, ¿cómo se llamaba? Geraint, me parece. Pero nunca trajo ningún telegrama a nuestra casa y yo, que soy una mala mujer, ¡le daba gracias a Dios porque fueran otros los que habían muerto, y no Billy!
—Tú no eres una mala mujer —dijo Bernie, tranquilizándola con unas palmaditas.
La hermanastra de Lloyd, Millie, bajó del piso de arriba. Tenía dieciséis años, pero parecía mayor, sobre todo cuando se vestía como esa tarde, con un traje negro muy elegante y unos pequeños pendientes de oro. Hacía dos años que trabajaba en una tienda de ropa femenina de Aldgate, pero era una chica inteligente y ambiciosa, y unos días antes había conseguido un empleo en unos grandes almacenes muy chic del West End. Miró a Ethel.
—Mamá, ¿qué te pasa? —Hablaba con acento cockney.
—¡Que tu hermano quiere irse a España para que lo maten! —exclamó Ethel.
Millie lanzó una mirada acusadora a Lloyd.
—Pero ¿qué le has dicho? —Millie siempre culpaba enseguida de cualquier cosa a su hermano mayor; le parecía que todo el mundo lo adoraba sin demasiada razón.
Lloyd reaccionó con una tolerancia cariñosa.
—Lenny Griffiths, de Aberowen, se va a luchar contra los fascistas, y le he dicho a mamá que también yo estaba pensando en irme con él.
—Serás capaz —dijo Millie, indignada.
—Dudo que logres llegar allí —dijo Bernie, siempre tan práctico—. A fin de cuentas, el país está sumido en plena guerra civil.
—Puedo ir en tren hasta Marsella. Barcelona no queda muy lejos de la frontera con Francia.
—A ciento treinta o ciento cincuenta kilómetros, y la travesía por los Pirineos es muy fría.
—Tiene que haber barcos que vayan de Marsella a Barcelona. Por mar no está tan lejos.
—Es verdad.
—¡Basta ya, Bernie! —exclamó Ethel—. Ni que estuvierais decidiendo la forma más rápida de llegar a Piccadilly Circus. ¡Está hablando de irse a la guerra! No pienso permitirlo.
—Tiene veintiún años, Ethel —dijo Bernie—. No podemos impedírselo.
—¡Sé perfectamente cuántos años tiene, maldita sea!
Bernie consultó su reloj.
—Tenemos que irnos ya al mitin. Eres la oradora principal y Lloyd no se irá a España esta noche.
—¿Cómo lo sabes? —contestó ella—. ¡A lo mejor volvemos a casa y nos encontramos una nota diciendo que ha cogido el tren que enlaza con el barco a París!
—Vamos a hacer una cosa —dijo Bernie—. Lloyd, prométele a tu madre que no te irás por lo menos hasta dentro de un mes. No es mala idea, de todas formas. Antes de marcharte corriendo deberías hacer algunas averiguaciones para saber con qué te vas a encontrar al llegar. Déjala tranquila, al menos por el momento. Más adelante ya volveremos a hablarlo.
Era una solución de compromiso muy típica de Bernie, calculada para que todo el mundo accediera sin tener que ceder; pero Lloyd se resistía a comprometerse a nada. Por otra parte, seguramente tampoco podía subirse a un tren y listos. Antes tendría que ver qué gestiones había puesto en marcha el gobierno español para recibir a los voluntarios. Lo ideal sería ir acompañado de Lenny y otros más. Necesitaría visados, moneda extranjera, un buen par de botas…
—Está bien —accedió—. No me iré hasta dentro de un mes.
—¿Lo prometes? —dijo su madre.
—Lo prometo.
Ethel se tranquilizó un poco. Al cabo de un rato se empolvó la cara y su aspecto ya fue más normal. Se bebió la taza de té.
Después se puso el abrigo y Bernie y ella salieron.
—Bueno, pues yo también me marcho —dijo Millie.
—¿Adónde vas? —le preguntó Lloyd.
—Al Gaiety.
Era un music-hall del East End.
—¿Dejan entrar a las chicas de dieciséis años?
Millie lo miró arqueando las cejas.
—¿Quién tiene dieciséis años? Yo no. Además, Dave también va, y él solo tiene quince. —Estaba hablando de su primo, David Williams, hijo del tío Billy y la tía Mildred.
—Bueno, pues que os lo paséis muy bien.
Millie fue hacia la puerta pero luego retrocedió.
—Y a ti que no te maten en España, pedazo de idiota. —Lo abrazó y lo estrechó con fuerza, después salió sin decir nada más.
En cuanto oyó que se cerraba la puerta de la calle, Lloyd fue hasta el teléfono.
No tuvo que esforzarse para recordar el número. Veía a Daisy en su recuerdo, volviéndose mientras él la dejaba, con una gran sonrisa encantadora bajo su sombrero de paja y diciendo: «Mayfair dos cuatro tres cuatro».
Descolgó el teléfono y marcó.
¿Qué iba a decirle? ¿«Me dijiste que te llamara, pues aquí me tienes»? Era una excusa muy floja. ¿La verdad? «No te admiro ni mucho menos, pero no consigo dejar de pensar en ti.» Estaría bien invitarla a algo, pero ¿a qué? ¿A un mitin del Partido Laborista?
Contestó un hombre.
—Residencia de la señora Peshkov. Buenas tardes. —Por lo deferente del tono, Lloyd supuso que debía de ser un mayordomo. Seguro que la madre de Daisy había alquilado una casa en Londres con el servicio incluido.
—Soy Lloyd Williams… —Quería decir algo que explicara o justificara su llamada, y añadió lo primero que le vino a la cabeza—: Del Emmanuel College. —Eso no quería decir nada, pero con ello esperaba impresionar un poco al hombre—. ¿Podría hablar con la señorita Daisy Peshkov?
—No, lo siento, profesor Williams —dijo el mayordomo, suponiendo que Lloyd debía de ser catedrático—. Han salido todos a la ópera.
«Desde luego», pensó Lloyd, decepcionado. Ningún habitual de los acontecimientos de sociedad estaba en casa a esa hora de la tarde, y menos aún en sábado.
—Ah, ahora lo recuerdo —mintió—. Me dijo que pensaba ir, pero lo había olvidado. A Covent Garden, ¿verdad? —Contuvo la respiración.
Sin embargo, el mayordomo no vio nada sospechoso.
—Sí, señor. La flauta mágica, me parece.
—Gracias. —Lloyd colgó.
Se fue a su habitación y se cambió de ropa. En el West End, la gente llevaba traje de etiqueta hasta para ir al cine. Pero ¿qué haría al llegar allí? No podía permitirse una entrada a la ópera, y de todas formas la función pronto habría acabado.
Fue hacia allí en el metro. Aunque no resultara muy apropiado, la Royal Opera House estaba situada junto a Covent Garden, el mercado mayorista de frutas y verduras de Londres. Ambas instituciones se llevaban bien porque sus horarios eran muy diferentes: el mercado abría las puertas a las tres o las cuatro de la madrugada, cuando hasta los juerguistas más incorregibles empezaban a marcharse a casa, y cerraba mucho antes de la matiné.
Lloyd pasó por delante de los puestos cerrados del mercado y miró al interior del teatro de la ópera a través de sus puertas de cristal. El esplendoroso vestíbulo estaba vacío y se oía a Mozart amortiguado de fondo. Entró, adoptó una despreocupada actitud de clase alta y se dirigió al ujier.
—¿A qué hora baja el telón?
Si se hubiese presentado con su traje de tweed, seguramente le habrían dicho que aquello no era de su incumbencia, pero el traje de etiqueta era el uniforme de la autoridad, así que el ujier respondió:
—Dentro de unos cinco minutos, señor.
Lloyd asintió brevemente. Decir un «Gracias» habría sido delatarse.
Salió del edificio y dio la vuelta a la manzana. Era un momento muy tranquilo. En los restaurantes, la gente estaba pidiendo ya el café; en los cines, la película principal se acercaba a su melodramático clímax. Todo cambiaría dentro de pocos instantes, cuando las calles quedaran invadidas de gente pidiendo taxis, caminando hacia los clubes nocturnos, despidiéndose con besos en las paradas del autobús y corriendo para no perder el último tren de regreso a los barrios periféricos.
Lloyd regresó a la ópera y volvió a entrar. La orquesta estaba ya en silencio y el público justo había empezado a salir. Liberados del largo cautiverio de sus butacas, charlaban muy animadamente, elogiando a los cantantes, criticando el vestuario y acabando de concretar los planes para las cenas a las que asistirían a continuación.
Lloyd vio a Daisy casi al instante.
Llevaba un vestido en tonos lavanda con una pequeña capa de visón color champán que le cubría los hombros desnudos; estaba arrebatadora. Salió del auditorio encabezando un grupito de gente de su misma edad. Lloyd lamentó reconocer a Boy Fitzherbert a su lado y verla a ella riéndole alegremente algo que le había murmurado al oído mientras bajaban la escalinata cubierta por una alfombra roja. Detrás de ella iba aquella chica alemana tan interesante, Eva Rothmann, escoltada por un joven alto vestido con uniforme de gala, el equivalente de un traje de etiqueta en uniforme militar.
Eva reconoció a Lloyd y le sonrió. Él se dirigió a ella en alemán.
—Buenas noches, fräulein Rothmann, espero que haya disfrutado de la ópera.
—Mucho, sí, gracias —respondió ella en el mismo idioma—. No me había dado cuenta de que estuviera usted entre el público.
—Eh, chicos, ¿por qué no habláis en inglés? —dijo Boy con tono amigable. Parecía que iba algo bebido. Era apuesto y tenía un aire algo disoluto, como un adolescente guapo y malhumorado, o un perro de pedigrí al que a menudo le dan sobras para comer. Tenía un carácter afable, y seguro que sabía ser irresistiblemente encantador cuando quería.
—Vizconde de Aberowen, este es el señor Williams —dijo Eva, en inglés.
—Ya nos conocemos —aclaró Boy—. Estudia en el Emma.
—Hola, Lloyd —dijo Daisy—. Nos vamos de juerga a los barrios bajos.
Lloyd ya había oído antes esa expresión. Significaba ir al East End a visitar pubs de mala muerte para ver cómo se divertía la clase trabajadora, como el que va a ver peleas de perros.
—Seguro que Williams conoce muchos sitios —dijo Boy.
Lloyd dudó solo una fracción de segundo. ¿Estaba dispuesto a tolerar a Boy para poder disfrutar de Daisy? Desde luego.
—Lo cierto es que sí —dijo—. ¿Queréis que os acompañe?
—¡Fantástico!
De pronto apareció una mujer mayor señalando a Boy con un dedo índice conminatorio.
—Tienes que acompañar a estas chicas a casa antes de la medianoche —dijo con acento norteamericano—. Y ni un segundo después, por favor. —Lloyd supuso que sería la madre de Daisy.
—Déjelo en manos del ejército, señora Peshkov —dijo el hombre alto de uniforme de gala—. Seremos puntuales.
Detrás de la señora Peshkov se acercó el conde Fitzherbert con una mujer gruesa que debía de ser su esposa. A Lloyd le habría gustado preguntarle al conde por la política de su gobierno respecto a España.
Fuera tenían ya dos coches esperándolos. El conde, su mujer y la madre de Daisy se subieron a un Rolls-Royce Phantom III de color negro y crema. Boy y su grupo se apiñaron en el otro, una limusina Daimler E20 de color azul oscuro, el coche preferido de la familia real. En total eran siete jóvenes, contando a Lloyd. Eva parecía estar con el soldado, que se presentó él mismo a Lloyd como el teniente Jimmy Murray. La tercera chica era su hermana, May, y el otro muchacho (una versión más callada y delgada de Boy) resultó ser Andy Fitzherbert.
Lloyd le dio instrucciones al chófer para ir al Gaiety.
Se dio cuenta de que Jimmy Murray pasaba discretamente un brazo alrededor de la cintura de Eva. La reacción de la chica fue la de acercarse un poco a él: era evidente que estaban cortejando. Lloyd se alegró por ella. No era muy guapa, pero sí inteligente y encantadora. Le caía bien y se alegraba de que hubiera encontrado a un soldado alto. Aun así, se preguntó cómo reaccionarían otros en esas esferas de la alta sociedad si Jimmy anunciara que pensaba casarse con una alemana medio judía.
Entonces se le ocurrió que los demás formaban otras dos parejas: Andy y May, y (aunque no le hiciera ninguna gracia) Boy y Daisy. Lloyd era el único que quedaba solo. Como no quería mirarlos con demasiada insistencia, decidió estudiar la caoba pulida que enmarcaba las ventanillas. El coche subió por Ludgate Hill hacia la catedral de San Pablo.
—Vaya por Cheapside —le dijo Lloyd al chófer.
Boy dio un largo trago de una petaca de plata.
—Sí que sabes moverte por aquí, Williams —dijo tras limpiarse la boca.
—Vivo aquí —repuso Lloyd—. Nací en el East End.
—Qué maravilla —dijo Boy; Lloyd no estaba seguro de si hablaba con una ligera descortesía o si estaba siendo desagradablemente sarcástico.
En el Gaiety todas las sillas estaban ocupadas, pero había mucho sitio para estar de pie y el público se movía sin parar por todo el local para ir a saludar a amigos o pedir algo en la barra. Todos iban muy arreglados, las mujeres con vestidos de colores vivos y los hombres con sus mejores trajes. El ambiente era caluroso y estaba lleno de humo, el olor de la cerveza derramada lo invadía todo. Lloyd encontró sitio para su grupo casi al fondo. Su vestimenta los señalaba como visitantes del West End, pero no eran los únicos: los music-halls tenían mucho éxito entre todas las clases.
En el escenario, una artista algo madurita con un vestido rojo y una peluca rubia estaba interpretando un número de equívocos.
—Y entonces le dije: «No pienso dejarte entrar en mi pasadizo». —El público estalló en carcajadas—. Y él me dijo: «Ya lo veo desde aquí, cielo». Y yo le dije: «¡Deja de asomar las narices!». —Afectaba un tono de indignación—. Y entonces me contestó: «Pues a mí me parece que necesita una buena limpieza. ¡Bueno! ¿Qué me decís de eso?».
Lloyd vio que Daisy sonreía de oreja a oreja. Se inclinó hacia ella y le murmuró algo al oído.
—¿Te habías dado cuenta de que es un hombre?
—¡No!
—Mírale las manos.
—¡Ay, santo cielo! —exclamó ella—. ¡Esa mujer es un hombre!
David, el primo de Lloyd, pasó de largo junto a ellos y, al reconocer a Lloyd, volvió sobre sus pasos.
—¿Para qué vais vestidos tan de gala? —preguntó con su acento cockney. Él llevaba un pañuelo anudado al cuello y una gorra de tela.
—Hola, Dave, ¿qué tal te va?
—Me voy a España con Lenny Griffiths y contigo.
—No, ni hablar —dijo Lloyd—. Tienes quince años.
—En la Gran Guerra lucharon chicos de mi edad.
—Pero no sirvieron de nada… pregúntale a tu padre. De todas formas, ¿a ti quién te ha dicho que yo voy a ir?
—Tu hermana, Millie —contestó Dave, y siguió su camino.
—¿Qué bebe la gente por aquí, Williams? —preguntó Boy.
—Pintas de la mejor cerveza amarga, los hombres, y oporto con limón, las chicas —dijo Lloyd, aunque pensó que a Boy ya no le convenía beber más alcohol.
—¿Oporto con limón?
—Es oporto rebajado con limonada.
—Suena de lo más repugnante —dijo Boy, y desapareció.
El cómico llegó al clímax de su número.
—Y entonces le dije: «¡Idiota, que no es ese pasadizo!». —Él, o ella, se retiró entre tremendos aplausos.
Millie apareció frente a Lloyd.
—Hola —dijo, y miró a Daisy—. ¿Quién es tu amiga?
Lloyd se alegró al ver a Millie tan guapa con su sofisticado vestido negro, su collar de perlas falsas y un discreto toque de maquillaje.
—Señorita Peshkov —dijo—, permítame presentarle a mi hermana, la señorita Leckwith. Millie, esta es Daisy.
Se dieron la mano.
—Encantada de conocer a la hermana de Lloyd —dijo Daisy.
—Hermanastra, más bien.
—Mi padre murió en la Gran Guerra —explicó Lloyd—. Nunca lo conocí. Mi madre volvió a casarse cuando yo no era más que un niño.
—Que disfrutéis del espectáculo —dijo Millie antes de dar media vuelta; luego, cuando ya se iba, le comentó en voz baja a Lloyd—: Ahora entiendo por qué Ruby Carter no tiene ninguna posibilidad.
Lloyd refunfuñó por dentro. Estaba visto que su madre le había contado a toda la familia que andaba cortejando a Ruby.
—¿Quién es Ruby Carter? —preguntó Daisy.
—Es una doncella de Chimbleigh. La chica a la que le diste dinero para que fuera al dentista.
—Ya me acuerdo. O sea que su nombre está sentimentalmente unido al tuyo.
—En la imaginación de mi madre, sí.
Daisy se rió al verlo tan incómodo.
—O sea que no vas a casarte con una doncella.
—No voy a casarme con Ruby.
—Puede que sea la mujer ideal para ti.
Lloyd la miró directamente a los ojos.
—No siempre nos enamoramos de la persona que más nos conviene, ¿verdad?
Ella miró al escenario. El espectáculo estaba a punto de terminar y todo el reparto empezaba a cantar una conocida canción. El público se les unió con entusiasmo. Los clientes que estaban de pie al fondo se cogieron de los brazos y empezaron a balancearse al ritmo de la tonada, y el grupo de Boy siguió su ejemplo.
Cuando bajó el telón, Boy todavía seguía desaparecido.
—Iré a buscarlo —dijo Lloyd—. Creo que sé dónde puedo encontrarlo.
El Gaiety tenía servicios para señoritas, pero el de hombres era un patio trasero con un retrete que tenía el suelo de tierra y varios bidones de aceite cortados por la mitad. Encontró a Boy devolviendo en uno de ellos.
Le pasó un pañuelo para que se limpiara la boca, luego lo sostuvo del brazo, lo acompañó hasta el interior del establecimiento, que ya se estaba vaciando, y lo llevó hasta la limusina Daimler. Los demás ya estaban esperándolos. Subieron todos y Boy se quedó dormido al instante.
Cuando llegaron de nuevo al West End, Andy Fitzherbert le dijo al conductor que fuera primero a casa de los Murray, en una calle modesta que quedaba cerca de Trafalgar Square.
—Vosotros seguid. Yo acompañaré a May hasta la puerta y luego me iré a casa caminando —dijo mientras bajaba del coche con May.
Lloyd supuso que Andy pensaba dedicarle una romántica despedida a la chica en la puerta de su casa.
Siguieron camino hacia Mayfair. Cuando el coche se acercaba a Grosvenor Square, donde estaban alojadas Daisy y Eva, Jimmy le dijo al chófer:
—Pare en la esquina, por favor. —Y luego a Lloyd, en voz baja—: Oye, Williams, no te importa acompañar a la señorita Peshkov hasta la puerta, ¿verdad? Yo te sigo con fräulein Rothmann dentro de medio minuto.
—Desde luego.
Jimmy quería despedirse de Eva con un beso en el coche, era evidente. Boy no se enteraría: estaba roncando. Y el conductor, con la esperanza de conseguir una propina, fingiría no ver nada de nada.
Lloyd bajó del coche y le ofreció una mano a Daisy. Cuando ella se la aceptó, sintió un estremecimiento similar a una leve corriente eléctrica. La cogió del brazo y juntos echaron a andar lentamente por la acera. A medio camino entre dos farolas, donde la luz era más tenue, Daisy se detuvo.
—Démosles tiempo —dijo.
—Me alegra mucho que Eva tenga un pretendiente.
—Sí, a mí también.
Lloyd respiró hondo.
—No puedo decir lo mismo de ti con Boy Fitzherbert.
—¡Me presentó ante la corte! —explicó Daisy—. Y bailé con el rey en un club nocturno… Salió en todos los periódicos de mi país.
—¿Por eso dejas que te corteje? —dijo Lloyd sin poder creérselo.
—No solo por eso. Le gusta todo lo que hago: ir a fiestas, las carreras de caballos, la ropa bonita. ¡Es muy divertido! Incluso tiene su propio avión.
—Nada de eso importa —dijo Lloyd—. Déjalo y sé mi novia.
A Daisy pareció gustarle la declaración, pero se rió.
—Estás loco. Aunque me gustas.
—Lo digo en serio —insistió él, desesperado—. No puedo dejar de pensar en ti, aunque seas la última persona del mundo con la que me convendría casarme.
Ella volvió a reír.
—¡Cómo puedes decir esas barbaridades! No sé ni por qué hablo contigo. Supongo que me pareces agradable, detrás de esa fachada de rudas maneras.
—En realidad no soy rudo… solo me pasa contigo.
—Te creo. Pero no voy a casarme con un socialista muerto de hambre.
Lloyd le había abierto su corazón y ella lo había rechazado con gracia. Estaba destrozado. Volvió la mirada hacia el Daimler.
—Me pregunto cuánto más van a tardar —dijo con desconsuelo.
—Pero sí podría besar a un socialista, aunque solo sea por probar.
Lloyd tardó un momento en reaccionar. Pensó que Daisy solo estaba especulando. Pero una chica jamás diría algo así solo por especular. Era una invitación, y él había sido tan tonto como para estar a punto de dejarla pasar.
Se acercó a ella y le puso las manos en la cintura. Daisy alzó la cabeza hacia arriba, y su belleza lo dejó sin habla. Lloyd se inclinó y le dio un suave beso en la boca. Ella no cerró los ojos, tampoco él. Estaba excitadísimo, mirando a sus ojos azules mientras sus labios se movían contra los de ella. Daisy abrió la boca apenas un poco, y él rozó sus labios separados con la punta de la lengua. Un momento después, sintió que la lengua de ella le correspondía. Todavía lo miraba a los ojos, y Lloyd estaba en el paraíso, quería seguir preso de ese abrazo por toda la eternidad. Daisy apretó más su cuerpo contra el suyo. Él tenía una erección y retrocedió un poco, le daba vergüenza que ella lo notara… pero ella volvió a acercarse más y, mirándola a los ojos, Lloyd se dio cuenta de que quería sentir el roce de su miembro con su suave cuerpo. Eso lo encendió más todavía. Casi no podía soportarlo, sentía que iba a eyacular, y pensó que a lo mejor ella incluso lo deseaba.
Entonces oyeron que la puerta del Daimler se abría, y a Jimmy Murray hablando a un volumen algo exagerado para ser natural, como si les dirigiera un aviso. Lloyd puso fin al abrazo con Daisy.
—Vaya —murmuró ella, sorprendida—, ha sido un placer inesperado.
—Más que un placer —dijo Lloyd, la voz algo ronca.
Jimmy y Eva llegaron entonces donde estaban ellos y todos juntos caminaron hasta la puerta de la casa de la señora Peshkov. Era un edificio señorial, con unos escalones que subían hasta un porche cubierto. Lloyd se preguntó si el porche les proporcionaría cobijo suficiente para camuflar otro beso, pero mientras subían los escalones la puerta se abrió desde dentro. Un hombre vestido de etiqueta, seguramente el mayordomo con el que había hablado Lloyd antes. ¡Cómo se alegraba de haber hecho esa llamada!
Las dos chicas dijeron buenas noches con recato, sin que nada delatara que apenas segundos antes habían estado inmersas en sendos abrazos apasionados; después, la puerta se cerró y ellas desaparecieron.
Lloyd y Jimmy bajaron los escalones.
—Yo volveré a casa andando desde aquí —dijo Jimmy—. ¿Quieres que le diga al chófer que te lleve otra vez al East End? Debes de estar a cinco o seis kilómetros de casa. Y a Boy no le importará… seguirá durmiendo hasta el desayuno, diría yo.
—Es muy amable por tu parte, Murray, y te lo agradezco; pero, lo creas o no, me apetece caminar. Tengo mucho en qué pensar.
—Como prefieras. Buenas noches, entonces.
—Buenas noches —dijo Lloyd, y con la cabeza aún dándole vueltas mientras la erección disminuía poco a poco, se volvió hacia el este y echó a andar hacia casa.