A medida que remontaban la loma, Frederic fue alcanzando a divisar el que iba a ser escenario del ataque. Primero fue la densa humareda suspendida entre cielo y tierra; luego columnas de humo negro que ascendían verticales, casi inmóviles, como congeladas por la llovizna. Después pudo distinguir entre la neblina, lejanas, algunas de las montañas que cerraban el valle al otro lado, hacia el horizonte. Ya casi en la cima pudo abarcar los campos a derecha e izquierda, el bosque, la aldea envuelta en llamas, irreconocible con los tejados ardiendo furiosamente, las pavesas que se alzaban al cielo impulsadas por el calor, y que luego se disolvían en el aire o caían de nuevo a tierra, sobre los campos negros de barro y cenizas.
Uno de los batallones del Octavo Ligero estaba al pie mismo de la loma, y era evidente que lo había pasado mal. Sus compañías habían retrocedido, y el terreno que se extendía ante ellas estaba sembrado de inmóviles uniformes azules tendidos en tierra. Exhaustos, los soldados vendaban sus heridas, limpiaban los mosquetones. Eran los mismos hombres a los que Frederic había escoltado hacia la aldea, conquistada a la bayoneta y evacuada después ante el feroz contraataque enemigo. Ahora tenían los uniformes manchados de fango, los rostros ahumados por la pólvora, la mirada perdida de los soldados sometidos a dura prueba. Con su repliegue, el centro del combate en aquel flanco se había desplazado hacia la derecha, allí donde el otro batallón del Regimiento, algo más avanzado y apoyándose en los muros acribillados de una granja medio derruida, escupía descargas de fusilería contra las compactas filas enemigas, que parecían avanzar lenta e implacablemente entre el humo de sus propios disparos, como si nada fuera capaz de detenerlas.
Las cornetas de los dos escuadrones de húsares tocaron, casi al mismo tiempo, a formar en orden de batalla. Las primeras líneas de uniformes verdes y pardos estaban muy cerca, a media legua de distancia, apenas visibles entre la neblina de pólvora quemada. Cuando vieron aparecer a los húsares iniciaron un movimiento de contracción sobre sí mismas, pasando de la línea al cuadro, única formación defensiva eficaz frente a un ataque de caballería. En lo alto de la loma, el comandante Berret no perdía el tiempo; apartó un momento la vista de las filas enemigas, comprobó que el escuadrón estaba listo para el avance, sacó el sable de la vaina y apuntó hacia el cuadro enemigo más próximo.
—¡Primer Escuadrón del 4.° de Húsares! ¡Al paso!
Los jinetes, ahora alineados en dos compactas filas de cincuenta hombres cada una, espolearon a sus caballos iniciando el descenso por la suave pendiente. A su derecha, el comandante del otro escuadrón, con movimientos casi idénticos a los de Berret, señalaba con su sable hacia un cuadro enemigo algo más alejado.
—¡Segundo Escuadrón del 4.° de Húsares! ¡Al paso!
De algún lugar al otro lado de las filas españolas llegó el ronquido de las balas de cañón de la artillería enemiga, que se enterraban con un chasquido en la tierra húmeda antes de reventar en un cono invertido de barro y metralla. Frederic cabalgaba delante de la primera fila, llevando a la izquierda a Philippo y a la derecha a De Bourmont. El comandante Berret iba frente al estandarte, con el trompeta mayor pegado a su grupa. Dombrowsky había ocupado su puesto en el otro extremo de la fila; si Berret caía, él sería quien tomase su lugar a la cabeza del escuadrón. Si también Dombrowsky quedaba fuera de combate, el mando sería cubierto por Maugny, Philippo, y así sucesivamente, por orden de antigüedad, hasta llegar al propio Frederic.
—¡Primer Escuadrón…! ¡Al trote!
Los caballos forzaron la marcha, ajustando los jinetes el movimiento del cuerpo al ritmo de las cabalgaduras. Frederic, con el sable apoyado en el hombro y las riendas en la mano izquierda, miraba de reojo a un lado y a otro para mantener su puesto en la formación, lo que le impedía mirar al frente cuanto hubiera deseado. El cuadro verde hacia el que se dirigían se veía más próximo entre los remolinos de humo de pólvora; empezaba a dejar de ser una masa informe para revestirse de sus auténticos rasgos: compactas filas de hombres formando un cuadro erizado de bayonetas por todos sus flancos.
Los dos escuadrones dejaron atrás la loma, pasando junto al maltrecho batallón de infantería. Los soldados levantaron los chacós en la punta de los fusiles, vitoreando a los húsares, e inmediatamente recobraron la formación y, empujados por sus oficiales, empezaron a avanzar tras ellos, internándose otra vez por el terreno que habían debido abandonar ante el empuje enemigo, marchando otra vez hacia adelante a través de los campos salpicados de camaradas muertos.
El otro escuadrón fue alejándose del de Frederic, pues su objetivo era una formación enemiga distinta, un cuadro de casacas pardas que se hallaba a unas cuatrocientas varas de aquél contra el que se dirigían los jinetes de Berret. Un par de balas de cañón pasaron aullando y reventaron hacia la izquierda, sin causar daños. Algunos tiros de fusil llegaban zumbando sin fuerza, al límite de su alcance, y se enterraban con un chasquido en el suelo húmedo.
Berret levantó el sable y la corneta tocó alto. El escuadrón recorrió todavía un trecho y se detuvo, las dos filas perfectamente alineadas, mientras los húsares refrenaban sus monturas tirando con fuerza de las bridas. A unas doscientas varas, entre los torbellinos de humo, se distinguía perfectamente el cuadro enemigo, rodilla en tierra la fila exterior, en pie la segunda, ambas con los mosquetones apuntando hacia el escuadrón ahora inmóvil.
Berret agitó el sable sobre su cabeza. Repitiendo la maniobra centenares de veces ensayada en los ejercicios, los oficiales retrocedieron hasta colocarse a los flancos mientras los húsares sacaban las carabinas de sus fundas de arzón.
—¡Primera Compañía…! ¡Apunten!
En ese momento llegó la descarga enemiga. Frederic, en el flanco izquierdo de la formación, encogió la cabeza cuando vio el rosario de fogonazos recorrer las filas españolas. Las balas zumbaron por todas partes, dando con algunos húsares en tierra. Un par de caballos se desplomaron también, agitando las patas en el aire.
Imperturbable, muy erguido en su montura, Berret miraba hacia la formación española.
—¡Primera Compañía!… ¡Fuego!
Los caballos se sobresaltaron cuando partió la descarga, cuya humareda veló la vista del enemigo. Dos húsares heridos se arrastraban por el suelo, esquivando las patas de los animales, intentando colocarse a la espalda del escuadrón. No querían verse pisoteados en la inminente arrancada.
Berret apareció entre la humareda, con su único ojo echando chispas y el sable en alto.
—¡Oficiales, a sus puestos…! ¡Primer Escuadrón del 4.° de Húsares…! ¡Al paso!
Frederic espoleó a Noirot mientras introducía la muñeca en el lazo formado por el cordón de la empuñadura del sable; las manos le temblaban, pero él sabía que no era a causa del miedo. Respiró hondo varias veces y apretó los dientes; se sentía flotar en un extraño sueño.
Las dos filas arrancaron compactas, internándose en la humareda.
—¡Primer Escuadrón…! —la voz de Berret ya sonaba ronca—. ¡Al trote!
El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra se fue acompasando, con un retumbar que crecía en intensidad al acelerar los animales su cadencia. Frederic dejó colgar el sable de su muñeca derecha, empuñó una pistola con esa misma mano y mantuvo con firmeza las riendas en la izquierda. El olor de la pólvora quemada le inundaba los pulmones, sumiéndolo en un estado próximo a la borrachera. Respiraba excitación por todos los poros, tenía la mente en blanco y sus cinco sentidos se concentraban, con tesón animal, en que sus ojos penetraran la humareda para distinguir al enemigo que esperaba al otro lado, cada vez más cerca.
El escuadrón dejó atrás los últimos jirones de neblina gris, y ante él apareció de nuevo el cuadro español. Había muchos uniformes verdes tendidos en tierra, alrededor de las filas exteriores. Los hombres de la primera línea, arrodillados, cargaban a toda prisa sus armas, empujando con las baquetas. La segunda línea, la que estaba en pie, apuntaba. Frederic tuvo por un instante la impresión de que todos los mosquetones se dirigían hacia él.
—¡Primer Escuadrón…! ¡Al galope!
La segunda descarga enemiga partió a cien varas. Los fogonazos brotaron inquietamente próximos y esta vez Frederic pudo sentir que el plomo pasaba muy cerca, a escasas pulgadas de su cuerpo crispado por la tensión. A la espalda, por encima del batir de los cascos del escuadrón, pudo escuchar el relincho de animales alcanzados y gritos de furia de los jinetes. La formación comenzaba a disgregarse; algunos húsares se adelantaban a derecha e izquierda. Una granada estalló tan cerca que sintió el calor del metal al rojo que silbaba en el aire. El caballo de Philippo, un isabelino de crin recortada, pasó por delante de él galopando enloquecido, sin jinete. El comandante Berret seguía a la cabeza del escuadrón, apuntando el sable contra el enemigo del que ya se podían distinguir los rostros.
El estrépito de los cascos batiendo la tierra, la furiosa galopada de Noirot, el poderoso resuello del animal, los pulmones de Frederic ardiendo por el acre olor de la pólvora, el sudor que empezaba a cubrir el cuello de la montura, las mandíbulas del jinete apretadas, la llovizna que continuaba cayendo, el agua que chorreaba del colbac hacia la nuca… Ya no había punto de retorno. El mundo se reducía a una enloquecida cabalgada, al ansia de barrer de la faz de la tierra aquellos odiosos uniformes verdes, aquellos chacós de plumas rojas que formaban un muro vivo, erizado de fusiles y bayonetas. Sesenta, cincuenta varas. La línea de hombres arrodillados ya levantaba de nuevo sus mosquetones, mientras la segunda, la que estaba en pie, mordía los cartuchos y los empujaba a toda prisa por los cañones de sus armas todavía humeantes.
La corneta aulló el terrible toque de carga, la orden de atacar a discreción, y cien gargantas gritaron «¡Viva el Emperador!» en clamor salvaje que se alzó a lo largo del escuadrón, ahogando el temblor de tierra bajo las patas de los caballos. Frederic espoleaba a Noirot hasta arrancarle sangre de los flancos; gesto innecesario, pues el caballo ya no respondía a la presión de las riendas. Avanzaba como una flecha, tendido el cuello y desorbitados los ojos, el bocado lleno de espuma, tan ofuscado como su jinete. Ya eran varias las monturas que galopaban con la silla vacía, sueltas las bridas, entre las filas compactas pero cada vez más desordenadas del escuadrón. Treinta varas.
Todo el universo estaba concentrado para Frederic en recorrer la última distancia antes de que los mosquetones que apuntaban escupiesen su rosario de muerte. Con el sable colgando del cordón de la muñeca, la hoja golpeándole el muslo y la pistola bien sujeta en la mano crispada, tensó todavía más los músculos, dispuesto a recibir en pleno rostro la descarga que ya era inevitable. Como en un sueño irreal vio que la segunda fila del cuadro enemigo alzaba los fusiles en desorden, que algunos españoles arrojaban las baquetas sin terminar de cargar, que otros apuntaban con ella todavía dentro del cañón, paralela a la reluciente bayoneta. Diez varas.
Vio el rostro de un oficial de uniforme verde gritando una orden cuyo sonido quedó ahogado por el fragor de la carga. Disparó su pistola contra el oficial, la metió en la funda y empuñó el sable, afirmándose cuanto pudo en la silla. Entonces la línea de hombres arrodillados hizo fuego, el mundo se tornó relámpagos y humo, aullidos, barro y sangre. Sin saber si estaba herido o no, saltó arrastrado por su caballo entre el bosque de bayonetas. Descargó sablazos sobre cuanto tenía a su alcance, golpeó, tajó con desesperada ferocidad, gritando como un poseso, sordo y ciego, empujado por un odio inaudito, con el ansia de exterminar a la Humanidad entera. Una cabeza hendida hasta los dientes, una masa de hombres revolcándose en el barro bajo las patas de los caballos, un rostro moreno y aterrado, la sangre chorreando por hoja y empuñadura, el chasquido del acero sobre la carne, un muñón sanguinolento donde antes había una mano que empuñaba una bayoneta, Noirot encabritado, un húsar que descargaba sablazos a ciegas con la cara cubierta de sangre, más caballos sin jinete que relinchaban despavoridos, gritos, batir de aceros, disparos, fogonazos, humo, alaridos, caballos que se pisaban las tripas, hombres cuyas entrañas eran pisoteadas por caballos, acuchillar, degollar, morder, aullar…
Llevado de su impulso, el escuadrón arrasó todo un vértice del cuadro y siguió la cabalgada, desviándose a la izquierda de su ruta por efecto del choque. Frederic se vio de pronto fuera de las líneas enemigas, sosteniéndose sobre la silla, entumecido el brazo que empuñaba el sable. La corneta ordenaba reagruparse para una nueva carga, y los húsares recorrieron casi un centenar de varas antes de recobrar el control de sus monturas, que galopaban alocadamente. Frederic dejó colgar el sable del cordón de la muñeca y tiró con fuerza de las riendas de Noirot, frenándolo casi sobre el terreno, patinando los cuartos traseros sobre el suelo húmedo. Después, sin aliento, zumbándole los oídos y sintiendo la sangre palpitarle con fuerza en las sienes, envarada la nuca por un dolor atroz, recobrando algunos fragmentos de lucidez, espoleó de nuevo su montura hacia el estandarte en torno al cual se arremolinaba el escuadrón
Al comandante Berret le colgaba inerte al costado el brazo derecho, roto de un balazo. Estaba muy pálido, pero lograba mantenerse sobre la silla, con el sable en la mano izquierda y las riendas entre los dientes. Su único ojo ardía como un carbón encendido. Dombrowsky, intacto en apariencia, tan frío y tranquilo como si en vez de en una carga hubiese participado en un ejercicio, se acercó al comandante, lo saludó con una inclinación de cabeza y tomó el mando.
—¡Primer Escuadrón del 4.° de Húsares…! ¡Carguen! ¡Carguen!
Frederic tuvo tiempo de percibir una fugaz visión de Michel de Bourmont con la cabeza descubierta y el dormán desgarrado, levantando el sable mientras el escuadrón se lanzaba de nuevo al ataque. Los caballos fueron ganando otra vez velocidad, se acompasó el retumbar de los cascos, y los húsares empezaron a cerrar filas mientras acortaban distancia con el cuadro enemigo. La lluvia caía ahora con fuerza y las patas de los animales chapoteaban en el barro, arrojándolo a ráfagas sobre los jinetes que galopaban detrás. Frederic espoleó a Noirot colocándose aproximadamente en su puesto, al frente y en el ala izquierda de la primera línea. Le sorprendió ver que ningún oficial cabalgaba a su lado, hasta que de pronto recordó el caballo de Philippo galopando sin jinete tras la explosión de la granada, antes del choque.
El cuadro estaba rodeado de cuerpos de hombres y caballos tendidos en tierra. De sus filas, ya menos nutridas, partió una descarga que se abatió sobre el escuadrón a cien varas. El caballo del portaestandarte Blondois hincó la cabeza, recorrió un trecho tropezando sobre las patas delanteras y derribó a su jinete. De la fila se adelantó un húsar sin colbac, con la coleta y trenzas rubias agitándose al viento de la galopada, que arrebató el estandarte de las manos de Blondois antes de que éste rodase por tierra. Era Michel de Bourmont. A Frederic se le erizó la piel y se puso a gritar «¡Viva el Emperador!» con un entusiasmo salvajemente coreado por los hombres que cabalgaban a su alrededor.
El cuadro español estaba a menos de cincuenta varas, pero la humareda de pólvora era ahora tan densa que apenas se podían distinguir sus contornos. Algo rápido y ardiente le rozó a Frederic la mejilla derecha, haciendo vibrar el barboquejo de cobre. Extendió el brazo armado con el sable mientras Noirot franqueaba de un salto un caballo muerto con su jinete debajo. Un reguero de fogonazos perforó la cortina de humo. Se encogió tras el cuello del caballo para eludir el vendaval de plomo y volvió a erguirse, ileso, con la boca seca y el cuerpo crispado por la tensión. Apretó los dientes, se afirmó en los estribos y se encontró dando sablazos entre un bosque de bayonetas que buscaban su cuerpo.
Luchó por su vida. Luchó con todo el vigor de sus diecinueve años hasta que el brazo llegó a pesarle como si fuese de plomo. Luchó atacando y parando, tirando estocadas, sablazos, hurtando el cuerpo a las manos que intentaban derribarlo del caballo, abriéndose paso entre aquel laberinto de barro, acero, sangre, plomo y pólvora. Gritó su miedo y su bravura hasta tener la garganta en carne viva. Y por segunda vez se encontró cabalgando fuera de las filas enemigas, a campo abierto, con la lluvia azotándole la cara, rodeado de caballos sin jinete que galopaban enloquecidos. Se palpó el cuerpo y sintió una alegría feroz al no encontrar herida alguna. Sólo al llevarse la mano a la mejilla derecha, que le escocía, la retiró manchada de sangre.
El metálico quejido de la corneta congregaba de nuevo al escuadrón en torno al estandarte. Frederic tiró de las bridas y recobró el control de su caballo. Había varias monturas con la silla vacía que erraban de un lado para otro, heridos que se agitaban en el barro, tendiendo los brazos implorantes a su paso. Frederic miró la hoja del sable, que había afilado sólo unas horas antes, y la encontró mellada y tinta en sangre, con fragmentos de cerebro y cabellos adheridos a ella. La limpió con repugnancia en la pernera del pantalón y espoleó a Noirot en pos de sus camaradas.
El comandante Berret ya no aparecía por ninguna parte. De Bourmont, con un tajo en la frente y otro en el muslo, sostenía en alto el estandarte; sus ojos relucían detrás de una máscara de sangre que le manchaba las trenzas y el mostacho, y miraron a Frederic sin reconocerlo. Seguía lloviendo. Junto a él, cruzado el sable sobre el pomo de la silla, tan sereno como en una parada militar, Dombrowsky tiraba del freno de su montura esperando que el escuadrón se agrupase de nuevo.
—¡Primer Escuadrón del 4.° de Húsares…! —el sable del capitán apuntó hacia el cuadro, que a pesar de los dos embates sufridos todavía mantenía la formación, aunque entre la humareda podía verse que sus filas habían clareado de forma terrible. ¡Viva el Emperador…! ¡Carguen!
Los supervivientes del escuadrón corearon el grito de batalla, cerraron filas y avanzaron por tercera vez hacia el enemigo. Frederic ya no era dueño de sus actos; sentía un profundo cansancio, una amarga desesperación al comprobar que el odiado cuadro verde todavía aguantaba, a pesar de haber recibido sobre el terreno dos demoledoras cargas de la mejor caballería ligera del mundo. Había que terminar aquello de una vez, había que aplastarlos a todos, degollarlos y arrojar una tras otra sus cabezas al fango, pisotearlos bajo las herraduras de los caballos hasta convertirlos en barro ensangrentado. Había que borrar a aquel obstinado grupo de hombrecillos verdes de la faz de la tierra, y él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, era quien iba a hacerlo. Por el maldito Dios que sí.
Espoleó por enésima vez a Noirot, apretando filas con los húsares que cabalgaban a su lado. Ya no estaba allí Maugny. Ni Laffont. El Primer Escuadrón había perdido la mitad de sus oficiales. Una compañía del Octavo Ligero que había avanzado tras los húsares se encontraba muy cerca del cuadro verde, castigándolo continuamente con descargas cerradas. Los fogonazos de los disparos brillaban con mayor intensidad, porque la tarde declinaba y el espeso manto de nubes se oscurecía ya sobre las montañas que cerraban el valle hacia el horizonte.
Volvió a sonar la corneta, volvió a acompasarse el galope de los caballos, volvió Frederic a empuñar firme el sable, a asegurarse sobre la silla y los estribos. Cansados, los animales hundían las patas en el barro, resbalaban y saltaban chapoteando en los charcos, pero finalmente alcanzó el escuadrón la velocidad de carga. La distancia que lo separaba de la formación enemiga fue disminuyendo rápidamente y llegaron otra vez los disparos, la humareda, los gritos y el fragor del choque, como si se tratase de una pesadilla destinada a repetirse hasta el fin de los tiempos.
Había una bandera. Una bandera blanca con letras bordadas en oro. Una bandera española, defendida por un grupo de hombres que se apiñaban en torno como si de ello dependiera su salvación eterna. Una bandera española era la gloria. Sólo había que llegar hasta allí, matar a los que la defendían, tomarla y blandirla con un grito de triunfo. Era fácil. Por Dios, por el diablo, que era rematadamente fácil. Frederic exhaló un grito salvaje y tiró bruscamente de las riendas, forzando a su caballo a acudir hacia ella. Ya no había cuadro; tan sólo puñados de hombres que se defendían a pie firme, aislados, blandiendo sus bayonetas en desesperado esfuerzo por mantener alejados a los húsares que los acuchillaban desde sus caballos. Un español que sostenía el fusil por el cañón se cruzó en el camino de Frederic, atacándolo a culatazos. El sable se levantó y bajó tres veces, y el enemigo, ensangrentado hasta la cintura, cayó bajo las patas de Noirot. La bandera estaba defendida por un viejo suboficial de blancos bigotes y patillas, rodeada por cuatro o cinco oficiales y soldados que se batían a la desesperada, espalda contra espalda, peleando como lobos acosados que defendieran a sus cachorros contra los húsares que perseguían el mismo fin que Frederic. Cuando éste llegó a ellos, el suboficial, herido en la cabeza y en los dos brazos, apenas podía sostener el estandarte. Un joven alto y delgado, con galones de teniente y un sable en la mano, procuraba parar los golpes que se dirigían contra el maltrecho abanderado, cuyas piernas empezaban a flaquear. Cuando el viejo suboficial se derrumbó, el teniente arrancó de sus manos el asta, y lanzando un grito terrible intentó abrirse paso a sablazos entre los enemigos que lo rodeaban. Ya sólo dos de sus compañeros se tenían en pie en torno a la enseña. «¡No hay cuartel!», gritaban los húsares que se arremolinaban alrededor de la bandera, cada vez más numerosos. Pero los españoles no pedían cuartel. Cayó uno con la cabeza abierta, luego otro se derrumbó alcanzado por un pistoletazo. El que sostenía el estandarte estaba cubierto de sangre de arriba abajo, los húsares lo acuchillaban sin piedad y había recibido ya una docena de heridas. Frederic se abrió paso y le hundió varias pulgadas de su sable en la espalda, mientras otro húsar arrancaba la bandera de sus manos. Al verse privado de la enseña, pareció como si el ansia de pelear abandonase al moribundo. Bajó el sable, abatido, cayó de rodillas y un húsar lo remató de un sablazo en el cuello.
El cuadro estaba deshecho. La infantería francesa acudía a la bayoneta dando vivas al Emperador, y los españoles supervivientes arrojaban las armas y echaban a correr, buscando la salvación en la fuga hacia el bosque cercano.
La corneta tocó a degüello: no había cuartel. Por lo visto, a Dombrowsky le había exasperado la tenaz resistencia y quería dar un escarmiento. Eufóricos por la victoria, los húsares se lanzaron en persecución de los fugitivos que chapoteaban en el barro corriendo por sus vidas. Frederic galopó de los primeros con los ojos inyectados en sangre, balanceando el sable, dispuesto a hacer todo lo posible para que ni un solo español llegase vivo a la linde del bosque.
Era un juego de niños. Los iban alcanzando uno a uno, acuchillándolos sin detenerse, sembrando los campos de cuerpos inmóviles y ensangrentados. Noirot llevó a Frederic hasta un español que corría, la cabeza descubierta y desarmado, sin volverse a mirar atrás, como si pretendiese ignorar la muerte que cabalgaba a su espalda, atento sólo a los árboles próximos entre los que veía su salvación.
Pero no hubo salvación posible. Con una sensación de haber vivido antes la misma escena, Frederic galopó hasta su altura, levantó el sable y lo dejó caer sobre la cabeza del fugitivo hendiéndola en dos mitades, como una sandía. Echó una ojeada sobre la grupa y vio el cuerpo de bruces, piernas y brazos abiertos, aplastado contra el barro. Otros dos húsares pasaron por su lado, lanzando jubilosos gritos de victoria. Uno de ellos llevaba ensartado en la punta del sable un chacó español manchado de sangre.
Frederic se unió a ellos en la persecución de un grupo de cuatro fugitivos. Los húsares se desafiaban unos a otros a ver quién llegaba antes, por lo que espoleó furiosamente a Noirot, resuelto a ganar la carrera. Los españoles corrían con las piernas manchadas de fango tropezando en el lodo, angustiados al ver cómo sus perseguidores acortaban la distancia. Uno de ellos, convencido de la inutilidad de su esfuerzo, se detuvo de pronto y se volvió hacia los húsares, quieto y desafiante, los brazos en jarras. Con la frente orgullosamente erguida vio cómo Frederic y sus dos compañeros llegaban hasta él, y sus ojos relampaguearon en el rostro tiznado por la pólvora, bajo el cabello revuelto y sucio, hasta que los perseguidores llegaron a su altura y le cortaron la cabeza.
Poco más adelante alcanzaron al resto, derribándolos a sablazos uno tras otro. Los árboles ya estaban próximos, se habían acercado a ellos en diagonal. La corneta del escuadrón tocaba llamada para reunir a los húsares dispersos; Frederic estaba a punto de tirar de las riendas para volver grupas. Entonces miró a la izquierda y los vio.
Salían del bosque en una línea compacta. Era un centenar de jinetes con petos verdes y chacós negros galoneados de oro. Cada uno de ellos llevaba apoyada en el estribo derecho una larga lanza ornada con una pequeña banderola roja. Se quedaron unos momentos inmóviles y majestuosos bajo la lluvia, como si contemplasen el campo de batalla en el que acababa de ser acuchillado medio millar de sus compatriotas. Después sonó una corneta, coreada por gritos de pelea, y la línea de jinetes bajó las lanzas antes de arrancar al galope, como diablos sedientos de venganza, cargando de flanco contra el desordenado escuadrón de húsares.
A Frederic se le heló la sangre en las venas mientras de su garganta brotaba un grito de angustia. Los dos húsares próximos, que se habían vuelto al escuchar la corneta enemiga, tiraron del freno de sus caballos, haciéndolos deslizarse varias varas por el barro sobre los cuartos traseros, y picaron espuelas para alejarse de allí a toda prisa.
Por todas partes los húsares volvían grupas, retirándose en total confusión. Parte de la línea de jinetes españoles alcanzó a un nutrido grupo cuyas fatigadas monturas eran ya incapaces de mantener la distancia frente a los que ahora eran sus perseguidores, equipados con caballos frescos y con lanzas contra las que nada podía hacer el sable. El choque fue breve y decisivo. Los lanceros ensartaron a sus adversarios, derribándolos de sus monturas en desordenado tropel de hombres y caballos. Algunos húsares que todavía conservaban cargadas carabinas o pistolas, montados o pie a tierra, hacían fuego contra los jinetes que barrían el campo como una ola desenfrenada, como una mortal guadaña que segaba a su paso todo rastro de vida. Desconcertado, todavía sin saber qué hacer, Frederic vio cómo la línea de lanceros alcanzaba el centro del escuadrón, y cómo el estandarte se agitaba en lo alto y después caía abatido entre un bosque de lanzas. No pudo distinguir nada más, porque un grupo de lanceros se apartó del grueso de la formación y cargó contra los ocho o diez húsares que todavía se encontraban dispersos en las proximidades, aislados de los restos del escuadrón. Frederic sintió como si despertase de un sueño; un hormigueo de terror le recorrió los muslos y el vientre. Entonces agachó la cabeza, inclinó el cuerpo sobre el cuello de Noirot y lo espoleó brutalmente, golpeándole la grupa con el plano del sable, lanzándolo en alocada carrera para que le ayudase a salvar la vida.
Los llevaba detrás, muy cerca, a quince o veinte varas de distancia. Noirot estaba al límite de sus fuerzas, cubierto el bocado de espuma, la lluvia y el sudor chorreándole por la piel reluciente. El caballo de un húsar que galopaba delante hundió las patas delanteras en un charco y proyectó al jinete sobre las orejas. El húsar se incorporó a medias, cubierto de barro de la cabeza a los pies, con una pistola en una mano y el sable en la otra. Por un segundo, Frederic pensó tenderle una mano para subirlo a la grupa, pero descartó la idea; su propio peso era ya demasiado para el pobre Noirot. El húsar derribado lo vio pasar sin detenerse, disparó su última bala contra los lanceros que venían detrás y levantó débilmente el sable antes de recorrer un trecho pataleando sobre el barro, ensartado en el asta de una lanza.
Frederic, que se había vuelto a medias para contemplar horrorizado la escena, comprendió que las fuerzas de su caballo flaqueaban por momentos. Noirot avanzaba dando botes, tropezando con las piedras, resbalando en el lodo. Del galope había pasado casi a un trote forzado y dolorido. Los flancos del animal palpitaban con violencia en el esfuerzo y la respiración le hacía brotar vaharadas de vapor de los ollares. Los lanceros le daban alcance sin remedio, se podía escuchar con claridad el sonido de los cascos de sus monturas, los gritos con que se animaban unos a otros en la bárbara cacería.
Frederic estaba enloquecido por el pánico. Era un miedo cerval, espantoso, atroz. La cabeza le daba vueltas mientras buscaba con la mirada algún lugar donde guarecerse. Sentía tensos los músculos de la espalda, crispados como si esperase de un momento a otro sentir el crujido de sus costillas rompiéndose bajo el aguzado hierro que presentía próximo. Quería vivir. Vivir a toda costa, aunque fuera mutilado, ciego, inválido… Anhelaba vivir con todas sus fuerzas, se negaba a morir allí, en el valle cubierto de barro, bajo el cielo gris que ya oscurecía con rapidez, en aquella lejana y maldita tierra a la que jamás debió llegar. No quería terminar solo y acosado como un perro, ensartado cual macabro trofeo en el asta de una lanza española.
Con un último esfuerzo, Noirot alcanzó la linde del bosque, internándose entre los primeros árboles, tropezando con los matorrales, haciendo caer sobre Frederic ráfagas de agua de las ramas próximas. El animal, fiel hasta el fin a su noble instinto, anduvo todavía un trecho antes de derrumbarse entre los arbustos con un desgarrado relincho de agonía, los flancos empapados en sangre, atrapando bajo su cuerpo estremecido por los últimos estertores una pierna del jinete.
Frederic recibió el golpe en el costado izquierdo, sobre el hombro y la cadera. Quedó aturdido, con el rostro entre el barro y las hojas secas, ajeno a cuanto le rodeaba hasta que escuchó el galope próximo de un caballo. Entonces recordó las largas lanzas españolas e intentó ansiosamente incorporarse. Tenía que echar a correr, tenía que alejarse de allí antes de que sus perseguidores le cayesen encima.
Noirot estaba inmóvil, con las entrañas reventadas por el esfuerzo, y sólo de vez en cuando exhalaba débiles relinchos y agitaba la cabeza, con los ojos turbios de agonía. Frederic intentó liberar su pierna aprisionada. El sonido de los cascos estaba cada vez más cerca, casi allí mismo. Mordiéndose los labios para no gritar de terror, apoyó las manos manchadas de barro contra el lomo del caballo, empujando con toda el alma para liberarse.
En el bosque, a su alrededor, sonaban gritos y disparos. El sable atado a su muñeca le estorbaba los movimientos, por lo que se arrancó el cordón de la mano con dedos temblorosos. Hurgó nerviosamente en las fundas del arzón, empuñando la pistola que todavía no había sido disparada. Volvió a empujar con todas sus fuerzas, sintiéndose al borde del desmayo. En el mismo instante en que lograba sacar la pierna de debajo de su caballo moribundo, una silueta verde apareció entre los árboles lanza en ristre, cabalgando directamente hacia él.
Rodó sobre sí mismo buscando la protección de un tronco cercano. Las lágrimas corrían por sus mejillas cubiertas de lodo y hojas cuando levantó la pistola empuñándola con ambas manos, apuntando al pecho del jinete. Al ver el arma, el lancero encabritó el caballo. El fogonazo del disparo nubló la visión de Frederic, la pistola le saltó de las manos. Un relincho, un golpe pesado entre los arbustos. Frederic vio las patas del caballo agitándose en el aire, arrastrando al jinete en su caída. Había fallado el tiro, le había dado a la montura. Con un grito desesperado, ahogándose en el áspero olor a pólvora quemada, Frederic concentró sus escasas fuerzas en un encarnizado afán de sobrevivir. Se incorporó como pudo, saltó sobre el cuerpo inmóvil de Noirot, se metió entre las patas del otro caballo y cayó sobre el lancero que intentaba levantarse, rota el asta de la lanza, ya con medio sable fuera de la vaina. Golpeó el rostro del español hasta que éste comenzó a echar sangre por la nariz y los oídos. Fuera de sí, emitiendo desgarradas imprecaciones, martilleó con los puños cerrados sobre los ojos de su adversario, mordió la mano que intentaba empuñar el sable, escuchando crujir huesos y tendones entre sus dientes. Aturdido por la caída y los golpes, el lancero intentaba protegerse el rostro ensangrentado con los brazos, gimiendo como un animal herido. Rodaron ambos por el suelo, empapados en barro, bajo la lluvia que seguía goteando de las ramas de los árboles. Con la energía que le daba la desesperación, Frederic agarró con las dos manos el sable del lancero, medio fuera de la vaina, y fue empujando pulgada a pulgada el palmo de hoja desnuda hacia la garganta de su enemigo. Ponía en ello toda la fuerza que podía reunir, apretando los dientes de forma que le crujía la mandíbula, aspirando entrecortadas bocanadas de aire. Los ojos ya ciegos del lancero parecían a punto de salirse de las órbitas bajo las cejas hinchadas, rotas y sangrantes. A tientas, el español agarró una piedra y la estrelló contra la boca de Frederic. Sintió éste crujir sus encías, saltar los dientes hechos pedazos. Escupió dientes y sangre mientras con un último, salvaje esfuerzo, con un grito inhumano que brotó del fondo de sus entrañas, llevó el afilado borde del sable a la garganta de su enemigo, presionando a derecha e izquierda, hasta que un viscoso chorro rojo le saltó a la cara, y los brazos del español se desplomaron, inertes, a los costados.
Se quedó allí, tumbado de bruces sobre el cadáver del lancero, abrazado a él y sin fuerzas para moverse, brotando de sus destrozados labios un gemido ronco. Estuvo así largo rato con la certeza de que se estaba muriendo sin remedio, tiritando de frío, con un dolor tan agudo en las sienes y la boca que parecía le hubieran desollado toda la cabeza. No pensaba en nada, su cerebro estaba al rojo vivo, era una masa incandescente y martirizada. Se escuchó a sí mismo rogando a Dios que le permitiera dormir, perder el conocimiento; pero el suplicio de su boca aplastada lo mantenía despierto.
El cuerpo del español ya estaba rígido y frío. Frederic se deslizó a un lado, quedando boca arriba. Abrió los ojos y vio el cielo negro sobre las copas de los árboles cuajadas de sombras. Era de noche.
El fragor del combate continuaba en la distancia. Se incorporó con doloroso esfuerzo hasta quedar sentado. Miró a su alrededor, sin saber hacia dónde encaminarse. Su estómago vacío lo atormentaba con terribles punzadas, así que buscó a tientas la silla del lancero muerto. No halló nada, pero sus manos torpes encontraron el sable. De todas formas, la boca le ardía como si tuviera fuego dentro. Se levantó tambaleante, con el sable en la mano, y echó a andar entre los árboles, hundiendo las botas en el fango. No le importaba hacia dónde iba; su única obsesión era alejarse de allí.