VI

El primer día de Lloyd Williams como ayudante de Walter von Ulrich también fue el primer día del nuevo Parlamento.

Walter y Maud luchaban a brazo partido para salvar la frágil democracia de Alemania. Lloyd compartía su desesperación, en parte porque eran buenas personas a las que había tratado en varias ocasiones a lo largo de su vida, y en parte porque temía que Gran Bretaña pudiera acabar siguiendo a Alemania y tomara también la carretera que conducía al infierno.

Las elecciones no habían resuelto nada. Los nazis habían obtenido un 44 por ciento de los votos, lo cual suponía un aumento, pero aún estaban lejos del 51 por ciento que ansiaban.

Walter todavía albergaba esperanzas.

—Ni con la intimidación masiva que han cometido —dijo, mientras se dirigían al Parlamento en coche—, han logrado obtener los votos de la mayoría de los alemanes. —Le dio un puñetazo al volante—. A pesar de todo lo que dicen, no gozan de tanto apoyo. Y cuanto más permanezcan en el gobierno, más oportunidades tendrá la gente de conocer su verdadera maldad.

Lloyd no estaba tan convencido.

—Han cerrado periódicos de la oposición, han encarcelado a diputados del Reichstag, han corrompido la policía —dijo—. Y aun así, ¿el cuarenta y cuatro por ciento de los alemanes los vota? Este dato no resulta demasiado tranquilizador.

El edificio del Reichstag había sufrido graves desperfectos por culpa del incendio y había quedado inutilizable, por lo que el Parlamento se reunía en la Ópera Kroll, al otro lado de Königsplatz. Era un edificio muy grande con tres salas de conciertos y catorce auditorios más pequeños, además de restaurantes y bares.

Cuando llegaron, se llevaron una gran sorpresa. El lugar estaba rodeado de camisas pardas. Los diputados y sus ayudantes se agolpaban en torno a las puertas, intentando entrar.

—¿Es así como piensa Hitler salirse con la suya? ¿Impidiéndonos entrar en el Reichstag? —exclamó Walter hecho una furia.

Lloyd vio que los camisas pardas bloqueaban el paso. Dejaban entrar sin preguntar nada a todos aquellos que llevaban el uniforme nazi, pero los demás debían mostrar sus credenciales. Un chico más joven que Lloyd lo miró de arriba abajo con desdén antes de dejarlo pasar a regañadientes. Era intimidación, simple y llanamente.

Lloyd se dio cuenta de que empezaba a hervirle la sangre. No soportaba que lo maltrataran de aquel modo. Sabía que podía derribar al camisa parda con un buen gancho de izquierda. Sin embargo, decidió reprimirse, se volvió y cruzó la puerta.

Después del altercado en el Teatro Popular, su madre le había examinado el bulto en forma de huevo que le había salido en la cabeza y le había ordenado que regresara a Inglaterra. Al final, había logrado convencerla de que no lo obligara a marcharse, pero había estado a punto de volver a casa.

Su madre le había dicho que no tenía sentido del peligro, pero eso no era cierto. En ocasiones sí se asustaba, pero aquel sentimiento hacía aumentar su espíritu combativo. Su instinto lo impulsaba a pasar al ataque, no a batirse en retirada. Y eso asustaba a su madre.

Por irónico que pudiera parecer, ella era igual. Tampoco pensaba volver a casa. Estaba asustada, pero también emocionada por estar en Berlín, en ese momento crucial de la historia alemana, e indignada por la violencia y la represión de las que era testigo; además, estaba convencida de que podría escribir un libro que sirviera de advertencia para los demócratas de otros países acerca de las tácticas fascistas.

—Eres peor que yo —le había dicho Lloyd, a lo que ella no pudo replicar.

En el interior, el teatro de la ópera era un hervidero de camisas pardas y hombres de las SS, muchos de ellos armados. Montaban guardia en todas las puertas y mostraban, con la mirada y los gestos, su odio y desprecio por todo aquel que no fuera partidario de los nazis.

Walter llegaba tarde a una reunión del grupo del Partido Socialdemócrata. Lloyd recorrió todo el edificio buscando la sala correcta. Echó un vistazo en la sala de debate y vio que había una esvástica gigante que colgaba del techo y dominaba el lugar.

El primer asunto que debían tratar cuando se iniciara la sesión esa tarde era la Ley de Habilitación, que permitiría que el gabinete de Hitler pudiera aprobar leyes sin el permiso del Reichstag.

La ley ofrecía un panorama lúgubre. Convertiría a Hitler en un dictador. La represión, la intimidación, la violencia, la tortura y los asesinatos que Alemania había visto en las últimas semanas se convertirían en permanentes. Era algo impensable.

Sin embargo, Lloyd no concebía que ningún Parlamento del mundo pudiera aprobar semejante ley. Sería como deponerse a uno mismo. Era un suicidio político.

Encontró a los socialdemócratas en un pequeño auditorio. La reunión ya había empezado. Lloyd acompañó a Walter deprisa y corriendo hasta la sala, y luego fue a buscar café.

Mientras esperaba en la cola, se dio cuenta de que se encontraba detrás de un hombre joven, pálido y de mirada intensa que vestía un traje de un negro fúnebre. El alemán de Lloyd era ya más fluido y coloquial, y había ganado la confianza necesaria para mantener una conversación improvisada con un desconocido. El tipo de negro era Heinrich von Kessel. Estaba haciendo lo mismo que Lloyd, trabajando como ayudante sin sueldo de su padre, Gottfried von Kessel, un diputado del Partido de Centro, que era católico.

—Mi padre conoce muy bien a Walter von Ulrich —dijo Heinrich—. Ambos fueron agregados en la embajada alemana de Londres en 1914.

El mundo de la diplomacia y la política internacional era muy pequeño, pensó Lloyd.

Heinrich le dijo a Lloyd que la respuesta a los problemas de Alemania era un regreso a la fe cristiana.

—No soy muy cristiano —dijo Lloyd con ingenuidad—. Espero que no te importe que lo diga. Mis abuelos son unos predicadores entusiastas de la Biblia, pero mi madre es distinta y mi padrastro es judío. De vez en cuando vamos al Calvary Gospel Hall de Aldgate, sobre todo porque el pastor es un miembro del Partido Laborista.

Heinrich sonrió.

—Rezaré por ti.

Lloyd recordó que los católicos no eran proselitistas. Menudo contraste con sus dogmáticos abuelos de Aberowen, que enseñaban a la gente que no creía lo mismo que ellos que estaban cerrando los ojos de forma intencionada al evangelio, y serían condenados a la perdición eterna.

Cuando Lloyd regresó a la reunión del Partido Socialdemócrata, Walter había tomado la palabra.

—¡No se puede aprobar! —dijo—. La Ley de Habilitación es una enmienda constitucional. Dos tercios de los representantes deben estar presentes, es decir, 432 de los 647 posibles. Y dos tercios de esos presentes han de aprobarla.

Lloyd hizo una serie de cálculos mentales mientras dejaba la bandeja en la mesa. Los nazis tenían 288 escaños, y los nacionalistas, que eran sus principales aliados, 52, lo que sumaba un total de 340. Les faltaban casi cien. Walter tenía razón. La ley no se podía aprobar. Lloyd se sintió aliviado y se sentó para escuchar el debate y mejorar su alemán.

Sin embargo, el alivio duró poco.

—No estés tan seguro —dijo un hombre con un acento berlinés de clase trabajadora—. Los nazis están negociando con el Partido de Centro —era el grupo de Heinrich, recordó Lloyd—, lo que les podría proporcionar 74 votos más —dijo el hombre.

Lloyd arrugó la frente. ¿Por qué iba a apoyar el Partido de Centro una medida que les quitaría todo el poder?

Walter expresó la misma duda de manera más rotunda.

—¿Cómo es posible que los católicos sean tan estúpidos?

Lloyd deseó haber sabido todo esto antes de ir a buscar el café porque así podría haber tratado el tema con Heinrich. Tal vez habría descubierto algo útil. Maldición.

—En Italia, los católicos alcanzaron un acuerdo con Mussolini: un concordato para proteger a la Iglesia. ¿Por qué no aquí? —dijo el hombre del acento berlinés.

Lloyd calculó que el apoyo del Partido de Centro permitiría a los nazis contar con 414 votos.

—Aún no llegarían a los dos tercios —le dijo a Walter con alivio.

Otro joven ayudante lo oyó y terció en la conversación.

—Pero con esos cálculos no estás teniendo en cuenta el último anuncio del presidente del Reichstag. —El presidente del Parlamento alemán era Hermann Göring, el colaborador más estrecho de Hitler. Lloyd no sabía nada del anuncio. Y al parecer no era el único. Los parlamentarios guardaron silencio y el ayudante pudo proseguir—: Ha decretado que no se computará a los diputados comunistas que se encuentren ausentes por estar encarcelados.

Hubo un estallido de indignación y protestas que se extendió por toda la sala. Lloyd vio que Walter se ponía rojo de ira.

—¡No puede hacerlo! —gritó.

—Es absolutamente ilegal —dijo el ayudante—. Pero lo ha hecho.

Lloyd estaba consternado. ¿Era posible saltarse la ley con una treta como esa? Hizo algunos cálculos más. Los comunistas tenían 81 escaños. Si no se tenían en cuenta, los nazis necesitaban dos tercios de 566, es decir, 378 escaños. De modo que no les bastaba con el apoyo de los nacionalistas, pero si lograban convencer a los católicos, se saldrían con la suya.

—Esto es del todo ilegal —dijo alguien—. Deberíamos retirarnos a modo de protesta.

—¡No! ¡No! —replicó Walter—. Aprobarían la ley en nuestra ausencia. Tenemos que convencer a los católicos para que no pacten con los nazis. Debemos hablar con Kaas de inmediato. —Otto Wels era el jefe del Partido Socialdemócrata; el prelado Ludwig Kaas era el jefe del Partido de Centro.

Un murmullo de acuerdo recorrió la sala.

Lloyd respiró hondo.

—Herr Von Ulrich —lo interpeló—, ¿por qué no invita a comer a Gottfried von Kessel? Creo que ambos trabajaron juntos en Londres antes de la guerra.

Walter soltó una risa amarga.

—¡Ese lameculos! —dijo.

Quizá el almuerzo no era tan buena idea.

—No sabía que no le caía bien —dijo Lloyd.

Walter le lanzó una mirada pensativa.

—Lo odio, pero prometo que haré todo lo que esté al alcance de mi mano.

—¿Quiere que hable con él y que le transmita la invitación? —preguntó Lloyd.

—Está bien, inténtalo. Si acepta, dile que se reúna conmigo en el Herrenklub a la una.

—De acuerdo.

Lloyd se dirigió a la sala donde se encontraba Heinrich y entró en ella. Se estaba celebrando una reunión similar a la que mantenían los socialdemócratas. Barrió la estancia con la mirada, vio el traje oscuro de Heinrich, lo miró a los ojos y le hizo un gesto.

Ambos salieron al pasillo.

—¡Corre el rumor de que vais a votar a favor de la Ley de Habilitación!

—No es seguro —dijo Heinrich—. Los diputados están divididos.

—¿Quién se opone a los nazis?

—Brüning y algunos otros. —Brüning había sido canciller y era una figura importante del partido.

Lloyd se sintió más optimista.

—¿Quién más?

—¿Me has hecho salir de la sala para sonsacarme información?

—Lo siento, no. Walter von Ulrich quiere almorzar con tu padre.

Heinrich lo miró con recelo.

—No se caen muy bien precisamente, lo sabes, ¿verdad?

—Lo he deducido, ¡pero dejarán sus diferencias al margen por un día!

Heinrich no parecía tan convencido.

—Se lo preguntaré. Espera aquí. —Y entró de nuevo en la sala.

Lloyd se preguntó si existía alguna posibilidad de que todo aquello funcionara. Era una pena que Walter y Gottfried no fueran buenos amigos. Sin embargo, le resultaba difícil de creer que los católicos fueran a votar a los nazis.

Lo que más le preocupaba era el hecho de que si aquello sucedía en Alemania, también podía suceder en Gran Bretaña. Aquella lúgubre perspectiva lo aterró. Tenía toda la vida por delante y no quería vivir en una dictadura represiva. Quería trabajar en la política, como sus padres, y hacer de su país un lugar mejor para gente como los mineros de Aberowen. Para lograr su objetivo necesitaba mítines políticos donde la gente pudiera expresarse libremente, y periódicos que pudieran atacar al gobierno, y pubs donde los hombres pudieran debatir sin tener que mirar hacia atrás para ver quién los estaba escuchando.

El fascismo ponía en peligro todo eso. Sin embargo, también existía la posibilidad de que fracasara. Quizá Walter sería capaz de convencer a Gottfried e impedir que el Partido de Centro apoyara a los nazis.

Heinrich salió de la sala.

—Ha aceptado la invitación.

—¡Fantástico! Herr von Ulrich propone el Herrenklub a la una en punto.

—¿De verdad? ¿Él es socio?

—Supongo… ¿Por qué?

—Es una institución conservadora. Imagino que por eso se llama Walter von Ulrich. Debe de pertenecer a una familia noble, aunque sea socialista.

—Creo que debería reservar una mesa. ¿Sabes dónde está?

—A la vuelta de la esquina. —Heinrich le indicó la dirección exacta.

—¿Reservo mesa para cuatro?

Heinrich sonrió.

—¿Por qué no? Si no quieren que estemos presentes tú y yo, siempre pueden pedirnos que nos vayamos.

Dicho esto, Heinrich regresó a la sala. Lloyd salió del edificio y cruzó la plaza rápidamente, pasó junto al Monumento de la Victoria y el edificio quemado del Reichstag, y entró en el Herrenklub.

En Londres también había clubes de caballeros, pero Lloyd nunca había entrado en ninguno. Este parecía un lugar a medio camino entre un restaurante y una funeraria, pensó. Los camareros, vestidos de etiqueta, caminaban sin hacer ruido y ponían los cubiertos en silencio sobre los manteles blancos de las mesas. El jefe de los camareros tomó nota de su reserva y apuntó el nombre «Von Ulrich» con gran solemnidad, como si estuviera anotando una entrada en el Libro de los Muertos.

Regresó al teatro de la ópera. Cada vez había más gente y bullicio en el interior, y la tensión también parecía ir en aumento. Lloyd oyó que alguien anunciaba emocionado que el propio Hitler abriría la sesión esa tarde con la presentación de la ley.

Unos minutos antes de la una, Lloyd y Walter cruzaron la plaza.

—Heinrich von Kessel se sorprendió cuando supo que eres socio del Herrenklub —dijo Lloyd.

Walter asintió.

—Fui uno de los fundadores, hace una década o un poco más. En aquellos tiempos se llamaba Juniklub. Nos unimos para recabar fuerzas contra el Tratado de Versalles. Ahora se ha convertido en un bastión de la derecha, y debo de ser el único socialdemócrata, pero sigo siendo socio porque es un lugar útil en el que reunirse con el enemigo.

En el interior del club, Walter señaló a un hombre de aspecto impecable.

—Ese es Ludwig Franck, el padre de Werner, el que luchó con nosotros en el Teatro Popular. Estoy seguro de que no es socio del club, ni tan siquiera es alemán, pero parece que está comiendo con su suegro, el conde Von der Helbard, el anciano que está a su lado. Acompáñame.

Se acercaron a la barra y Walter realizó las presentaciones pertinentes.

—Mi hijo y tú os metisteis en una buena pelea hace unas semanas —le dijo Franck a Lloyd, que se palpó la parte posterior de la cabeza en un acto reflejo: la hinchazón había disminuido, pero aún le dolía cuando se tocaba.

—Teníamos que proteger a las mujeres, señor —respondió Lloyd.

—No hay nada de malo en unos cuantos puñetazos —dijo Franck—. Os sienta bien a los jóvenes.

Walter interrumpió la charla.

—Venga, Ludi. ¡Reventar mítines ya es algo grave, pero tu jefe quiere destruir por completo nuestra democracia!

—Quizá la democracia no sea la forma de gobierno adecuada para nosotros —dijo Franck—. A fin de cuentas, no somos como los franceses o los americanos, gracias a Dios.

—¿No te importa perder tu libertad? ¡Habla en serio!

De pronto Franck abandonó su tono burlón.

—De acuerdo, Walter —dijo con frialdad—. Te hablaré en serio, si insistes. Mi madre y yo llegamos aquí desde Rusia hace más de diez años. Mi padre no pudo acompañarnos. Descubrieron que estaba en posesión de literatura subversiva, en concreto de un libro titulado Robinson Crusoe; al parecer se trata de una novela que fomenta el individualismo burgués, sea lo que sea eso. Lo enviaron a un campo para prisioneros del Ártico. Quizá… —Se le quebró la voz, pero hizo una pausa, tragó saliva, y prosiguió—: Quizá esté ahí aún.

Hubo un momento de silencio. Lloyd quedó horrorizado al oír la historia. Sabía que el gobierno comunista ruso podía ser cruel, en general, pero era muy distinto oír un relato personal, contado por un hombre que aún sufría.

—Ludi, todos odiamos a los bolcheviques —dijo Walter—, ¡pero los nazis podrían ser peor!

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —replicó Franck.

—Es mejor que nos vayamos a comer —dijo el conde Von der Helbard—. Tengo una cita esta tarde. Discúlpenos. —Ambos hombres se fueron.

—¡Es lo que dicen siempre! —exclamó Walter—. ¡Los bolcheviques! ¡Como si fueran la única alternativa a los nazis! Me dan ganas de llorar.

Heinrich entró acompañado de un hombre mayor que estaba claro que era su padre: tenían la misma mata de pelo oscuro y abundante, peinado con raya, aunque Gottfried lo llevaba más corto y estaba surcado de vetas plateadas. Aunque tenían unas facciones similares, Gottfried parecía un burócrata meticuloso con un cuello pasado de moda, mientras que Heinrich tenía más aspecto de poeta romántico que de ayudante político.

Los cuatro entraron en el comedor. En cuanto hubieron pedido, Walter fue al grano:

—No entiendo qué espera ganar tu partido a cambio de apoyar esta Ley de Habilitación, Gottfried.

Von Kessel también habló con franqueza.

—Somos un partido católico, y nuestro primer deber es proteger la posición de la Iglesia en Alemania. Eso es lo que espera la gente cuando nos vota.

Lloyd arrugó la frente en un gesto de desacuerdo. Su madre había sido parlamentaria, y siempre decía que su deber era servir a la gente que no la había votado, así como a aquellos que lo habían hecho.

Walter recurrió a un argumento distinto.

—Un Parlamento democrático es la mejor protección para todas nuestras iglesias; sin embargo, ¡estáis a punto de echar a perder esa posibilidad!

—Abre los ojos, Walter —dijo Gottfried, malhumorado—. Hitler ha ganado las elecciones. Ha llegado al poder. Hagamos lo que hagamos, gobernará Alemania en el futuro inmediato. Tenemos que protegernos.

—¡Sus promesas no valen nada!

—Le hemos pedido que nos garantice ciertos compromisos por escrito: el Estado no interferirá en los asuntos de la Iglesia católica, ni en las escuelas católicas; asimismo, tampoco se discriminará a los funcionarios católicos. —Lanzó una mirada inquisitiva a su hijo.

—Nos han prometido que este acuerdo será lo primero que firmen por la tarde —dijo Heinrich.

—¡Sopesa las opciones! —dijo Walter—. Un pedazo de papel firmado por un tirano, frente a un Parlamento democrático: ¿cuál es mejor?

—El mayor poder de todos es Dios.

Walter entornó los ojos.

—Entonces, que Dios salve a Alemania —dijo.

Lloyd pensó que los alemanes no habían tenido tiempo para que arraigara en ellos la fe en la democracia mientras Walter y Gottfried seguían discutiendo. Solo hacía catorce años que el Reichstag era soberano. Habían perdido una guerra, habían visto cómo su moneda se devaluaba hasta no valer nada y tenían que hacer frente a una tasa de desempleo altísima: para ellos, el derecho al voto era una protección insuficiente.

Gottfried se mantuvo inflexible. Al final del almuerzo seguía en sus trece. Su responsabilidad era proteger la Iglesia católica, un argumento que exacerbaba a Lloyd.

Regresaron al teatro de la ópera y los diputados tomaron asiento en el auditorio. Lloyd y Heinrich ocuparon un palco.

Lloyd vio a los diputados socialdemócratas, situados en el extremo izquierdo. A medida que se aproximaba la hora, reparó en varios camisas pardas y hombres de las SS que se situaron en las salidas y a lo largo de las paredes, trazando un arco amenazador tras los socialdemócratas. Era casi como si quisieran impedir que los diputados pudieran salir del edificio hasta que hubieran aprobado la ley. A Lloyd le pareció un acto sumamente siniestro. Se preguntó, con un estremecimiento de miedo, si también él podía acabar encarcelado ahí.

Hubo un estallido de vítores y aplausos cuando entró Hitler, vestido con un uniforme de los camisas pardas. Los diputados nazis, la mayoría vestidos de esta guisa, se pusieron en pie, en estado de éxtasis, mientras su jefe de partido subía a la tribuna. Solo los socialdemócratas permanecieron sentados; sin embargo, Lloyd se dio cuenta de que uno o dos miraban hacia atrás, incómodos, en dirección a los guardias armados. ¿Cómo podían hablar y votar con libertad si los ponía nerviosos el mero hecho de no unirse a la ovación atronadora que había recibido su adversario?

Cuando por fin se hizo el silencio, Hitler empezó a hablar. Estaba de pie, con la espalda erguida, el brazo izquierdo apoyado en el costado; solo movía el derecho. Tenía una voz áspera y bronca pero fuerte, que recordaba a Lloyd una ametralladora y un perro ladrando. Empleó un tono preñado de sentimiento cuando habló de los «traidores de noviembre» de 1918 que se habían rendido cuando Alemania estaba a punto de ganar la guerra. No fingía, Lloyd estaba convencido de que se creía hasta la última palabra estúpida e ignorante que pronunciaba.

Los traidores de noviembre era uno de los temas más habituales de Hitler, pero entonces su discurso tomó un nuevo rumbo. Se puso a hablar de las iglesias, y del importante lugar que ocupaba la religión cristiana en el Estado alemán. Era un tema muy poco habitual en él, y estaba claro que sus palabras iban dirigidas al Partido de Centro, cuyos votos decidirían el resultado de la votación. Dijo que veía dos confesiones principales, la protestante y la católica, como los factores más importantes para defender la nación. El gobierno nazi no modificaría ninguno de sus derechos.

Heinrich le lanzó una mirada triunfal a Lloyd.

—Si estuviera en tu lugar, le pediría que lo pusiera por escrito —murmuró Lloyd.

El discurso de Hitler se extendió durante dos horas y media más.

Acabó con una amenaza inequívoca de violencia.

—El gobierno del alzamiento nacionalista está decidido y listo para hacer frente al anuncio de que la ley se ha rechazado, y con ello, a la resistencia que se ha opuesto. —Hizo una pausa dramática para dejar que los asistentes asimilaran el mensaje: votar en contra de la ley sería una declaración de resistencia. A continuación, ahondó en su idea—: ¡Caballeros, ahora deben tomar la decisión: ¿prefieren la paz o la guerra?!

Se sentó acompañado por el clamor de aprobación de los delegados nazis, y se levantó la sesión.

Heinrich estaba eufórico; Lloyd, deprimido. Al salir tomaron direcciones opuestas: sus partidos iban a celebrar unas reuniones de última hora a la desesperada.

El ambiente en el grupo socialdemócrata era pesimista. Su jefe, Wels, tenía que hablar en la cámara, pero ¿qué podía decir? Varios diputados dijeron que si criticaba a Hitler tal vez no saldría con vida del edificio, y ellos también temían por su vida. Si mataban a los diputados, pensó Lloyd en un momento de pánico, ¿qué les sucedería a sus ayudantes?

Wels confesó que tenía una cápsula de cianuro en el bolsillo del chaleco. Si lo detenían, se suicidaría para evitar que lo torturaran. Lloyd estaba horrorizado. Wels era un representante elegido en las urnas y, sin embargo, se veía obligado a actuar como una especie de saboteador.

Lloyd había empezado el día con falsas esperanzas. Se había mostrado convencido de que la Ley de Habilitación era una idea absurda que no tenía ni la más remota posibilidad de hacerse real. Ahora veía que la mayoría de los parlamentarios esperaban que la ley se hiciera realidad ese mismo día. Había evaluado la situación de un modo absolutamente equivocado.

¿Se equivocaba también al creer que algo como eso no podía suceder en su país? ¿Se engañaba a sí mismo?

Alguien preguntó si los católicos habían tomado una decisión definitiva. Lloyd se puso en pie.

—Voy a averiguarlo —dijo, y se fue corriendo hasta la sala de reuniones del Partido de Centro. Tal y como había hecho la vez anterior, asomó la cabeza por la puerta y llamó a Heinrich con un gesto.

—Las dudas asaltan a Brüning y Ersing —dijo Heinrich.

A Lloyd se le encogió el corazón. Ersing era un importante líder sindical católico.

—¿Cómo es posible que un sindicalista se plantee siquiera la posibilidad de votar a favor de la aprobación de esta ley? —preguntó.

—Kaas dice que la patria está en peligro. Todos creen que el país se sumirá en una anarquía y que se derramará mucha sangre si no aprobamos esta ley.

—Entonces habrá una tiranía sangrienta si la aprobáis.

—¿Y qué opináis vosotros?

—Todos creen que morirán fusilados si votan en contra. Pero aun así van a hacerlo.

Heinrich regresó a la sala donde estaba reunido su grupo, y Lloyd hizo lo propio.

—Los principales opositores a la ley se están desmoronando —dijo Lloyd a Walter y a los demás—. Tienen miedo de que estalle una guerra civil si se rechaza la ley.

La sensación de pesimismo aumentó.

Todos regresaron a la cámara de debate a las seis en punto.

Wels fue el primero que tomó la palabra. Estaba tranquilo y adoptó un tono razonable y desapasionado. Resaltó que la vida en una república democrática había sido, en general, positiva para los alemanes, que les había dado libertad de oportunidades y bienestar social, y había permitido que Alemania se reincorporara a la comunidad internacional como un miembro más.

Lloyd se percató de que Hitler estaba tomando notas.

Al final, Wels tuvo la valentía de profesar su lealtad a la humanidad y la justicia, la libertad y el socialismo.

—Ninguna Ley de Habilitación puede conceder el poder de aniquilar ideas que son eternas e indestructibles —dijo, armándose de valor mientras los nazis empezaban a reír y burlarse de él.

Los socialdemócratas aplaudieron, pero no se los oyó.

—¡Saludamos a los perseguidos y oprimidos! —gritó Wels—. Saludamos a nuestros amigos del Reich. Su firmeza y lealtad merecen toda nuestra admiración.

A Lloyd le costó entender las palabras debido a los gritos y abucheos de los nazis.

—¡El valor de sus convicciones y su optimismo inquebrantable garantizan un futuro más brillante!

Se sentó entre escandalosas protestas.

¿Había servido de algo el discurso? Lloyd no sabía qué pensar.

Después de Wels, Hitler tomó de nuevo la palabra. En esta ocasión, empleó un tono distinto. Lloyd se dio cuenta de que el canciller había aprovechado el discurso solo para entrar en calor. Ahora hablaba con voz más fuerte, empleaba expresiones más desaforadas, un tono lleno de desdén. Utilizaba el brazo derecho de forma constante para hacer gestos agresivos: señalaba, daba golpes, cerraba el puño, se llevaba la mano al corazón y barría con ella la mitad de la sala, como si quisiera dejar a un lado a la oposición. Las frases más apasionadas eran recibidas con vítores de sus partidarios. Todas expresaban la misma emoción: una ira salvaje y criminal que lo corroía por dentro.

Hitler también se mostraba muy seguro. Afirmó que no tenían por qué pedir la aprobación de la Ley de Habilitación.

—¡Apelamos al Reichstag alemán para que nos conceda algo que habríamos tomado de todos modos! —exclamó.

Heinrich parecía preocupado y abandonó el palco. Al cabo de un minuto, Lloyd lo vio en el patio de butacas del auditorio, susurrándole algo al oído a su padre.

Cuando regresó al palco, parecía muy afligido.

—¿Tenéis el compromiso por escrito? —preguntó Lloyd.

Heinrich no se atrevió a mirarlo a los ojos.

—Están mecanografiando el documento —contestó.

Hitler acabó su intervención menospreciando a los socialdemócratas. No quería sus votos.

—Alemania será libre —gritó—. ¡Pero no gracias a ustedes!

Los jefes de los demás partidos realizaron unos discursos breves. Todos parecían abatidos. El prelado Kaas dijo que el Partido de Centro votaría a favor de la ley. Los demás siguieron su ejemplo. Los socialdemócratas fueron los únicos que se atrevieron a votar en contra.

Se anunció el resultado de la votación y los nazis lo celebraron fuera de sí.

Lloyd estaba sobrecogido. Había visto las consecuencias del ejercicio del poder de forma brutal y no le había gustado.

Abandonó el palco sin dirigirle la palabra a Heinrich.

Encontró a Walter en el vestíbulo, llorando. Estaba utilizando un gran pañuelo blanco para secarse la cara, pero las lágrimas seguían cayendo. Lloyd solo había visto llorar así a un hombre en un funeral.

No sabía qué hacer ni qué decir.

—Mi vida ha sido un fracaso —dijo Walter—. Aquí acaban todas las esperanzas. La democracia alemana ha muerto.