IX

—Estás deslumbrante —le dijo Eva Rothmann a Daisy Peshkov—. Si fuera un chico me enamoraría de ti al instante.

Daisy sonrió. Eva ya estaba algo enamorada de ella. Y Daisy estaba realmente deslumbrante, con su vestido de fiesta de organdí color azul hielo que intensificaba el celeste de sus ojos. La falda del vestido tenía volantes, por delante le llegaba hasta los tobillos, pero, por detrás, se levantaba, coquetamente, hasta la mitad de la pantorrilla, lo cual proporcionaba una seductora visión de las piernas de Daisy enfundadas en unas medias transparentes.

Además lucía un collar de zafiros de su madre.

—Me lo compró tu padre cuando todavía se dignaba a ser agradable conmigo de vez en cuando —dijo Olga—. Pero, date prisa, Daisy, o llegaremos tarde.

Olga iba de azul marino, con aspecto de matrona, y Eva, de rojo, un color que favorecía a su tono oscuro de piel.

Daisy bajó las escaleras flotando en una nube de felicidad.

Salieron de la casa. Henry, el jardinero, que hacía de chófer esa noche, abrió las puertas del viejo Stutz negro, flamante y recién lavado.

Era la gran noche de Daisy. Durante la velada, Charlie Farquharson se le declararía formalmente. Le ofrecería un anillo de diamantes que era una herencia familiar; ella lo había visto y le había dado su aprobación, y ya lo habían ajustado para que le entrase. Daisy aceptaría la proposición, y luego anunciarían su compromiso a todos los asistentes al baile.

Subió al coche sintiéndose como Cenicienta.

Solo Eva había expresado ciertas dudas.

—Creía que ibas a pretender a alguien más acorde contigo —había dicho.

—Tú quieres decir un hombre que no me dejase mangonearlo —había respondido Daisy.

—No, pero sí alguien más parecido a ti: guapo, encantador y atractivo.

Había sido un comentario especialmente hiriente viniendo de Eva: implicaba que Charlie era vulgar, sin encantos ni glamour. A Daisy la había pillado por sorpresa y no supo qué responder.

Su madre la había sacado del atolladero.

—Yo me casé con un hombre que era guapo, encantador y atractivo, y me hizo profundamente desgraciada.

Eva no había dicho nada más.

A medida que el coche se aproximaba al Club Náutico, Daisy se juró a sí misma que intentaría reprimirse. No debía mostrar lo triunfal que se sentía. Debía actuar como si no hubiera nada de inesperado en el hecho de que a su madre le ofrecieran unirse a la Sociedad de Damas de Buffalo. Cuando mostrase a las demás chicas su enorme pedrusco, debía tener la gracilidad de afirmar que no se merecía a alguien tan maravilloso como Charlie.

Tenía planes para convertirlo en alguien incluso más encantador. En cuanto terminase la luna de miel, Charlie y ella empezarían a construir el establo para la cría de purasangres. En cuestión de cinco años, podrían participar en las carreras más prestigiosas del mundo: Saratoga Springs, Longchamps, Ascot.

El verano iba convirtiéndose en otoño y ya estaba anocheciendo cuando el coche llegó al puerto.

—Me temo que esta noche regresaremos muy tarde, Henry —anunció Daisy con alegría.

—Eso está muy bien, señorita Daisy —respondió. La adoraba—. Ahora pásenlo de maravilla.

Al entrar, la hija de Olga se percató de que Victor Dixon iba detrás de ellas.

—Oye, Victor, he oído que tu hermana ha conocido al rey de Inglaterra. ¡Felicidades! —le dijo, ya que se sentía de buen ánimo con todo el mundo.

—Mmm… sí —dijo él, azorado.

Entraron al club. La primera persona a la que vieron fue Ursula Dewar, que había accedido a aceptar a Olga en su club esnobista.

—Buenas noches, señora Dewar —dijo Daisy, sonriendo con calidez.

Ursula parecía distraída.

—Disculpa un momento —respondió, y se dirigió al otro extremo del vestíbulo.

Daisy pensó que se creía una reina, pero ¿significaba eso que no tenía por qué tener buenos modales? Un día, Daisy sería la reina de la sociedad de Buffalo, pero se juró a sí misma que siempre sería encantadora con todo el mundo.

Las tres mujeres entraron en el tocador de señoras, donde comprobaron su aspecto en el espejo, por si algo se les había descolocado en los veinte minutos que llevaban fuera de casa. Dot Renshaw entró, las miró y volvió a salir.

—Menuda estúpida —espetó Daisy.

Pero su madre parecía preocupada.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó—. ¡Llevamos aquí cinco minutos y ya nos han vuelto la cara tres personas!

—Está celosa —aclaró Daisy—. A Dot le habría gustado ser ella quien se casase con Charlie.

—A estas alturas, a Dot Renshaw le gustaría casarse más o menos con cualquiera —añadió Olga.

—Venga, vamos a divertirnos —dijo Daisy, y fue la primera en salir.

Al entrar en el salón de baile, Woody Dewar la saludó.

—Por fin, ¡un caballero! —exclamó Daisy.

—Solo quería decirte que creo que está mal que la gente te culpe a ti por cualquier cosa que haya hecho tu padre —dijo él en voz baja.

—¡Sobre todo cuando todos le compraban alcohol! —respondió ella.

Entonces vio a su futura suegra, con un vestido de fiesta de color rosa y tela plisada que no favorecía en absoluto a su figura huesuda. Nora Farquharson no estaba pletórica con la elección de novia de su hijo, pero había aceptado a Daisy y se había mostrado encantadora con Olga en sus mutuas visitas.

—¡Señora Farquharson! —exclamó Daisy—. ¡Qué vestido tan bonito!

Nora Farquharson le volvió la espalda y se alejó.

Eva lanzó un suspiro ahogado.

Una horrorosa sensación invadió a Daisy. Se volvió hacia Woody.

—Esto no es por lo del alcohol, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué es?

—Tendrás que preguntárselo a Charlie. Aquí llega.

Charlie estaba sudando, aunque no hacía calor.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Daisy—. ¡Todo el mundo me da la espalda!

El joven estaba hecho un manojo de nervios.

—La gente está muy enfadada con tu familia —aclaró él.

—¿Por qué motivo? —preguntó ella alzando la voz.

Varias personas que se encontraban por allí cerca se percataron del tono elevado y se volvieron para ver quién hablaba. A ella le daba igual.

—Tu padre ha arruinado a Dave Rouzrokh —dijo Charlie.

—¿Te refieres al incidente en el Ritz-Carlton? ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Dave cae bien a todo el mundo, aunque sea persa o algo así. Y no creen que sea un violador.

—¡Jamás he dicho tal cosa!

—Ya lo sé —dijo Charlie, que, era evidente, estaba sufriendo muchísimo.

Los presentes los miraban con descaro: Victor Dixon, Dot Renshaw, Chuck Dewar.

—Pero la culpa la tengo yo, ¿verdad? —dijo Daisy.

—Tu padre ha hecho algo horrible.

Daisy estaba paralizada por el miedo. ¿De verdad podía sufrir una derrota en el último momento?

—Charlie —dijo—. ¿Qué estás queriendo decirme? Habla claro, por el amor de Dios.

Eva rodeó con un brazo por la cintura a su amiga como gesto de apoyo.

—Mi madre opina que es imperdonable —respondió Charlie.

—¿Qué significa eso de «imperdonable»?

Él la miró, abatido. No le salían las palabras.

Aunque no eran necesarias. Ella sabía lo que iba a decirle.

—Se ha terminado, ¿verdad? —preguntó ella—. Estás dándome plantón.

Él asintió en silencio.

—Daisy, tenemos que irnos —dijo Olga, que estaba llorando.

Su hija echó un vistazo a su alrededor. Levantó la barbilla con altivez y los miró a todos, uno por uno: Dot Renshaw, con una mirada de satisfacción maliciosa; Victor Dixon, con gesto de admiración; Chuck Dewar, boquiabierto e impresionado como adolescente que era, y su hermano Woody, con expresión compasiva.

—¡Idos todos al infierno! —exclamó Daisy—. ¡Yo me voy a Londres a bailar con el rey!