Al cabo de cuatro días, Erik von Ulrich llegó a casa vestido con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas.
Se sentía como un príncipe.
Llevaba una camisa parda como la de las tropas de asalto, con varias insignias y un brazalete con la esvástica. También lucía la corbata negra y los pantalones cortos negros reglamentarios. Era un soldado patriótico dedicado al servicio de su país. Por fin formaba parte del grupo.
Aquello era mejor incluso que ser aficionado del Hertha, el equipo de fútbol favorito de Berlín. Erik asistía de vez en cuando a los partidos, los sábados en que su padre no tenía que asistir a ningún mitin político. Aquello le proporcionaba la sensación de pertenecer a una gran masa de gente en la que todos sentían las mismas emociones.
Sin embargo, el Hertha perdía a veces y él regresaba a casa desconsolado.
Los nazis eran ganadores.
Le aterraba lo que iba a decirle su padre.
Él se enfurecía porque sus padres no le permitían marchar al paso de los demás. Todos los chicos se habían unido a las Juventudes Hitlerianas. Practicaban deporte y cantaban y corrían aventuras en los campos y bosques que había a las afueras de la ciudad. Estaban en buena forma y eran listos, fieles y eficientes.
A Erik le inquietaba el hecho de que algún día tuviera que luchar en alguna batalla, tal y como habían hecho su padre y su abuelo, y quería estar listo para el momento, entrenado y curtido, disciplinado y agresivo.
Los nazis odiaban a los comunistas, pero sus padres también. Entonces, ¿qué había de malo en que los nazis también odiaran a los judíos? Los Von Ulrich no eran judíos, ¿qué les importaba a ellos? Sin embargo, sus padres se habían negado con terquedad a afiliarse al Partido Nazi, por lo que Erik se había hartado de quedar excluido y había tomado la decisión de plantarles cara.
Estaba muy asustado.
Como era habitual, ni su madre ni su padre se encontraban en casa cuando Erik y Carla llegaron de la escuela. Ada frunció los labios en un gesto de desaprobación mientras les servía el té.
—Hoy tendréis que recoger vosotros la mesa —les dijo—. Me duele mucho la espalda y voy a acostarme un rato.
Carla puso cara de preocupación.
—¿Por eso fuiste a ver al médico?
Ada dudó antes de contestar.
—Sí, fue por eso.
Estaba claro que ocultaba algo. El mero hecho de pensar que Ada estuviera enferma, y que mintiera al respecto, inquietó a Erik. Jamás llegaría al extremo de imitar a su hermana y decir que quería a Ada, pero la mujer había sido una presencia cariñosa a lo largo de su vida, y sentía un afecto por ella más grande de lo que estaba dispuesto a admitir.
Carla estaba tan preocupada como él.
—Espero que te mejores.
En los últimos tiempos Carla había adoptado una actitud más adulta, lo que en cierto modo había sorprendido a Erik. Aunque era dos años mayor que ella, aún se sentía como un niño, pero ella se comportaba como un adulto la mitad del tiempo.
—Me encontraré mejor después de descansar —dijo Ada de modo tranquilizador.
Erik comió un pedazo de pan. Cuando Ada salió de la cocina, tragó el pan.
—Estoy en la sección juvenil, pero en cuanto cumpla los catorce me pasarán a la siguiente —dijo el chico.
—¡Papá se pondrá hecho una furia! —exclamó Carla—. ¿Es que te has vuelto loco?
—Herr Lippmann dice que papá se meterá en problemas si intenta obligarme a dejarlo.
—Ah, fantástico —dijo Carla. Había desarrollado un acerado gusto por el sarcasmo que en ocasiones mortificaba a Erik—. Así que quieres que papá se pelee con los nazis —espetó con desdén—. Una idea maravillosa. Es algo ideal para toda la familia.
Erik se quedó desconcertado. No lo había pensado de aquel modo.
—Pero todos los chicos de mi clase pertenecen a las Juventudes Hitlerianas —dijo, indignado—. Excepto Fontaine el Gabacho y Rothmann el Judío.
Carla untó una rebanada de pan con paté de pescado.
—¿Por qué tienes que ser igual que los demás? —le preguntó—. La mayoría son estúpidos. Tú mismo me dijiste que Rudi Rothmann era el más listo de la clase.
—¡No quiero estar con el Gabacho y Rudi! —gritó Erik, que se sintió humillado cuando notó que las lágrimas empezaban a correrle por la cara—. ¿Por qué tengo que jugar con los chicos que no caen bien a nadie? —Aquello era lo que le había proporcionado el valor necesario para desafiar a su padre: ya no soportaba salir de la escuela con los judíos y los extranjeros mientras todos los chicos alemanes marchaban alrededor del patio, con sus uniformes.
Entonces oyeron un grito.
Erik miró a Carla.
—¿Qué ha sido eso?
Su hermana arrugó la frente.
—Creo que ha sido Ada.
A continuación oyeron un grito más claro.
—¡Socorro!
Erik se puso en pie pero Carla ya se le había adelantado. La siguió. La habitación de Ada se encontraba en el sótano. Bajaron corriendo las escaleras y entraron en el pequeño dormitorio.
Había una única cama junto a la pared. Ada estaba tumbada con el rostro crispado por el dolor. Tenía la falda empapada y había un charco en el suelo. Erik no podía creer lo que estaba viendo. ¿Se había meado encima? Aquello daba miedo. No había ningún adulto en la casa. No sabía qué hacer.
Carla también estaba asustada, Erik lo vio en su cara, pero no había caído presa del pánico.
—Ada, ¿qué te pasa? —preguntó la niña, con un extraño deje de tranquilidad.
—He roto aguas —dijo Ada.
Erik no entendía a qué se refería.
Carla tampoco.
—No te entiendo —dijo.
—Significa que va a nacer el bebé.
—¿Estás embarazada? —preguntó Carla, estupefacta.
—¡Pero si no estás casada! —exclamó Erik.
—Cierra el pico, Erik —le espetó Carla—. ¿Es que no entiendes nada?
Por supuesto que entendía que las mujeres podían tener hijos aunque no estuvieran casadas… ¡Pero no Ada!
—Por eso fuiste al médico la semana pasada —le dijo Carla a Ada, que asintió.
Erik aún intentaba hacerse a la idea.
—¿Crees que mamá y papá lo saben?
—Claro que sí. Lo que pasa es que no nos lo dijeron. Tráenos una toalla.
—¿De dónde?
—Del armario de la caldera que está en el rellano de arriba.
—¿Limpia?
—¡Claro que tiene que ser limpia!
Erik subió corriendo las escaleras, cogió una toalla pequeña blanca del armario y bajó corriendo de nuevo.
—No nos va a ser de gran ayuda —dijo Carla que, sin embargo, la cogió y le secó las piernas a Ada.
—El bebé no tardará en llegar, lo noto. Pero no sé qué hacer. —La mujer rompió a llorar.
Erik miró a Carla, que era quien estaba al mando de la situación ahora. Daba igual que él fuera el mayor: esperó a que su hermana le diera alguna orden. Ella mantenía la calma y había adoptado una actitud práctica, pero él sabía que también estaba aterrada y que su serenidad podía desmoronarse en cualquier momento.
Carla se volvió hacia Erik.
—Ve a buscar al doctor Rothmann —le ordenó—. Ya sabes dónde tiene la consulta.
Erik se sintió muy aliviado de que le encargara una tarea que podía cumplir sin ningún problema. Entonces pensó en un posible contratiempo.
—¿Y si ha salido?
—Pues le preguntas a frau Rothmann lo que debes hacer, ¡idiota! —le espetó Carla—. ¡Venga, vete!
Erik se alegró de poder salir de la habitación. Lo que estaba sucediendo ahí era algo misterioso y aterrador. Subió los escalones de tres en tres y salió disparado por la puerta principal. Correr era una de las cosas que se le daba bien.
La consulta del doctor estaba a menos de un kilómetro de su casa. Echó a correr a toda velocidad y no dejó de pensar en Ada en ningún momento. ¿Quién era el padre del bebé? Recordó que Ada había ido al cine con Paul Huber un par de veces el verano pasado. ¿Habían mantenido relaciones sexuales? ¡No había otra explicación! Erik y sus amigos hablaban mucho de sexo, pero en realidad no sabían nada sobre el tema. ¿Dónde lo habían hecho Ada y Paul? No podía ser en el cine, ¿verdad? ¿No había que tumbarse para hacerlo? Estaba desconcertado.
La consulta del doctor Rothmann se encontraba en una calle humilde. Le había oído decir a su madre que era un buen médico, pero visitaba a mucha gente de clase trabajadora que no podía pagar honorarios muy elevados. La casa del doctor tenía una sala de consulta y otra de espera en la planta baja, y la familia vivía arriba.
Frente a la casa había un Opel 4 verde, un automóvil bastante feo de dos plazas que había recibido el mote de «Rana de árbol».
La puerta delantera de la casa no estaba cerrada con llave. Erik entró, con la respiración entrecortada, y se dirigió hacia la sala de espera. Había un hombre mayor tosiendo en un rincón y una mujer joven con un bebé.
—¡Hola! —dijo Erik—. ¿Doctor Rothmann?
La mujer del doctor salió de la consulta. Hannelore Rothmann era una mujer alta y rubia, de facciones marcadas, y fulminó a Erik con la mirada.
—¿Cómo te atreves a venir a esta casa con ese uniforme? —le espetó.
Erik se quedó petrificado. Frau Rothmann no era judía, pero su esposo sí, algo que Erik, presa de la emoción, había olvidado.
—¡Nuestra criada va a tener un bebé! —le dijo.
—¿Y quieres que un médico judío te ayude?
Aquella réplica pilló completamente desprevenido a Erik. Nunca se le había pasado por la cabeza que los ataques de los nazis pudieran obligar a los judíos a plantarles cara. Pero, de repente, entendió que frau Rothmann tenía toda la razón. Los camisas pardas iban por la ciudad gritando «¡Muerte a los judíos!». ¿Por qué iba a ayudar un médico judío a ese tipo de gente?
Ahora no sabía qué hacer. Había otros doctores, claro, muchos, pero no sabía dónde tenían la consulta ni si le harían caso a un completo desconocido.
—Me ha enviado mi hermana —dijo con un hilo de voz.
—Carla tiene más sentido común que tú.
—Ada dice que ha roto aguas. —Erik no estaba muy seguro de qué significaba aquello, pero parecía algo importante.
Frau Rothmann entró de nuevo en la consulta con una mirada de asco.
El anciano del rincón se rió.
—¡Todos somos judíos hasta que necesitáis nuestra ayuda! —dijo—. Entonces decís: «Venga, por favor, doctor Rothmann» y «¿Qué consejo me da, abogado Koch?» y «Présteme cien marcos, herr Goldman» y… —En ese instante le dio otro ataque de tos.
Una chica de unos dieciséis años entró en la sala de espera. Erik creyó que debía de ser Eva, la hija de Rothmann. Hacía años que no la veía. Ahora tenía pecho, pero todavía era poco agraciada y regordeta.
—¿Te ha dado permiso tu padre para unirte a las Juventudes Hitlerianas? —le preguntó la chica.
—No lo sabe —respondió Erik.
—Oh, pues te has metido en un buen lío —dijo Eva.
Erik dirigió la mirada hacia la puerta de la consulta.
—¿Crees que tu padre me acompañará? Tu madre estaba muy enfadada conmigo.
—Claro que irá contigo. Si la gente está enferma, él la ayuda —dijo con desdén—. Él no antepone la raza ni la política. No somos nazis. —Y volvió a salir.
Erik estaba perplejo. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que el uniforme fuera a causarle tantos problemas. En la escuela a todos les había parecido fantástico.
Al cabo de un instante apareció el doctor Rothmann. Se dirigió a los dos pacientes que había en la sala de espera.
—Volveré en cuanto pueda. Lo siento, pero el bebé no puede esperar. —Miró a Erik—. Vamos, jovencito, es mejor que vengas conmigo en el coche, a pesar de ese uniforme.
Erik lo siguió y se sentó en el asiento del acompañante. Le encantaban los coches y se moría de ganas de tener la edad necesaria para conducir; por lo general le gustaba montar en cualquier tipo de vehículo, ver los diales y analizar la técnica del conductor. Pero ahora se sentía como si llamara mucho la atención, sentado junto a un doctor judío con su camisa parda. ¿Y si lo veía herr Lippmann? El trayecto fue una verdadera tortura.
Por suerte fue breve, y al cabo de unos minutos habían llegado a la casa de la familia Von Ulrich.
—¿Cómo se llama la joven? —preguntó Rothmann.
—Ada Hempel.
—Ah, sí, vino a verme la semana pasada. Es un bebé prematuro. Vamos, llévame a su habitación.
Erik lo guió por la casa. Oyó el llanto de un bebé. ¡Ya había nacido! Bajó corriendo las escaleras del sótano, seguido del doctor.
Ada estaba tumbada boca arriba. La cama estaba empapada de sangre y algo más. Carla sostenía en brazos al diminuto bebé, que estaba cubierto de babas. Algo que parecía un hilo grueso colgaba del bebé, sobre la falda de Ada. Carla estaba aterrorizada y tenía los ojos desorbitados.
—¿Qué hago? —gritó.
—Estás haciendo lo correcto —la tranquilizó el doctor—. Aguanta al bebé un minuto más. —Se sentó junto a Ada. Le auscultó el corazón, le tomó el pulso y dijo—: ¿Cómo te encuentras?
—Cansadísima —respondió ella.
Rothmann asintió con la cabeza. Se puso en pie y miró al bebé que Carla sostenía en brazos.
—Es un niño —dijo.
Erik observó al doctor con una mezcla de fascinación y repugnancia mientras este abría su maletín, sacaba un trozo de hilo y ataba dos nudos en el cordón. Mientras lo hacía le hablaba en voz baja a Carla.
—¿Por qué lloras? Lo has hecho de fábula. Tú sola has ayudado a traer al mundo a un bebé. ¡No me has necesitado! Espero que seas médico de mayor.
Carla se calmó un poco.
—Fíjese en la cabeza —le dijo al doctor Rothmann, que tuvo que inclinarse hacia delante para oírla—. Creo que le pasa algo.
—Lo sé. —El doctor agarró un par de tijeras afiladas y cortó el cordón a la altura de ambos nudos. Luego cogió al bebé desnudo y lo sostuvo en alto para analizarlo. Erik no vio nada extraño, pero el niño estaba tan rojo, arrugado y cubierto de una sustancia viscosa que resultaba difícil afirmarlo con rotundidad—. Oh, Dios —dijo el doctor al cabo de un instante.
Al observarlo con mayor detenimiento, Erik vio que algo no iba bien. El bebé tenía la cara torcida. Un lado era normal, pero el otro parecía estar hundido, y también había algo extraño en el ojo.
Rothmann le devolvió el bebé a Carla.
Ada gruñó de nuevo y pareció que hacía un gran esfuerzo.
Cuando se relajó, Rothmann deslizó la mano por debajo de su falda y sacó algo que tenía un aspecto asqueroso y parecía un pedazo de carne.
—Tráeme un periódico, Erik —le ordenó.
—¿Cuál? —Sus padres compraban los principales periódicos a diario.
—Da igual, muchacho —dijo Rothmann—. No quiero leerlo.
Erik subió corriendo las escaleras y encontró un ejemplar del día anterior de Vossische Zeitung. Cuando regresó, el doctor envolvió aquella cosa que parecía carne con el periódico y lo dejó en el suelo.
—Es lo que llamamos la placenta —le explicó a Carla—. Es mejor quemarla.
Entonces se sentó en el borde de la cama.
—Ada, querida, debes ser valiente —dijo—. Tu bebé está vivo, pero puede que haya sufrido algún problema. Ahora lo lavaremos, lo envolveremos para que esté calentito y luego tendremos que llevarlo al hospital.
Ada parecía asustada.
—¿Qué sucede?
—No lo sé, pero tienen que echarle un vistazo.
—¿Le pasará algo?
—Los doctores del hospital harán todo lo que buenamente puedan. Lo demás está en manos de Dios.
Erik recordó que los judíos adoraban el mismo Dios que los cristianos. Era fácil olvidar algo así.
—¿Crees que podrías levantarte e ir al hospital conmigo, Ada? Tu bebé necesita que lo amamantes.
—Estoy cansadísima —dijo de nuevo.
—Entonces descansa un par de minutos, pero no mucho más porque alguien tiene que visitarlo. Carla te ayudará a vestirte. Os esperaré arriba. Tú, ven conmigo, pequeño nazi —le dijo a Erik con una ironía exenta de mala intención.
Erik se moría de la vergüenza. La paciencia del doctor Rothmann era incluso peor que el desprecio de frau Rothmann.
—¿Doctor? —dijo Ada cuando salían por la puerta.
—Sí.
—Se llamará Kurt.
—Una excelente elección —dijo el doctor Rothmann, que salió seguido de Erik.