Ursula Dewar tenía sus dependencias privadas, con más de una habitación, en la antigua mansión de Delaware Avenue. Constaban de un dormitorio, un baño y un vestidor; cuando su marido falleció, transformó el vestidor en una pequeña sala de estar. La mayoría del tiempo, disfrutaba de toda la casa para ella sola: Gus y Rosa viajaban a menudo a Washington, y Woody y Chuck residían en un internado. Sin embargo, cuando llegaban a casa, Ursula pasaba gran parte del día en su apartamento.
Woody fue a hablar con ella el domingo por la mañana. Seguía flotando en una nube después del beso de Joanne, aunque había pasado media noche intentando imaginar qué habría querido decir aquel gesto. Podría haber significado cualquier cosa, desde amor verdadero hasta verdadera borrachera. Lo único que sabía con certeza era que se moría de ganas de volver a ver a Joanne.
Entró en el dormitorio de su abuela detrás de la criada, Betty, cuando esta le llevó la bandeja del desayuno. Le había gustado que Joanne se enfadase al saber que los familiares sureños de Betty se habían visto en peligro. En política, los argumentos desapasionados estaban sobrevalorados, así opinaba él. La gente debía rebelarse contra la crueldad y las injusticias.
La abuela ya estaba sentada en la cama, con una mañanita de encaje sobre un camisón de seda color arena.
—¡Buenos días, Woodrow! —exclamó, sorprendida.
—Me gustaría tomar una taza de café contigo, abuela, si es posible. —Ya había pedido a Betty que sirviera dos tazas.
—Será un honor —dijo Ursula.
Betty era una mujer de pelo cano, de unos cincuenta años, con un tipo de complexión que en algunas ocasiones podría calificarse de generosa. Situó la bandeja delante de Ursula, y Woody sirvió el café en tazas de porcelana de Meissen pintada a mano.
El joven había estado pensando en qué debía decir y se había armado de argumentos. La época de la Ley Seca había terminado y Lev Peshkov era un empresario legal, esa sería su tesis principal. Además, no era justo castigar a Daisy porque su padre hubiera sido un delincuente, sobre todo teniendo en cuenta que la gran mayoría de las familias respetables de Buffalo habían comprado sus bebidas ilegales.
—¿Conoces a Charlie Farquharson? —preguntó para empezar.
—Sí.
Por supuesto que lo conocía. Conocía a todas las familias del Libro Azul, el «Quién es quién» de Buffalo.
—¿Quieres una tostada? —le preguntó la abuela.
—No, gracias, ya he desayunado.
—Los chicos de tu edad nunca se cansan de comer. —Lo miró con sagacidad—. A menos que estén enamorados.
Parecía que se había levantado de buen humor.
—Charlie vive bajo el yugo de su madre —dijo Woody.
—También tenía sometido a su marido —comentó Ursula con sequedad—. Morirse fue la única forma que tuvo de liberarse. —Tomó un poco de café y empezó a comerse el pomelo con un tenedor.
—Charlie se acercó a mí anoche y me preguntó si podía pedirte un favor.
Ursula levantó una ceja, pero no dijo nada.
Woody inspiró con fuerza.
—Quiere que invites a la señora Peshkov a unirse a la Sociedad de Damas de Buffalo.
Ursula tiró el tenedor y se oyó el tintineo de la plata sobre la porcelana fina.
—Sírveme más café, por favor, Woody —dijo, como para disimular su turbación.
El joven obedeció la orden y no dijo nada más por el momento. No recordaba haberla visto desconcertada jamás.
Ursula tomó un sorbo de café.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Por qué iba a querer Charles Farquharson o cualquier otra persona, para el caso, que Olga Peshkov perteneciera a la Sociedad?
—Es que quiere casarse con Daisy.
—¿Ah, sí?
—Y tiene miedo de que su madre se oponga.
—No anda desencaminado.
—Pero cree que podría convencerla…
—Si yo admitiera a Olga en la Sociedad.
—La gente olvidaría que su padre era un gángster.
—¿Un gángster?
—Bueno, contrabandista, como mínimo.
—¿Es por eso? —dijo Ursula con desprecio—. Pues no lo es.
—¿De veras? —Era el turno de Woody para mostrarse sorprendido—. Entonces, ¿por qué es?
Ursula adoptó una expresión reflexiva. Permaneció en silencio durante tanto tiempo que Woody se preguntó si se habría olvidado de que él estaba allí. Pero entonces su abuela retomó la palabra.
—Tu padre estaba enamorado de Olga Peshkov.
—¡Dios!
—No seas vulgar.
—Lo siento, abuela, me has sorprendido.
—Estaban prometidos.
—¿Prometidos? —preguntó Woody, asombrado. Se quedó pensando un instante y luego dijo—: Supongo que soy la única persona de Buffalo que no lo sabía.
La abuela le sonrió.
—Existe una extraña combinación de sabiduría e inocencia que es solo propia de los adolescentes. La recuerdo con toda claridad en tu padre y también la veo en ti. Sí, en Buffalo lo sabe todo el mundo, aunque tu generación debe de considerarla una historia antigua y aburrida.
—Bueno, ¿qué ocurrió? —preguntó Woody—. Lo que quiero decir es ¿quién cortó?
—Fue ella, al quedarse embarazada.
Woody se quedó boquiabierto.
—¿De papá?
—No, de su chófer, Lev Peshkov.
—¿Era el chófer? —Estaba recibiendo un impacto tras otro. Woody permanecía en silencio, intentando asimilarlo—. ¡Por Dios santo!, papá debió de haberse sentido como un idiota.
—Tu padre nunca ha sido un idiota —le espetó Ursula con brusquedad—. La única idiotez que ha hecho en toda su vida ha sido pedir la mano de Olga.
Woody recordó su misión.
—En cualquier caso, abuela, eso ocurrió hace un montón.
—«Hace muchísimo tiempo» es más correcto. «Hace un montón» es vulgar. Aunque tu óptica sobre los hechos es más apropiada que tu expresión oral. Sí que hace mucho tiempo.
Su tono sonaba esperanzador.
—Entonces, ¿lo harás?
—¿Cómo crees que le sentaría a tu padre?
Woody lo pensó. Sabía que no podía hacerse el tonto con Ursula, habría descubierto el pastel en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Que si le importaría? Supongo que se sentiría avergonzado si Olga rondase por ahí como recordatorio constante de un capítulo humillante de su juventud.
—Pues supones bien.
—Por otra parte, está convencido de que debe comportarse justamente con las personas que lo rodean. Odia las injusticias. No le gustaría castigar a Daisy por algo que hizo su madre. Ni mucho menos castigar a Charlie. Mi padre tiene un corazón bastante generoso.
—Más generoso que el mío, has querido decir —puntualizó Ursula.
—No pretendía insinuar eso, abuela. Pero apuesto a que, si se lo preguntases, no pondría objeción a que Olga entrara a formar parte de la Sociedad.
Ursula asintió.
—Estoy de acuerdo. Pero me gustaría saber si te has planteado quién es la verdadera persona solicitante de esta petición.
Woody vio adónde quería ir a parar.
—¡Oh!, ¿insinúas que fue Daisy quien dio la idea a Charlie? No me sorprendería. ¿Cambia eso tu opinión sobre la conveniencia o inconveniencia de la decisión final?
—Supongo que no.
—Entonces, ¿lo harás?
—Me alegro de tener un nieto con buen corazón, aunque sospecho que lo está utilizando en beneficio propio una chica lista y ambiciosa.
Woody sonrió.
—¿Eso es que sí, abuela?
—Ya sabes que no puedo asegurarte nada. Lo sugeriré a la comisión.
Las sugerencias de Ursula eran consideradas por todas las demás como mandatos reales, pero Woody no pensaba decirlo.
—Gracias. Eres muy amable.
—Ahora dame un beso y prepárate para la iglesia.
Woody salió pitando.
Olvidó rápidamente a Charlie y a Daisy. Sentado en un banco de la catedral de St. Paul, en Shelton Square, no escuchó el sermón —sobre Noé y el diluvio universal— y pensó todo el rato en Joanne Rouzrokh. Sus padres habían acudido a la iglesia, pero ella no. ¿De verdad que iría a la manifestación? Si iba, él le pediría una cita. Pero ¿aceptaría?
«Es demasiado lista para preocuparse por la diferencia de edad», pensó Woody. Seguro que sabía que tenía más cosas en común con él que con cabezas de chorlito como Victor Dixon. ¡Y ese beso! Todavía le ponía la piel de gallina. Eso que había hecho ella con la lengua… ¿Las otras chicas lo hacían? Deseaba volver a probarlo, y lo antes posible.
Pensando en el futuro se planteó qué ocurriría en septiembre si ella accedía a salir con él. Joanne acudiría a la Universidad de Vassar, en la ciudad de Poughkeepsie, Woody lo sabía. Él regresaría al colegio y no la vería hasta Navidad. Vassar era solo para chicas, pero en Poughkeepsie había hombres. ¿Saldría ella con otros chicos? Woody ya estaba celoso.
Al salir de la iglesia dijo a sus padres que no comería en casa, sino que iría a la manifestación de protesta.
—¡Bien por ti! —exclamó su madre. De joven había sido la directora del Buffalo Anarchist. Se volvió hacia su marido—. Tú también deberías ir, Gus.
—El sindicato ha presentado cargos —respondió el padre de Woody—. Ya sabes que no puedo defender juicios paralelos previos al fallo del tribunal sobre un caso.
La esposa del senador se volvió hacia Woody.
—Tú procura que los matones de Lev Peshkov no te den una paliza.
Woody sacó la cámara del maletero del coche de su padre. Era una Leica III, tan pequeña que podía llevarla colgando con una correa alrededor del cuello. A pesar de su tamaño, tenía una velocidad de obturación de 1/500.
Caminó un par de manzanas hasta Niagara Square, donde iba a iniciarse la marcha. Lev Peshkov había intentado convencer al ayuntamiento de que prohibiese la manifestación argumentando que acabaría siendo violenta, pero el sindicato había insistido en que sería un acto pacífico. Al parecer, los sindicalistas se habían salido con la suya, porque varios cientos de personas se amontonaban alrededor del ayuntamiento. Muchos llevaban pancartas bordadas a mano, banderines rojos y carteles que rezaban: JEFE, LLÉVATE A TUS MATONES. Woody echó un vistazo para localizar a Joanne, pero no tuvo éxito.
Hacía buen tiempo y los asistentes estaban animados; el joven Dewar sacó unas cuantas fotografías: obreros con el traje de los domingos tocados con sombrero, un coche decorado con pancartas, un joven policía mordiéndose las uñas. Seguía sin ver ni rastro de Joanne, y Woody empezó a pensar que no aparecería por allí. Quizá se había despertado con dolor de cabeza.
La marcha debía empezar a mediodía. Al final no se puso en movimiento hasta unos minutos antes de la una. Woody se percató de la importante presencia policial en todo el recorrido. Se dio cuenta de que había quedado prácticamente en el centro de la multitud de manifestantes.
Cuando se dirigían hacia el sur por Washington Street, con destino al núcleo industrial de la ciudad, vio a Joanne uniéndose a la marcha unos metros por delante, y le dio un vuelco el corazón. Vestía unos pantalones de sastre que resaltaban sus curvas. Woody apretó el paso para alcanzarla.
—¡Buenas tardes! —la saludó, pletórico.
—¡Por el amor de Dios, sí que estás animado! —comentó ella.
Se había quedado corta, Woody estaba exultante de felicidad.
—¿Tienes resaca?
—Una de dos: o tengo resaca o he cogido la peste negra. ¿Tú qué crees que es?
—Si tienes picores, es la peste. ¿Tienes alguna mancha? —Woody no sabía lo que decía—. No soy médico, pero me encantaría hacerte un chequeo.
—Para un poco el carro. Ya sé que eres encantador, pero no estoy de humor.
Woody intentó tranquilizarse.
—Te hemos echado de menos en la iglesia —dijo—. El sermón ha sido sobre Noé.
Para su sorpresa, ella rompió a reír.
—Ay, Woody, me gustas tanto cuando te pones gracioso… pero, por favor, hoy no me hagas reír.
Imaginó que aquel comentario era algo favorable, pero estaba muy equivocado.
Localizó una tienda de comestibles abierta en la acera de enfrente.
—Necesitas líquido —dijo—. Enseguida vuelvo. —Entró corriendo al comercio y compró dos botellas de Coca-Cola, muy frescas, recién sacadas de la nevera. Pidió al tendero que se las abriera y regresó a la marcha. Le dio una botella a Joanne.
—¡Oh, vaya, eres mi salvador! —dijo ella. Se llevó el refresco a los labios y echó un buen trago.
Woody tuvo la sensación de que iba poniéndose en cabeza.
Los manifestantes mostraban buen ánimo, pese al desagradable incidente contra el que protestaban. Un grupo de ancianos coreaba himnos políticos y canciones populares. Incluso había un par de familias con niños. Y el cielo estaba despejado.
—¿Has leído Estudios sobre la histeria? —preguntó Woody mientras avanzaban.
—No había oído ese título en mi vida.
—¡Ahí va! Pues es de Sigmund Freud. Creía que te gustaba.
—Me interesan sus ideas. Pero no he leído ningún libro suyo.
—Deberías. Estudios sobre la histeria es asombroso.
Ella lo miró con curiosidad.
—¿Y qué te ha llevado a leer un libro de ese tipo? Apuesto a que no enseñan psicología en tu carísimo colegio de tradición clásica.
—Pues no lo sé. Supongo que al escucharte hablar de psicoanálisis, pensé que sonaba realmente extraordinario. Y sí que lo es.
—¿En qué sentido?
Woody tenía la sensación de que estaba poniéndolo a prueba, para ver si de verdad había entendido el libro o estaba fanfarroneando.
—La idea de que un acto de locura, como derramar de forma obsesiva tinta sobre un mantel, pueda tener alguna lógica oculta.
Joanne asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Eso es.
Woody intuyó que ella no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Ya la había superado en cuanto a conocimientos sobre Freud, pero a Joanne le daba vergüenza reconocerlo.
—¿Qué es lo que más te gusta hacer? —le preguntó él—. ¿Ir al teatro? ¿A conciertos de música clásica? Supongo que ir al cine no suena muy emocionante para alguien cuyo padre tiene unas cien salas de cine.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno… —decidió ser sincero—. Quiero pedirte una cita y me gustaría tentarte con algo que de verdad te guste. Tú di qué es y lo haremos.
Ella le sonrió, pero no era el tipo de sonrisa que él esperaba. Era una sonrisa amigable, aunque compasiva, y le anunciaba que se aproximaban malas noticias.
—Woody, me gustaría, pero tienes quince años.
—Como dijiste anoche, soy más maduro que Victor Dixon.
—Tampoco saldría con él.
A Woody se le secó la boca y se le quebró la voz.
—¿Estás dándome calabazas?
—Sí, con total rotundidad. No quiero salir con un chico tres años más joven que yo.
—¿Puedo pedírtelo otra vez dentro de tres años? Entonces ya tendremos la misma edad.
Ella se rió.
—Deja de hacerte el listillo, me das dolor de cabeza.
Woody decidió no ocultar su dolor. ¿Qué tenía que perder? Angustiado, preguntó:
—Entonces, ¿qué significó ese beso?
—No significó nada.
Sacudió la cabeza, abatido.
—Pues para mí sí que significó algo. Ha sido el mejor beso que he dado nunca.
—¡Oh, Dios!, sabía que iba a ser un error. Mira, lo pasamos bien y punto. Sí, me gustó; ya puedes sentirte halagado, te lo mereces. Eres un crío muy mono, listo como el que más, pero un beso no es una declaración de amor, Woody, sin importar lo mucho que lo disfrutes.
Habían llegado prácticamente a la cabeza de la marcha, y Woody vio su destino justo enfrente: el elevado muro que rodeaba Metalurgia Buffalo. La verja estaba cerrada y vigilada por una docena o más de policías de la fábrica: matones con camisas celestes en imitación del uniforme de la policía.
—Y estaba borracha —añadió Joanne.
—Sí, yo también estaba borracho —dijo Woody.
Fue un intento penoso de salvar su dignidad, aunque Joanne tuvo el amable detalle de fingir que le creía.
—Entonces ambos hemos hecho una pequeña tontería y deberíamos olvidarla —sugirió ella.
—Sí —respondió Woody y apartó la mirada.
En ese momento se encontraban a la entrada de la fábrica. Los que encabezaban la marcha se detuvieron en la puerta, y algunos empezaron a pronunciar un discurso por el megáfono. Al mirar con mayor detenimiento, Woody se dio cuenta de que el orador era un jefe sindical local, Brian Hall. El padre de Woody lo conocía y era de su agrado: en algún momento del pasado remoto habían trabajado juntos para poner fin a una huelga.
La cola de la marcha seguía avanzando y se formó una aglomeración en todo lo ancho de la calle. La policía de la fábrica mantenía despejada la entrada, aunque la verja estaba cerrada. Woody se percató en ese momento de que iban armados con porras como las de los agentes oficiales.
—¡Manténganse alejados de la entrada! ¡Esto es propiedad privada! —gritaba uno de ellos. Woody levantó la cámara y sacó una foto.
Sin embargo, las personas que estaban en primera fila eran empujadas por las de atrás. Woody agarró a Joanne por el brazo e intentó sacarla del foco de tensión. No obstante, resultaba difícil: la multitud era numerosa y nadie quería apartarse. Contra su voluntad, Woody se dio cuenta de que estaba cada vez más cerca de la entrada de la fábrica y de los guardias con sus porras.
—Esto se pone feo —dijo a Joanne.
Pero ella estaba encendida de emoción.
—¡Esos cabrones no podrán detenernos! —gritó.
—¡Sí, señor! ¡Di que sí, joder! —exclamó un hombre que estaba junto a ella.
La multitud seguía a unos diez metros de distancia de la puerta, pero, de todas formas y aunque no fuera necesario, los guardias empezaron a apartar a empujones a los manifestantes. Woody sacó una foto.
Brian Hall había estado gritando por el megáfono, hablando sobre matones y señalando con dedo acusador a la policía de la fábrica. Pero entonces cambió la cantinela e inició un llamamiento a la calma.
—Alejaos de la verja, por favor, compañeros —dijo—. Retroceded, no nos pongamos violentos.
Woody vio cómo un guardia empujaba a una joven con la fuerza suficiente como para hacerla tambalear. Ella no se cayó, pero gritó y el hombre que la acompañaba le espetó al guardia:
—Oye, tómatelo con calma, ¿vale?
—¿Es que intentas provocarme? —preguntó el guardia, desafiante.
—¡Deja de empujar y ya está! —gritó la mujer.
—¡Atrás, atrás! —bramó el guardia. Levantó la porra. La mujer gritó.
Justo cuando la porra descendía, Woody sacó una foto.
—¡El muy hijo de puta ha golpeado a esa mujer! —gritó Joanne y avanzó unos pasos.
Sin embargo, la mayoría de los manifestantes empezaron a moverse en dirección contraria, alejándose de la fábrica. Si daban la vuelta, los guardias se les echaban encima, empujando, dando patadas y propinando golpes con sus porras.
—¡No hay ninguna necesidad de usar la violencia! —exclamó Brian Hall—. Policías de la fábrica, ¡atrás! ¡No uséis las porras más! —Y el megáfono salió despedido de su mano al recibir el porrazo de un policía.
Algunos jóvenes respondían a la agresión. Media docena de auténticos policías se mezclaron con la multitud. No hacían nada por reprimir a la policía de la fábrica, pero empezaron a detener a todo el que se defendía.
El guardia que había empezado el altercado cayó al suelo y dos manifestantes la emprendieron a patadas con él.
Woody sacó una foto.
Joanne gritaba de rabia. Se abalanzó sobre un guardia y le arañó la cara. El hombre lanzó un manotazo para quitársela de encima. Por accidente o no, quién sabe, la mano impactó violentamente contra el tabique nasal de Joanne. Ella cayó al suelo con la nariz ensangrentada. El guardia levantó la porra. Woody la agarró por la cintura y tiró de ella hacia atrás. La porra no le dio.
—¡Vamos! —le gritó Woody—. ¡Hay que largarse de aquí!
El golpe en la cara había desinflado su arranque de furia, y no opuso resistencia mientras Woody medio tiraba de ella y medio la arrastraba para alejarla de la verja de la fábrica lo más rápido posible, con la cámara bailándole colgada al cuello. A esas alturas, la multitud estaba aterrorizada: los manifestantes tropezaban, caían y otros los pisaban en un intento ofuscado de escapar.
Woody era más alto que la mayoría y consiguió evitar que los derribasen. Lograron avanzar pese al tumulto, manteniéndose justo por delante de las porras. Al final, la multitud fue reduciéndose. Joanne se soltó de Woody y ambos empezaron a correr.
El alboroto del enfrentamiento se oía cada vez más lejos. Doblaron un par de esquinas y, pasado un minuto, llegaron a una calle desierta, poblada de fábricas y almacenes, todos cerrados porque era domingo. Frenaron el paso y caminaron a velocidad normal, para recuperar el aliento. Joanne empezó a reír.
—¡Ha sido muy emocionante! —exclamó.
Woody no podía compartir su entusiasmo.
—Ha sido detestable —soltó—. Y podría haber acabado peor. —La había rescatado, y albergaba cierta esperanza de que aquello pudiera hacerla cambiar de parecer sobre el hecho de salir con él.
Aunque ella no creía que le debiera mucho.
—¡Vamos, venga ya! —exclamó con tono de menosprecio—. No ha habido muertos.
—¡Esos guardias han provocado el altercado de forma deliberada!
—¡Por supuesto que sí! Peshkov quiere que los sindicalistas sean los malos de la película.
—Bueno, pero nosotros sabemos la verdad. —Woody dio un golpecito a su cámara—. Y yo puedo probarlo.
Caminaron casi un kilómetro, Woody vio un taxi que pasaba y lo paró. Dio al conductor la dirección de la casa de la familia Rouzrokh.
El joven iba sentado en la parte trasera del taxi y sacó un pañuelo del bolsillo.
—No quiero llevarte a casa de tu padre en estas condiciones —dijo. Desplegó el rectángulo de algodón blanco y le secó con sumo cuidado la sangre del labio superior.
Fue un acto íntimo, y a él le pareció sensual, pero ella no permitió que se prolongase.
—Ya lo hago yo —dijo al cabo de unos segundos. Le quitó el pañuelo y se limpió ella sola—. ¿Qué tal ahora?
—Te has dejado un poco —mintió. Recuperó el pañuelo. Joanne abrió mucho la boca, tenía los dientes blancos y los labios con una hinchazón encantadora. Woody fingió haber visto algo bajo su labio inferior. Lo limpió con delicadeza y dijo—: Mejor así.
—Gracias. —Lo miró con expresión extrañada, entre simpática y molesta. Ella sabía que él le había mentido sobre la sangre en la barbilla, y él lo suponía, pero no estaba segura de si enfadarse con él o no.
El taxi se detuvo en la puerta de la casa de Joanne.
—No entres —le pidió—. Voy a mentir a mis padres sobre dónde he estado y no quiero que se te escape la verdad.
Woody sabía que, seguramente, él era el más discreto de los dos, pero no dijo nada.
—Te llamaré más tarde.
—Está bien.
Ella bajó del taxi y avanzó por el caminito que llevaba a la puerta al tiempo que se despedía con la mano con gesto mecánico.
—Es un bomboncito —comentó el conductor—. Pero es demasiado mayor para ti.
—Lléveme a Delaware Avenue —dijo Woody. Dio el número y el nombre de la calle que cruzaba por allí. No pensaba hablar de Joanne con un taxista de pacotilla.
Reflexionó sobre el hecho de que lo hubieran rechazado. No debería de haberle sorprendido: todo el mundo, desde su hermano hasta el taxista, decía que era demasiado joven para ella. Eso no quitaba que le doliera. Tenía la sensación de no saber qué hacer con su vida a partir de ese momento. ¿Cómo podría sobrevivir el resto del día?
Ya en casa, sus padres estaban echando la acostumbrada cabezadita de los domingos por la tarde. Chuck suponía que era el momento que aprovechaban para tener relaciones. Betty informó a Woody de que su hermano se había marchado con un grupo de amigos.
Woody entró al cuarto oscuro para revelar la película de su cámara. Echó agua tibia en la palangana para poner los productos químicos a la temperatura ideal, luego metió la película en una bolsa negra para transferirla a un tanque de revelado.
Era un proceso largo que requería paciencia, pero le gustaba estar sentado en la oscuridad y pensar en Joanne. Sobrevivir juntos al altercado no había provocado que ella se enamorase de él, pero seguro que los había acercado más. Estaba convencido de que al menos empezaba a gustarle un poco más. Quizá su rechazo no fuera definitivo. Quizá debía seguir intentándolo. Tenía claro que no iba a interesarse por otras chicas.
Cuando sonó el minutero, pasó la película al baño de paro para detener la reacción química. Luego la introdujo en un baño fijador para hacer que la imagen fuera permanente. Por último, lavó y secó la película y analizó las imágenes del negativo en blanco y negro del carrete.
Le parecieron bastante buenas.
Cortó la película foto a foto y colocó la primera en el ampliador. Puso una hoja de papel fotográfico de veinte por veinticinco centímetros en la base del ampliador, encendió la luz y expuso el papel a la imagen del negativo mientras contaba los segundos. Luego colocó el papel en un baño abierto de líquido revelador.
Esa era la mejor parte del proceso. Poco a poco, el papel blanco empezaba a revelar manchas grises, y aparecía la imagen que había fotografiado. Siempre le parecía un milagro. En la primera imagen se veía a un negro y a un hombre blanco, ambos con el traje de los domingos y tocados con sombrero, sujetando una pancarta que decía FRATERNIDAD con grandes letras. Cuando la imagen se veía con nitidez pasaba la hoja a un baño de fijador, luego la lavaba y la secaba.
Imprimió todas las fotos que había sacado, las expuso a la luz y las desplegó sobre la mesa del comedor. Estaba encantado: eran escenas vívidas, con movimiento, que reflejaban con toda claridad una secuencia de acontecimientos. Cuando oyó que sus padres empezaban a moverse en el piso de arriba, llamó a su madre. Ella había sido periodista antes de casarse y todavía escribía libros y artículos para algunas revistas.
—¿Qué opinas? —le preguntó.
Su madre estudió las imágenes a conciencia con su único ojo.
—Creo que son buenas. Deberías llevarlas a un periódico —dijo al cabo de un rato.
—¿De veras? —preguntó él. Empezaba a emocionarse—. ¿A qué periódico?
—Por desgracia, son todos conservadores. Quizá al Buffalo Sentinel. El director es Peter Hoyle, lleva allí desde que el mundo es mundo. Conoce bien a tu padre, seguramente accederá a verte.
—¿Cuándo debería enseñarle las fotos?
—Ahora. La manifestación es una noticia candente. Mañana saldrá en todos los periódicos. Necesitan las fotos esta noche.
Woody se sentía electrizado.
—Está bien —dijo. Recogió el papel satinado y formó una pila ordenada. Su madre sacó una carpeta de cartulina del estudio de su padre. Woody la besó y salió de casa.
Cogió un autobús en dirección al centro de la ciudad.
La entrada principal de la redacción del Sentinel estaba cerrada. La desilusión se apoderó de Woody durante un instante, pero luego pensó que los periodistas debían de poder entrar y salir si tenían que imprimir un periódico para la mañana del lunes; y encontró la entrada alternativa.
—Tengo unas fotos para el señor Hoyle —dijo a un hombre que estaba sentado del otro lado de la puerta y lo remitieron al segundo piso.
Localizó el despacho del director, una secretaria tomó nota de su nombre y, pasado un minuto, estaba estrechando la mano a Peter Hoyle. El director era un hombre alto e imponente, con el pelo cano y bigote negro. Por lo visto, estaba poniendo fin a una reunión con un colega más joven. Hablaba con voz muy alta, como si estuviera gritando para que se le oyera a pesar del ruido de las rotativas.
—El hilo conductor de la historia está bien, pero el principio es un asco, Jack —dijo con un gesto de despedida apoyando una mano en el hombro del tipo, dirigiéndole hacia la puerta—. Enfócalo desde un punto de vista diferente. Desplaza la declaración del alcalde hacia el final y empieza con los niños lisiados. —Jack se marchó y Hoyle se volvió hacia Woody—. ¿Qué tienes, muchacho? —preguntó sin más preámbulos.
—Hoy he participado en la manifestación.
—Querrás decir en el altercado.
—No ha sido un altercado hasta que los guardias de la fábrica han empezado a golpear a las mujeres con sus porras.
—He oído que los manifestantes intentaron entrar en la fábrica y que los guardias lo impidieron.
—No es cierto, señor, y las fotos lo demuestran.
—Enséñamelas.
Woody las había dispuesto en orden mientras viajaba en el autobús. Colocó la primera sobre la mesa del director.
—El principio fue pacífico.
Hoyle apartó la foto.
—Esto no demuestra nada —dijo.
Woody sacó una foto que había hecho en la fábrica.
—Los guardias estaban esperando en la puerta. Aquí se ven las porras. —La siguiente foto la había sacado cuando empezaron los empujones—. Los manifestantes estaban al menos a diez metros de la verja, los guardias no tenían por qué obligarlos a retroceder. Fue una provocación deliberada.
—Está bien —dijo Hoyle, y no apartó las fotos.
Woody sacó su mejor instantánea: un guardia blandiendo la porra para golpear a una mujer.
—Fui testigo de todo este incidente —afirmó el joven—. Lo único que hizo la mujer fue decirle que dejara de empujarla, y él le pegó así.
—Buena foto —comentó Hoyle—. ¿Alguna más?
—Una —anunció Woody—. La mayoría de los manifestantes escaparon en cuanto empezó el altercado, pero unos cuantos contraatacaron. —Mostró a Hoyle la fotografía de dos manifestantes pateando a un guardia en el suelo—. Estos hombres la emprendieron a golpes con el guardia que pegó a la mujer.
—Has hecho un buen trabajo, joven Dewar —dijo Hoyle. Se sentó a la mesa y tomó un formulario de una bandeja—. ¿Te parece bien veinte pavos?
—¿Quiere decir que va a publicar mis fotos?
—He supuesto que estabas aquí por eso.
—Sí, señor, gracias, veinte dólares me parece bien, quiero decir que me parece muy bien. Bueno, quiero decir que me parece un montón.
Hoyle garabateó algo en el formulario y lo firmó.
—Llévaselo a la cajera. Mi secretaria te dirá adónde tienes que ir.
El teléfono del escritorio empezó a sonar. El director lo cogió y contestó con brusquedad.
—Hoyle. —Woody supuso que debía irse y salió del despacho.
Estaba en éxtasis. La paga había sido asombrosa, pero era todavía más emocionante que el periódico fuera a utilizar sus fotos. Siguió las indicaciones de la secretaria para llegar a una pequeña habitación con un mostrador y una ventanilla, y recibió sus veinte dólares. Luego volvió a casa en un taxi.
Sus padres estaban encantados con aquel golpe maestro e incluso su hermano parecía admirado. Durante la cena, la abuela expresó su opinión.
—Está bien, siempre que no te plantees el periodismo como carrera. Eso sería caer muy bajo.
En realidad, Woody había pensado que podría estudiar para ser fotógrafo de prensa en lugar de político, y le sorprendió saber que su abuela no lo aprobaba.
Su madre sonrió.
—Pero, Ursula, querida, yo era periodista —dijo.
—Eso es distinto, tú eres mujer —respondió la abuela—. Woodrow debe convertirse en un hombre distinguido, como su padre y su abuelo antes que él.
Rosa no se sintió ofendida con el comentario. Le gustaba la abuela y la escuchaba con simpática tolerancia mientras lanzaba sus peroratas radicales.
Sin embargo, Chuck se sintió contrariado pues anhelaba para sí el interés familiar por el primogénito.
—¿Y qué queréis que sea yo, un mindundi? —preguntó.
—No seas ordinario, Charles —dijo la abuela, que, como siempre, tenía la última palabra.
Esa noche Woody permaneció largo rato en vela. Estaba impaciente por ver las fotos publicadas en el periódico. Se sentía como un niño en Nochebuena: el anhelo por que amaneciera lo mantenía insomne.
Pensaba en Joanne. Ella se equivocaba al creer que él era demasiado joven. Era el hombre perfecto para ella. A ella le gustaba: tenían muchas cosas en común y había disfrutado besándole. Woody seguía creyendo que podía ganarse su amor.
Al final se durmió y, al despertar, ya había amanecido. Se puso un batín sobre el pijama y bajó corriendo las escaleras. Joe, el mayordomo, siempre salía a primera hora para comprar los periódicos y los disponía en abanico sobre la mesa del desayuno. Los padres de Woody estaban ya allí: su padre comiendo huevos revueltos y su madre bebiendo café a sorbitos.
Woody tomó el Sentinel. Su obra estaba en primera plana.
Aunque no como él esperaba.
Habían usado solo una de sus fotos, la última. En ella se veía a un guardia de la fábrica tirado en el suelo recibiendo las patadas de dos trabajadores. El titular rezaba: ALTERCADO PROTAGONIZADO POR LOS HUELGUISTAS DEL METAL.
—¡Oh, no! —exclamó.
Leyó el artículo con incredulidad. Afirmaba que los manifestantes habían intentado entrar a la fuerza en la fábrica y que habían repelido con violencia a los guardias del recinto, varios de los cuales habían sufrido heridas leves. El comportamiento de los trabajadores había sido condenado por el alcalde, el jefe de policía y Lev Peshkov. Al pie del artículo, como declaración de última hora, citaban al portavoz sindicalista Brian Hall, quien negaba la veracidad de la historia y culpaba a los guardias de la violencia.
Woody puso el periódico delante de su madre.
—Le conté a Hoyle que los guardias habían provocado el follón y ¡le di las fotos para probarlo! —exclamó, furioso—. ¿Por qué ha publicado todo lo contrario a la verdad?
—Porque es conservador —respondió ella.
—¡Se supone que los periódicos deben contar la verdad! —exclamó Woody, alzando la voz por la indignación enfurecida—. ¡No pueden inventarse mentiras!
—Sí, sí que pueden —replicó ella.
—Pero ¡eso no es justo!
—Bienvenido al mundo real —concluyó su madre.