Cuando Lloyd volvió a coincidir con Walter y Maud, los encontró más enfadados y más asustados.
Fue el sábado siguiente, el 4 de marzo, el día antes de las elecciones. Lloyd y Ethel tenían pensado asistir al mitin del Partido Socialdemócrata organizado por Walter, y acudieron a casa de los Von Ulrich, que se encontraba en el barrio de Mitte, para almorzar antes del mitin.
Era una casa del siglo XIX con estancias espaciosas y grandes ventanales, aunque una buena parte del mobiliario estaba desgastado. El almuerzo fue sencillo: chuletas de cerdo con patatas y repollo, pero acompañado con un buen vino. Walter y Maud hablaban como si fueran pobres, y no cabía duda de que llevaban una vida más modesta que sus padres, pero aun así no pasaban hambre.
Sin embargo, estaban asustados.
Hitler había convencido al envejecido presidente de Alemania, Paul von Hindenburg, para que aprobara el Decreto de Incendios del Reichstag, que concedía autoridad a los nazis para hacer lo que ya hacían, dar palizas y torturar a sus adversarios políticos.
—¡Han detenido a más de veinte mil personas desde el lunes por la noche! —dijo Walter, con voz temblorosa—. No solo comunistas, sino también gente que los nazis definen como «simpatizantes comunistas».
—Lo que incluye a todo aquel que les desagrade —añadió Maud.
—¿Cómo se van a celebrar elecciones democráticas ahora?
—Tenemos que esforzarnos al máximo —dijo Walter—. Si no hacemos campaña a favor de ellas, los únicos que se beneficiarán serán los nazis.
—¿Cuándo dejaréis de aceptar esto y empezaréis a plantar cara? —preguntó Lloyd con impaciencia—. ¿Aún creéis que sería erróneo emplear la violencia para acabar con la violencia?
—Por supuesto —respondió Maud—. La resistencia pacífica es nuestra única esperanza.
—El Partido Socialdemócrata tiene un ala paramilitar, el Reichsbanner, pero es débil. Un pequeño grupo de socialdemócratas propuso dar una respuesta violenta a los nazis, pero perdieron la votación.
—Recuerda, Lloyd —dijo Maud—, que los nazis tienen a la policía y al ejército de su parte.
Walter miró su reloj de bolsillo.
—Debemos ponernos en marcha.
—Walter, ¿por qué no cancelas el mitin? —preguntó Maud de repente.
Él la miró sorprendido.
—Hemos vendido setecientas entradas.
—Oh, al diablo con las entradas —dijo Maud—. Eres tú quien me preocupa.
—Tranquila. Los asientos se han asignado con cuidado, por lo que no debería haber alborotadores en la sala.
Lloyd no creía que Walter estuviera tan seguro como pretendía.
—Además —prosiguió Walter—, no puedo defraudar a la gente que aún está dispuesta a asistir a un mitin político y democrático. Son la única esperanza que nos queda.
—Tienes razón —dijo Maud, que miró a Ethel—. Tal vez Lloyd y tú deberíais quedaros en casa. Por mucho que diga Walter, es un acto peligroso, y, a fin de cuentas, este no es vuestro país.
—El socialismo es internacional —replicó Ethel de forma categórica—. Al igual que tu marido, agradezco que te preocupes por mí, pero he venido para ser testigo directo de la política alemana, y no pienso perderme el mitin.
—Bueno, pues los niños no pueden ir —dijo Maud.
—Yo ni tan siquiera quiero ir —añadió Erik.
Carla parecía decepcionada, pero no dijo nada.
Walter, Maud, Ethel y Lloyd subieron al pequeño coche de Walter. Lloyd estaba nervioso, pero también emocionado. Estaba obteniendo una visión de la política alemana mucho más completa que cualquiera de sus amigos ingleses. Y si iba a haber pelea, no tenía miedo.
Se dirigieron hacia el este, cruzaron Alexanderplatz, y se adentraron en un barrio de casas pobres y tiendas pequeñas, algunas de las cuales tenían letreros escritos en hebreo. El Partido Socialdemócrata era de clase obrera, pero al igual que el Partido Laborista británico, contaba con unos cuantos partidarios acaudalados. Walter von Ulrich pertenecía a esa pequeña minoría de clase alta.
El coche se detuvo frente a una marquesina que rezaba: TEATRO POPULAR. En el exterior ya se había formado una cola. Walter se dirigió hacia la puerta, saludando a la gente que esperaba fuera, que lo vitorearon.
Walter le estrechó la mano con solemnidad a un chico de unos dieciocho años.
—Es Wilhelm Frunze, secretario de la sección local de nuestro partido. —Frunze era uno de esos chicos que parecían haber nacido con aspecto de hombres de mediana edad. Llevaba un blazer con los bolsillos abotonados que había estado de moda diez años antes.
Frunze le mostró a Walter cómo se podían atrancar las puertas desde dentro.
—Cuando los asistentes se hayan sentado, cerraremos las puertas para que no puedan entrar alborotadores —dijo.
—Muy bien —convino Walter—. Buena idea.
Frunze los acompañó al auditorio. Walter subió al escenario y saludó a otros candidatos que ya estaban allí. El público empezó a entrar y a tomar asiento. Frunze les enseñó a Maud, Ethel y Lloyd las sillas que les había reservado en primera fila.
Se les acercaron dos chicos. El más joven, que debía de tener catorce años pero era más alto que Lloyd, saludó a Maud con buenos modales y realizó una pequeña reverencia. Maud se volvió hacia Ethel.
—Este es Werner Franck, el hijo de mi amiga Monika. —A continuación le preguntó a Werner—: ¿Sabe tu padre que estás aquí?
—Sí, me ha dicho que debía averiguar en qué consistía la socialdemocracia por mí mismo.
—Es un hombre con amplitud de miras para ser nazi.
A Lloyd le pareció que Maud adoptaba una actitud bastante dura con un chico de catorce años, pero Werner demostró estar a su altura.
—En realidad mi padre no cree en el nazismo, pero opina que Hitler es una buena opción para la economía alemana.
—¿Cómo puede ser una buena opción para la economía meter a miles de personas en la cárcel? Aparte de una injusticia, ¡no pueden trabajar! —exclamó Wilhelm Frunze, indignado.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Werner—. Y, sin embargo, las medidas de Hitler cuentan con el apoyo de la gente.
—La gente cree que la está salvando de una revolución bolchevique —dijo Frunze—. La prensa nazi los ha convencido de que los comunistas estaban a punto de lanzar una campaña de asesinatos, incendios y envenenamientos en todos los pueblos y ciudades.
—Sin embargo son los camisas pardas, y no los comunistas, los que arrastran a la gente a los sótanos y les rompen los huesos con sus porras —dijo el chico que acompañaba a Werner, que era más bajo pero mayor. Hablaba un alemán fluido con un leve acento que Lloyd no podía ubicar.
—Disculpadme, me he olvidado de presentaros a Vladímir Peshkov. Asiste a la Academia Juvenil Masculina de Berlín, mi escuela, y todos lo llamamos Volodia.
Lloyd se levantó para estrecharle la mano. Volodia debía de tener la misma edad que Lloyd, era un joven atractivo con unos ojos azules de mirada sincera.
—Conozco a Volodia Peshkov. Yo también estudio en la Academia Juvenil Masculina de Berlín —dijo Frunze.
—Wilhelm Frunze es el genio de la escuela, el que obtiene las notas más altas en física, química y matemáticas —dijo Volodia.
—Es cierto —admitió Werner.
Maud miró fijamente a Volodia.
—¿Peshkov? ¿Tu padre se llama Grigori? —le preguntó.
—Sí, frau Von Ulrich. Es agregado militar en la embajada soviética.
De modo que Volodia era ruso. Hablaba alemán con gran fluidez, pensó Lloyd con cierta envidia. Gracias, sin duda, al hecho de vivir en Berlín.
—Conozco muy bien a tus padres —le dijo Maud a Volodia. Conocía a los diplomáticos de Berlín, había deducido Lloyd. Formaba parte de su trabajo.
Frunze miró su reloj.
—Ha llegado la hora de empezar —dijo. Subió al escenario y pidió orden.
El teatro quedó en silencio.
Frunze anunció que los candidatos pronunciarían discursos y luego aceptarían preguntas de los asistentes. Solo se habían vendido entradas a afiliados del Partido Socialdemócrata, añadió, y habían cerrado las puertas, de modo que todo el mundo podía hablar con libertad, sabiendo que estaban entre amigos.
Era como ser un miembro de una sociedad secreta, pensó Lloyd. Aquello no era lo que él llamaba democracia.
Walter fue el primero en tomar la palabra. Lloyd enseguida se dio cuenta de que no era un demagogo. No se anduvo con florituras retóricas, pero halagó a su público diciéndoles que eran hombres y mujeres inteligentes y bien informados que entendían la complejidad de las cuestiones políticas.
Tan solo llevaba unos pocos minutos hablando cuando un camisa parda subió al escenario.
Lloyd lo maldijo. ¿Cómo había entrado? Provenía de entre los bastidores: alguien debía de haber abierto la entrada de los artistas.
Era una bestia enorme con el pelo rapado al estilo militar. Se dirigió a la parte delantera del escenario.
—Esto es una reunión sediciosa —dijo el hombre—. En la Alemania actual no queremos a comunistas ni elementos subversivos. La reunión ha finalizado.
La arrogancia y el engreimiento de aquel individuo indignaron a Lloyd, que en esos momentos deseó poder enfrentarse a ese zoquete en un ring de boxeo.
—¡Sal de aquí, matón! —gritó Wilhelm Frunze, que se había puesto en pie y se había situado frente al intruso.
El hombre le dio un fuerte empujón en el pecho.
Frunze se tambaleó y cayó hacia atrás.
La gente se puso en pie, algunos empezaron a gritar a modo de protesta y otros a chillar de miedo.
Aparecieron más camisas pardas por los bastidores.
Lloyd se dio cuenta con consternación de que aquellos cabrones lo habían planeado todo muy bien.
—¡Fuera! —gritó el hombre que había empujado a Frunze. Los otros camisas pardas entonaron el mismo grito.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! —Ahora eran unos veinte, pero la cifra iba en aumento. Algunos llevaban porras de policía o bastones improvisados. Lloyd vio un palo de hockey, una almádena de madera e incluso la pata de una silla. Iban de un lado al otro del escenario, con una sonrisa diabólica en los labios y blandiendo las armas mientras vociferaban. A Lloyd no le cabía la menor duda de que se morían de ganas de emprenderla a golpes con la gente.
Estaba de pie. De forma no premeditada, Werner, Volodia y él habían formado un cordón de protección delante de Ethel y Maud.
La mitad de los asistentes al mitin intentaban salir del teatro, mientras que la otra mitad se dedicaba a gritar y agitar el puño a los intrusos. Los que querían huir empujaban a los demás y estallaron pequeñas refriegas. Muchas de las mujeres lloraban.
En el escenario, Walter se agarró al atril.
—¡Que todo el mundo mantenga la calma, por favor! —gritó—. ¡Este alboroto no nos va a beneficiar en nada! —La mitad de la gente no lo oía y la otra mitad no le hizo caso.
Los camisas pardas empezaron a bajar del escenario y a arremeter contra los asistentes. Lloyd agarró a su madre del brazo, y Werner hizo lo propio con Maud. Se dirigieron hacia la salida más próxima formando un grupo, pero todas las puertas estaban bloqueadas por grupos de gente en estado de pánico que intentaba salir. Los camisas pardas no se inmutaron por la situación y siguieron gritando a la gente que saliera.
Los agresores eran hombres fornidos, mientras que entre el público había mujeres y ancianos. Lloyd quería contraatacar, pero no era buena idea.
Un hombre que llevaba un casco de acero de la Gran Guerra embistió a Lloyd con el hombro, y este perdió el equilibrio y chocó con su madre. Resistió la tentación de volverse y encararse con el hombre. Su prioridad era proteger a su madre.
Un chico con el rostro cubierto de granos que llevaba una porra le puso una mano en la espalda a Werner y le dio un fuerte empujón.
—¡Apártate, apártate! —le gritó.
Werner se volvió rápidamente y dio un paso hacia él.
—No me toques, cerdo fascista —le dijo.
De pronto el camisa parda se detuvo y pareció asustarse, como si no hubiera previsto que alguien fuera a plantarle cara.
Werner se volvió de nuevo, concentrado, al igual que Lloyd, en garantizar la seguridad de ambas mujeres. Sin embargo, aquel hombre tan grande había oído la riña.
—¿A quién llamas cerdo? —gritó. Le dio un puñetazo a Werner que impactó en la nuca. No tenía muy buena puntería y fue un golpe oblicuo, pero aun así Werner soltó un grito y se tambaleó hacia delante.
Volodia se interpuso entre ambos y golpeó al hombre en la cara dos veces. Lloyd admiró el rápido uno-dos de Volodia, pero volvió a concentrarse en su misión. Al cabo de unos segundos, los cuatro alcanzaron la puerta. Lloyd y Werner lograron ayudar a las mujeres para que llegaran al vestíbulo, que estaba vacío y donde la situación era más tranquila ya que los camisas pardas no habían entrado hasta ahí.
Tras asegurarse de que las mujeres estaban a salvo, Lloyd y Werner miraron hacia el auditorio.
Volodia se enfrentaba al gigante con valentía, pero tenía problemas. No paraba de darle puñetazos en la cara y el cuerpo, pero sus golpes apenas surtían efecto y el hombre se limitaba a negar con la cabeza, como si lo estuviera incordiando un insecto. El camisa parda era torpe y lento, pero logró golpear a Volodia en el pecho y luego en la cabeza, y el joven se tambaleó. El gigante echó el puño hacia atrás para rematar a Volodia. Lloyd tenía miedo de que lo matara.
Entonces Walter dio un salto desde el escenario y cayó sobre la espalda del hombre. A Lloyd le dieron ganas de vitorearle. Ambos cayeron al suelo, enredados en una maraña de brazos y piernas, y Volodia se salvó, al menos de momento.
El joven con acné que había empujado a Werner se dedicaba ahora a hostigar a la gente que intentaba salir, golpeándola en la nuca y la cabeza con su porra.
—¡Cobarde asqueroso! —gritó Lloyd, que dio un paso al frente, pero Werner se le adelantó. Apartó a Lloyd de un empujón y agarró la porra para intentar quitársela al chico.
El hombre mayor del casco de acero se unió a la pelea y pegó a Werner con el mango de un pico. Lloyd se acercó a ellos y le lanzó un derechazo que impactó junto al ojo izquierdo de aquel.
Sin embargo, el hombre era un veterano de guerra y no iban a lograr disuadirlo tan fácilmente. Se volvió bruscamente e intentó golpear a Lloyd con su porra. Este lo esquivó con soltura y le golpeó dos veces más. Le alcanzó en la misma zona, junto a los ojos, y le abrió varias heridas. Sin embargo, el casco le protegía la cabeza y Lloyd no pudo recurrir al gancho de izquierda, su golpe predilecto para dejar a los adversarios fuera de combate. Esquivó de nuevo el mango del pico y le atizó en la cara al hombre, que retrocedió con el rostro ensangrentado por los cortes que tenía alrededor de los ojos.
Lloyd miró a su alrededor. Vio que los socialdemócratas habían empezado a contraatacar y sintió una punzada de inmenso placer. Gran parte de los asistentes al mitin habían logrado atravesar las puertas. En el auditorio quedaban principalmente hombres jóvenes, que avanzaban sin detenerse, saltando por encima de las butacas, para llegar hasta los camisas pardas; y había docenas de ellos.
Algo duro le había impactado en la parte posterior de la cabeza. El dolor era tan fuerte que lanzó un rugido. Se dio la vuelta y vio a un chico de su edad con un madero en las manos, alzándolo para golpearlo de nuevo. Lloyd se abalanzó sobre él y le golpeó dos veces en el estómago, primero con el puño izquierdo y luego con el derecho. El chico se quedó sin aire y dejó caer el madero. Lloyd le lanzó un gancho a la barbilla y el muchacho perdió el conocimiento.
Lloyd se frotó la parte posterior de la cabeza. Le dolía una barbaridad pero no le había hecho sangre.
Vio que tenía los nudillos en carne viva y que sangraban. Se agachó y cogió el madero que había tirado el chico.
Cuando miró de nuevo a su alrededor, se alegró al ver que algunos camisas pardas se retiraban, subían al escenario y desaparecían entre bastidores, a buen seguro con la intención de abandonar el teatro por la puerta por la que habían entrado.
El hombre gigante que lo había empezado todo estaba en el suelo, gruñendo y agarrándose la rodilla como si se hubiera dislocado algo. Wilhelm Frunze se encontraba de pie a su lado, golpeándolo con una pala de madera una y otra vez, repitiendo a gritos las palabras que había pronunciado el tipo para desatar el altercado:
—¡No! ¡Os! ¡Queremos! ¡En! ¡La! ¡Alemania! ¡Actual!
Indefenso, el hombre intentó sortear los golpes rodando sobre sí mismo, pero Frunze lo siguió, hasta que dos camisas pardas agarraron al tipo de los brazos y se lo llevaron a rastras.
Frunze los dejó ir.
«¿Los hemos vencido? —pensó Lloyd, cada vez más exultante—. ¡Tal vez sí!»
Varios de los chicos más jóvenes persiguieron a los camisas pardas hasta el escenario, pero se detuvieron ahí y se contentaron con insultarlos a gritos mientras desaparecían.
Lloyd miró a los demás. Volodia tenía la cara hinchada y un ojo cerrado. La americana de Werner lucía un desgarrón y un cuadrado de tela que colgaba. Walter estaba sentado en un asiento de la primera fila; tenía la respiración entrecortada y se frotaba un codo, pero sonreía. Frunze tiró la pala, que cayó entre los asientos vacíos de las últimas hileras.
Werner, que solo tenía catorce años, estaba rebosante de alegría.
—Les hemos dado una buena paliza, ¿verdad?
—Sí, sin duda —respondió Lloyd con una sonrisa.
Volodia le echó a Frunze el brazo sobre el hombro.
—No está mal para ser un puñado de colegiales, ¿eh?
—Pero nos han obligado a suspender el mitin —dijo Walter.
Los jóvenes le lanzaron una mirada de resentimiento por haberles aguado el triunfo.
Walter parecía enfadado.
—Sed realistas, chicos. Nuestro público ha huido aterrorizado. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que esas personas recuperen el valor necesario para acudir de nuevo a un mitin político? Los nazis se han salido con la suya. Resulta peligroso escuchar incluso a algún otro partido que no sea el suyo. El gran perdedor de hoy es Alemania.
—Odio a esos cabrones de los camisas pardas —le dijo Werner a Volodia—. Creo que me haré comunista, como vosotros.
Volodia lo miró fijamente con sus ojos azules y habló en voz baja.
—Si quieres luchar contra los nazis en serio, hay otra cosa más efectiva que quizá podrías hacer.
Lloyd se preguntó a qué se refería Volodia.
Entonces regresaron corriendo Maud y Ethel, ambas hablando a la vez, llorando y riendo de alivio; y Lloyd se olvidó de las palabras de Volodia y jamás volvió a pensar en ellas.