Era una soleada tarde de sábado. Corría el mes de mayo de 1936 y Lloyd Williams estaba terminando su segundo año en Cambridge cuando el cruel fantasma del fascismo volvió a aparecerse entre los claustros de piedra blanca de la antigua universidad.
Lloyd asistía al Emmanuel College —más conocido como «Emma»—, donde estudiaba Lenguas Modernas. Había escogido francés y alemán, pero el alemán le gustaba más. Mientras se empapaba del esplendor de la cultura germana leyendo a Goethe, Schiller, Heine y Thomas Mann, de vez en cuando levantaba la cabeza del escritorio que ocupaba en la silenciosa biblioteca para contemplar con tristeza cómo Alemania se hundía aquellos días en la barbarie.
Poco después, la sección local de la Unión Británica de Fascistas anunció que su fundador, sir Oswald Mosley, pronunciaría un discurso en un mitin que iba a celebrarse en Cambridge. Esa noticia trasladó a Lloyd al Berlín de tres años atrás. Volvió a ver a los matones de los camisas pardas destrozando las oficinas de la revista de Maud von Ulrich; volvió a oír el crispante sonido de la voz preñada de odio de Hitler mientras, de pie ante su Parlamento, cargaba lleno de desprecio contra la democracia; de nuevo se estremeció al recordar las fauces ensangrentadas de aquellos perros que habían atacado a Jörg, mientras tenía la cabeza tapada con un cubo.
Lloyd se encontraba en el andén de la estación ferroviaria de Cambridge, esperando a que llegara su madre en el tren de Londres. Junto a él estaba Ruby Carter, una compañera militante del Partido Laborista local. Ruby le había ayudado a organizar el mitin de ese día, que trataría sobre «La verdad del fascismo». La madre de Lloyd, Eth Leckwith, era una de las oradoras. Su libro sobre Alemania había tenido un éxito enorme; Eth había vuelto a presentarse a las elecciones al Parlamento en 1935 y otra vez ocupaba un escaño en la cámara como parlamentaria por Aldgate.
Lloyd estaba algo nervioso por lo del mitin. El nuevo partido político de Mosley había conseguido muchos miles de afiliados, gracias en parte al entusiasta apoyo que les brindaba el Daily Mail, que había publicado en portada el desafortunado titular de «¡Un hurra por los camisas negras!». Mosley era un orador con muchísimo carisma y era indudable que en el mitin de ese día volvería a reclutar nuevos miembros, así que empezaba a ser fundamental que una clara voz de la razón se alzara para contrarrestar sus seductoras mentiras.
Ruby, por el contrario, estaba muy habladora y no hacía más que quejarse de la vida social de Cambridge.
—Con los chicos de por aquí me aburro muchísimo —decía—. Lo único que quieren hacer es ir a un pub a emborracharse.
Lloyd se sorprendió. Siempre había creído que la vida social de Ruby era de lo más animada. La chica solía vestirse con prendas baratas que siempre le quedaban algo ceñidas y con las que lucía sus generosas curvas. Lloyd pensaba que la mayoría de los hombres debían de encontrarla atractiva.
—¿Y a ti qué te gusta hacer? —le preguntó él—. Aparte de organizar mítines del Partido Laborista.
—Me encanta ir a bailar.
—Pues seguro que no te faltarán parejas de baile. En la universidad hay doce hombres por cada mujer.
—Sin ánimo de ofender, pero la mayoría de los hombres de la universidad son mariquitas.
Cierto. Lloyd sabía que había muchos homosexuales en la Universidad de Cambridge, pero se sobresaltó al oírle sacar el tema. Ruby era famosa por su franqueza, pero una afirmación como aquella resultaba escandalosa incluso viniendo de ella. No sabía cómo reaccionar ante ese comentario, de modo que no dijo nada.
—Tú no serás uno de ellos, ¿verdad? —preguntó Ruby.
—¡No! Qué cosas dices.
—No tienes por qué ofenderte. Eres lo bastante guapo para ser mariquita, lo único que te sobra es esa nariz aplastada que tienes.
Lloyd se echó a reír.
—Menudo cumplido, la verdad es que no sé cómo tomármelo.
—Pero es verdad que eres guapo. Te pareces un poco a Douglas Fairbanks Junior.
—Vaya, pues gracias, pero no soy mariquita.
—¿Tienes novia?
Aquello se estaba poniendo tenso.
—No, ahora mismo no. —Hizo como si consultase su reloj de pulsera y miró a ver si el tren llegaba ya.
—¿Por qué no?
—Porque no he conocido aún a la chica adecuada.
—Ah, muchas gracias por la parte que me toca.
Lloyd la miró y comprobó que hablaba medio en broma. Aun así, se sintió avergonzado al ver que se había tomado el comentario de una forma tan personal.
—No me refería…
—Sí, sí que te referías a mí. Pero tranquilo. Ahí llega el tren.
La locomotora entró en la estación y se detuvo envuelta en una nube de vapor. Las puertas se abrieron y los pasajeros bajaron al andén: estudiantes con chaquetas de tweed, matronas de granja que iban a hacer sus compras, obreros con sus gorras planas. Lloyd paseó la mirada por aquella muchedumbre buscando a su madre.
—Estará en un vagón de tercera —dijo—. Cuestión de principios.
—¿Vendrás a mi fiesta de cumpleaños? Cumplo veintiuno.
—Claro que sí.
—Tengo una amiga que vive en un pequeño apartamento de Market Street, y su casera es sorda.
Lloyd no se sentía cómodo con esa invitación y dudó si había hecho lo correcto aceptando, pero entonces vio a su madre, guapa como un petirrojo con su abrigo ligero de color carmesí y un vistoso sombrerito. Le dio un abrazo y un beso.
—Estás estupendo, cariño mío —dijo Ethel—, pero tengo que comprarte un traje nuevo para el próximo semestre.
—Con este tengo bastante, mamá.
Lloyd contaba con una beca que le pagaba la matrícula de la universidad y los gastos de manutención más básicos, pero no le daba para trajes. Cuando entró en Cambridge, su madre había echado buena mano de sus ahorros y le había comprado un traje de tweed para diario y un traje de etiqueta para las cenas formales. El de tweed se lo había puesto todos los días durante los dos últimos años, y ya empezaba a notarse. A Lloyd le preocupaba mucho su aspecto y siempre se aseguraba de llevar la camisa blanca bien limpia, la corbata con el nudo perfecto y un pañuelo blanco doblado que sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta; debía de tener algún antepasado dandi en la familia. A pesar de que llevaba el traje muy bien planchado, era cierto que se veía ya algo desaliñado, y la verdad es que le hubiera gustado tener uno nuevo, pero no quería que su madre se gastara los ahorros en eso.
—Ya veremos —repuso la mujer. Se volvió hacia Ruby, le sonrió con cariño y le tendió una mano—. Soy Eth Leckwith —dijo, presentándose con la gracia natural de una duquesa que estaba de visita.
—Encantada de conocerla. Yo soy Ruby Carter.
—¿Tú también estudias aquí, Ruby?
—No, trabajo de doncella en Chimbleigh, una gran casa solariega. —Ruby parecía algo avergonzada al hacer esa confesión—. Queda a unos ocho kilómetros de la ciudad, pero siempre hay alguien que me deja una bicicleta.
—¡Qué casualidad! —dijo Ethel—. Cuando yo tenía tu edad, también era doncella en una casa de campo, en Gales.
Ruby se quedó de piedra.
—¿Usted, doncella? ¡Y ha llegado a parlamentaria!
—Bueno, en eso consiste la democracia.
—Ruby y yo hemos organizado juntos el mitin de hoy —dijo Lloyd.
—¿Y qué tal va por ahora? —preguntó su madre.
—Lleno total. De hecho, hemos tenido que buscar un salón de actos más grande.
—Te dije que funcionaría.
El mitin había sido idea de Ethel. Ruby Carter y muchos otros miembros del Partido Laborista habían querido organizar una manifestación de protesta para marchar por la ciudad. Al principio Lloyd también había estado de acuerdo con ellos.
—Tenemos que aprovechar todas las oportunidades que se nos presenten para enfrentarnos públicamente al fascismo —había argumentado.
Ethel, sin embargo, le había aconsejado seguir otra táctica.
—Si marchamos gritando consignas, la gente creerá que somos iguales que ellos —había dicho—. Demostradles que somos diferentes. Organizad un mitin tranquilo e inteligente para debatir sobre la realidad del fascismo. —Lloyd había tenido sus dudas—. Yo misma iré a hablar, si quieres —le había propuesto su madre.
Lloyd había trasladado esa oferta al partido de Cambridge, donde se había producido un vivo debate en el que Ruby había sido la mayor detractora del plan de Ethel, pero al final la posibilidad de contar con una parlamentaria y feminista de fama hablando para ellos había acabado por zanjar la discusión.
Lloyd todavía no estaba seguro de que hubieran tomado la decisión acertada. Recordaba a Maud von Ulrich en Berlín, diciendo: «No debemos combatir la violencia con más violencia». Esa había sido la política del Partido Socialdemócrata alemán. Una política que, para la familia Von Ulrich y para Alemania, había resultado una catástrofe.
Salieron atravesando la arquería de medio punto de la estación, toda construida en ladrillo amarillento, y se apresuraron a bajar por la frondosa Station Road, una calle de engreídas casas de clase media hechas con ese mismo ladrillo amarillo pardusco. Ethel tomó el brazo a Lloyd.
—Bueno, ¿cómo le va a mi pequeño universitario? —preguntó.
Él sonrió al oír ese «pequeño». Era diez centímetros más alto que ella, y su entrenamiento con el equipo de boxeo de la universidad le había hecho desarrollar la musculatura: podría haberla levantado en alto con una sola mano. Sabía que su madre estaba que no cabía en sí de orgullo. Pocas cosas en la vida la habían complacido tanto como verlo ir a estudiar a Cambridge. Seguramente por eso quería comprarle trajes.
—Me encanta estar aquí, ya lo sabes —contestó él—. Y aún me gustará más cuando esté lleno de chicos de clase obrera.
—¡Y chicas! —añadió Ruby.
Torcieron por Hills Road, la vía principal que conducía al centro de la ciudad. Desde la llegada del ferrocarril, Cambridge se había expandido en dirección sur, hacia la estación, y a lo largo de Hills Road se habían construido varias iglesias para dar servicio a ese nuevo barrio de las afueras. Ellos se dirigían a un templo baptista cuyo pastor, que era de izquierdas, había accedido a cedérselo sin cobrarles nada.
—He llegado a un acuerdo con los fascistas —explicó Lloyd—. Les dije que nos abstendríamos de salir en manifestación si ellos prometían no marchar.
—Me sorprende que hayan aceptado —dijo Ethel—. A los fascistas les encantan las marchas.
—Al principio no querían, pero les comuniqué mi propuesta a las autoridades universitarias y a la policía, y entonces no les quedó más opción.
—Qué inteligente.
—Pero, mamá, ¿a que no sabes quién es su jefe aquí, en la ciudad? El vizconde de Aberowen, también conocido como Boy Fitzherbert. ¡El hijo de tu antiguo patrón, el conde Fitzherbert! —Boy tenía veintiún años, la misma edad que Lloyd. Estudiaba en el Trinity College, al que asistían todos los aristócratas.
—¿Qué? ¡Dios mío!
Parecía más afectada de lo que su hijo había esperado; él la miró con atención: se había quedado pálida.
—¿Te sorprende mucho?
—¡Sí! —Parecía que iba recobrando la compostura—. Su padre es subsecretario del Foreign Office. —El gobierno estaba formado por una coalición de mayoría conservadora—. Fitz debe de estar avergonzado.
—A mí me parece que la mayoría de los conservadores son bastante transigentes con el fascismo. No ven nada de malo en matar comunistas y perseguir judíos.
—Puede que algunos sí, pero estás exagerando. —Miró a Lloyd de reojo—. O sea, ¿que fuiste a ver a Boy?
—Sí. —Lloyd intuía que aquello tenía algún significado especial para Ethel, pero no lograba imaginar por qué—. Me pareció un joven de lo más espantoso. En su habitación del Trinity tenía toda una caja de whisky escocés… ¡doce botellas!
—Ya lo habías conocido antes. ¿No te acuerdas?
—No. ¿Cuándo fue?
—Tenías nueve años. Te llevé al palacio de Westminster, poco después de que me eligieran. Nos encontramos a Fitz y a Boy en las escaleras.
Lloyd lo recordaba con vaguedad. En aquel entonces, igual que en esta ocasión, el incidente pareció resultar misteriosamente importante para su madre.
—¿Ese era él? Qué curioso.
—Yo lo conozco. Es un cerdo. Se dedica a manosear a las criadas —terció Ruby.
Lloyd se sorprendió, pero a su madre no pareció extrañarle.
—Es algo muy desagradable, pero sucede en todas partes. —Su cruda aceptación hizo que a Lloyd le pareciera más horrible aún.
Llegaron al templo y entraron por la puerta de atrás. Allí, en una especie de sacristía, encontraron a Robert von Ulrich con un traje de cuadros verdes y marrones y una corbata de rayas que le conferían un aspecto asombrosamente británico. Se puso en pie y Ethel le dio un abrazo.
—Querida Ethel, qué sombrero tan perfectamente encantador —dijo Robert en un inglés impecable.
Lloyd presentó a su madre a las mujeres de la sección local del Partido Laborista, que estaban preparando grandes teteras y platos de galletas para servir después del mitin. Como había oído a Ethel quejarse muchísimas veces de que la gente que organizaba actos políticos parecía creer que los parlamentarios nunca tenían que ir al baño, dijo:
—Ruby, antes de empezar, ¿podrías enseñarle a mi madre dónde está el servicio de señoras?
Las dos mujeres se marcharon y Lloyd se sentó junto a Robert para darle conversación.
—¿Qué tal va el negocio?
Robert había llegado a ser el propietario de un restaurante muy frecuentado por esos homosexuales de los que Ruby acababa de quejarse hacía un rato. De algún modo se había enterado de que Cambridge, en los años treinta, era un lugar muy tolerante con esos hombres, igual que lo había sido el Berlín de los años veinte. Su nuevo local llevaba el mismo nombre que el antiguo, Bistro Robert.
—El negocio va bien —respondió. En su rostro apareció una sombra, una expresión de auténtico miedo, breve pero intensa—. Esta vez espero poder conservar lo que he construido.
—Hacemos todo lo posible por acabar con los fascistas, y mítines como este son la mejor forma de conseguirlo —dijo Lloyd—. Tu charla será de gran ayuda. Le abrirá los ojos a mucha gente. —Robert iba a hablarles de su experiencia personal bajo un régimen fascista—. Muchos dicen que aquí nunca podría suceder algo así, pero se equivocan.
Robert asintió con gesto adusto.
—El fascismo es una mentira, pero con un gran poder de seducción.
La visita de Lloyd a Berlín, hacía ya tres años, seguía muy viva en su recuerdo.
—A menudo me pregunto qué habrá sido del viejo Bistro Robert —dijo el chico.
—Recibí una carta de un amigo —contestó Robert con la voz cargada de tristeza—. Ninguno de los antiguos habituales sigue yendo por allí. Los hermanos Macke malvendieron la bodega. Ahora la clientela consiste sobre todo en polizontes de medio pelo y burócratas. —Su expresión de dolor se acentuó al añadir—: Ya no usan manteles. —Cambió de tema con brusquedad—. ¿Vas a ir al baile del Trinity?
La mayoría de los colleges organizaban bailes de verano para celebrar que se habían acabado los exámenes. Esos bailes, con las fiestas y las meriendas campestres que los acompañaban, constituían la Semana de Mayo, que paradójicamente tenía lugar en junio. El baile del Trinity era famoso por su derroche.
—Me encantaría, pero no me lo puedo permitir —dijo Lloyd—. Las entradas valen dos guineas, ¿verdad?
—Me han regalado una, pero te la puedes quedar si quieres. Varios cientos de estudiantes borrachos bailando al ritmo de una banda de jazz es justamente la idea que tengo yo del infierno.
Lloyd se sintió tentado.
—Pero es que no tengo frac. —Los bailes de los colleges exigían traje de gala y pajarita.
—Te dejo el mío. El pantalón te vendrá un poco ancho de cintura, pero somos igual de altos.
—Entonces, sí que iré. ¡Gracias!
Ruby volvió a aparecer.
—Tu madre es un encanto —le comentó a Lloyd—. ¡No sabía que antes hubiera sido doncella!
—Hace más de veinte años que conozco a Ethel —dijo Robert—. Es una persona realmente extraordinaria.
—Ahora entiendo por qué no has encontrado a la chica adecuada —le dijo Ruby a Lloyd—. Estás buscando a alguien como ella, y no hay muchas.
—En esto último, por lo menos, tienes razón —repuso Lloyd—. No hay nadie como ella.
Ruby se estremeció, como si le doliera algo.
—¿Qué te sucede? —preguntó Lloyd.
—Me duele la muela.
—Tienes que ir al dentista.
Ella se quedó mirándolo como si acabara de decir una estupidez, y Lloyd se dio cuenta de que, con su paga, una doncella no podía permitirse ir al dentista; se sintió como un idiota.
Después se acercó a la puerta para asomarse a la nave principal. Igual que en muchos templos no conformistas, era una sencilla sala rectangular con las paredes pintadas de blanco. El día era cálido y las ventanas de cristales claros estaban abiertas. Las hileras de sillas estaban llenas y el público esperaba con expectación.
—Si a todo el mundo le parece bien, yo daré comienzo al mitin —dijo Lloyd cuando apareció Ethel—. Después Robert nos contará su experiencia personal, y luego mi madre extraerá de ella las conclusiones políticas.
Todos estuvieron de acuerdo.
—Ruby, ¿te encargarás de tener vigilados a los fascistas? Si sucede algo, dímelo.
Ethel frunció el ceño.
—¿De verdad es necesario?
—No creo que debamos albergar grandes esperanzas en que cumplan su promesa.
—Piensan reunirse a unos seiscientos metros de aquí, calle arriba. No me importa acercarme corriendo un momento a ver.
Ruby salió por la puerta de atrás, y Lloyd entró con los demás en la iglesia. No había ningún escenario, sino una mesa con tres sillas que habían dispuesto casi en el altar, con un atril a un lado. Mientras Ethel y Robert ocupaban sus asientos, Lloyd se acercó al atril y los asistentes aplaudieron con moderación.
—El fascismo se ha puesto en marcha —empezó diciendo Lloyd—, y resulta peligrosamente atractivo. Les da falsas esperanzas a los parados. Se viste de un patriotismo espurio, igual que los fascistas mismos se visten con imitaciones de uniformes militares.
Para consternación de Lloyd, el gobierno británico tendía a mostrarse más bien complaciente con los regímenes fascistas. Estaba formado por una coalición en la que dominaban los conservadores, con algunos liberales y algún que otro ministro laborista renegado que había roto con su partido. El pasado noviembre, apenas unos días después de que fuera reelegido, el secretario del Foreign Office había propuesto ceder gran parte de Abisinia a los conquistadores italianos y a su líder fascista, Benito Mussolini.
Peor aún, Alemania se estaba rearmando y era cada vez más agresiva. Apenas un par de meses antes, Hitler había violado el Tratado de Versalles al enviar tropas a la desmilitarizada Renania… y Lloyd se había escandalizado al ver que ningún país parecía dispuesto a impedírselo.
Cualquier esperanza que pudiera haber albergado de que el fascismo no era más que una aberración temporal se había desvanecido ya. Lloyd creía que países democráticos como Francia y Gran Bretaña deberían estar dispuestos a tomar las armas. En su discurso de ese día, no obstante, no dijo nada de eso porque sabía que su madre y la mayoría del Partido Laborista se oponían al rearme de su país, y esperaban que la Sociedad de las Naciones fuera capaz de lidiar con los dictadores europeos. Querían evitar a cualquier precio que se repitiera la espantosa carnicería de la Gran Guerra. Lloyd simpatizaba con esa esperanza, pero temía que no fuese realista.
Él ya se estaba preparando para una guerra. Había sido oficial cadete en el colegio y, al llegar a Cambridge, se había unido al Cuerpo de Instrucción de Oficiales: el único chico de clase obrera y, desde luego, el único miembro del Partido Laborista que había entrado en él.
Se sentó oyendo de nuevo ese comedido aplauso. Era un orador claro y coherente, pero no poseía la habilidad de su madre para llegar al corazón de la gente… todavía no, por lo menos.
Robert se acercó al atril.
—Yo soy austríaco —dijo—. Fui herido en la guerra, los rusos me capturaron y me enviaron a un campo de prisioneros de Siberia. Cuando los bolcheviques firmaron la paz con las Potencias Centrales, los guardias abrieron las puertas y nos dijeron que podíamos irnos a donde quisiéramos. Volver a casa era problema nuestro, no de ellos. Desde Siberia hay un largo camino hasta Austria… casi cinco mil kilómetros. No había ningún autobús, así que empecé a andar.
Unas risas de asombro recorrieron la sala acompañadas de algún aplauso de reconocimiento. Lloyd vio que Robert ya se los había metido en el bolsillo.
Ruby se le acercó con cara de estar algo preocupada y le habló al oído.
—Los fascistas acaban de pasar por aquí delante. Boy Fitzherbert llevaba a Mosley a la estación en coche, y un grupo de exaltados con camisas negras corrían detrás de ellos lanzando vítores.
Lloyd torció el gesto.
—Prometieron no organizar ninguna marcha. Supongo que dirán que correr detrás de un coche no cuenta.
—Me gustaría saber qué diferencia hay entre lo uno y lo otro.
—¿Eran violentos?
—No.
—No bajes la guardia.
Ruby se retiró. Lloyd estaba preocupado, era evidente que habían violado el espíritu del acuerdo, aunque quizá no la letra pequeña. Habían salido a la calle vestidos con sus uniformes sabiendo que no se encontrarían con ninguna contramanifestación. Los socialistas estaban allí dentro, en la iglesia, invisibles. Lo único que demostraba su postura era una pancarta que colgaba en la pared del templo y que decía LA VERDAD SOBRE EL FASCISMO en grandes letras rojas.
—Es un placer para mí estar aquí; es un honor que me hayan invitado para hablarles, y estoy encantado de ver a muchos clientes de Bistro Robert entre el público. Sin embargo, debo advertirles que la historia que tengo que contar es más bien desagradable, puede que incluso truculenta.
Robert relató cómo a Jörg y a él los habían arrestado después de negarse a vender el restaurante de Berlín a un nazi. Describió a Jörg como su chef, además de socio durante muchísimo tiempo, sin decir nada de su relación sexual, aunque los más avispados del público seguramente lo imaginaron.
Los asistentes guardaron el más completo silencio mientras él empezaba a describir los sucesos que había vivido en el campo de concentración. Lloyd oyó cómo contenían el aliento con horror cuando llegó a la parte en que aparecían aquellos perros hambrientos. Robert narró la tortura de Jörg con una voz grave, clara, que se proyectaba hasta el final de la sala. Cuando llegó a la muerte de Jörg, había mucha gente llorando.
El propio Lloyd revivió la crueldad y la angustia de aquellos momentos, se sintió presa de un arrebato de rabia hacia idiotas como ese Boy Fitzherbert, cuyo capricho pasajero por las marchas militares y los uniformes elegantes amenazaba con llevar a Inglaterra ese mismo tormento.
Robert se sentó y Ethel se acercó al atril. Justo cuando empezaba a hablar, Ruby apareció de nuevo y con aspecto de estar furiosa.
—¡Te dije que esto no saldría bien! —le siseó a Lloyd al oído—. Mosley se ha ido ya, pero sus chicos están cantando «Rule, Britannia» frente a la estación.
Lloyd, airado, pensó que con eso sí que incumplían el acuerdo. No había duda. Boy había roto su promesa. Adiós muy buenas a su palabra de caballero inglés.
Ethel estaba explicando que el fascismo ofrecía falsas soluciones, culpando de una forma simplista a grupos como los judíos y los comunistas de problemas mucho más complejos, como el paro o la delincuencia. Se burló sin contemplaciones del concepto del «triunfo de la voluntad» y dejó al Führer y al Duce como dos matones de patio de colegio. Clamaban por el apoyo popular, pero prohibían toda forma de oposición.
Lloyd se dio cuenta de que, cuando los fascistas regresaran desde la estación al centro de la ciudad, tendrían que pasar por delante del templo. Empezó a prestar atención a los sonidos que llegaban por las ventanas abiertas y oyó el rugido de coches y camiones avanzando por Hills Road, interrumpido por algún que otro timbre de bicicleta o el grito de un chiquillo. Creyó oír entonces un griterío a lo lejos y le pareció que sonaba como el alboroto organizado por unos gamberros demasiado jóvenes aún para sentirse orgullosos de la gravedad recién estrenada de sus voces. Aquello no presagiaba nada bueno. Se puso tenso, intentando oír mejor, y percibió más gritos. Los fascistas estaban marchando.
Ethel se vio obligada a levantar la voz a medida que el jaleo de fuera se hacía cada vez más fuerte. Defendía que los obreros de todas las procedencias tenían que unir sus fuerzas mediante los sindicatos y el Partido Laborista para así construir una sociedad más justa dando un paso democrático después de otro, y no recurriendo a levantamientos violentos como los que tan mal habían acabado en la Rusia comunista o la Alemania nazi.
Ruby entró una vez más.
—Ya están marchando por Hills Road, vienen hacia aquí —dijo en un murmullo grave, apremiante—. ¡Tenemos que salir a hacerles frente!
—¡No! —susurró Lloyd—. El partido tomó una decisión colectiva: no nos manifestaremos. Debemos atenernos a eso. ¡Tenemos que ser un movimiento disciplinado! —Sabía que con la mención a la disciplina de partido la convencería más.
Los fascistas ya no estaban muy lejos y entonaban sus cánticos a voz en grito. Lloyd calculó que debían de ser unos cincuenta o sesenta. Se moría de ganas de salir ahí fuera y encararse a ellos. Dos jóvenes que estaban sentados bastante al fondo se levantaron y fueron a las ventanas a mirar. Ethel pidió cautela.
—No respondáis a las provocaciones de esos gamberros convirtiéndoos también vosotros en lo mismo —dijo—. Lo único que conseguiréis así es darles a los periódicos una excusa para decir que un bando es tan malo como el otro.
Se oyó un estrépito de cristales rotos y una piedra entró volando por la ventana. Una mujer dio un grito y varias personas se pusieron de pie.
—Permaneced sentados, por favor —dijo Ethel—. Seguro que se marchan dentro de nada. —Continuó hablando con una voz serena y tranquilizadora, pero ya pocas personas prestaban atención a su discurso.
Todo el mundo miraba hacia atrás, a la puerta del templo, donde se oían los gritos y silbidos de abucheo que soltaban los alborotadores en el exterior. A Lloyd le costó muchísimo trabajo quedarse en su sitio. Miraba a su madre con una expresión neutra, como si se hubiese puesto una máscara. Todos los huesos de su cuerpo querían salir corriendo allí fuera y empezar a soltar puñetazos.
Pasados unos minutos, el público empezó a tranquilizarse hasta cierto punto. Volvieron a prestar atención a Ethel, aunque aún se removían en sus asientos y no dejaban de mirar atrás por encima del hombro.
—Somos como una camada de conejos —murmuró Ruby— que se revuelve en la madriguera mientras el zorro acecha fuera. —Había desdén en su voz, y Lloyd se dio cuenta de que tenía razón.
Pero el pronóstico de su madre resultó ser acertado y ya no tiraron más piedras. Los cánticos fueron remitiendo.
—¿Por qué desean los fascistas la violencia? —dijo Ethel, lanzando una pregunta retórica—. Puede que esos que están ahí fuera, en Hills Road, no sean más que unos gamberros, pero alguien los está dirigiendo y su táctica tiene un propósito. Si se producen altercados en las calles, podrán afirmar que se ha quebrantado el orden público y que se necesitan medidas drásticas para restablecer el imperio de la ley. Esas medidas de emergencia supondrán también la prohibición de partidos políticos democráticos como el Laborista, la condena de la acción sindical y el encarcelamiento de personas sin juicio previo: personas como nosotros, hombres y mujeres de paz, cuyo único delito es el de no estar de acuerdo con el gobierno. ¿Os parece algo demasiado fantasioso, improbable, algo que jamás podría suceder? Bueno, pues son justamente las tácticas que utilizaron en Alemania… y funcionaron.
Pasó entonces a hablar de cómo había que enfrentarse al fascismo: mediante grupos de discusión, en reuniones y mítines como ese, escribiendo cartas a los periódicos, aprovechando toda oportunidad para advertir a los demás de ese peligro. Pero incluso a Ethel le resultaba difícil conseguir que esa postura pareciera valerosa y decisiva.
Lloyd se había sentido herido en lo más profundo de su ser con ese comentario de Ruby sobre los conejos. Se sentía un cobarde, y eso lo frustraba tanto que apenas podía estarse quieto en la silla.
La atmósfera de la sala fue recuperando poco a poco la normalidad. Lloyd se volvió hacia Ruby y dijo:
—Al menos los conejos están a salvo.
—Por ahora —repuso ella—, pero el zorro volverá.