III

—No sé qué le ocurre a este cachorro —se lamentó Daisy—. No hace nada de lo que le ordeno. Estoy volviéndome loca. —Le temblaba la voz y tenía los ojos bañados en lágrimas, y eso que estaba exagerando solo un poco.

Charlie Farquharson miró de cerca al perro.

—No le ocurre nada —sentenció—. Es un cachorro encantador. ¿Cómo se llama?

—Jack.

—Mmm…

Estaban sentados en el impecable jardín de ocho mil metros cuadrados de la casa de Daisy. Eva había saludado a Charlie y luego había tenido el detalle de retirarse a escribir una carta para su familia. El jardinero, Henry, estaba pasando la azada a un parterre de pensamientos violetas y amarillos situado a lo lejos. Su esposa, Ella, la criada, les había llevado una jarra de limonada y un par de vasos, y los había dispuesto sobre una mesita plegable.

El cachorro era un pequeño terrier Jack Russell, menudo y robusto, blanco con manchitas marrones. Tenía una mirada inteligente, como si entendiera todas y cada una de las palabras que le decían, pero, al parecer, no estaba muy dispuesto a obedecer. Daisy lo tenía sobre el regazo y le acariciaba el hocico con la clara intención de inquietar a Charlie, de una forma que a él le resultaba extrañamente desconcertante.

—¿No te gusta el nombre?

—¿No te parece un tanto obvio? —Charlie se quedó mirando la blanca mano sobre el hocico del perro y se removió con incomodidad en la silla.

Daisy no quería excederse. Si excitaba demasiado a Charlie, acabaría por marcharse a su casa. Era la razón por la que seguía soltero a los veinticinco: varias chicas de Buffalo, incluidas Dot Renshaw y Muffie Dixon, habían fracasado en su intento de echarle el guante. Pero Daisy era distinta.

—Entonces deberías ponerle nombre tú —sugirió ella.

—Conviene que sea un nombre de dos sílabas, como Bonzo, para que le resulte más fácil reconocerlo.

Daisy no tenía ni idea de cómo poner nombre a un perro.

—¿Qué te parece Rover?

—Demasiado común. Rusty estaría mejor.

—¡Perfecto! —exclamó ella—. Entonces se llamará Rusty.

El perro consiguió zafarse sin esfuerzo de Daisy y saltó al suelo.

Charlie lo levantó. La joven se fijó en que tenía las manos grandes.

—Tienes que enseñar a Rusty que tú eres la que manda —le aconsejó Charlie—. Agárralo con fuerza y no lo dejes bajar hasta que tú se lo digas. —Volvió a colocarle el cachorro en el regazo.

—Pero ¡es que tiene mucha fuerza! Y tengo miedo de hacerle daño.

Charlie sonrió con condescendencia.

—No le harías daño ni aunque lo intentaras. Agárralo con fuerza por la piel del cogote, retuércesela un poco si hace falta, y luego ponle la otra mano sobre el lomo con firmeza.

Daisy siguió las órdenes de Charlie. El perro percibió el aumento de presión en el tacto de Daisy y se quedó quieto, como si esperase a ver qué ocurría a continuación.

—Da la orden de sit y luego empújale los cuartos traseros hacia abajo.

Sit —dijo Daisy.

—Dilo más alto y pronuncia con mucha claridad la letra te. Luego vuelve a empujarlo con fuerza por detrás.

—¡Sit, Rusty! —exclamó ella y lo empujó hacia abajo. El perrito se sentó.

—Ya lo tienes —dijo Charlie.

—¡Eres tan listo! —exclamó ella con efusión.

El joven parecía encantado.

—El único secreto es actuar con convicción —respondió con modestia—. Siempre hay que mostrarse enérgico y decidido con los perros. Prácticamente hay que ladrarles. —Se repanchingó en el asiento, satisfecho. Era bastante gordito y llenaba la silla. Hablar sobre los temas en los que era experto lo relajaba, tal como Daisy había supuesto.

Lo había llamado aquella mañana.

—¡Estoy desesperada! —le había dicho—. Me he comprado un cachorro y soy incapaz de controlarlo. ¿Podrías darme algún consejo?

—¿De qué raza es el cachorro?

—Es un Jack Russell.

—Pues resulta que es mi raza preferida. ¡Tengo tres!

—Pero ¡qué casualidad!

Tal como Daisy había supuesto, Charlie se ofreció para ir a su casa y ayudarle a adiestrar al perrito.

—¿De veras crees que Charlie te conviene? —había preguntado Eva, con reservas.

—¿Hablas en serio? —respondió la joven—. ¡Es uno de los solteros de oro más cotizados de Buffalo!

Ya en compañía de Charlie, Daisy comentó:

—Seguro que también se te darán muy bien los niños.

—Bueno, eso no lo sé.

—Te encantan los perros, pero eres firme con ellos. Estoy segura de que esa técnica también funciona con los niños.

—No tengo ni idea. —Cambió de tema—. ¿Tienes intención de ir a la universidad en septiembre?

—Puede que vaya a Oakdale. Es una universidad para señoritas con licenciaturas de dos años. A menos que…

—¿A menos que qué?

«A menos que me case», quería decir, pero dijo:

—No lo sé. A menos que ocurra alguna otra cosa.

—¿Como qué?

—Me gustaría visitar Inglaterra. Mi padre fue a Londres y conoció al príncipe de Gales. ¿Y tú? ¿Tienes algún plan?

—Siempre habían supuesto que tomaría el relevo de mi padre en su banco, pero ahora ya no hay banco que valga. Mi madre tiene algo de dinero de su familia, y yo lo gestiono, pero, salvo por eso, voy tirando sin rumbo fijo.

—Deberías criar caballos —sugirió Daisy—. Sé que tendrías mano para ello. —Ella era buena amazona y había ganado premios de pequeña. Se imaginó a sí misma y a Charlie en el parque, a lomos de dos caballos grises idénticos, con sus dos hijos a la zaga, montando en poni. La visión le produjo un cálido rubor.

—Me encantan los caballos —confesó Charlie.

—¡Y a mí también! Quiero criar caballos de carreras. —Daisy no tuvo que fingir entusiasmo. Soñaba con producir una estirpe de campeones. Consideraba a los dueños de purasangres la élite internacional de moda.

—Pero los purasangres cuestan muchísimo dinero —comentó Charlie en tono lúgubre.

A Daisy le sobraba el dinero. Si Charlie se casaba con ella, no tendría que volver a preocuparse jamás por ello. Por supuesto que ella no dijo nada, pero suponía que el joven estaba rumiándolo y dejó la idea en el aire permaneciendo en silencio todo el tiempo que pudo.

Al final, Charlie retomó la conversación.

—¿Es verdad que tu padre ordenó dar una paliza a esos dos líderes sindicales?

—¡Qué idea tan absurda! —Daisy no sabía si Lev Peshkov había hecho tal cosa, aunque en realidad no le habría sorprendido.

—Los hombres que llegaron de Nueva York para encargarse de la huelga —insistió Charlie—. Han sido hospitalizados. El Sentinel dice que tuvieron una bronca con líderes sindicales de Buffalo, pero todo el mundo cree que tu padre está detrás.

—Yo nunca hablo de política —respondió Daisy con despreocupación—. ¿Cuándo tuviste tu primer perro?

Charlie empezó una larga rememoración. Daisy pensó qué paso debía dar a continuación: «Ya lo tengo aquí y he logrado que se relaje; ahora hay que ponerlo a tono. Pero acariciando al perro de forma sugerente lo he puesto nervioso». Lo que hacía falta era que sus cuerpos se rozaran como por casualidad.

—¿Qué es lo que debo hacer ahora con Rusty? —preguntó cuando Charlie hubo terminado con su historia.

—Tienes que enseñarle a caminar pegado a ti —respondió el joven sin pensarlo.

—¿Eso cómo se hace?

—¿Tienes galletas para perros?

—Claro. —Las ventanas de la cocina estaban abiertas, y Daisy alzó la voz para que la criada pudiera oírla—. Ella, ¿serías tan amable de traerme la caja de huesitos Milkbone?

Charlie partió una de las galletas por la mitad y se subió el cachorro al regazo. Se metió una galleta en el puño, dejó que Rusty la olfateara, abrió la mano y permitió que el perro diera un mordisco. Tomó otra galleta y se aseguró de que el animal se percatase de que la tenía en su poder. Entonces se levantó y dejó al cachorro a sus pies. Rusty mantuvo la mirada atenta dirigida al puño cerrado de Charlie.

—¡Al pie! —ordenó Charlie y dio un par de pasos.

El perro lo siguió.

—¡Buen chico! —dijo Charlie y le dio a Rusty otra galleta.

—¡Ha sido maravilloso! —exclamó Daisy.

—Después de un tiempo ya no necesitarás la galleta, lo hará para recibir una palmadita. Y al final, lo hará de forma automática.

—Charlie, ¡eres un genio!

El joven estaba rebosante de satisfacción. Daisy observó que tenía unos bonitos ojos castaños, al igual que el perro.

—Ahora, inténtalo tú —sugirió a la joven.

Ella imitó lo que Charlie había hecho y obtuvo el mismo resultado.

—¿Lo ves? —dijo él—. No es tan difícil.

Daisy rió, encantada.

—Deberíamos montar un negocio —comentó—. Farquharson y Peshkov, adiestradores caninos.

—Qué idea tan buena —afirmó él, y parecía hablar en serio.

«Esto está yendo sobre ruedas», pensó Daisy.

Fue hacia la mesa y sirvió dos vasos de limonada.

—Por lo general, soy bastante tímido con las chicas —dijo Charlie, que se encontraba junto a ella.

«¡No me digas!», pensó Daisy, pero no abrió la boca.

—Es muy fácil hablar contigo —prosiguió el joven. Creía que todo fue una casualidad.

Cuando Daisy le pasó el vaso, le tiró un poco de limonada encima.

—¡Oh, qué torpe! —exclamó ella.

—No pasa nada —la disculpó él, pero la bebida le había manchado la americana de lino y los pantalones de algodón blanco. Sacó un pañuelo y empezó a secarse.

—Espera, déjame a mí —dijo Daisy, y le quitó el pañuelo de la imponente mano.

Se pegó muchísimo a él para secarle la solapa. Charlie se quedó quieto y Daisy estaba plenamente convencida de que él podía oler su perfume Jean Naté: notas de lavanda con un leve aroma de almizcle. Se entretuvo recorriendo la pechera de la americana con el pañuelo, aunque allí no había líquido derramado.

—Ya casi está —dijo como si lamentase tener que parar tan pronto.

Luego hincó una rodilla como si estuviera venerándolo. Empezó a secar las manchas de humedad en los pantalones con delicados roces, como una mariposa juguetona. Mientras le acariciaba el muslo puso una mirada de inocencia cautivadora y levantó la vista. Él estaba mirándola, resollando con fuerza, boquiabierto y pasmado.