Hay dos cosas que debes saber sobre las chicas de Buffalo —dijo Daisy Peshkov—. Beben como cosacos y son todas unas esnobs.
Eva Rothmann soltó una risilla nerviosa.
—No te creo —respondió. Su acento alemán había desaparecido casi por completo.
—Pues es verdad —repuso Daisy. Estaban en su cuarto, decorado en tonos blancos y rosas, probándose ropa ante el espejo tríptico de cuerpo entero—. A lo mejor te queda bien la combinación de azul marino y blanco —sugirió Daisy—. ¿Qué te parece? —Levantó una blusa hasta situarla a la altura de la cara de Eva y estudió el contraste. La mezcla de colores le sentaba bien.
Daisy estaba rebuscando en su armario un conjunto que su amiga pudiera llevar a un almuerzo en la playa. Eva no era una chica bonita, y los volantes y lazos que complementaban muchas de las prendas de Daisy solo contribuían a que Eva pareciera anticuada y sin gracia. Las rayas le pegaban más a sus facciones marcadas.
Eva tenía el pelo negro y los ojos castaño oscuro.
—Puedes llevar colores claros —le sugirió Daisy.
Eva tenía poca ropa. Su padre, médico judío en Berlín, había pasado la vida ahorrando para enviarla a Estados Unidos y, hacía un año, la joven había llegado con lo puesto a ese país. Una organización benéfica le había pagado para que fuera al internado donde estudiaba Daisy. Las jóvenes tenían la misma edad: diecinueve años. No obstante, Eva no tenía adónde ir durante las vacaciones de verano y, en un arrebato, su amiga la había invitado a casa.
Al principio, la madre de Daisy, Olga, se había mostrado reticente.
—¡Vaya, pero si te pasas todo el año en el internado, lejos de casa...! Tenía muchas ganas de tenerte en exclusiva para mí durante el verano.
—De verdad que es estupenda, mamá —había dicho Daisy—. Es encantadora, de trato fácil y amiga fiel.
—Supongo que te da pena porque es una refugiada que huye de los nazis.
—A mí los nazis me traen sin cuidado, me gusta ella.
—Está bien, pero ¿tiene que vivir con nosotros?
—Mamá, ¡no tiene adónde ir!
Como siempre, Olga dejó que Daisy se saliera con la suya.
Ahora, mientras ambas amigas se probaban ropa, Eva retomó la conversación.
—¿Esnobs? ¡Nadie debería ser esnob contigo! —dijo Eva.
—Pues claro que lo serán.
—Pero si tú eres muy guapa y jovial.
Daisy no se molestó en negarlo.
—Eso es lo que odian de mí.
—Y eres rica.
Era cierto. El padre de Daisy era rico, su madre había heredado una fortuna, y Daisy tendría dinero al cumplir los veintiuno.
—Eso no significa nada. En esta ciudad lo que de verdad cuenta es desde cuándo eres rico. Si trabajas, no eres nadie. La élite está formada por los que viven de los millones que les dejaron sus bisabuelos. —Habló con tono de burla despreocupada para ocultar su resentimiento.
—¡Y tu padre es famoso! —exclamó Eva.
—Creen que es un gángster.
El abuelo de Daisy, Josef Vyalov, había sido dueño de bares y hoteles. Su padre, Lev Peshkov, había invertido los beneficios en la compra de teatros de vodevil de capa caída para convertirlos en cines. En ese momento, además, era dueño de un estudio de producción de Hollywood.
Eva se indignó por Daisy.
—¿Cómo pueden decir semejante cosa?
—Creen que era contrabandista. Y seguramente están en lo cierto. Si no, no me explico cómo pudo hacer dinero con los bares en plena época de la Ley Seca. En cualquier caso, es el motivo por el que no invitarán nunca a mi madre a unirse a la Sociedad de Damas de Buffalo.
Ambas se quedaron mirando a Olga, que estaba sentada en la cama de su hija leyendo el Buffalo Sentinel. En fotografías que le habían sacado de joven, la madre de Daisy parecía una mujer bella de figura esbelta. En la actualidad era regordeta y sin ningún atractivo destacable. Había perdido todo interés en su apariencia, aunque compraba compulsivamente con Daisy, sin reparar en gastos en el empeño de que su hija luciera estupenda.
Olga levantó la vista del periódico.
—No creo que la supuesta condición de contrabandista de tu padre sea lo que de verdad les importa, hija —dijo—. Lo que pasa es que es inmigrante y ruso, y las pocas veces que decide asistir a la liturgia religiosa, acude a la iglesia ortodoxa rusa de Ideal Street, lo cual es casi tan malo como ser católico.
—Eso es muy injusto —comentó Eva.
—Debo advertirte, además, que tampoco les gustan mucho los judíos —añadió Daisy. En realidad, Eva era medio judía—. Siento ser tan sincera.
—Sé tan sincera como quieras; después de Alemania, este país me parece la tierra prometida.
—No te acomodes demasiado —le advirtió Olga—. Según este periódico, son muchos los directivos de empresa estadounidenses que odian al presidente Roosevelt y admiran a Adolf Hitler. Y a mí me consta, porque el padre de Daisy es uno de ellos.
—Qué aburrida es la política —opinó Daisy—. ¿Es que no dicen nada interesante en el Sentinel?
—Sí, sí que hay algo interesante. Van a presentar a Muffie Dixon ante la corte británica.
—Bien por ella —comentó Daisy con acritud, sin poder ocultar la envidia que sentía.
Olga leyó la noticia:
—«La señorita Muriel Dixon, hija del difunto Charles “Chuck” Dixon, caído en Francia durante la guerra, acudirá el próximo martes al palacio de Buckingham en compañía de la señora de Robert W. Bingham, embajador estadounidense, para ser presentada ante la corte británica.»
Daisy ya había escuchado bastante sobre Muffie Dixon.
—He estado en París, pero nunca en Londres —dijo a Eva—. ¿Y tú?
—Ni en un sitio ni en otro —respondió—. La primera vez que salí de Alemania fue para mi travesía rumbo a Estados Unidos.
—¡Oh, santo cielo! —exclamó Olga de pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó Daisy.
Su madre arrugó el periódico.
—Tu padre ha llevado a Gladys Angelus a la Casa Blanca.
—¿Qué? —Fue como una bofetada para Daisy—. Pero ¡si dijo que me llevaría a mí!
El presidente Roosevelt había organizado una recepción para un centenar de empresarios en un intento de que aceptasen su new deal. Lev Peshkov opinaba que Franklin D. Roosevelt era peor que un comunista, aunque le halagaba que lo hubiera invitado a la Casa Blanca. Sin embargo, Olga se había negado a acompañarlo y había argumentado, airada: «No pienso fingir ante el presidente que somos un matrimonio normal».
Oficialmente, Lev vivía allí, en la elegante casa de campo de antes de la guerra construida por el abuelo Vyalov, aunque pasaba más noches en el moderno apartamento que le había comprado a su amante de hacía ya tantos años, Marga. Para colmo, todo el mundo suponía que tenía una aventura con la estrella más rutilante de su estudio de producción, Gladys Angelus. Daisy entendía por qué su madre se sentía despreciada. Ella también se sentía rechazada cuando Lev subía al coche para ir a pasar la noche con su otra familia.
Daisy se había emocionado cuando su padre le había pedido que lo acompañara a la Casa Blanca en sustitución de su madre. La joven ya había contado a todo el mundo que iría. Ninguno de sus amigos había conocido al presidente, a excepción de los hermanos Dewar, cuyo padre era senador.
Lev no le había dicho la fecha exacta, y ella había supuesto que la informaría en el último momento, como acostumbraba a hacerlo todo. Sin embargo, su padre había cambiado de idea o sencillamente se había olvidado. Fuera como fuese, había vuelto a rechazar a Daisy.
—Lo siento, cielo —dijo su madre—. Pero tu padre nunca ha dado mucho valor a las promesas.
Eva se mostró compasiva. Su lástima hirió a Daisy. El padre de Eva se encontraba a miles de kilómetros y cabía la posibilidad de que no volviera a verlo jamás, pero se sentía triste por Daisy, como si el padecimiento de su amiga fuera peor.
Lo ocurrido hizo que Daisy se rebelase; no pensaba permitir que le arruinara el día.
—Pues seré la única chica de Buffalo a la que hayan dado plantón por Gladys Angelus —concluyó—. Bueno, ¿qué me pongo?
Ese año se llevaban las faldas exageradamente cortas en París, pero el círculo conservador de Buffalo seguía los cánones de la moda parisina guardando ciertas distancias. No obstante, Daisy tenía un vestido de tenis, de largo hasta la rodilla, en color azul celeste como sus ojos. Tal vez ese fuera el día ideal para estrenarlo. Se quitó lo que llevaba y se puso la prenda nueva.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—¡Oh, Daisy, es muy bonito! Pero… —titubeó Eva.
—Se les saldrán los ojos de las órbitas —concluyó Olga. Le gustaba cuando su hija se vestía para matar. Puede que le recordara su propia juventud.
—Daisy, si son tan esnobs, ¿por qué quieres ir a la fiesta?
—Irá Charlie Farquharson, y estoy pensando en casarme con él —aclaró Daisy.
—¿Hablas en serio?
—Es un gran partido —añadió Olga con entusiasmo.
—¿Cómo es? —preguntó Eva.
—Totalmente adorable —dijo Daisy—. No es el chico más guapo de Buffalo, pero es cariñoso y amable, y bastante tímido.
—Parece muy distinto a ti.
—Los polos opuestos se atraen.
—Los Farquharson —terció Olga de nuevo— se cuentan entre las familias más antiguas de Buffalo.
Eva enarcó sus negras cejas.
—¿Son esnobs?
—Y mucho —respondió Daisy—. Pero el padre de Charlie perdió todo su dinero durante el crash de Wall Street y murió; se suicidó, en realidad. Por eso necesitan recuperar la fortuna familiar.
Eva se quedó pasmada.
—¿Esperas que se case contigo por dinero?
—No, se casará conmigo porque lo encandilaré. Pero su madre me aceptará por mi dinero.
—Has dicho que lo encandilarás. ¿Y él está al tanto?
—Todavía no. Pero creo que podría empezar esta tarde. Sí, este es el vestido ideal, está decidido.
Daisy se puso el azul celeste y Eva el de rayas blancas y azules. Cuando por fin estuvieron listas, ya se les había hecho tarde.
La madre de Daisy no tenía chófer.
—Me casé con el chófer de mi padre y eso me arruinó la vida —decía en ocasiones. Le aterrorizaba que Daisy acabara cometiendo un error similar, por eso le gustaba tanto Charlie Farquharson. Si necesitaba ir a algún sitio en su destartalado Stutz de 1925, hacía que Henry, el jardinero, se quitara las botas de goma y se enfundara un traje negro. Sin embargo, su hija tenía coche propio: un coupé deportivo Chevrolet de color rojo.
A Daisy le gustaba conducir, le encantaba el poder y la velocidad que sentía al volante. Se dirigían hacia la salida sur de la ciudad, y la verdad era que lamentaba estar a tan solo ocho kilómetros de la playa a la que iban.
Mientras conducía iba imaginando su vida como esposa de Charlie. Con el dinero que ella tenía y la posición social de él, serían la pareja de moda en la sociedad de Buffalo. En sus cenas, las mesas serían tan elegantes que los invitados quedarían boquiabiertos del asombro. Tendrían el yate con mayor eslora del embarcadero y celebrarían fiestas a bordo para otras parejas ricas y amantes de la diversión. Todos anhelarían recibir una invitación de la señora de Charles Farquharson. No habría acontecimiento benéfico con éxito sin la presencia de Daisy y Charlie en la mesa presidencial. Daisy se montó toda la película y se imaginó con un elegantísimo vestido confeccionado en París, caminando entre una multitud de hombres y mujeres que la admiraban mientras ella recibía sus cumplidos con una grácil sonrisa.
Seguía soñando despierta cuando por fin llegaron a su destino.
La ciudad de Buffalo se encontraba al norte del estado de Nueva York, próxima a la frontera con Canadá. La playa de Woodlawn era un arenal de kilómetro y medio a orillas del lago Erie. Daisy aparcó, y Eva y ella cruzaron las dunas.
Ya habían llegado unas cincuenta o sesenta personas. Eran los hijos adolescentes de la élite de Buffalo: un grupito privilegiado que pasaba los veranos navegando y practicando esquí acuático durante el día y asistiendo a fiestas y a bailes por la noche. Daisy saludó a las personas que conocía, que era casi todo el mundo, y fue presentando a Eva. Se sirvieron unas copas de ponche. Daisy lo probó con cautela: a algunos chicos les parecía hilarante aderezar las bebidas con un par de botellas de ginebra.
La fiesta se celebraba en honor a Dot Renshaw, una joven de lengua afilada con quien nadie quería casarse. Los Renshaw eran una antigua familia de Buffalo, como los Farquharson, pero su fortuna había sobrevivido al crash. Daisy se aseguró de acercarse al anfitrión, el padre de Dot, para darle las gracias.
—Siento el retraso —se excusó—. ¡He perdido la noción del tiempo!
Philip Renshaw la miró de pies a cabeza.
—Esa falda es muy corta. —La desaprobación compitió con la lascivia en su mirada.
—Me alegro mucho de que le guste —respondió Daisy, fingiendo que había entendido claramente el comentario como un cumplido.
—En cualquier caso, está bien que por fin hayas llegado —prosiguió él—. Va a venir un fotógrafo del Sentinel y necesitamos que salgan chicas guapas en la foto.
—Por eso me han invitado… ¡Qué amable por su parte habérmelo dicho! —susurró Daisy al oído de Eva.
Dot se acercó. Tenía el rostro afilado y la nariz puntiaguda. Daisy siempre había pensado que tenía cara de estar a punto de dar un picotazo a alguien.
—Creía que ibas a ir con tu padre a conocer al presidente —le soltó.
Daisy se sintió morir. Deseó no haber presumido de ello ante todo el mundo.
—Ya he visto que ha llevado a su… Esto… ¿Cómo decirlo…? A su actriz principal —dijo Dot—. Es algo que no se estila mucho en la Casa Blanca.
Daisy respondió:
—Supongo que al presidente también le gusta conocer a estrellas de cine de vez en cuando. Se merece un poco de glamour, ¿no te parece?
—No creo que Eleanor Roosevelt lo haya aprobado. Según el Sentinel, todos los demás invitados llevaron a sus esposas.
—¡Qué caballeros tan considerados! —Daisy dio media vuelta, en desesperada huida.
Localizó a Charlie Farquharson, que intentaba instalar una red para jugar al tenis playa. Él era demasiado bueno para burlarse de Daisy por el asunto de Gladys Angelus.
—¿Cómo estás, Charlie? —preguntó, animada.
—Bien, supongo. —Se incorporó: era un muchacho alto de unos veinticinco años, con ligero sobrepeso y algo encorvado, como si temiera que su altura resultase intimidatoria.
Daisy le presentó a Eva. La incomodidad que sentía Charlie en compañía de otras personas era enternecedora, sobre todo con las chicas, aunque hizo un esfuerzo y preguntó a Eva si le gustaba Estados Unidos y qué noticias había recibido de su familia en Berlín.
Eva le preguntó si estaba disfrutando de la merienda.
—No mucho —respondió él con candidez—. Preferiría estar en casa con mis perros.
No cabía duda de que creía que era más fácil tratar con sus mascotas que con las chicas, o eso pensaba Daisy. Pero el hecho de que mencionara a los perros era un dato interesante.
—¿De qué raza son? —le preguntó ella.
—Terriers Jack Russell.
Daisy lo memorizó.
Se les acercó una mujer de facciones angulosas y unos cincuenta años.
—Por el amor de Dios, Charlie, ¿todavía no has puesto la red?
—Ya casi está, mamá —respondió.
Nora Farquharson llevaba una fina esclava de oro, de las que se habían puesto de moda en las pistas de tenis, aretes de diamante y un collar de Tiffany; más joyas de las realmente necesarias para asistir a una merienda. A Daisy se le ocurrió que la pobreza de los Farquharson era relativa. Afirmaban que lo habían perdido todo, pero la señora Farquharson seguía teniendo doncella, chófer y un par de caballos para salir a montar por el parque.
—Buenas tardes, señora Farquharson. Esta es mi amiga Eva Rothmann, de Berlín.
—Encantada —dijo Nora Farquharson sin tenderle la mano. No sentía necesidad alguna de ser amable con los rusos arribistas, ni mucho menos con los invitados judíos.
Entonces pareció como si hubiera tenido una súbita ocurrencia.
—¡Ah, Daisy!, ¿puedes darte una vuelta y averiguar a quién le apetece jugar al tenis?
La joven sabía que estaba tratándola como a una criada, pero decidió ser complaciente.
—Por supuesto —respondió—. Propongo parejas mixtas.
—Buena idea. —La señora Farquharson le entregó un lápiz pequeño y un trozo de papel—. Apunta los nombres.
Daisy sonrió con dulzura y se sacó del bolso un bolígrafo dorado y una pequeña libretita con tapas de cuero.
—Voy equipada.
Sabía quiénes jugaban al tenis: quiénes eran buenos y quiénes eran malos. Pertenecía al Club de Tenis, que no era tan exclusivo como el Club Náutico. Emparejó a Eva con Chuck Dewar, el hijo de catorce años del senador Dewar. Puso a Joanne Rouzrokh con el primogénito de los Dewar, Woody, que solo tenía quince años, pero que ya era tan alto como el larguirucho de su padre. Naturalmente, ella se apuntó como pareja de Charlie.
Daisy se sorprendió al toparse con alguien que le resultaba familiar: su hermanastro, Greg, el hijo de Marga. No se encontraban a menudo, y hacía un año que no lo veía. Al parecer, en ese lapso de tiempo, se había hecho un hombre. Medía unos quince centímetros más y aunque tenía solo quince años, la sombra de una barba asomaba en su rostro. De pequeño iba siempre despeinado y en eso no había cambiado. Vestía su ropa cara con despreocupación: las mangas de la americana arremangadas; la corbata a rayas con el nudo suelto; los pantalones de lino con las perneras mojadas por el mar y llenas de arena.
Daisy siempre se sentía avergonzada al encontrarse con Greg. Era la prueba viviente de las veces que su padre las abandonaba a ella y a su madre para estar con Marga y su hijo. Muchos hombres casados tenían aventuras, Daisy ya lo sabía; pero su padre, y no otro, era el que hacía gala de una descarada indiscreción en todas las fiestas. Su padre debería haber llevado a vivir a Marga y a Greg a Nueva York, donde todo el mundo era anónimo, o a California, donde nadie veía nada malo en el adulterio. En Buffalo, eran objeto de escándalo permanente, y Greg era parte de la razón por la que los demás miraban a Daisy por encima del hombro.
El muchacho tuvo la cortesía de preguntarle cómo estaba.
—Estoy hasta el moño, por si te interesa —contestó ella—. Mi padre me ha decepcionado… otra vez.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Greg con cautela.
—Me había pedido que fuera con él a la Casa Blanca… y al final ha llevado a esa fulana de Gladys Angelus. Ahora soy el hazmerreír de la ciudad.
—Debe de haber sido una buena estrategia publicitaria para Pasión, su nueva película.
—Tú siempre te pones de su parte porque eres su preferido.
Greg pareció molesto.
—A lo mejor es porque yo lo admiro en lugar de estar quejándome continuamente por lo que hace.
—No… —Daisy estuvo a punto de negar que siempre se estuviera quejando, pero se dio cuenta de que era cierto—. Bueno, a lo mejor sí que me quejo, pero él podría cumplir sus promesas, ¿no crees?
—Tiene demasiadas cosas en la cabeza.
—Pues a lo mejor no debería tener dos amantes además de una esposa.
Greg se encogió de hombros.
—No puede atender a todo el mundo.
Ambos cayeron en la cuenta de cómo había sonado aquello y, pasados unos segundos, rompieron a reír.
—Bueno, supongo que no debería culparte a ti. Tú no pediste nacer —dijo Daisy.
—Y supongo que yo no debería culparte a ti por llevarte a mi padre tres noches a la semana, sin importar lo mucho que llorase o le rogase que no se marchara.
Daisy jamás lo había considerado desde esa óptica. Para ella, Greg era el usurpador, el hijo ilegítimo que no paraba de robarle a su padre. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que él se sentía tan herido como ella.
Se quedó mirándolo. Algunas chicas podían considerarlo atractivo, supuso. No obstante, era demasiado joven para Eva. Y seguramente se convertiría en un hombre tan egoísta e informal como su padre.
—En cualquier caso —dijo Daisy—, ¿sabes jugar al tenis?
Él negó con la cabeza.
—En el Club de Tenis no admiten a gente como yo. —Forzó una sonrisa de indiferencia y Daisy se dio cuenta de que, al igual que ella, Greg se sentía rechazado por la sociedad de Buffalo—. Yo practico el hockey sobre hielo —aclaró.
—Lástima.
Daisy siguió con su ronda.
Cuando ya tuvo suficientes nombres, regresó junto a Charlie, que por fin había conseguido instalar la red. Envió a Eva a buscar a las dos primeras parejas del primer partido de dobles.
—Ayúdame a preparar el cuadro de enfrentamientos —le pidió a Charlie.
Se arrodillaron uno al lado del otro y trazaron un diagrama en la arena con eliminatorias, semifinales y una final.
—¿Te gusta el cine? —preguntó Charlie mientras escribían los nombres.
Daisy pensó en si estaría a punto de pedirle una cita.
—Claro —respondió.
—¿Por casualidad has visto Pasión?
—No, Charlie, no la he visto —contestó, exasperada—. La protagoniza la amante de mi padre.
Él se quedó perplejo.
—La prensa dice que son solo buenos amigos.
—¿Y por qué crees que la señorita Angelus, que apenas tiene veinte años, es tan amiguita de mi padre, que ya tiene cuarenta? —preguntó Daisy con sarcasmo—. ¿Crees que le gusta su pelo, que ya empieza a ralear? ¿O su barriga incipiente? ¿O serán más bien sus cincuenta millones de dólares?
—Ah, entiendo —dijo Charlie, avergonzado—. Lo siento.
—No deberías sentirlo. He sido un poco bruta. Tú no eres como los demás… no piensas siempre lo peor de todo el mundo.
—Supongo que soy un tonto.
—No. Eres agradable.
Charlie parecía avergonzado, aunque encantado.
—Vamos a ponernos con esto —propuso Daisy—. Tenemos que arreglarlo para que los mejores jugadores lleguen a la final.
Nora Farquharson volvió a hacer acto de presencia. Miró a Charlie y a Daisy arrodillados uno junto al otro en la arena y se quedó contemplando su dibujo.
—Está bastante bien, mamá, ¿no te parece? —Anhelaba su aprobación, saltaba a la vista.
—Muy bien. —Y escrutó a Daisy con la mirada, como una perra que ve que un desconocido se acerca a sus cachorros.
—Charlie lo ha hecho casi todo —aclaró Daisy.
—No, no es cierto —desmintió la señora Farquharson sin ningún reparo. Dirigió la mirada hacia su hijo y volvió a escudriñar a Daisy—. Eres una chica lista —opinó. La miró como si estuviera a punto de añadir algo más, pero dudara si hacerlo.
—¿Qué? —preguntó Daisy.
—Nada —respondió ella.
Daisy se levantó.
—Sé lo que estaba pensando —murmuró a Eva.
—¿Qué?
—Eres una chica lista… Y serías casi lo bastante buena para mi hijo si pertenecieras a una familia mejor.
Eva se mostró escéptica.
—Eso no puedes saberlo.
—Claro que puedo. Y me casaré con él aunque solo sea para demostrar que su madre se equivoca.
—¡Oh, Daisy!, ¿por qué te importa tanto lo que piense esta gente?
—Vamos a ver el partido de tenis.
Daisy se sentó en la arena junto a Charlie. Tal vez no fuera guapo, pero adoraría a su esposa y haría cualquier cosa por ella. La suegra sería un problema, pero Daisy estaba convencida de poder apañárselas.
Sacó Joanne Rouzrokh, que era alta y llevaba una faldita blanca que resaltaba sus largas piernas. Su pareja, Woody Dewar, que era incluso más alto, le pasó la pelota. Hubo algo en su forma de mirar a Joanne que hizo pensar a Daisy que se sentía atraído por ella, puede que incluso estuviera enamorado. Pero él tenía quince años y ella dieciocho, así que no tenían ningún futuro.
Daisy se volvió hacia Charlie.
—Quizá debería ir a ver Pasión —dijo.
Él no captó la indirecta.
—Sí, quizá sí —respondió con indiferencia. Ya no era el momento.
Daisy se volvió hacia Eva.
—Me gustaría saber dónde puedo comprar un terrier Jack Russell.