II

—Si un chico te gusta, puedes dejar que te dé un beso en la boca —dijo Lindy Westhampton, sentada en el césped tomando el sol.

—Y si te gusta de verdad, puede tocarte los pechos —dijo su hermana gemela, Lizzie.

—Pero nada de nada por debajo de la cintura.

—Por lo menos hasta que os hayáis prometido.

Daisy estaba intrigada. Había imaginado que las chicas inglesas serían algo reprimidas, pero se había equivocado. Las gemelas Westhampton estaban obsesionadas con el sexo.

Estar invitada en Chimbleigh, la casa de campo de sir Bartholomew «Bing» Westhampton, era toda una sensación para Daisy. Sentía que la sociedad inglesa ya la había aceptado en su seno, aunque todavía no había conocido al rey.

Recordó la humillación de la que había sido objeto en el Club Náutico de Buffalo con una sensación de bochorno que todavía le escocía, como una quemadura en la piel que sigue doliendo aun mucho después de que la llama se haya extinguido. Pero cada vez que sentía ese dolor, pensaba en que un día iría a bailar con el rey, y se las imaginaba a todas —a Dot Renshaw, Nora Farquharson, Ursula Dewar— comiéndose con los ojos su fotografía en el Buffalo Sentinel y leyendo hasta la última palabra de la crónica, envidiándola y deseando poder decir, sin faltar a la verdad, que siempre habían sido amigas suyas.

Al principio nada había resultado fácil. Daisy había llegado hacía tres meses con su madre y su amiga Eva. Su padre les había dado unas cuantas cartas de presentación dirigidas a personas que habían resultado no ser precisamente la flor y nata del panorama social de Londres. Daisy empezaba a arrepentirse de haberse marchado del baile del Club Náutico con tanta prepotencia: ¿y si al final no llegaba a ninguna parte?

Sin embargo, era una chica decidida y no le faltaban recursos, así que por el momento le bastaba con tener un pie dentro. Incluso en espectáculos que eran más o menos públicos, como las carreras de caballos o las funciones de ópera, podía codearse una con gente de alta alcurnia. Daisy coqueteaba con los hombres y despertaba la curiosidad de las matronas dejándoles caer que era rica y estaba soltera. Muchas familias aristocráticas inglesas se habían arruinado en la Gran Depresión, y una heredera estadounidense siempre era bienvenida, incluso aunque no fuese guapa y encantadora. Les gustaba su acento, le toleraban que cogiera el tenedor con la mano derecha y les divertía saber que era capaz de ponerse al volante de un coche; en Inglaterra eran los hombres quienes conducían. Muchas chicas inglesas montaban a caballo igual de bien que Daisy, pero muy pocas igualaban la coqueta seguridad que exhibía ella sobre la silla. Algunas de las mujeres más mayores la miraban con recelo, pero incluso a ellas se las acabaría ganando, estaba segura.

Coquetear con Bing Westhampton había resultado fácil. Era un hombrecillo menudo y con una sonrisa irresistible al que se le iban los ojos detrás de las chicas guapas; y el instinto le decía a Daisy que los ojos no serían lo único que se le iría si tenía la oportunidad de llevársela a dar un oscuro paseo por el jardín al atardecer. Estaba claro que sus hijas habían salido a él.

La reunión en la casa de campo de los Westhampton era una de las muchas que se celebraban en Cambridgeshire durante la Semana de Mayo y que duraban varios días. Entre los invitados se contaban el conde Fitzherbert, conocido como Fitz, y su esposa, Bea. Ella era la condesa Fitzherbert, claro está, pero prefería utilizar su título de princesa rusa. Su hijo mayor, Boy, estudiaba en el Trinity College.

La princesa Bea era una de las matriarcas de la alta sociedad que todavía miraban a Daisy con cierto reparo. Sin llegar a decir ninguna falsedad, Daisy había dado a entender que su padre era un noble ruso que lo había perdido todo en la revolución, y no un obrero de una fábrica que había huido a América escapando de la policía. Pero Bea no se había dejado engañar.

—No recuerdo a ninguna familia de nombre Peshkov en San Petersburgo ni en Moscú —le había dicho sin molestarse demasiado en fingir desconcierto, a lo que Daisy se había obligado a sonreír como si el hecho de que la princesa lo recordara o no fuese del todo intrascendente.

En la casa había otras tres chicas de la misma edad que Daisy y Eva: las gemelas Westhampton y May Murray, que era hija de un general. Los bailes se alargaban toda la noche, así que todos dormían hasta el mediodía, pero las tardes se hacían un poco pesadas. Las cinco chicas pasaban los ratos muertos en el jardín o se iban a pasear por el bosque.

—¿Y qué es lo que se puede hacer después de haberse prometido? —preguntó Daisy en ese momento, incorporándose en su hamaca.

—Puedes frotarle la cosa —respondió Lindy.

—Hasta que le sale el chorrito —añadió su hermana.

—¡Qué asqueroso! —exclamó May Murray, que no era tan atrevida como las gemelas.

Eso no hizo más que animarlas.

—También se la puedes chupar —dijo Lindy—. Eso es lo que más les gusta.

—¡Callaos ya! —protestó May—. Os lo estáis inventando.

Lo dejaron correr, ya habían molestado bastante a May.

—Me aburro —dijo Lindy—. ¿Qué podríamos hacer?

Daisy se dejó llevar por un impulso travieso.

—¿Por qué no nos presentamos a la cena vestidas de hombre? —Se arrepintió nada más haberlo dicho. Un numerito como ese podía dar al traste con su carrera social cuando apenas si había empezado.

El decoro alemán de Eva hizo que se sintiera violentada.

—¡Daisy, no lo dirás en serio!

—No —admitió ella—. Ha sido una tontería.

Las gemelas tenían el mismo pelo rubio y fino que su madre, no los rizos oscuros de su padre, pero sí habían heredado de él su vena pícara, y a las dos les encantó la idea.

—Hoy bajarán todos con frac, así que podemos robarles los esmóquines —dijo Lindy.

—¡Eso! —soltó su hermana gemela—. Lo haremos cuando estén tomando el té.

Daisy se dio cuenta de que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—¡Pero no podemos presentarnos así en el baile! —exclamó May Murray. Todos ellos pensaban asistir al baile del Trinity después de cenar.

—Nos cambiaremos otra vez antes de salir hacia allí —dijo Lizzie.

May era una criatura tímida, a la que seguramente su padre militar había apocado el carácter, y siempre accedía a todo lo que decidían las demás. Eva, siendo la única voz discrepante, se vio anulada y el plan siguió adelante.

Cuando llegó el momento de vestirse para la cena, una doncella llevó dos trajes de etiqueta a la habitación que Daisy compartía con Eva. La doncella se llamaba Ruby y el día anterior había tenido un dolor de muelas horrible, así que Daisy le había dado dinero para que fuera al dentista, donde le habían arrancado la pieza. Ruby, con el dolor de muelas ya olvidado, tenía los ojos encendidos de la emoción.

—¡Aquí tienen, señoras! —dijo—. Sir Bartholomew debe de llevar una talla lo bastante pequeña para usted, señorita Peshkov, y el traje del señor Andrew Fitzherbert para la señorita Rothmann.

Daisy se quitó el vestido y se puso la camisa. Ruby la ayudó con los extraños gemelos y los puños, a los que no estaba acostumbrada. Después se metió dentro de los pantalones de Bing Westhampton, negros y con una raya de raso. Remetió por dentro la combinación y luego se subió los tirantes hasta los hombros. Al cerrar los botones de la bragueta, se sintió algo osada.

Ninguna de las chicas sabía hacer el lazo de la pajarita, así que los lacios resultados dejaron mucho que desear. Daisy, sin embargo, fue la que consiguió el toque más convincente: cogió un lápiz para las cejas y se pintó un bigote.

—¡Qué maravilla! —dijo Eva—. ¡Estás aún más guapa!

Daisy le pintó unas patillas a Eva.

Las cinco chicas se reunieron en el dormitorio de las gemelas. Daisy se puso a andar con un balanceo masculino que desató las risitas histéricas de las demás.

May expresó la preocupación que también ocupaba en parte el pensamiento de Daisy.

—Espero que no vayamos a meternos en un lío por esto.

—Bah, ¿y a quién le importa? —dijo Lindy.

Daisy decidió dejar de lado sus recelos y pasárselo bien, así que encabezó la marcha para bajar al salón.

Fueron las primeras en llegar, la sala estaba vacía. Repitiendo algo que le había oído a Boy Fitzherbert decirle al mayordomo, Daisy puso voz de hombre y, arrastrando las palabras, pidió:

—Grimshaw, pórtese bien conmigo y sírvame un whisky… este champán sabe a meados.

Las demás casi estallaron en carcajadas nerviosas.

Bing y Fitz entraron juntos. Bing, con su chaleco blanco, le hizo pensar a Daisy en una aguzanieves pinta, un descarado pájaro blanco y negro. Fitz era un hombre apuesto, de mediana edad, con el pelo oscuro entreverado de gris. A causa de las heridas de guerra caminaba con una ligera cojera y tenía un párpado medio caído, pero esas pruebas de su valor en la batalla no hacían sino aumentar su gallardía.

Fitz vio a las chicas y tuvo que mirarlas una segunda vez.

—¡Dios santo! —exclamó. Su tono era de severa reprobación.

Daisy vivió unos instantes de pánico absoluto. ¿Lo había estropeado todo? Los ingleses podían ser puritanos a más no poder, todo el mundo lo sabía. ¿La invitarían a dejar la casa? Algo así sería espantoso. Si volvía a Buffalo con deshonor, Dot Renshaw y Nora Farquharson se lo restregarían por las narices. Preferiría morirse.

Sin embargo, Bing se echó a reír a carcajada limpia.

—Caray, esto sí que es bueno —dijo—. Mire eso, Grimshaw.

El anciano mayordomo, que entraba con una botella de champán metida en una cubitera de plata, las observó con gesto sombrío.

—Muy divertido, sir Bartholomew —dijo con un deje de mordaz hipocresía.

Bing siguió mirándolas a todas con una mezcla de regocijo y lascivia, y Daisy se dio cuenta, demasiado tarde, de que vestirse como el sexo contrario podía inducir a algunos hombres a suponer un grado de libertad sexual y una voluntad de experimentar que no se correspondían con la realidad; una insinuación que, evidentemente, podía acarrearles problemas.

Cuando los invitados se reunieron para la cena, casi todos siguieron el ejemplo de su anfitrión y se tomaron la broma de las chicas como una payasada divertida, aunque Daisy percibió con claridad que no todo el mundo estaba igual de encantado. Su madre se quedó blanca del susto al verlas y se sentó enseguida, como si estuviera a punto de caerse. La princesa Bea, una encorsetada mujer de cuarenta y tantos años que en el pasado debió de ser guapa, arrugó la frente empolvada en un gesto de censura. Pero lady Westhampton era una mujer alegre que se enfrentaba a la vida, igual que a su díscolo marido, con una sonrisa tolerante: se rió con ganas y felicitó a Daisy por el bigote.

Los chicos, que fueron los últimos en llegar, también se mostraron encantados. El hijo del general Murray, el teniente Jimmy Murray, que no era tan envarado como su padre, estalló en placenteras carcajadas. Los hijos de los Fitzherbert, Boy y Andy, entraron juntos, pero fue la reacción de Boy la que resultó más interesante que ninguna otra. Se quedó mirando fijamente a las chicas, fascinado, embelesado. Intentó disimularlo con su jovialidad, mofándose de ellas como los demás hombres, pero estaba claro que sentía una extraña turbación.

En la cena, las gemelas hicieron igual que Daisy y hablaron como si fueran hombres, con voces graves y en tono campechano, lo que desató las risas de todo el mundo. Lindy levantó su copa de vino y dijo:

—¿Qué me dices de este burdeos, Liz?

—Pues creo que tiene muy poco cuerpo, muchacho. Me da a mí la impresión de que Bing lo ha rebajado con agua, ¿no te parece?

Durante toda la cena, Daisy no hizo más que sorprender a Boy mirándola con insistencia. No se parecía mucho a su apuesto padre, pero de todas formas era guapo, y había heredado los ojos azules de su madre. La chica empezó a sentir vergüenza, como si Boy le estuviera mirando los pechos todo el rato.

—¿Has tenido exámenes, Boy? —dijo para romper el hechizo.

—Santo cielo, no —contestó él.

—Ha estado demasiado ocupado volando en su avión para estudiar nada —dijo su padre. Aunque pretendía ser una crítica, sonó como si en realidad Fitz estuviera orgulloso de su hijo mayor.

Boy se hizo el ofendido.

—¡Calumnias! —exclamó.

Eva estaba perpleja.

—¿Para qué vas a la universidad si no quieres estudiar?

—Algunos chicos no se molestan en graduarse, sobre todo si no tienen inclinaciones académicas —explicó Lindy.

—Sobre todo si son ricos y holgazanes —añadió Lizzie.

—¡Yo sí que estudio! —protestó Boy—. Pero la verdad es que no tengo ninguna intención de someterme a los exámenes. Tampoco deseo acabar ganándome la vida trabajando de médico, precisamente. —Boy heredaría una de las mayores fortunas de Inglaterra a la muerte de Fitz.

Y su afortunada esposa sería la condesa Fitzherbert.

—Espera un momento —dijo Daisy—. ¿De verdad tienes tu propio avión?

—Desde luego. Un Hornet Moth. Soy miembro del Club Aéreo de la Universidad. Tenemos un pequeño campo de aviación en las afueras de la ciudad.

—¡Qué maravilla! ¡Tienes que llevarme a volar!

—¡Ay, no, por favor! —exclamó la madre de Daisy.

—¿No tendrás miedo? —le preguntó Boy.

—¡Ni una pizca!

—Entonces te llevaré. —Se volvió hacia Olga y dijo—: Es muy seguro, señora Peshkov. Le prometo que le devolveré a su hija intacta.

Daisy estaba emocionada.

La conversación viró hacia el tema predilecto de ese verano: el elegante nuevo monarca, Eduardo VIII, y su romance con Wallis Simpson, una norteamericana separada de su segundo marido. Los periódicos de Londres no decían nada de esa historia y se limitaban a incluir a la señora Simpson en las listas de invitados a los acontecimientos reales, pero la madre de Daisy hacía que le enviaran los periódicos estadounidenses, y esos sí que iban cargados de especulaciones sobre el futuro divorcio de Wallis del señor Simpson para casarse con el rey.

—Es algo del todo impensable —dijo Fitz con severidad—. El rey es el jefe de la Iglesia anglicana. Es imposible que se case con una divorciada.

Cuando las damas se retiraron y dejaron a los hombres disfrutando del oporto y los puros, las chicas corrieron arriba a cambiarse de ropa. Daisy quiso dejar claro que en realidad era muy femenina y se decidió por un vestido de baile de seda rosa con un estampado de florecillas minúsculas que tenía una chaquetita de manga farol a juego.

Eva se puso un espectacular vestido sin mangas de sencilla seda negra. Ese último año había perdido peso, se había cambiado el peinado y, siguiendo las enseñanzas de Daisy, había aprendido a vestirse con un estilo elegante y simple que le favorecía mucho. Eva se había convertido en una más de la familia, y a Olga le encantaba comprarle ropa. Para Daisy era como la hermana que nunca había tenido.

Todavía no se había puesto el sol cuando todos se subieron a coches y carruajes para recorrer los ocho kilómetros que los separaban del centro de la ciudad.

Daisy pensó que Cambridge era el sitio más pintoresco que había visto en la vida, con sus callecitas sinuosas y los elegantes edificios de los colleges. Una vez llegados al Trinity, se apearon y ella levantó la mirada hacia la estatua de su fundador, el rey Enrique VIII. Cuando cruzaron la puerta de ladrillo de la torre de la entrada, construida en el siglo XVI, Daisy se quedó sin habla de emoción al ver lo que tenía ante sus ojos: un gran patio rectangular con un césped verde muy bien cuidado, recorrido por senderos adoquinados y con una fuente arquitectónica en el centro. En cada uno de los cuatro lados, unos edificios de desgastada piedra dorada formaban el telón de fondo contra el que muchísimos jóvenes ataviados con frac bailaban con chicas espléndidamente vestidas para la ocasión, mientras decenas de camareros con traje de gala les ofrecían bandejas repletas de copas de champán. Daisy dio una palmada uniendo las manos con regocijo: aquello sí que era lo que le gustaba a ella.

Bailó con Boy y luego con Jimmy Murray, después con Bing, que la abrazó con fuerza mientras dejaba que su mano derecha se deslizara desde el final de la espalda hacia la ondulación de la cadera. Daisy decidió no protestar. La música de la orquesta inglesa era una descafeinada imitación de una banda de jazz norteamericana, pero los músicos eran animados y rápidos, y se sabían todos los últimos éxitos.

Cayó la noche y el patio rectangular quedó iluminado por brillantes antorchas. Daisy descansó un momento para ir a ver cómo estaba Eva, que no era demasiado segura y a veces necesitaba un poco de ayuda para presentarse. Sin embargo, no tendría que haberse preocupado: la encontró hablando con un estudiante guapísimo que llevaba un traje algo grande para su talla. Eva se lo presentó: Lloyd Williams.

—Estábamos hablando sobre el fascismo en Alemania —dijo Lloyd, como si Daisy pudiera querer unirse a la conversación.

—Pero qué aburridos llegáis a ser los dos —dijo Daisy.

Lloyd no pareció oír su comentario.

—Estuve en Berlín hace tres años, cuando Hitler subió al poder. Entonces no coincidí con Eva, pero resulta que tenemos varios conocidos en común.

Jimmy Murray apareció de repente y le pidió un baile a Eva. Lloyd se quedó claramente decepcionado al verla marchar, pero echó mano de sus buenos modales, le pidió a Daisy con elegancia que le concediera un baile y juntos se acercaron algo más a la orquesta.

—Su amiga Eva es una persona muy interesante —le dijo.

—Caray, señor Williams, eso es lo que todas las chicas deseamos que nos diga nuestra pareja de baile —repuso Daisy. En cuanto las palabras salieron de su boca, lamentó haber sido tan maliciosa, pero Lloyd se rió.

—Qué torpe soy, tiene usted razón —dijo, sonriendo—. Me merezco la reprimenda. Debo intentar ser más caballero.

A Daisy empezó a gustarle en cuanto vio que era capaz de reírse de sí mismo. Eso demostraba seguridad.

—¿Está usted invitada en Chimbleigh, como Eva? —preguntó Lloyd.

—Sí.

—Entonces debe de ser la norteamericana que le dio dinero a Ruby Carter para que fuera al dentista.

—¿Cómo diantre se ha enterado de eso?

—Es amiga mía.

Daisy se sorprendió.

—¿Es muy frecuente que los estudiantes de la universidad sean amigos de las doncellas?

—¡Cielo santo, qué comentario más esnob por su parte! Mi madre fue doncella antes de llegar a parlamentaria.

Daisy sintió que se sonrojaba. Detestaba el esnobismo y a menudo acusaba a los demás de esa actitud, sobre todo en Buffalo. Ella se creía totalmente inocente de conductas tan indignas.

—He empezado con mal pie con usted, ¿verdad?

—No tanto —dijo él—. Le parece aburrido hablar de fascismo, pero acoge en su casa a una refugiada alemana e incluso la invita a viajar a Inglaterra con usted. Cree que las doncellas no tienen derecho a ser amigas de los estudiantes, pero le pagó a Ruby esa visita al dentista. No creo que esta noche conozca a ninguna otra chica ni la mitad de fascinante que usted.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Aquí llega su amigo fascista, Boy Fitzherbert. ¿Quiere que lo espante?

Daisy percibió que a Lloyd le encantaría disponer de una oportunidad para enfrentarse con él.

—¡De ninguna manera! —exclamó, y se volvió para sonreír a Boy.

Este le dirigió una breve cabezada de saludo a Lloyd.

—Buenas noches, Williams.

—Buenas noches —respondió él—. Me decepcionó mucho ver que tus fascistas marchaban por Hills Road el sábado pasado.

—Ah, sí —dijo Boy—. Quizá se sobrepasaron en su entusiasmo.

—Me sorprendió, sobre todo porque tú habías dado tu palabra de que no lo harían.

Daisy vio que Lloyd, bajo esa máscara de fría educación, estaba muy enfadado. Pero Boy se negó a tomar en serio sus comentarios.

—Lo siento mucho —dijo como si nada, y se volvió hacia Daisy—. Ven, te enseñaré la biblioteca —le dijo—. Es de Christopher Wren.

—¡Será un placer! —exclamó Daisy. Se despidió de Lloyd con la mano y dejó que Boy la cogiera del brazo.

Lloyd parecía molesto al verla marchar, lo cual a ella le agradó bastante.

En el lado oeste del gran rectángulo había un pasaje que llevaba a un patio más pequeño con un único y elegante edificio al fondo. Mientras Daisy admiraba el claustro de la planta baja, Boy le explicó que los libros estaban en el primer piso porque el río Cam solía desbordarse a menudo.

—¿Quieres ir a ver el río? —propuso—. Por la noche está muy bonito.

Daisy tenía veinte años y, aunque carecía de experiencia en ese campo, sabía que en realidad a Boy no le interesaba mucho la contemplación nocturna de ríos. Por otro lado, después de su reacción al verla vestida de hombre, se preguntó si no le gustarían más los chicos que las chicas. Supuso que estaba a punto de descubrirlo.

—¿De verdad conoces al rey? —le preguntó mientras él la llevaba hacia un tercer patio.

—Sí. Es más amigo de mi padre, desde luego, pero a veces viene a casa. Y, además, le encantan algunas de mis ideas políticas, eso te lo aseguro.

—Me encantaría conocerlo. —Sabía que se estaba portando como una ingenua, pero era su oportunidad y no pensaba desaprovecharla.

Cruzaron una verja y salieron a un cuidado césped que descendía en suave pendiente hasta un río encerrado por un estrecho canal.

—Esta zona recibe el nombre de The Backs —explicó Boy—. La mayoría de los colleges más antiguos tienen en propiedad los campos que hay al otro lado del río. —Le rodeó la cintura con su brazo mientras se acercaban al pequeño puente. Su mano se deslizó hacia arriba, como por casualidad, hasta que con el dedo índice rozó toda la curva inferior de un pecho de Daisy.

Al otro extremo del puentecillo había dos criados del college vestidos de uniforme montando guardia, seguramente para evitar que nadie se colara sin invitación.

—Buenas noches, vizconde de Aberowen —murmuró uno de ellos, y el otro contuvo una risilla.

Boy respondió con un gesto de la cabeza apenas perceptible. Daisy se preguntó a cuántas otras chicas no habría llevado Boy por ese puente. Sabía que tenía un motivo muy concreto para llevarla a hacer esa pequeña excursión, sin duda. Boy se detuvo en la oscuridad y posó las manos en los hombros de ella.

—Caray, estabas más que atractiva con ese traje que te has puesto en la cena. —Su voz sonaba algo ronca a causa de la excitación.

—Me alegro de que te lo pareciera. —Sabía que se acercaba el beso y solo con pensarlo se acaloró, pero no estaba del todo preparada. Puso una mano con la palma extendida en la pechera de Boy, para mantenerlo a cierta distancia—. Me gustaría muchísimo ser presentada ante la corte real —dijo—. ¿Es muy difícil conseguirlo?

—No es difícil, en absoluto —contestó él—. Al menos no para mi familia. Y menos aún en el caso de una chica tan guapa como tú. —Anhelante, bajó la cabeza hacia ella.

Daisy se apartó.

—¿Harías eso por mí? ¿Lo prepararías todo para que me presenten en la corte?

—Claro que sí.

Ella se acercó un poco y sintió la erección que crecía dentro de sus pantalones. «No —pensó—, no le gustan los chicos.»

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —dijo Boy sin aliento.

—Gracias. —Y dejó que la besara.