II

Lloyd Williams encontró un club de boxeo en Berlín donde podía entrenar durante una hora por unos cuantos peniques. El local se hallaba en un barrio de clase obrera llamado Wedding, al norte del centro de la ciudad. Se ejercitó con las mazas indias y el balón medicinal, saltó a la comba, practicó con el saco de arena y luego se puso el casco e hizo cinco asaltos en el ring. El entrenador del club le encontró un sparring, un alemán de su misma edad y peso (Lloyd era un peso welter). El chico alemán tenía un directo muy rápido que aparecía de la nada y golpeó a Lloyd en varias ocasiones, hasta que Lloyd conectó un gancho de izquierdas y lo envió a la lona.

Lloyd se había criado en un barrio pobre del East End londinense. Cuando tenía doce años se había convertido en la víctima de los matones de la escuela.

—Lo mismo me sucedió a mí —le dijo su padrastro, Bernie Leckwith—. Como eres el más listo de la escuela, te ha cogido manía el shlammer de la clase. —Su padre era judío y su abuela solo hablaba yídish. Bernie había llevado a Lloyd al club de boxeo de Aldgate. Ethel se había opuesto, pero Bernie decidió no tener en cuenta su opinión, algo que no sucedía a menudo.

Lloyd había aprendido a moverse con rapidez y a golpear con fuerza, por lo que el matón dejó de intimidarlo. Sin embargo, él acabó con la nariz rota que le confería un aspecto más tosco. Y descubrió que tenía un talento. Poseía unos reflejos muy rápidos y una vena combativa, y había ganado varios premios en el ring. Su entrenador se llevó una decepción cuando le dijo que quería irse a estudiar a Cambridge en lugar de seguir la carrera de púgil profesional.

Se dio una ducha, se puso el traje, fue a un bar de obreros, pidió una cerveza de barril, y se sentó para escribirle a su hermanastra Millie y contarle el incidente con los camisas pardas. Millie estaba celosa de él por el viaje que estaba haciendo con su madre, y Lloyd le había prometido que le enviaría boletines informativos con frecuencia.

Aún estaba impresionado por el altercado de la mañana. Para él, la política formaba parte de su vida cotidiana: su madre había sido miembro del Parlamento, su padre era concejal en Londres y él era el presidente de la Liga Laborista Juvenil de Londres. Sin embargo, hasta entonces todo se había sometido a debate y votación. Nunca había visto una oficina asaltada por matones uniformados mientras la policía observaba lo que sucedía con los brazos cruzados. Aquello era política a puño desnudo, lo que le sorprendió.

«¿Podría llegar a suceder esto en Londres, Millie?», escribió. Su primer instinto le hizo pensar que no era así, pero Hitler tenía admiradores entre los industriales y los magnates de la prensa británicos. Tan solo unos meses antes el miembro del Parlamento sir Oswald Mosley había creado la Unión Británica de Fascistas. Al igual que los nazis, les gustaba pavonearse en público con uniformes de estilo militar. ¿Qué podía ser lo siguiente?

Acabó la carta, la dobló y a continuación tomó el tren para regresar al centro de la ciudad. Su madre y él habían quedado con Walter y Maud von Ulrich para cenar. Lloyd había oído hablar de Maud durante toda su vida. Su madre y ella formaban una pareja de amigas algo inverosímil: durante sus primeros años de vida laboral Ethel había trabajado como criada en una casa magnífica que era propiedad de la familia de Maud. Más tarde, ambas se habían convertido en sufragistas y habían hecho campaña juntas para lograr el derecho a voto de las mujeres. Durante la guerra habían escrito en un periódico feminista, The Soldier’s Wife. Luego discutieron por cuestiones de estrategia política y se distanciaron.

Lloyd recordaba a la perfección el viaje de la familia Von Ulrich a Londres en 1925. Por entonces él tenía diez años, lo bastante mayor para sentir vergüenza por no hablar alemán mientras que Erik y Carla, de cinco y tres años, eran bilingües. Fue entonces cuando Ethel y Maud resolvieron sus diferencias.

Llegó al restaurante Bistro Robert. El interior estaba decorado al estilo art déco con sillas y mesas implacablemente rectangulares, pies de lámpara de hierro muy elaborados con pantallas de cristal de colores; pero le gustaban las servilletas blancas y almidonadas que estaban firmes junto a los platos.

Los otros tres comensales ya habían llegado. Mientras se acercaba a la mesa se dio cuenta de que las mujeres estaban deslumbrantes: ambas iban bien vestidas, eran elegantes y mostraban una gran seguridad y desenvoltura. Recibían las miradas de admiración de los demás clientes. Se preguntó hasta qué punto era influencia de su amiga aristócrata el buen gusto del que hacía gala para la moda su madre.

Cuando hubieron pedido, Ethel les contó los motivos del viaje.

—Perdí mi escaño en 1931 —dijo—. Espero recuperarlo en las próximas elecciones, pero mientras tanto tengo que ganarme la vida. Por suerte, Maud, me enseñaste a ser periodista.

—No te enseñé demasiado —repuso Maud—. Poseías un talento natural.

—Estoy escribiendo una serie de artículos sobre los nazis para News Chronicle y he firmado un contrato para escribir un libro para un editor llamado Victor Gollancz. Decidí traer a Lloyd como intérprete ya que está estudiando francés y alemán.

Lloyd se fijó en su sonrisa orgullosa y sintió que no la merecía.

—Aún no ha puesto muy a prueba mis dotes de traductor —dijo el chico—. De momento hemos tratado con gente como vosotros, que habla un inglés perfecto.

Lloyd había pedido ternera empanada, un plato que nunca había visto en Inglaterra. Lo encontró delicioso.

—¿No deberías estar en la escuela? —le preguntó Walter mientras comían.

—Mi madre creyó que aprendería más alemán así, y mis profesores se mostraron de acuerdo.

—¿Por qué no vienes a trabajar conmigo en el Reichstag unos días? Me temo que tendría que ser sin sueldo, pero pasarías todo el día hablando alemán.

Lloyd estaba entusiasmado.

—Me encantaría. ¡Es una oportunidad maravillosa!

—Siempre que Ethel pueda prescindir de ti, claro —añadió Walter.

Su madre sonrió.

—¿Crees que podrías prestármelo de vez en cuando, cuando lo necesite de verdad?

—Por supuesto.

Ethel estiró el brazo por encima de la mesa y le tocó la mano a Walter. Fue un gesto íntimo, y Lloyd se dio cuenta de que el vínculo que unía a los tres era muy estrecho.

—Eres muy amable, Walter —dijo Ethel.

—En absoluto. Soy yo quien se beneficiará de contar con un ayudante joven y brillante que entiende la política.

—Creo que soy yo la que no entiende la política —dijo Ethel—. ¿Qué demonios está sucediendo aquí en Alemania?

—A mediados de la década de los veinte estábamos más o menos bien —comenzó a explicar Maud—. Teníamos un gobierno democrático y la economía crecía. Sin embargo, todo se fue al traste con el crash de Wall Street de 1929. Y ahora estamos sumidos en una gran depresión. —La voz se le quebró por una emoción que rayaba en el dolor—. Por cada oferta de trabajo se forman colas de hasta cien hombres. Los miro a la cara y veo la desesperación reflejada en su rostro. No saben cómo van a alimentar a sus hijos. Luego los nazis les ofrecen un poco de esperanza y entonces se preguntan a sí mismos: «¿Qué puedo perder?».

Walter parecía opinar que estaba exagerando la situación.

—Las buenas noticias —añadió con un tono más alegre— son que Hitler ha fracasado en su intento por convencer a la mayoría de los alemanes. En las últimas elecciones los nazis solo obtuvieron un tercio de los votos. Sin embargo, fueron el partido más votado, pero Hitler se ha visto obligado a formar un gobierno en minoría.

—Por eso ha exigido que se convoquen otras elecciones —terció Maud—. Necesita una mayoría absoluta para convertir Alemania en la brutal dictadura que quiere.

—¿Y lo logrará? —preguntó Ethel.

—No —dijo Walter.

—Sí —dijo Maud.

—No creo que el pueblo alemán vote jamás a favor de una dictadura —añadió Walter.

—¡Pero no serán unas elecciones justas! —exclamó Maud, enfadada—. Mira lo que le ha pasado hoy a mi revista. Todo aquel que critique a los nazis corre peligro. Mientras tanto, su propaganda lo inunda todo.

—¡Da la sensación de que nadie planta cara! —intervino Lloyd. Se arrepentía de no haber llegado unos minutos antes a las oficinas de Der Demokrat aquella mañana para repartir unos cuantos puñetazos más entre los camisas pardas. Se dio cuenta de que había cerrado el puño con fuerza y se obligó a abrir la mano, a pesar de lo cual la indignación no se desvaneció—. ¿Por qué la gente de izquierdas no asalta las revistas nazis? ¡Hay que pagarles con la misma moneda!

—¡No debemos combatir la violencia con más violencia! —exclamó Maud—. Hitler está buscando una excusa para tomar medidas más drásticas y declarar el estado de excepción, eliminar los derechos civiles y meter a los opositores en la cárcel. —Su voz adquirió un deje de súplica—. Por muy difícil que resulte, no podemos darle ningún pretexto.

Acabaron la comida y el restaurante empezó a vaciarse. Mientras les servían el café, se sentó con ellos el dueño del café, un primo lejano de Walter, Robert von Ulrich, y el chef, Jörg. Robert había sido diplomático en la embajada austríaca en Londres antes de la Gran Guerra, mientras que Walter había hecho lo propio en la embajada alemana, y se había enamorado de Maud.

Robert se parecía a Walter, pero vestía con ropa más recargada, con un alfiler de oro en la corbata, sellos en la cadena del reloj, y el pelo muy engominado. Jörg era más joven, un hombre rubio de rasgos delicados y una sonrisa alegre. Los dos habían sido prisioneros de guerra en Rusia. Ahora vivían en un apartamento sobre el restaurante.

Recordaron la boda de Walter y Maud, que se celebró en secreto en vísperas de la guerra. No hubo invitados, pero Robert y Ethel ejercieron de padrinos.

—Bebimos champán en el hotel —dijo Ethel—, y luego anuncié con mucho tacto que Robert y yo nos íbamos, y Walter… —Reprimió un ataque de risa—. Walter dijo: «¡Oh, creía que íbamos a cenar juntos!».

Maud se rió.

—¡No te imaginas lo que me alegré al oír eso!

Lloyd miró su taza de café, avergonzado. Tenía dieciocho años y era virgen, por lo que las bromas sobre la luna de miel lo incomodaban.

—¿Has tenido noticias de Fitz últimamente? —le preguntó Ethel a Maud con más seriedad.

Lloyd sabía que la boda secreta había provocado un enorme distanciamiento entre Maud y su hermano, el conde Fitzherbert. Fitz la había repudiado porque no había acudido a él, como cabeza de familia que era, para pedirle permiso para casarse.

Maud negó con la cabeza en un gesto triste.

—Le escribí esa vez que fui a Londres, pero ni tan siquiera quiso verme. Lo herí en su orgullo al casarme con Walter sin decírselo. Me temo que mi hermano es un hombre de los que no perdonan.

Ethel pagó la cuenta. En Alemania todo resultaba muy barato si uno tenía moneda extranjera. Estaban a punto de levantarse y marcharse cuando un desconocido se acercó a la mesa y, sin que nadie lo invitara, tomó asiento. Era un hombre fornido con un bigotito en el centro de su rostro ovalado.

Llevaba un uniforme de los camisas pardas.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Robert fríamente.

—Soy el comisario criminal Thomas Macke. —Agarró del brazo a un camarero que pasaba a su lado y le dijo—: Tráeme un café.

El camarero lanzó una mirada inquisitiva a Robert, que asintió.

—Trabajo en el departamento político de la policía prusiana —prosiguió Macke—. Estoy a cargo de la sección de inteligencia de Berlín.

Lloyd fue traduciendo las palabras de Macke a su madre en voz baja.

—Sin embargo —dijo Macke—, quiero hablar con el propietario del restaurante sobre un asunto personal.

—¿Dónde trabajaba hace un mes? —preguntó Robert.

Aquella pregunta inesperada sorprendió a Macke, que contestó de inmediato.

—En la comisaría de policía de Kreuzberg.

—¿Y en qué consistía su trabajo?

—Estaba a cargo del archivo. ¿Por qué lo pregunta?

Robert asintió como si hubiera esperado esa respuesta precisamente.

—De modo que ha pasado de archivista a jefe de la sección de inteligencia de Berlín. Lo felicito por su rápido ascenso. —Se volvió hacia Ethel—. Cuando Hitler se convirtió en canciller a finales de enero, su secuaz, Hermann Göring, fue nombrado ministro del Interior de Prusia, al mando de la fuerza policial más grande del mundo. Desde entonces, Göring se ha dedicado a despedir a policías a espuertas y a sustituirlos por nazis. —Se volvió hacia Macke y le dijo en tono sarcástico—: No obstante, en el caso de nuestro invitado sorpresa, estoy convencido de que el ascenso se debió únicamente a sus méritos.

Macke se puso rojo, pero logró mantener la calma.

—Tal y como le he dicho, me gustaría hablar con el propietario sobre un asunto personal.

—Le rogaría que viniera a verme por la mañana. ¿Le parece bien a las diez?

Macke no hizo caso de la sugerencia.

—Mi hermano también está en el negocio de los restaurantes —prosiguió.

—¡Ah! Quizá lo conozca. ¿Se apellida Macke? ¿Qué tipo de establecimiento tiene?

—Un pequeño local para obreros en Friedrichshain.

—Ah, entonces es poco probable que lo haya conocido.

Lloyd no creía que a Robert le conviniera mostrarse tan sarcástico. Macke era un maleducado y no era digno de ninguna consideración por su parte, pero si quería podía causarle muchos problemas.

—A mi hermano le gustaría comprar su restaurante —dijo Macke.

—Su hermano quiere ascender, como ha hecho usted.

—Estamos dispuestos a ofrecerle veinte mil marcos, pagaderos en dos años.

Jörg estalló en carcajadas.

—Permítame que le explique una cosa —dijo Robert—. Soy un conde austríaco. Hace veinte años era el propietario de un castillo y una gran finca en Hungría, donde vivían mi madre y mi hermana. Durante la guerra perdí a mi familia, el castillo, las tierras e incluso mi país, que quedó… miniaturizado. —Su tono sarcástico había desaparecido y ahora hablaba con una voz áspera, preñada de emoción—. Cuando llegué a Berlín lo único que tenía era la dirección de Walter von Ulrich, mi primo lejano. Sin embargo, logré abrir este restaurante. —Tragó saliva—. Es lo único que tengo. —Hizo una pausa y bebió café. Los demás permanecieron en silencio. Robert recuperó la compostura y el tono de voz autoritario—. Aunque me ofreciera una cifra generosa, algo que no ha hecho, la rechazaría porque estaría vendiendo toda mi vida. No deseo ser grosero con usted, a pesar de que se ha comportado de un modo desagradable, pero mi restaurante no está en venta a ningún precio. —Se puso en pie y le tendió la mano para estrechársela—. Buenas noches, comisario.

Macke le estrechó la mano de forma automática, pero pareció que se arrepentía de inmediato. Se levantó, claramente enfadado. Su rostro ovalado se tiñó de un tono púrpura.

—Ya hablaremos más adelante —dijo, y se marchó.

—Menudo zoquete —espetó Jörg.

—¿Ves lo que tenemos que aguantar? —le preguntó Walter a Ethel—. ¡Solo por el hecho de que lleva ese uniforme, puede hacer lo que le venga en gana!

Lo que preocupaba a Lloyd era la confianza que había demostrado Macke en sí mismo. Parecía seguro de poder comprar el restaurante al precio que había dicho y ante la negativa de Robert había reaccionado como si solo fuera un contratiempo pasajero. ¿Tan poderosos eran ya los nazis?

Aquello era el tipo de cosas que Oswald Mosley y sus Fascistas Británicos querían, un país en el que el imperio de la ley fuera sustituido por los matones y las palizas. ¿Cómo podía ser tan estúpida la gente?

Se pusieron los abrigos y los sombreros y se despidieron de Robert y Jörg. En cuanto salieron a la calle, Lloyd olió el humo, pero no de tabaco, sino de otra cosa. Los cuatro subieron al coche de Walter, un BMW Dixi 3/15, que Lloyd sabía que era un Austin Seven de fabricación alemana.

Mientras atravesaban el parque Tiergarten, los adelantaron dos camiones de bomberos, con las campanas repicando.

—Me pregunto dónde será el incendio —dijo Walter.

Al cabo de un instante vieron el resplandor de las llamas a través de los árboles.

—Parece que es cerca del Reichstag —apuntó Maud.

A Walter le cambió el tono de voz.

—Es mejor que echemos un vistazo —dijo con preocupación, y giró el coche de forma brusca.

El olor del humo era cada vez más fuerte. Por encima de las copas de los árboles Lloyd veía las llamas que se alzaban hacia el cielo.

—Es un gran incendio —dijo.

Salieron del parque por la Königsplatz, la amplia plaza que había entre el edificio del Reichstag y de la Ópera Kroll, situado enfrente. El Reichstag estaba en llamas. Unas luces rojas y amarillas bailaban detrás de las clásicas hileras de ventanas. Las llamas y el humo salían por la cúpula central.

—¡Oh, no! —exclamó Walter. A Lloyd le pareció un lamento cargado de pena—. Oh, por el amor de Dios, no.

Detuvo el coche y salieron todos.

—Esto es una catástrofe —añadió Walter.

—Un edificio tan antiguo y bonito —dijo Ethel.

—No me importa el edificio —replicó Walter, que sorprendió a todo el mundo—. Lo que está ardiendo es nuestra democracia.

Un grupo de gente observaba desde unos cincuenta metros. Frente al edificio había varios camiones de bomberos intentando sofocar el incendio con las mangueras, que arrojaban los chorros de agua a través de las ventanas rotas. Había un puñado de policías que no hacían nada. Walter se dirigió a uno de ellos.

—Soy un diputado del Reichstag. ¿Cuándo ha empezado el incendio?

—Hace una hora —dijo el policía—. Hemos atrapado a uno de los culpables, ¡un hombre que solo llevaba pantalones! Ha utilizado su propia ropa para provocar el incendio.

—Deberían poner un cordón policial —dijo Walter con autoridad— y mantener a la gente a una distancia segura.

—Sí, señor —dijo el policía, y se fue.

Lloyd se alejó de los otros y se acercó al edificio. Los bomberos estaban controlando el incendio: había menos llamas y más humo. Pasó junto a los camiones y se aproximó a una ventana. La situación no parecía muy peligrosa y, de todos modos, su curiosidad se impuso a su sentido de la autoprotección, como le sucedía habitualmente.

Cuando miró a través de la ventana vio que el incendio había causado daños importantes: varias paredes y techos se habían derrumbado y convertido en escombros. Además de bomberos vio a civiles vestidos con abrigos, probablemente funcionarios del Reichstag, que se abrían paso entre los restos para evaluar los daños. Lloyd se dirigió a la entrada y subió los escalones.

Oyó el rugido de dos Mercedes negros, que llegaron en el momento en que la policía estaba montando el cordón policial. Lloyd lo observó todo con interés. Del segundo coche bajó un hombre con una gabardina clara y un sombrero de fieltro negro. Tenía un bigote estrecho bajo la nariz. Lloyd se dio cuenta de que tenía delante al nuevo canciller, Adolf Hitler.

Detrás de Hitler había un hombre más alto vestido con el uniforme negro de las Schutzstaffel, las SS, su guardaespaldas personal. Joseph Goebbels, el jefe de Propaganda que no disimulaba su odio hacia los judíos, intentaba seguirlos a pesar de su cojera. Lloyd los reconoció por las fotografías de los periódicos. Era tal la fascinación que sintió al verlos de cerca, que se olvidó de horrorizarse.

Hitler subió los escalones de dos en dos, avanzando directamente hacia Lloyd, que, de forma impulsiva, le abrió la gran puerta al canciller. Hitler lo saludó con un gesto de la cabeza y pasó seguido de su séquito.

Lloyd los acompañó. Nadie le dirigió la palabra. Al parecer, los acompañantes de Hitler dieron por sentado que era un funcionario del Reichstag.

Un olor insoportable de cenizas mojadas lo impregnaba todo. Hitler y su séquito pisaron vigas quemadas, mangueras y charcos enfangados. En el vestíbulo se encontraba Hermann Göring, que llevaba un abrigo de pelo de camello que cubría su enorme barriga, y la parte delantera del sombrero doblada hacia arriba, al estilo Potsdam. Aquel era el hombre que estaba llenando el cuerpo de policía de nazis, pensó Lloyd, que recordó la conversación del restaurante.

—¡Esto es el inicio del alzamiento comunista! —gritó Göring en cuanto vio a Hitler—. ¡Ahora empezarán los ataques! ¡No podemos perder ni un minuto más!

Lloyd tuvo una extraña sensación, como si formara parte del público de una representación teatral, y esos hombres poderosos fueran interpretados por actores.

Hitler fue incluso más histriónico que Göring.

—¡A partir de ahora no tendremos piedad! —gritó. Parecía que se dirigía a una multitud congregada en un estadio—. Todo aquel que se interponga en nuestro camino hallará la muerte. —Empezó a temblar mientras su ira iba en aumento—. Todo aquel comunista que encontremos será fusilado. Y los diputados comunistas del Reichstag serán ahorcados esta misma noche. —Parecía que estaba a punto de estallar.

Sin embargo, todo aquello tenía un aire artificial. El odio de Hitler parecía real, pero el arrebato de ira era como una especie de actuación llevada a cabo para beneficio de los que estaban a su alrededor, su propia gente y los demás. Era un actor embargado por una emoción verdadera, pero que la exageraba para su público. Y Lloyd pudo comprobar que surtía efecto: todo el mundo observaba a Hitler con fascinación.

—Mi Führer, este es mi jefe de la policía política, Rudolf Diels —señaló a un hombre delgado y con el pelo oscuro que estaba a su lado—. Ya ha detenido a uno de los responsables.

Diels no se había dejado contagiar por la histeria.

—Marinus van der Lubbe, un obrero de la construcción holandés —dijo con gran aplomo.

—¡Y comunista! —añadió Göring con tono triunfal.

—Expulsado del Partido Comunista Holandés por pirómano —dijo Diels.

—¡Lo sabía! —exclamó Hitler.

Lloyd entendió que el Führer estaba predispuesto a culpar a los comunistas sin importarle los hechos.

—Debo decir —prosiguió Diels de forma respetuosa— que, desde el primer interrogatorio, ha quedado claro que se trata de un lunático que trabaja solo.

—¡Tonterías! —gritó Hitler—. Esto se había planeado desde hace mucho tiempo. ¡Pero han cometido un error! No han entendido que contamos con el apoyo de la gente.

Göring se volvió hacia Diels.

—A partir de este momento la policía se encuentra en una situación de emergencia —dijo—. Tenemos varias listas de comunistas: diputados del Reichstag, representantes del gobierno local y organizadores y activistas del Partido Comunista. ¡Que los detengan a todos esta misma noche! Tienen permiso para utilizar las armas de fuego sin restricciones e interrogarlos sin piedad.

—Sí, ministro —dijo Diels.

Lloyd se dio cuenta de que Walter se había preocupado con razón. Aquel era el pretexto que habían estado esperando los nazis. No iban a escuchar a nadie que dijera que el incendio había sido obra de un trastornado que trabajaba solo. Necesitaban la existencia de una trama comunista para poder anunciar medidas severas.

Göring miró con asco el barro de sus zapatos.

—Mi residencia oficial está a solo un minuto de aquí, pero por suerte no se ha visto afectada por el incendio, mi Führer —dijo—. Tal vez sería un buen lugar para proseguir con el debate y tomar las decisiones correspondientes.

—Sí, tenemos mucho de que hablar.

Lloyd sujetó la puerta y salieron todos. Mientras se alejaban, cruzó el cordón policial y se reunió con su madre y los Von Ulrich.

—¡Lloyd! ¿Dónde estabas? ¡Me tenías preocupadísima! —dijo Ethel nada más verlo.

—He entrado en el Reichstag.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Nadie me lo ha impedido. Todo es caos y confusión.

Ethel levantó las manos en un gesto de desesperación.

—No tiene sentido del peligro —dijo ella.

—He conocido a Adolf Hitler.

—¿Ha dicho algo? —preguntó Walter.

—Culpa a los comunistas del incendio. Va a haber una purga.

—Que Dios nos asista —dijo Walter.