El escuadrón se congregó de nuevo en una cañada que discurría entre cerros punteados de olivos, teniendo a la vista la altura donde estaba situada la plana mayor del Regimiento. En el horizonte, bajo el pesado cúmulo de nubes, el cañón seguía tronando y el estrépito de fusilería procedente de la aldea recién atacada llegaba nítido y cercano.
Hombres y caballos descansaban a discreción. Frederic se quitó el colbac y lo colgó por el barboquejo en el pomo de la silla. Revisó las herraduras de Noirot y después bebió unos cortos tragos de la cantimplora de campaña. Se encontraba relajado, en excelente forma física. Llevó su caballo hasta una roca grande y plana y se sentó en ella, estirando las piernas. A escasa distancia, un grupo de húsares discutía los pormenores de la batalla. Durante un rato escuchó sus comentarios, consistentes en las habituales especulaciones sobre los planes del Mando y el signo favorable o desfavorable que, a su limitado juicio, adoptaba el curso de los acontecimientos. Aburrido, dejó de prestarles atención, se recostó sobre la roca y cerró los ojos.
La imagen de Claire Zimmerman pasó fugazmente ante él, entre los recuerdos de la jornada que estaba viviendo, y no sin esfuerzo logró retenerla. Las notas musicales, creía recordar que de un clavicordio, volvieron a sonar, lejanas, en sus oídos. Ante él se inclinaba un delicado rostro de niña desde el que dos grandes ojos azules lo contemplaban con tímida admiración. Había un gran candelabro dando tonos de oro a los dos bucles dorados que descendían sobre las sienes de la muchacha. Frederic había mirado con deleite el fino y blanco cuello, la piel tersa que, interrumpida su conmovedora naturalidad por una cinta de terciopelo azul en torno a la garganta, descendía, fresca y arrebatadoramente atractiva, hacia el escote del vestido azul.
El abanico, desplegado con gracia, había ocultado el rubor de la niña cuando sus miradas se encontraron por primera vez; pero los ojos azules sostuvieron el inocente duelo un par de segundos más de lo establecido por las normas sociales al uso. Aquello bastó para despertar en el joven húsar un sentimiento de intensa ternura. Se volvió a contemplarla momentos después, en el transcurso de una conversación banal con un grupo de invitados, y cuando comprobó que la mirada de la joven salía nuevamente a su encuentro, apartándose de inmediato con excesiva prontitud, ya no fue capaz de seguir el hilo de la charla, limitándose a asentir con aire distraído cuando alguien hacía una cortés pausa en espera de su aprobación. Poco después, Frederic aprovechó unos instantes frente al gran espejo que reflejaba a su espalda las luces del salón, la orquesta y los invitados, para ajustarse con disimulo el dormán y comprobar que la elegante pelliza escarlata de dorados cordones colgaba de forma correcta, marcialmente airosa, de su hombro izquierdo. Entonces fue al encuentro de la dueña de la casa, la señora Zimmerman, y con circunspecta corrección le rogó el honor de ser presentado a su hija.
La distancia hasta el lugar, junto a la gran ventana emplomada, en el que Claire Zimmerman se encontraba en compañía de sus dos primas, se le antojó al joven subteniente excesivamente larga. Ella lo vio acercarse acompañado por su madre, e inmediatamente desvió la mirada hacia el jardín, como si algo en el exterior atrajese su atención. Dos jóvenes estrasburgueses amigos de la familia, que hacían la corte a las tres primas, se apartaron unos pasos con el ceño fruncido, mirando de soslayo el vistoso uniforme que, otorgándole abrumadora ventaja, cubría la apuesta figura de su rival.
—Claire, Anne, Magda… Tengo el placer de presentaros al subteniente Frederic Glüntz, hijo del señor Walter Glüntz, gran amigo de la familia. Frederic, mi hija Claire y mis sobrinas Anne y Magda…
Frederic se inclinó devotamente, haciendo chocar los talones de sus relucientes botas. Apenas se fijó en Anne y Magda un instante más de lo que la cortesía reclamaba durante la presentación. Los ojos azules se miraban nuevamente en los suyos, y él los encontraba tan dulces, tan hermosos y tan próximos que sintió una extraña embriaguez mientras el calor invadía sus mejillas.
Tras una breve conversación de circunstancias, la señora Zimmerman fue reclamada por sus ocupaciones de anfitriona. Los dos jóvenes paisanos se mantenían alejados, y las primas —Frederic sólo retuvo de ellas una risa estúpida y un cutis martirizado por el acné— lo cercaron materialmente con preguntas de todo tipo sobre el ejército, la caballería, Napoleón y la guerra. Cuando Frederic les confirmó que se disponía a unirse a las tropas destacadas en España, las primas palmotearon emocionadas. Pero el joven húsar sólo atendía en aquel momento, con absoluta concentración de todo su ser, a la apenada e inquieta sonrisa que aleteó en los labios de Claire Zimmerman.
—España está demasiado lejos —dijo ella, e inmediatamente Frederic la amó por eso.
—¿Teme a la muerte un oficial de caballería? —interrogó con morbosa ansiedad la prima Magda.
—No —respondió Frederic sin dejar de mirar a Claire—. Pero hay momentos cuyo recuerdo puede convertir el hecho de morir, la imposibilidad de revivirlos, en algo extremadamente penoso.
Aquella vez, el abanico se alzó de nuevo para velar el rubor, pero no pudo ocultar la emocionada humedad que inundó los ojos azules.
—¿Volveremos a tenerle entre nosotros cuando regrese de España? —preguntó ella, recobrando en el acto la serenidad.
La prima Anne apoyó la idea con entusiasmo.
—Tiene que prometer que volverá a visitarnos, subteniente Glüntz. Estamos seguras de que tendrá muchas cosas interesantes que contar, ¿verdad? Diga que lo promete.
Las manos de Claire, con delicadas venillas transparentándose bajo la tersa y blanca piel, jugueteaban inquietas con el abanico. Frederic se inclinó ligeramente hacia ella.
—Volveré a verlas —prometió con espontáneo arrebato— aunque para ello tenga que abrirme paso a sablazos desde la misma puerta del Infierno.
Las dos primas cloquearon, escandalizadas por el impetuoso fervor del joven húsar. Pero cuando Frederic, pendiente de los ojos azules, los vio humedecerse de nuevo, supo que Claire Zimmerman no albergaba duda alguna sobre el motivo de su promesa.
La llegada de Michel de Bourmont hizo desvanecerse los recuerdos. Frederic parpadeó y volvió a ver el cielo gris, escuchando el fragor de la fusilería y el retumbar del cañón. Aquello era España, y el momento de regresar a Estrasburgo aún quedaba demasiado lejos.
—¿Dormías? —le preguntó De Bourmont sentándose a su lado sobre la piedra plana. Traía las botas y los pantalones manchados de barro.
Frederic negó con la cabeza.
—Intentaba recordar —dijo con un gesto mediante el que pretendía quitar importancia a los recuerdos—. Pero hoy resulta difícil concentrarse en nada que no sea esto. Las imágenes van y vienen, cuesta retenerlas. Debe de ser la excitación lógica en una batalla.
—¿Eran recuerdos agradables? —preguntó De Bourmont.
—Muy agradables —suspiró Frederic.
De Bourmont señaló sobre los cerros, hacia la dirección en que sonaba el ruido del combate.
—¿Más que esto?
Frederic se echó a reír.
—Nada es mejor que esto, Michel.
—Pienso lo mismo. Y traigo buenas noticias, hermano mío. Si las cosas no cambian de cariz, tendremos acción muy pronto.
—¿Has oído algo?
De Bourmont se acarició las guías del bigote.
—Dicen que el Octavo Ligero ha tomado por fin la aldea, a la bayoneta, después de haber sido rechazado tres veces. Ahora nosotros estamos dentro y el enemigo fuera, pero el Octavo va a tener problemas para mantener su frente. Los españoles están concentrándose al otro lado y traen algunas piezas de artillería. Dombrowsky ha dicho hace un momento que es muy probable que dentro de un rato tengamos que intervenir para debilitar sus formaciones. Por lo visto, el general Darnand tiene prisa por solucionar la situación en nuestro flanco.
—¿Cargaremos nosotros?
—Eso parece; somos los más próximos. Precisamente Dombrowsky comentaba que el escuadrón está en excelente posición para moverse.
Frederic se incorporó para echar un vistazo a Noirot, y en aquel momento sus ojos encontraron de nuevo la costra de sangre parda que manchaba su bota derecha. Sangre ajena. Con cierta repugnancia, intentó desprenderla rascando con las uñas.
—Un trofeo macabro —comentó De Bourmont al ver el gesto de su amigo—. Pero también el trofeo del valor; estuviste bien en la escaramuza. ¿Sabes una cosa? Cuando te vi picar espuelas y lanzarte al galope, sable en mano, ciego como un toro, pensé que era la última vez que te veía con vida; pero me sentí orgulloso de ser tu camarada… ¿Cómo fue? Porque todavía no hemos tenido tiempo de hablar de ello.
Frederic se encogió de hombros.
—No ocurrió nada de lo que deba enorgullecerme especialmente —dijo con honestidad—. La verdad es que no recuerdo muy bien. Hubo disparos, uno de mis húsares se fue al suelo, me quedé unos instantes sin saber qué hacer, y de pronto me enfurecí. Odié como nunca en mi vida. A partir de ese momento sólo recuerdo la cabalgada, las ramas de pino que me golpeaban, el desgraciado que corría como un gamo volviéndose a mirarme con terror… A través del velo rojo que me ofuscó el pensamiento recuerdo también que descargué un sablazo, que alguien quiso pegarme un tiro… También había un cuerpo sin cabeza que siguió corriendo hasta tropezar con un árbol.
De Bourmont escuchaba atento, asintiendo de vez en cuando.
—Sí; así es como suele ocurrir —dijo por fin—. Una carga debe de ser algo parecido, pero con la diferencia de que la enajenación será colectiva. Al menos, eso es lo que cuentan los veteranos.
—Lo vamos a saber pronto.
—Sí. Lo vamos a saber pronto.
Frederic apoyó una mano en la empuñadura del sable.
—¿Sabes, Michel? He descubierto que la guerra, en contra de lo que cree la gente, es un poco de acción y un mucho, demasiado, de espera. A uno le hacen levantarse de madrugada, lo llevan de acá para allá, lo pasean por un campo de batalla sin que le sea posible averiguar si los suyos están ganando o perdiendo… Hay escaramuzas, mucho tedio, cansancio. Pero nadie puede garantizar que, cuando todo termine, tu aportación al resultado final haya sido valiosa o no. Incluso hay montones de soldados que asisten a una batalla y no llegan a pegar un tiro, a dar un sablazo. Es injusto, ¿verdad?
—No creo que sea injusto. Hay soldados y hay jefes. Los jefes tienen otros jefes. Y sólo estos últimos saben.
—¿Crees que saben realmente, Michel? Conocemos casos, en los que un general o un coronel incompetentes cometieron errores, llevando al desastre a las unidades que mandaban… Unidades, dicho sea de paso, que a veces eran excelentes. ¿No es injusto eso también?
De Bourmont miró a su amigo con curiosidad.
—Es posible. Pero así son las cosas en la guerra.
—Ya lo sé. Sin embargo, ocurre que esas unidades están compuestas por hombres como tú y como yo; por seres humanos. La responsabilidad de quien tiene poder para tomar decisiones de las que depende la vida de cien, doscientos o diez mil hombres, es enorme. Yo no estaría tranquilo, ni tan seguro de mí mismo como parecen estarlo Letac, Darnand y los demás.
—Ellos saben lo que hacen —De Bourmont parecía inquietarse por el giro que tomaba la conversación—. A ti y a mí nos queda todavía un buen trecho antes de acceder a tales responsabilidades. No veo motivo alguno para que eso deba preocuparnos.
—Ya. Pensaba en ello, nada más. Olvida lo que he dicho.
De Bourmont observó detenidamente a Frederic.
—Nunca te habían quitado el sueño esas cosas…
—Tampoco ahora —protestó el joven, quizá con excesiva precipitación—. Lo único que pasa es que, cuando uno piensa en una batalla que no ha visto jamás, tiene en la cabeza ideas preconcebidas que luego, en contacto con la realidad, resultan a menudo equivocadas, o inexactas… Supongo que eso es lo que me ocurre a mí. Estoy bien, te lo aseguro. Me excita la situación, ese bramido próximo del combate, la perspectiva de pelear junto a los compañeros, junto a ti. Tocar con los dedos la gloria, batirme por el honor de Francia y por el del Regimiento. Por mi propio honor… Lo que pasa es que hoy, con tantas idas y venidas cuya razón desconocemos o sólo podemos intuir, creo haber comprendido que en la guerra nosotros sólo somos peones sin iniciativa, a los que se utiliza y de los que se prescinde según la necesidad del momento. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Perfectamente. Pero cuando galopaste hacia el bosquecillo en busca de los guerrilleros, la iniciativa era tuya, Frederic.
—Exacto. Y eso sí me gusta. En la acción, cuando ésta llega por fin, la iniciativa termina siendo siempre de uno mismo. Es la espera, son los preliminares y los intermedios lo que me fastidia. No me gustan, Michel.
—Ni a ti ni a nadie.
Sonaron unos cañonazos cercanos, al otro lado de los cerros, y los caballos aguzaron las orejas, cabeceando con inquietud. Algunos húsares veteranos se miraban unos a otros con aire de entendidos y observaban con ojo crítico las lomas tras las que retumbaba el combate próximo. Los tenientes Philippo y Gerard se acercaron sobre sus monturas, con las bridas flojas.
—¡Esto se calienta, amigos míos! —les gritó alegremente Philippo mientras acariciaba la crin recortada de su caballo—. ¡Que me ahorquen si antes de un rato no estamos cabalgando recto hacia los españoles! ¿Cómo están esos sables?
—Bien, gracias —respondió De Bourmont—. Creo que las palabras exactas son: sedientos de sangre.
—¡Así hablan los húsares! —coreó Philippo, a quien la inminencia de la acción no parecía mermar en un ápice su habitual fanfarronería—. ¿Y ese sable, Glüntz? ¿También sediento de sangre?
—Más que el suyo —respondió sonriendo el joven.
Philippo soltó una jovial carcajada.
—¿He oído bien? —preguntó, señalando la costra de sangre seca que manchaba la bota de Frederic—. ¡Estos alsacianos son incorregibles! Empiezan a degollar y ya no hay quien los pare… ¡Deje algún español para los amigos, jovencito!
Una peculiar tensión se iba extendiendo entre los grupos dispersos de los hombres que integraban el escuadrón, como si el presentimiento de que la hora suprema se acercaba comenzase a calar hondo en la mente de los húsares. Las conversaciones se tornaban cortas y espaciadas, a cada momento había más hombres silenciosos, y todas las miradas convergían en la suave pendiente que, remontando la cañada, subía entre los cerros para descender después al otro lado, sobre el invisible campo de batalla.
Frederic vio atraída su atención por un viejo húsar solitario que había a poca distancia. Montaba un inmóvil caballo tordo, sobre el pomo de cuya silla se apoyaba con el codo izquierdo, ligeramente encorvado hacia adelante, pensativo, con la mirada perdida en el infinito. No sólo el aspecto del húsar, mostacho, coleta y trenzas salpicadas de canas, una cicatriz perpendicular en la mejilla, paralela al barboquejo, delataba al veterano. Los arneses de su caballo eran viejos pero estaban cuidadosamente engrasados, la piel de carnero que cubría la silla de montar se veía pelada por el uso bajo los muslos del jinete… El húsar tenía una mano bajo el mentón, con el índice pasando una y otra vez, distraídamente, por las guías del frondoso mostacho. La otra mano se apoyaba en la culata de la carabina que asomaba de la funda sujeta a la silla; y al costado izquierdo, sobre el portapliegos y las ceñidas perneras de los pantalones húngaros que le cubrían las botas hasta el tobillo, pendía un viejo sable curvo de caballería, el ya casi desaparecido modelo de 1786. La visera del chacó rojo —el colbac de piel negra era privilegio exclusivo de los oficiales— descendía sobre una nariz aguileña y fuerte, como la de un halcón. Tenía la piel del rostro tostada y unos ojos tranquilos en torno a los que se agolpaban innumerables arrugas. En cada oreja llevaba un aro de oro.
Frederic se interrogó a sí mismo sobre la edad del veterano. Quizá cuarenta, cuarenta y cinco años. Resultaba evidente que no era ésta su primera batalla. Había en él esa inmovilidad serena, esa economía de movimientos superfluos, ese abstraído aislamiento del hombre que sabía con lo que iba a enfrentarse. No parecía un húsar que esperase, impaciente, conquistar otra parcela de gloria; más bien daba la impresión de ser un profesional que se concentraba antes de pasar un mal rato, con la calma del que había salido de muchos trances similares con la piel indemne y sólo esperaba, revestido con el resignado fatalismo de quien conocía lo inevitable, que el trabajo por el cual le pagaban pudiera hacerse en poco tiempo, con rapidez y la mayor limpieza posible, encontrándose al terminar éste sobre la misma silla de montar, en un estado de salud similar al que gozaba en aquel momento.
Frederic comparó la silenciosa e inmóvil figura con los gestos meridionales y el aire fanfarrón de Philippo, incluso con la juvenil confianza de Michel de Bourmont, que de pronto comenzaba a antojársele injustificada. Y sintió la incómoda sospecha de que, entre todos ellos, posiblemente el viejo húsar fuese el único que tenía razón.
La corneta tocó llamada para oficiales. Frederic se levantó de un salto, ajustándose el dormán, mientras De Bourmont echaba a correr en busca de su caballo. Philippo y Gerard se alejaban ya al trote, yendo al encuentro del comandante Berret y el capitán Dombrowsky, que bajaban del cerro cabalgando como diablos ladera abajo, hacia la cañada en la que aguardaba el escuadrón.
Frederic se caló el colbac, puso pie en el estribo y se izó a lomos de Noirot. Sin esperar órdenes, los sargentos azuzaban a los húsares que se alineaban con sus monturas en formación de marcha, movidos por súbita actividad. El cielo plomizo comenzaba a destilar de nuevo una fina llovizna.
—¡Ya está, Frederic! ¡Nos toca a nosotros!
De Bourmont se hallaba otra vez a su lado, refrenando la cabalgadura que piafaba presintiendo la acción. Los dos amigos galoparon hacia el estandarte del escuadrón, que el subteniente Blondois mantenía desplegado, con el extremo inferior del asta ajustado en el estribo, junto a Berret y los demás oficiales. Todos estaban allí, expresiones graves, rostros atentos a las instrucciones del jefe de escuadrón, gorros de piel de oso, uniformes azules de abigarradas pecheras cubiertas de cordones dorados… La flor y la nata de la caballería ligera del Emperador, los líderes del Primer Escuadrón del 4.° Regimiento de Húsares a caballo: el capitán Dombrowsky, los tenientes Maugny, Philippo y Gerard, los subtenientes Laffont, Blondois, De Bourmont y el propio Frederic… Los hombres que, en pocos instantes, iban a conducir al centenar de húsares bajo su mando hacia la gloria o hacia el desastre.
Berret los miró a todos con su único ojo. Frederic nunca lo había visto tan arrogante, tan formidable.
—Hay tres batallones de infantería españoles a poco más de una legua de aquí, desplegados frente al Octavo Ligero. Nuestra infantería tiene dificultades para mantener su línea, por lo que se nos ha encomendado la misión de cargar sobre el enemigo y dispersar sus formaciones. Dos escuadrones del Regimiento quedan en reserva, tocándonos a nosotros y al Segundo el honor de entrar en fuego… ¿Alguna pregunta? Bien. Entonces sólo me queda desearles buena suerte a todos. Ocupemos nuestros puestos.
Frederic parpadeó, desconcertado. ¿Eso era todo? Ninguna frase escogida, ningún gesto de aliento que infundiese entusiasmo entre los hombres que iban a pelear por Francia. No es que el joven esperase un discurso patriótico, pero siempre había pensado que, antes del combate, un jefe debía arengar a sus tropas con la elocuencia apropiada para insuflar en los espíritus débiles el sagrado fuego del deber. Se sentía decepcionado. Berret dejaba pasar de largo la ocasión de pronunciar quizá la hermosa frase que merecería después figurar en los libros de Historia, y en cambio se había limitado a mencionar, como puro trámite, adónde iban y para qué. Seguro que el coronel Letac, a quien por cierto no habían visto en toda la jornada, habría sabido escoger las palabras apropiadas antes de enviar a los hombres bajo su mando a un lugar del que algunos no regresarían.
La corneta tocó formación por pelotones. Berret, con una mano en las riendas y la otra apoyada con indolencia en la cadera, ganó al trote la cabeza del escuadrón seguido de cerca por el portaestandarte Blondois y el trompeta mayor. El capitán Dombrowsky se volvió hacia el resto, mirándolos con sus helados ojos grises.
—Ya han oído, caballeros.
No había nada más que decir. El escuadrón estaba listo para la marcha, en la formación denominada por pelotones: ocho filas de doce hombres, flanqueados por los suboficiales, formando una columna de quince varas de frente por unas setenta de larga. Dombrowsky se alejó en pos del comandante Berret. Frederic se volvió hacia De Bourmont, que le tendía la mano por encima de la grupa de su caballo. Observó la franca mirada de su amigo, la alentadora sonrisa bajo el fino bigote rubio, enmarcada por la negra piel del colbac y el dorado barboquejo de cobre, las dos trenzas rubias, la mandíbula cuadrada, y pensó en ese momento que Michel de Bourmont era demasiado hermoso para morir. Sin duda el Destino lo guiaría sano y salvo entre los enemigos, poniendo alas en los cascos de su caballo, llevándolo de vuelta a la vida tras el combate que se avecinaba.
—Vamos a vivir y a vencer, hermano mío —le dijo De Bourmont, como si hubiera adivinado sus pensamientos.
Si su amigo lo afirmaba con semejante convicción, era imposible que las cosas ocurrieran de otro modo. Frederic abrió la boca para decir algo, pero sintió un nudo en la garganta que le impedía articular palabra alguna. Sus mejillas enrojecieron mientras se quitaba el guante y apretaba con calor la mano de su camarada.
Entonces sonó la corneta, y el Primer Escuadrón del 4.° de Húsares se puso en marcha hacia la gloria.
La llovizna seguía cayendo mansamente sobre hombres y animales cuando el escuadrón remontó al paso la pendiente. Detrás de Berret, Dombrowsky y el estandarte, el teniente Philippo cabalgaba al frente de la Primera Compañía. Tras la segunda fila avanzaba Frederic cerrando la marcha de su pelotón, seguido por De Bourmont, que precedía al suyo. Dos filas de húsares más atrás iba el teniente Maugny al frente de la Segunda Compañía, en cuyo centro marchaban Laffont y Gerard. La formación, reglamentaria al pie de la letra, era tan perfecta como si, en lugar de dirigirse al combate, el escuadrón estuviese desfilando ante los ojos del mismo Emperador.
El centenar de jinetes serpenteó entre los cerros moteados de olivos. A medida que el retumbar de la batalla se iba haciendo más próximo, las conversaciones se extinguían hasta desaparecer por completo. Los húsares cabalgaban ahora en silencio, balanceándose sobre sus monturas con el rostro grave y la mirada perdida en la espalda de los hombres que los precedían.
En la tierra húmeda volvían a formarse pequeños charcos que reflejaban el cielo color de plomo. Frederic iba con las dos manos apoyadas en el pomo de la silla, sosteniendo las bridas entre los dedos. Su mente estaba despierta y serena, aunque el cada vez más próximo fragor del cañón y las descargas de fusilería resonaban en su pecho, sobreponiéndose a los latidos del corazón, como si la batalla se estuviese librando en su interior.
No lograba quitarse de la cabeza un pensamiento que iba y venía sin nunca desaparecer del todo. Durante la conversación mantenida momentos antes con Michel de Bourmont, le había asaltado de pronto una idea que se guardó muy bien de expresar en voz alta. Una vez, cuando era niño, Frederic cogió un puñado de aquellos soldaditos de plomo que su padre le había regalado y los echó a la chimenea, observando cómo el fuego derretía el metal hasta convertirlo en plateados charquitos de plomo fundido… Durante la conversación sobre la responsabilidad de los jefes que —había dicho Frederic— enviaban a miles de hombres a la muerte quizá por un mero error de cálculo, por afán de gloria, emulación u otros motivos más oscuros, al joven se le había ocurrido el más apropiado símil para describir una batalla: dos generales que cogían a puñados los soldaditos de carne y hueso y los echaban a la hoguera para contemplar después cómo el fuego los consumía. Compañías, batallones, regimientos enteros, podían correr la misma suerte. Todo estaba en función —y esto fue lo que horrorizó a Frederic al caer en la cuenta— del antojo de un par de hombres a los que un rey o un emperador concedían el derecho de hacerlo así, en nombre de una costumbre ancestral que nadie osaba discutir. Frederic no se había atrevido a comentarlo con su amigo, temeroso de lo que De Bourmont hubiera podido pensar de tales manifestaciones. Incluso ya le había dirigido una mirada extraña cuando Frederic ponía en tela de juicio la cordura de la organización militar. De Bourmont era un hombre sólido, un soldado nato, un valiente y un caballero. Y Frederic pensó, con amargura, que quizá las insólitas sensaciones que en las últimas horas lo atormentaban a él fuesen indicios de una oculta cobardía que ahora afloraba, indigna en alguien que vestía el uniforme de húsar.
Hizo un violento esfuerzo, casi físico, por barrer de su mente tan vergonzosos pensamientos. Respiró hondo y contempló los olivares cenicientos que bordeaban el camino que seguía el escuadrón. Sintió entre sus muslos los flancos del fiel Noirot, miró furtivamente los rostros imperturbables de los hombres que cabalgaban a su alrededor, y deseó con toda el alma poseer la misma tranquilidad de espíritu que ellos. Al fin y al cabo, se dijo, todo consistía en mantener las ideas extrañas bien ocultas, erguir la cabeza y adoptar una expresión impasible hasta que, llegado el momento, hubiera que desenvainar el sable y cabalgar hacia el enemigo. Llegado ese instante supremo no habría problema alguno: Noirot lo llevaría hasta un lugar donde, luchando por la propia vida, no quedaría lugar para inquietantes desvaríos.
El escuadrón llegó a la vista del campo de batalla, cuyo panorama ya conocía Frederic desde que su compañía tuvo que escoltar al Octavo Ligero. En el valle se distinguían las aldeas y el pueblecito blanco en la distancia, aunque ahora la neblina de la pólvora, suspendida en el aire, era mucho más abundante. El bosque de la izquierda estaba medio oculto por la humareda del combate, y los fugaces relámpagos de las descargas de fusilería zigzagueaban por todas partes. La tierra era gris, el humo gris y el cielo gris, y entre esa cortina que difuminaba el paisaje se movían lentamente masas de hombres, manchas azules, pardas y verdes, que se extendían en líneas, se agrupaban en cuadros o se deshacían bajo los fogonazos de la artillería de uno y otro bando, cuyos proyectiles cruzaban sobre el valle rasgando el aire húmedo con ronco bramido.
Junto a la tapia destrozada de una granja, un grupo de heridos franceses se extendía desordenadamente por el suelo, en inquietante exhibición de lo que el plomo y el acero podían desgarrar, quebrar, mutilar el cuerpo humano. Algunos hombres estaban inmóviles, tendidos de costado o boca arriba, con miserables vendajes envolviendo sus heridas. Bajo un cobertizo formado por una lona y algunas tablas extendidas sobre dos carros, un par de cirujanos cosían, vendaban y amputaban sin descanso. Del grupo se elevaba un sordo rumor, un gemido doliente y colectivo cuya monotonía se quebraba de vez en cuando por el alarido de un hombre. Al pasar junto a ellos, Frederic se fijó en un soldado joven, sin chacó ni fusil, que caminaba a lo largo de la tapia sin rumbo fijo, soltando carcajadas ante la indiferencia de sus compañeros. No tenía ninguna herida visible, y tras la máscara de su rostro ennegrecido por la pólvora brillaban dos ojos encendidos como carbones. La mirada de un loco.
El comandante Berret ordenó ponerse al trote para alejar pronto al escuadrón de la dramática escena. El suelo estaba roturado en todas direcciones por rodadas de carros y armones de artillería, hollado por innumerables cascos de caballos. Un grupo de soldados de infantería de línea en retirada, con los petos blancos y las polainas manchadas de barro, se cruzó con ellos en el camino. Los infantes marchaban con visible fatiga, terciados los mosquetones a la espalda, con las caras tiznadas de humo. Era evidente que habían combatido, y que las cosas no andaban del todo bien. Al final de la fila, dos soldados ayudaban a caminar a un tercero que cojeaba dolorosamente, con el muslo izquierdo envuelto en un vendaje hecho con su propia camisa. Algo más lejos, el escuadrón pasó junto a una docena de heridos que marchaban por su propio pie, sin duda hacia el hospital de campaña que los húsares habían dejado atrás. Algunos se servían de los mosquetones a modo de muletas, y los tres últimos de la fila marchaban con las manos apoyadas en la espalda del soldado que los precedía; llevaban los ojos cubiertos por apósitos sangrantes y tropezaban con las piedras del camino.
—Ésos ya tienen bastante —comentó un húsar—. Son buenos chicos, y se retiran para reservarnos algo de plomo a nosotros.
Nadie hizo coro a la chanza.
La guerra.
Había un olivar del que pendían dos españoles, colgados de las ramas más altas. Había granjas que humeaban a lo lejos, caballos muertos, uniformes verdes, pardos y azules de cadáveres diseminados por todas partes. Había un cañón volcado, con la boca hundida en el barro, con un clavo en el orificio de fuego, inutilizado sin duda por el enemigo antes de abandonarlo. Había un soldado francés tendido boca arriba a un lado del camino, con los ojos muy abiertos, el cabello húmedo y las manos engarfiadas, cuyas entrañas, abiertas por una esquirla de metralla, se desparramaban sobre sus muslos inertes. Había un herido sentado en una piedra, con el capote sobre los hombros y la mirada ausente, que negaba con la cabeza a un compañero que, de pie a su lado, parecía querer convencerlo para que prosiguiera camino hacia el hospital. Había un caballo ensillado y sin jinete que hurgaba con el belfo en la hierba, entre sus patas delanteras, y que cuando algún soldado se acercaba intentando cogerlo por la brida, levantaba la cabeza y se alejaba con un trote corto y despectivo, como si deseara que lo mantuviesen al margen de aquella historia.
El universo aparecía a ojos de Frederic más sombrío que nunca en aquella jornada, bajo el cielo encapotado que seguía destilando humedad, en aquel valle de donde el bramido del cañón había alejado hasta las aves, dejando sólo a los hombres que se mataban con saña. Por un momento quiso imaginar que todo habría sido diferente si, en lugar de aquella gris bóveda, de la lluvia y el barro que comenzaba a formarse bajo las patas de Noirot, la tierra hubiera estado seca, el cielo azul, y el sol luciese en lo alto. Pero tal idea sólo pudo sostenerse un instante en su cabeza; ni siquiera un luminoso día de la más radiante primavera podría suavizar el horror de las imágenes que iban jalonando el camino de Frederic hacia la gloria.
El terreno se hizo más llano, los árboles comenzaron a escasear y el escuadrón se puso al trote. El comandante Berret cabalgaba impávido junto al estandarte, flanqueado por Dombrowsky y por el trompeta mayor. Durante un trecho recorrieron el mismo camino que había seguido Frederic escoltando al Octavo Ligero hacia la aldea, y el joven húsar tuvo ocasión de divisar el bosquecillo de pinos donde había matado al guerrillero. Antes de llegar a su altura torcieron a la derecha, y la atención de Frederic se desvió hacia la mancha azul del Segundo Escuadrón, que se acercaba rápidamente para unirse a ellos en el ataque. Ahora había soldados por todas partes, en apretadas columnas, y el estrépito de fusilería resonaba por doquier. Sin embargo, todavía no estaban a la vista del enemigo.
Los dos escuadrones se concentraron tras una loma, aunque sin mezclarse uno con otro. El Segundo permaneció a unas setenta varas de distancia, y Frederic admiró el compacto conjunto de sus filas, la perfecta formación previa al despliegue que los conduciría al combate. Los caballos piafaban inquietos, cabeceaban mordiendo el bocado, hurgaban la tierra con los cascos. Habían sido entrenados para aquel momento, y su instinto les decía que era llegada la hora suprema.
Berret, Dombrowsky y dos jefes del otro escuadrón subieron a la loma para divisar con claridad el área de ataque. El resto quedó inmóvil manteniendo la formación, ojos y oídos atentos a la señal de avance. Frederic retiró los paños encerados que cubrían sus pistoleras y se inclinó sobre los flancos de Noirot para comprobar la cincha y los estribos. Miró a De Bourmont, pero éste se hallaba pendiente de lo que hacían Berret y los otros.
—¡A ver si arrancamos de una vez! —murmuró entre dientes un húsar próximo a Frederic, y el joven estuvo a punto de expresar en voz alta su aprobación al comentario. Había que salir ya, terminar con tanto paseo, con tanta dilación. Sentía en su interior todos los nervios tensos, como si estuviesen anudados unos con otros, y un ingrato hormigueo le recorría el estómago. Era preciso atacar de una vez, terminar con la incertidumbre, afrontar cara a cara aquello, fuera lo que fuese, que aguardaba al otro lado de la loma. ¿A qué diablos esperaba Berret? Si seguían allí, sin duda el enemigo acabaría descubriéndolos, caería sobre ellos o se alejaría; quizá adoptase medidas defensivas que, por ignorancia, tal vez no había dispuesto aún. ¿A qué estaban esperando?
La sangre empezó a batir con fuerza en sus sienes, el corazón saltaba como si quisiera salírsele del pecho; Frederic estaba seguro de que los húsares próximos podían escuchar sus latidos. La llovizna seguía cayendo, empapándole hombros y muslos, y algunos regueros de agua le chorreaban ya sobre la nariz y la nuca. Por Dios. Por Dios. Se estaban empapando allí, quietos como estatuas, encima de los caballos, mientras al imbécil de Berret se le ocurría perder el tiempo en reconocimientos. ¿Acaso no estaba claro? Ellos estaban a un lado de la loma; el enemigo, al otro. Todo era muy sencillo, no hacía falta calentarse la cabeza. Bastaba con dar la orden de avance, remontar la ladera y descender la pendiente al galope, cayendo como diablos sobre aquella chusma de campesinos y desertores. ¿Es que no había nadie que le hiciera comprender eso al comandante?
La imagen de Claire Zimmerman volvió a pasar un instante frente a sus ojos, y la apartó irritado. Al diablo. Al diablo la señorita Zimmerman, al diablo Estrasburgo, al diablo todos. Al diablo Michel de Bourmont, que estaba allí como un pasmarote, mirando estúpidamente hacia la cima, calándose hasta los huesos, sin preguntar a gritos por qué infiernos no salían ya al galope. Al diablo Philippo, el fanfarrón, ahora callado como un muerto, mirando también en la misma dirección con la boca ridículamente entreabierta. ¿Es que se habían vuelto todos unos cobardes? Al otro lado había tres batallones de infantería enemiga; a este lado, dos escuadrones de húsares. Dos centenares de jinetes contra mil quinientos infantes. ¿Y qué? No iban a atacar a los tres batallones de golpe. Primero sería uno, luego los otros… Además, había dos escuadrones en reserva. Y el Octavo Ligero estaba también en algún lugar al otro lado, allí en donde sonaban las descargas, esperando que la caballería echase una mano… ¿Por qué maldita razón no cargaban de una vez?
Cuando vio a Berret y Dombrowsky volverse hacia ellos, a Blondois agitar el estandarte, al trompeta mayor llevarse a los labios la corneta, y escuchó brotar del cobre la metálica llamada de guerra, el corazón de Frederic se detuvo unos instantes y después se precipitó en alocada carrera. Su «¡Viva el Emperador!» se fundió con el de doscientas gargantas que aullaron enardecidas mientras los dos escuadrones empezaban a remontar la loma. Desenvainó el sable y lo apoyó sobre la clavícula derecha, irguió la frente y espoleó a Noirot hacia aquel lugar en el que no tendría otros amigos que Dios, su sable y su caballo.