III

A Thomas Macke aún le dolían las palabras sarcásticas de Robert von Ulrich. «Su hermano quiere ascender, como ha hecho usted», había dicho Von Ulrich.

Macke se arrepintió de que no se le hubiera ocurrido una respuesta como «¿Y por qué no? Somos tan buenos como tú, presumido». Ahora ansiaba venganza. Sin embargo, durante unos días iba a estar demasiado ocupado para llevarla a cabo.

El cuartel general de la policía secreta prusiana se encontraba en un edificio grande y elegante, un ejemplo de arquitectura clásica, en el número 8 de Prinz-Albrecht-Strasse, en el barrio gubernamental. Macke se henchía de orgullo cada vez que atravesaba la puerta.

Eran unos días de gran agitación. Tan solo veinticuatro horas después del incendio del Reichstag habían detenido a cuatro mil comunistas, y la cifra aumentaba a cada hora que pasaba. Estaban erradicando una plaga que asolaba a Alemania, y a Macke le parecía que el aire de Berlín era más puro.

Sin embargo, los archivos policiales no estaban actualizados. La gente se había trasladado de casa, se habían perdido y ganado elecciones, los ancianos habían muerto y los jóvenes habían ocupado su lugar. Macke estaba al mando de un grupo encargado de actualizar el archivo, de encontrar nuevos nombres y direcciones.

Era una tarea que se le daba bien. Le gustaban los registros, los directorios, los callejeros, los recortes de prensa, cualquier tipo de lista. No habían sabido apreciar su talento en la comisaría de Kreuzberg, donde la principal estrategia de los agentes consistía en dar una paliza a los sospechosos hasta que revelaban algún nombre. Esperaba que en su nuevo destino supieran apreciarlo mejor.

Sin embargo, tampoco tenía reparos en pegar a los sospechosos. En su despacho situado al fondo del edificio podía oír los gritos de los hombres y mujeres que eran torturados en el sótano, pero no le molestaba. Eran traidores, elementos subversivos y revolucionarios. Habían arruinado a Alemania con sus huelgas, e irían a más si se lo permitían. No sentía ningún tipo de compasión por ellos. Tan solo deseaba que Robert von Ulrich fuera uno de ellos y que acabara gimiendo de dolor y suplicando clemencia.

Hasta las ocho de la noche del jueves 2 de marzo no tuvo la oportunidad de investigar a Robert.

Envió a su equipo a casa, y llevó un fajo de listas actualizadas a su jefe, el inspector criminal Kringelein. Luego regresó al archivo.

No tenía prisa por irse a casa. Vivía solo. Su esposa, una mujer indisciplinada, había huido con un camarero del restaurante de su hermano. Cuando se fue solo le dijo que quería ser libre. No habían tenido hijos.

Empezó a repasar los archivos.

Ya había averiguado que Robert von Ulrich se había afiliado al Partido Nazi en 1923 y que lo había dejado al cabo de dos años, lo cual no significaba demasiado en sí. Macke necesitaba algo más.

El sistema de archivo no era tan lógico como le habría gustado. En general, estaba decepcionado con la policía prusiana. Corría el rumor de que Göring tampoco estaba muy impresionado con su labor, y que planeaba separar los departamentos de inteligencia y políticos de los demás y formar con ellos una policía secreta nueva y más eficiente. Macke creía que era una buena idea.

Mientras tanto, no logró encontrar a Robert von Ulrich en ninguno de los archivos habituales. Quizá aquello no era tan solo un signo de incompetencia. Cabía la posibilidad de que fuera un hombre sin tacha. Puesto que era un conde austríaco, las probabilidades de que fuera comunista o judío eran bajas. Al parecer, lo peor que se podía decir de él era que su primo segundo Walter era un socialdemócrata. Y aquello no era un delito… Al menos aún.

Macke se dio cuenta entonces de que debería haber investigado a Robert antes de abordarlo. Pero al final había seguido adelante sin poseer toda la información necesaria. Debería haber sabido que era un error. Como consecuencia de ello había sido objeto de un trato condescendiente y sarcástico. Se había sentido humillado. Pero ya le llegaría el momento de desquitarse.

Empezó a revisar una serie de documentos variados guardados en un armario cubierto de polvo, situado al fondo de la sala.

El apellido Von Ulrich no aparecía por ningún lado, pero faltaba un documento.

Según la lista que había clavada en la parte interior de la puerta, tendría que haber un expediente de 117 páginas con el título «Locales de vicio». Parecía un estudio de los clubes nocturnos de Berlín. Macke supuso por qué no se encontraba en su sitio. Debían de haberlo utilizado en fechas recientes: todos los locales nocturnos más decadentes se habían cerrado cuando Hitler se convirtió en canciller.

Macke no vaciló en interrumpir a su jefe. Kringelein no era un nazi y, por lo tanto, no se atrevería a reprender a un miembro de las tropas de asalto.

—Estoy buscando el expediente de los «Locales de vicio» —dijo Macke.

Kringelein pareció enfadarse, pero no se quejó.

—En la mesa auxiliar —dijo—. Sírvase usted mismo.

Macke cogió el expediente y regresó a su sala.

El estudio se había realizado cinco años antes. Detallaba los clubes que existían entonces y exponía qué tipo de actividades se llevaban a cabo en ellos: juego y apuestas, actos indecentes, prostitución, venta de drogas, homosexualidad y otras depravaciones. El expediente mencionaba el nombre de los propietarios e inversores, socios del club y empleados. Macke leyó con paciencia todas las entradas: tal vez Robert von Ulrich era drogadicto o cliente de prostitutas.

Berlín era una ciudad famosa por sus clubes homosexuales. Macke leyó la pesada entrada de El Zapato Rosa, donde los hombres bailaban con los hombres y actuaban cantantes travestidos. En ocasiones, pensó, su trabajo era repugnante.

Repasó con el dedo la lista de socios y encontró a Robert von Ulrich.

Lanzó un suspiro de satisfacción.

Siguió leyendo la lista y vio el nombre de Jörg Schleicher.

—Bueno, bueno —dijo—. A ver si eres tan sarcástico ahora.