Un jinete solitario apareció cabalgando por el este y remontó la pendiente del cerro en que estaba instalada la plana mayor del Regimiento. Desde la orilla del riachuelo, Frederic vio recortarse la silueta de hombre y caballo, siguiéndola con la vista hasta que llegó a la cima.
—Ése es un batidor del coronel Letac —aventuró Philippo, que se había incorporado para ver mejor—. Apuesto a que dentro de poco estamos a caballo.
—Ya iba siendo hora —murmuró Frederic, con un brillo de esperanza en los ojos.
—Lo digo yo —sentenció Philippo mientras volvía a tumbarse silbando entre dientes Me gusta la cebolla frita con aceite, un aire de cierta opereta de moda que había sido adoptado por las bandas de música militar.
De Bourmont, que tenía los brazos cruzados a modo de almohada tras la nuca y ni siquiera había abierto los ojos, hizo una mueca de fastidio.
—Por la sangre de Cristo, Philippo, no me importune con tonadas de vodevil. Su historia de la cebolla es de pésimo gusto, y además suena horrible.
El aludido miró a su compañero, visiblemente vejado.
—Perdone, mi querido amigo, pero esa melodía que parece detestar tanto es una de las más alegres que interpretan nuestras bandas de música. Y además ayuda a desfilar maravillosamente.
De Bourmont parecía albergar serias reservas al respecto.
—Es chabacana —alegó con desdén—. Se ve que los quinientos músicos formados por David Buhl en la escuela de Versalles aprendieron a tocar la trompeta, pero no a escoger la música con espíritu selectivo. Me gusta la cebolla frita… ¡Bah! Sencillamente ridículo.
—Pues a mí me agrada —protestó Philippo—. ¿Acaso prefiere usted los viejos aires realistas?
—Tenían cierto encanto —respondió De Bourmont con frialdad, abriendo los ojos y mirando directamente a los de Philippo, que tras unos tensos instantes optó por desviar la mirada. Frederic resolvió intervenir.
—Yo prefiero los viejos aires republicanos —aventuró.
—Yo también —dijo De Bourmont—. Al menos no nacieron entre decorados y candilejas, ni fueron canturreados por tonadilleras pintarrajeadas y actores bufos.
—Pues al Emperador no le gustan las melodías republicanas —insistió Philippo—. Dice que están demasiado manchadas de sangre francesa, y prefiere que sus soldados marchen al son de música alegre como ésta. Precisamente ésa que tanto le desagrada a usted, Bourmont, es una de sus favoritas.
—Lo sé. Pero que Napoleón sea un rayo de la guerra no significa que su genio se extienda al campo de la música. Es evidente que por ese lado presenta ciertas lagunas.
Philippo se retorció el bigote, airado.
—Oiga, Bourmont. A veces me revienta, ¿sabe?
—Puede pedirme satisfacción cuando guste —respondió De Bourmont con absoluta calma—. Estoy a su disposición.
—¡Cazzo di Dio!
Frederic creyó llegado el momento de mediar otra vez.
—Bueno, ya está bien —terció, conciliador—. Podemos reservarnos para los españoles.
Philippo abrió la boca para añadir algo, rojo de cólera, pero sorprendió un guiño furtivo que De Bourmont le hizo a Frederic. Entonces se echó a reír, desvanecida al instante su ira.
—Por la sporca Madonna, Bourmont, que un día tendré que liarme con usted a sablazos. Disfruta sacándome de mis casillas, querido.
—¿A sablazos? ¿Usted y cuántos más?
—¡Cazzo di Dio!
—Bueno, ya está bien —intervino otra vez Frederic—. ¿Queda coñac?
De Bourmont alargó su petaca y los tres húsares bebieron en silencio. El teniente Gerard y el subteniente Laffont se acercaban al grupo.
—¿Han visto al batidor? —preguntó Laffont, un bordelés pelirrojo y desgarbado, pero excelente jinete y muy diestro con el sable.
—Sí —asintió Frederic—. Creo que vamos a movernos.
—Parece que el combate principal se va desplazando hacia el centro de nuestra línea —comentó Gerard, un veterano de largas trenzas y piernas arqueadas—. Al menos, el bronce hace bastante ruido por allí.
Intercambiaron conjeturas durante un rato. Al cabo, todos llegaron a la conclusión de que ninguno de ellos tenía la menor idea de lo que estaba pasando. A su alrededor, esparcidos por la ribera del riachuelo, los húsares conversaban en grupos o permanecían silenciosos junto a los caballos, con la mirada perdida en los cerros. El sol no lograba desgarrar del todo el manto de nubes y el cielo se cerraba otra vez, llenando de sombras amenazadoras el horizonte.
El capitán Dombrowsky bajaba del cerro y parecía tener prisa. Los oficiales corrieron hacia sus monturas mientras un murmullo de expectación recorría el escuadrón. Frederic y De Bourmont recogieron a toda prisa los capotes del suelo y los ataron en las sillas. Para alcanzar su caballo, Philippo tuvo que mojarse las botas.
Dombrowsky ya estaba entre ellos y el trompeta tocaba a formar. Los húsares se alinearon llevando a los caballos de la brida. Frederic se caló el colbac y se mantuvo erguido, sujetando el sable envainado en la mano izquierda, diciéndose que aquella vez la cosa parecía ir en serio. De Bourmont le hizo una seña que expresaba satisfacción. También él opinaba lo mismo
Cuando llegó el toque de montar, los ciento ocho húsares del escuadrón lo hicieron como un solo hombre. Resultaba curioso comprobar cómo los miembros del Regimiento, tan fieles al indisciplinado estilo de la caballería ligera cuando se hallaban lejos de la acción, se tornaban minuciosos como un mecanismo ante la proximidad de ésta. Precisamente ese espíritu colectivo asumido frente al combate los convertía en una máquina de guerra poderosa, flexible y devastadora.
—¡A mí los oficiales! —gritó Dombrowsky. Los aludidos espolearon los caballos hasta llegar junto a él.
—El escuadrón se divide durante un rato —explicó el capitán, mirándolos con sus ojos de hielo—. La Primera Compañía escoltará a un batallón del Octavo Ligero hasta que éste tome posición para entrar en fuego frente a la aldea situada al otro lado de los cerros. La misión del Octavo es tomar la aldea y desalojar de ella al enemigo, pero eso no es de nuestra incumbencia. Apenas entre la infantería en posición, nosotros volveremos grupas y nos replegaremos hacia aquella cañada que ven ustedes allí, donde aguardará la Segunda Compañía, montada y lista para entrar en acción en cuanto se la requiera… Posiblemente veamos jinetes a nuestra izquierda, en la linde del bosque. No se preocupen de ellos, porque se trata del Cuarto Escuadrón de nuestro Regimiento, preparado allí para emprender la persecución del enemigo en cuanto éste desaloje la aldea… ¿Entendido? Pues en marcha. Columna por pelotones.
Frederic ocupó su puesto, esta vez exactamente en el centro de la formación compuesta por cuatro filas de doce hombres cada una. Arrancaron al paso y pronto estuvieron trotando por los olivares de color ceniza. El teniente Maugny, que también bajaba del cerro para hacerse cargo de la compañía que se dirigía a la cañada, se cruzó con ellos y saludó a Dombrowsky, que devolvió el gesto con una leve inclinación de cabeza. Salvaron sin dificultad un muro de piedra y remontaron una pequeña loma, distinguiendo a la derecha, en la cima del cerro principal, el águila del Regimiento que ondeaba entre un grupo de oficiales.
No se oían disparos al frente, y sólo el cañón y la fusilería sonaban lejanos, siempre a la derecha de la ruta que seguían. Frederic imaginó que por allí debía de estarse peleando duro, y experimentó cierta decepción al comprobar que ellos cabalgaban hacia el silencio, y ni siquiera para combatir. Tan sólo una rutinaria misión de escolta.
Por fin, dejando atrás las últimas lomas, los húsares tuvieron ante sus ojos el campo de batalla. Se extendía entre el bosque de la izquierda y unas montañas lejanas, formando un valle de cinco o seis leguas de anchura. Había dos o tres aldeas que parecían rodeadas por nubes bajas, como niebla. Era por allí donde retumbaba el cañón, y al cabo de un rato Frederic comprendió que lo que inicialmente tomó por nubes bajas no era otra cosa que la humareda del combate.
Algo más cerca, a cosa de una legua, las manchas azules de un par de regimientos franceses divididos en batallones permanecían inmóviles en línea, diseminadas por los campos. De vez en cuando brotaba de las filas la neblina oscura de las descargas de fusilería; quedaba suspendida en el aire y luego se deshacía lentamente en jirones que flotaban sobre el valle. Enfrente, punteadas por los breves fogonazos de la artillería, las descargas españolas hacían brotar humaredas idénticas que ocultaban el horizonte, fundiéndose con el manto plomizo de las nubes bajas. El cielo encapotado y el humo de la pólvora parecían aliarse para ocultar el sol.
Era cerca del mediodía cuando los húsares establecieron contacto con el Octavo Ligero. Los infantes, uniforme azul y correaje blanco cruzado sobre el pecho, levantaron los chacós en la punta de los mosquetones para vitorear a la caballería que iba a escoltarlos hacia el lugar del combate. A Frederic le llamó la atención la extrema juventud de los soldados, muy común en el ejército de España, rostros casi de niños enmarcados por los barboquejos de cobre. Llevaban las livianas mochilas a la espalda, las bayonetas en las fundas y tenían aspecto fatigado. Los dos batallones que integraban el Regimiento mantenían la formación de marcha, pero los soldados estaban a discreción, sentados en el suelo en su mayor parte. Sin duda se encontraban cansados por una marcha forzada que acababa de concluir, porque no tenían aspecto de haber entrado todavía en combate. Los oficiales permanecían de pie en el centro de cada batallón, con los cornetas y tambores. El jefe del Regimiento, un coronel, estaba a caballo junto a la bandera coronada por el águila.
Dombrowsky distribuyó la compañía por pelotones en los flancos del Octavo Ligero. Al de Frederic le fue asignado un puesto junto a la cabeza de la columna, ligeramente adelantado. Sonaron las cornetas y un par de tambores se pusieron a dar redobles. Los hombres se levantaron del suelo y echaron a andar.
Frederic mantuvo a Noirot al paso, con las riendas sueltas. Llevaba las manos apoyadas en el pomo de la silla y vigilaba con atenta mirada el camino a seguir. De vez en cuando volvía el rostro para observar a los cazadores, que caminaban a su lado arrastrando los pies sobre la tierra húmeda y tropezando con las piedras y los arbustos. También ellos lo miraban a él, y en los ojos de los jóvenes infantes se transparentaba una abierta envidia, a veces un nada disimulado rencor. Frederic intentó ponerse en el lugar de aquellos soldados que recorrían Europa a pie, con barro hasta los tobillos o bajo el otras veces despiadado sol de España, infantería de suelas agujereadas y pantorrillas endurecidas por marchas agotadoras e interminables. Para ellos, el oficial de húsares, que no gastaba las botas y viajaba a lomos de un hermoso caballo, enfundado en elegante uniforme de un prestigioso regimiento, constituía sin duda un irritante contraste que los enfrentaba con mayor crudeza a su triste realidad de carne de cañón informe y anónima, siempre azuzada por las voces de los malhumorados sargentos, mal vestida y peor alimentada. Y ellos, los de a pie, los del Octavo Ligero, tenían que enfrentarse al trabajo duro, para que después, hecha la tarea principal, los relucientes húsares de a caballo diesen un par de toques aquí y allá, persiguiendo al enemigo que otros habían puesto en fuga y quedándose con la mejor parcela de gloria. El mundo estaba mal repartido, y en el ejército francés mucho más.
Éstas y otras reflexiones se hacía Frederic sobre los hombres a quienes escoltaba hacia lo que podía ser la muerte, la mutilación, posiblemente la victoria, aunque el joven subteniente imaginaba que la victoria debía de traerles sin cuidado a los mutilados y a los muertos. Al menos quedaba la gloria; pero desde la altura en que lo situaban su caballo, su uniforme y sus galones, Frederic estaba convencido de que el concepto que de la gloria podían tener esos soldados que marchaban a pie, mosquetón al hombro, difería considerablemente del suyo.
La gloria. La palabra volvía una y otra vez a su mente, casi afloraba a sus labios. Le gustaba el sonido de aquellas seis letras. Había algo épico, incluso trascendente en ellas.
Frederic sabía que el hombre, desde tiempo inmemorial, había luchado con sus semejantes por conceptos a menudo materialistas e inmediatos: comida, mujeres, odio, amor, riqueza, poder… Incluso simplemente porque se le ordenaba, y el miedo al castigo, hecho curioso, se sobreponía con notoria frecuencia al miedo a la muerte que podía aguardar agazapada en la guerra. Muchas veces se había preguntado por qué soldados de sentimientos groseros, poco confortados por motivaciones de índole espiritual, no desertaban en mayor cantidad, o se negaban a acudir al ser llamados a quintas. Para un campesino que no veía más allá de su pequeña tierra, su choza y la comida indispensable para mantener a su familia, acudir a tierras lejanas a defender intereses de monarcas no menos lejanos debía de constituir una empresa estéril, absurda, en la que nada había por ganar y mucho que perder, incluyendo el bien más preciado: la propia vida.
El caso de Frederic Glüntz, de Estrasburgo, era distinto. Cuando decidió hacerse militar, emprendió ese camino movido por un impulso elevado, generoso. En la carrera de las armas buscaba la cristalización de un anhelo superior, de un sentimiento que lo arrancaba de las comodidades de la vida burguesa y lo ponía en el camino de la heroicidad, de los sentimientos nobles, del sacrificio supremo. Había entrado en la milicia como quien entra en religión, abrazando su sable como quien abraza una cruz. Y si los sacerdotes o los pastores aspiraban a ganar el cielo, él aspiraba a ganar la gloria: la admiración de sus camaradas, el respeto de sus jefes, la propia estimación a través de experimentar ese bello y desinteresado sentimiento de vivir con la conciencia de que era dulce y hermoso pelear, sufrir y quizá morir por una idea. La Idea. Eso era precisamente lo que diferenciaba al hombre que se elevaba por encima de lo material, de todos aquellos otros, la mayoría, que vivían prisioneros de lo palpable y lo inmediato.
Deseó que sus padres y Claire Zimmerman pudieran verlo ahora, erguido sobre la silla de montar al frente de su pelotón, escoltando a hombres camino del combate en el que pronto participaría directamente. La larga vela de armas estaba muy próxima a concluir. Deseó que los seres queridos pudieran ser testigos de su valor sereno, de su forma de moverse a través del campo de batalla, del gesto impasible con que permanecía atento al camino, listo para actuar en caso de que apareciesen jinetes o infantes enemigos, velando por esos jóvenes reclutas confiados al cuidado de los hombres bajo su mando.
Partieron varios tiros de un bosquecillo de pinos próximo, y un húsar del pelotón soltó un quejido ronco, desplomándose de la silla. Frederic se sobresaltó y tiró bruscamente del freno a Noirot, que rebrincó y se levantó de manos, estando a punto de desarzonar al jinete. Aturdido, Frederic vio cómo las filas de cazadores que marchaban a su derecha se agitaban mientras todo el mundo se ponía a gritar a la vez.
—¡Guerrilleros! ¡Guerrilleros!
Sonaron más disparos, esta vez procedentes de la columna, y sólo entonces Frederic miró hacia el pinar, donde se deshacía la humareda gris de la descarga enemiga.
La mente se le había quedado en blanco. A su alrededor, los húsares del pelotón hacían caracolear a los caballos, a fin de ofrecer un blanco más difícil a los tiradores enemigos, y todos lo miraban como si estuviera en su mano solucionar la situación. Mientras intentaba averiguar qué era lo que se esperaba de él, se volvió desconcertado hacia Dombrowsky, que cabalgaba muy atrás, y vio cómo éste le hacía enérgicos gestos señalando el bosquecillo.
Luego era eso. La sangre le afluyó de golpe al rostro; la sintió batir con fuerza en las sienes. Dirigió a Noirot hacia el pinar, espoleándolo salvajemente sin detenerse a comprobar si los húsares de su pelotón lo seguían o no. Mientras acortaba velozmente la distancia que lo separaba de los árboles, se pasó las riendas a la mano izquierda y desenvainó el sable, agitándolo sobre su cabeza mientras lanzaba, con toda la fuerza de sus pulmones, un grito de pelea. Su cerebro era un velo rojo que ofuscaba cualquier pensamiento. Instintivamente encogió el cuerpo, inclinándose sobre el cuello del caballo como si esperase recibir de un momento a otro el impacto del plomo que lo derribaría a tierra con el pecho destrozado. Quizá fuera mejor así. En algún remoto rincón de su mente, donde todavía conservaba un ápice de conciencia, lo aguijoneaba la vergüenza de haberse dejado sorprender. Sintió una furia inmensa ante lo que consideraba una deshonra, y anheló con toda el alma encontrar en su camino un ser humano al que poder tajarle la cabeza hasta los dientes.
Ya casi estaba en los pinos, sólo a seis o siete varas de distancia. Noirot dio un salto para sortear un tronco caído, y las ramas de verdes agujas azotaron el rostro del jinete. Con el corazón batiéndole furiosamente en el pecho, casi ahogado por la cólera, distinguió unas sombras que corrían entre los árboles. Clavó otra vez las espuelas en los flancos de Noirot y se lanzó en su persecución, aullando de nuevo el grito de combate. Inmediatamente dio alcance a uno de los fugitivos; acertó a distinguir una casaca parda, un mosquetón entre las manos y un rostro aterrado que se volvió con los ojos cuajados de pavor para mirar de soslayo a la muerte que se precipitaba sobre él a lomos de un caballo espumeante, al extremo de un brazo alzado para golpear, en la hoja de un sable que ya descendía como un relámpago, en letal destello.
Frederic golpeó al paso, sin detenerse. Sintió que el sable encontraba en su camino algo duro y elástico a la vez, y el cuerpo del guerrillero chocó primero contra su pierna derecha y después contra la grupa del caballo. Vio a otro hombre correr algo más allá, entre los árboles. Mientras espoleaba a Noirot, el fugitivo se arrojó de cabeza por una pendiente, desapareciendo de su vista. Frederic sorteó como pudo las ramas que pasaban como exhalaciones junto a su cabeza y obligó al caballo a deslizarse cuesta abajo sobre los cuartos traseros, en pos del que huía. Al llegar abajo miró a su alrededor, sin ver a nadie.
Tiró de la brida mientras intentaba averiguar por dónde se había ido el guerrillero, y en ese momento un hombre salió de unos arbustos y le descerrajó un tiro de pistola casi a bocajarro. Frederic, que instintivamente había encabritado el caballo al ver apuntarle el arma, sintió pasar el disparo a sólo unas pulgadas de su cabeza mientras el humo de la pólvora lo envolvía por unos instantes. A ciegas, levantó el sable y echó a Noirot sobre el agresor, que retrocedió de un salto y se puso a correr. Aún no se había alejado cuatro varas cuando un húsar a caballo salió de entre los pinos, pasó junto al guerrillero y le cercenó la cabeza limpiamente, de un solo tajo. El cuerpo mutilado, arrojando sangre a borbotones, dio todavía un par de pasos antes de chocar contra el tronco de un árbol con las manos extendidas, como si intentara protegerse del golpe. Después, en una irreal escena que se fue tiñendo de rojo, Frederic vio cómo el cuerpo decapitado caía de espaldas sobre la tierra alfombrada de agujas de pino secas.
El húsar, un joven de trenzas negras y largo mostacho, limpiaba la hoja del sable en la grupa de su propio caballo. Frederic buscó con la mirada la cabeza del guerrillero, pero no la encontró. Había caído entre los arbustos.
Frederic se sentía exhausto, como si un escuadrón de coraceros le hubiera pasado galopando por encima. Los húsares se llamaban unos a otros entre los árboles, y se fueron congregando mientras comentaban animadamente los pormenores de la escaramuza. Cuatro enemigos habían sido alcanzados y muertos; con los húsares no cabía esperar cuartel, y mucho menos tratándose de guerrilleros. Los españoles lo sabían y ni siquiera habían intentado rendirse; fueron acuchillados huyendo o peleando. Uno de los franceses, el húsar de largas patillas que horas antes había acompañado a Frederic en el reconocimiento de la aldea, cabalgaba despacio entre dos compañeros que lo sostenían en la silla. Se agarraba a la crin del caballo, encogido de dolor, con el rostro crispado y mortalmente pálido. Había recibido un navajazo en el vientre.
Frederic todavía estaba aturdido al salir del pinar, y cuando uno de los húsares lo felicitó por el golpe con que alcanzó al primer español —«Un sablazo soberbio, mi subteniente… Lo partió usted por la mitad»—, miró al que le hablaba sin entender muy bien a qué diablos se refería. Sólo pensaba en qué decirle a Dombrowsky cuando éste, con sus ojos fríos como el hielo, le preguntase cómo se había dejado sorprender de forma tan estúpida, distrayéndose en su misión de velar por la seguridad de la columna. Que los atacantes hubieran sido perseguidos y muertos no borraba el hecho de que había tenido lugar una emboscada.
Después, cuando se reunieron con el resto de la columna y vio cómo los soldados de infantería lo rodeaban vitoreándolo, se dio cuenta de que todavía llevaba el sable desnudo en la mano y que éste, su bota derecha y la grupa de Noirot estaban manchadas con la sangre del guerrillero. Cabalgó hasta Dombrowsky para darle la novedad, y aquél, en lugar de reproches, le dirigió una fugaz sonrisa. Frederic se quedó atónito; Dombrowsky le había sonreído a él. Hasta ese momento no tomó conciencia de que había matado a su primer enemigo en el transcurso de su primer combate. Y entonces se ruborizó de orgullo.
No eran ni siquiera temibles, después de todo. Rosarios y escapularios, los mil y un santos que atiborraban las iglesias de aquel país, el ciego fanatismo y el odio a los herejes extranjeros, se deshacían en un charco de sangre bajo el golpe de un sable bien afilado. Los formidables guerrilleros, aquellos que habían destripado a Juniac, la causa de que en España ningún francés se atreviese a internarse solo por terreno desconocido, se tornaban de pronto en rápida visión de un rostro crispado por el pavor, una cabeza que saltaba del tronco, el sudor y el miedo, la respiración entrecortada en la última carrera que jamas lograría ganar terreno a la muerte que pisaba los talones.
¿Por qué se obstinaban en pelear? Era la de los españoles una lucha sin esperanza, absurda. Frederic no podía concebir que se hubiesen levantado en armas por defender a un príncipe del que no sabían nada, del que ignoraban hasta las facciones, cobarde sin valor ni voluntad, huésped forzoso del Emperador, que había llegado hasta la abyección de renunciar a sus derechos hereditarios, y cuyo servilismo ante el dueño de Europa lo hacía indigno de cualquier lealtad del que ya no era su pueblo. Porque en España había un rey francés, José, antes rey de Nápoles, un Bonaparte a quien el propio príncipe Fernando, desde su exilio de Valençay, había escrito una carta felicitándolo y poniéndose a sus pies bajo juramento. Todo el mundo estaba al corriente de aquello; hasta los propios españoles. Pero éstos se obstinaban en ignorarlo.
Frederic recordaba una conversación mantenida pocas semanas antes, a su paso por Aranjuez, cuando en su calidad de oficial que iba a incorporarse al Regimiento había recibido boleta de alojamiento para la residencia de un noble español, don Álvaro de Vigal. Pasó allí una tarde y una noche, junto al pobre Juniac, en la vieja casa solariega bordeada de eucaliptos cuyo jardín se abría sobre el Tajo. El señor De Vigal era un anciano de los que en España se había hecho usual denominar afrancesados, mal vistos por buena parte de sus compatriotas a causa de que expresaban en voz alta ideas liberales y no ocultaban su admiración por el proceso de renovación que las ideas de los intelectuales franceses había desatado en Europa. El viejo noble español, que en su juventud había conocido Francia a fondo, manteniendo contacto con algunos de los más destacados pensadores galos —mencionaba con orgullo la correspondencia que durante algún tiempo mantuvo con Diderot—, poseía una extraordinaria cultura, era conversador ameno e inteligente, y sus canas y ojos fatigados por una vida demasiado larga lo convertían en profundo conocedor de la condición humana. No había tenido hijos, era viudo, y sólo aspiraba a pasar sus últimos años en paz, entre el millar de volúmenes de su biblioteca y las fuentes de piedra que, bajo los eucaliptos, refrescaban su jardín, en cuyos cuidados colaboraba él mismo.
Don Álvaro de Vigal acogió a los dos jóvenes húsares con interés, sin duda porque la presencia de dos oficiales recién llegados de un país extranjero al que amaba venía a romper la monotonía de su soledad. La conversación transcurrió en francés, idioma que el viejo noble hablaba con bastante soltura. Cenaron a la luz de candelabros de plata y luego se dirigieron a un pequeño salón donde un decrépito criado, único sirviente de la casa, les sirvió coñac y cigarros.
Juniac, siempre melancólico —Frederic pensó después que quizá presintiese su próxima y trágica muerte—, permaneció casi en silencio durante la velada. El peso de la conversación recayó sobre Frederic y el español, especialmente sobre el último, que parecía experimentar un singular placer rememorando sus recuerdos. Conocía bien Estrasburgo, ciudad en la que casi medio siglo antes había pasado varias semanas, e intercambió con el joven alsaciano innumerables evocaciones comunes.
Siendo los invitados dos militares, y encontrándose en España, era inevitable que la conversación derivase hacia el tema de la guerra. Don Álvaro se interesó por las intenciones de Napoleón de dirigir personalmente la campaña, y expresó su admiración por el genio militar y político del Emperador. Aunque él mismo pertenecía a la antigua nobleza, no tuvo ningún empacho en admitir que las casas reales europeas, incluyendo la española, se hallaban en una decadencia tal que sólo la influencia de las nuevas ideas, de las que Francia era adalid, podía revitalizar el carcomido tronco de las naciones. Era lamentable, sin embargo, que Napoleón no hubiese comprendido todavía que a España no se la podía medir con el mismo patrón que al resto de los países europeos.
Fue en este punto donde Frederic interrumpió respetuosamente al anciano para manifestarle su disconformidad. Habló de la nueva Europa sin fronteras, de la expansión de una misma cultura tendente al progreso, de las ideas nuevas, del Hombre, al que había que devolver la dignidad. España era, añadió, un país prisionero de su propio pasado, encerrado en sí mismo, oscuro y supersticioso. Sólo las ideas nuevas, la incorporación a un sistema político moderno y europeo podía sacarlo de la cárcel en que lo habían sumido la Inquisición, los curas y los monarcas corruptos e incapaces.
Don Álvaro escuchó la larga y entusiasta exposición del joven Frederic con atención, el asomo de una sonrisa en los labios y un punto de sabia ironía en los ojos cansados. Cuando el húsar terminó su elocuente discurso —seguido por el poco locuaz Juniac con aprobadores movimientos de cabeza— y se echó hacia atrás en el sofá con las mejillas enrojecidas por el calor de sus argumentos, el anciano se inclinó hacia él y le palmeó afectuosamente la rodilla.
—Escuche, mi querido joven —dijo con suave entonación, fluyendo su excelente francés entre los escollos de algunas erres demasiado paladiales—. No pongo en duda que la única personalidad contemporánea históricamente vigorosa que puede cambiar Europa se llama Napoleón Bonaparte, aunque debo confesar que los últimos tiempos me han infundido ciertas reservas personales. Lo aplaudí de corazón cuando era cónsul, pero el armiño imperial con el que terminó por revestirse me causa cierto recelo… En fin, ésa no es la cuestión. Quiero referirme a su indudable genio político, que admiro, y es en ese terreno donde deploro la escasa habilidad con que hasta ahora se conducen los asuntos de España…
—¿Escasa habilidad?
—Déjeme continuar, joven impulsivo. He dicho escasa habilidad, sí, y la atribuyo a un desconocimiento, por otra parte comprensible, de la realidad de este país. España es una nación muy vieja, orgullosa y leal a sus mitos, estén justificados o no. Bonaparte está tan acostumbrado a ver arrodillarse a los pueblos, que no puede concebir, y ése es el error de apreciación, que al sur de los Pirineos hay una raza resuelta a no aceptar su voluntad. No porque las ideas que la mueven sean buenas o malas, cuidado, sino simplemente porque intenta aplicarlas sin contar para nada con la opinión de quienes están destinados a recibirlas…
»España no es un conjunto homogéneo, caballeros. Aquí hay, reunidos desde hace cuatro siglos, reinos que fueron independientes, que todavía conservan celosamente fueros y antiguos derechos, poblados por gentes a las que tanto la Historia como la tierra sobre la que viven desde hace innumerables generaciones han endurecido, formando un conjunto de gentes de rígida cerviz, belicosas y ásperas, a las que muchas centurias de guerras internas y ocho de lucha contra el islam hicieron como son. Gentes a las que, además, una religión dura e intransigente ha ido empapando, desde tiempos remotos, con un cerril fanatismo.
Se detuvo don Álvaro de Vigal en este punto, como si le faltase el aliento. Afloró a sus marchitos labios una sonrisa triste, mientras con un gesto de la mano surcada de venas azules, ademán en el que había más de pesimismo bondadoso que de reproche, señaló las paredes del salón, adornadas con objetos ligados a la historia de su familia.
—Todo está ahí —dijo en tono de resignada fatiga, como si se refiriese a algo contra lo que había tratado de luchar durante toda su vida, siendo derrotado una y otra vez—. Viejas armas cubiertas de óxido, rostros austeros cuyos poseedores son polvo desde hace siglos… ¿Ven esos retratos? No encontrarán en ellos mucho color; la pátina del tiempo no ha hecho sino oscurecer un poco más lo que en origen eran claroscuros… Sombras y pocas luces, quizá las imprescindibles para iluminar esas facciones duras y orgullosas, esos gestos altivos junto a los que, a veces, reluce débilmente un pomo de espada, el esbozo de color de una joya, de una cadena de oro, a menudo de una fina cruz, la mancha pálida de una gola… No hay sonrisas en esos rostros austeros, mis jóvenes amigos. Incluso sus ropas, negras como la oscuridad que las rodea, se funden con ésta porque son accesorias, no aportan nada específico al carácter de los hombres que posaron para que el pintor extrajera de la paleta, más que su aspecto exterior, el aspecto de sus almas. Todos ellos fueron grandes hombres; escrupulosos y católicos a menudo, disolutos en algunas ocasiones. Ellos, que no inclinaban la cabeza ni ante sus reyes, se humillaban sin embargo ante una hostia consagrada, ante la barba mal afeitada y las manos torpes de cualquier mísero cura de pueblo. Los hubo que murieron peleando por Dios y por sus monarcas en guerras europeas, en las Indias o en el norte de África, batiéndose contra protestantes, anglicanos, berberiscos… Fueron valientes soldados, dignos nobles y leales vasallos. Y todos, excepto los que murieron en lugares trágicos y lejanos, tuvieron a un sacerdote junto al lecho en el momento de entregar su espíritu. Como mi abuelo. Como mi padre… Por ironía del Destino, yo, último vástago de un tronco ya estéril, no tendré a mi lado más que a un viejo y fiel criado. Eso, si es que el buen Lucas no decide jugarme la mala pasada de morirse antes que yo.
El anciano hizo una nueva pausa, contemplando los retratos con melancolía. Después se volvió hacia los dos húsares y sonrió débilmente.
—Si algún día su Emperador me hiciera el honor de, como ustedes, alojarse en mi casa, tendría mucho gusto en mostrarle esta galería de mis antepasados. Quizá entonces comprendiera algunas cosas sobre esta tierra.
Juniac dejaba vagar la mirada por la habitación, con aire aburrido. Pero Frederic se inclinó hacia el viejo noble, interesado.
—Resulta extraño escuchar eso aquí —comentó sonriendo con cortesía—. Usted es español, don Álvaro, y sin embargo profesa la religión de las ideas, de la Cultura. Hace un rato ha tenido la amabilidad de mostrarnos su biblioteca… ¿Qué es lo que impide a hombres como usted ser guías del resto de sus compatriotas? Es un hecho histórico probado que las minorías cultas, la élite, gozan de la fuerza suficiente para arrastrar a pueblos enteros, para abrir las ventanas y hacer posible que la luz del sol, la luz de la Razón, aleje los fantasmas que cercan al ser humano, haciendo comprender a éste que no hay fronteras, que los hombres deben progresar de forma colectiva, solidaria.
El anciano aristócrata lo miró con tristeza.
—Escuche, mi querido joven. Una vez, cuando España era dueña del mundo, tuvo un emperador que albergaba el mismo sueño que Bonaparte: una Europa unida. Nacido en el extranjero, en Flandes, llegó a ser tan español que decidió pasar los últimos años de su vida, tras abdicar, en un monasterio de este país, un lugar llamado Yuste. Aquel hombre, quizá el más grande y poderoso de su tiempo, hubo de luchar tanto en el exterior contra la rivalidad de Francia y el germen independentista europeo que se apoyaba en el luteranismo, como contra los fueros y el orgullo nacionalista local de los propios españoles. Fracasó en el primero de los intentos y su hijo Felipe, el hombre enlutado, gris y fanático, echó los cerrojos a España, aislándola del sueño paterno. Curas e Inquisición, ya saben. Los Pirineos volvieron a ser obstáculo psicológico, además de geográfico.
»En los últimos tiempos, merced a la moderna expansión de las ideas progresistas, España estaba empezando a salir del negro pozo en el que anduvo sumida. Quienes defendemos la necesidad del progreso, vimos en la revolución que derribó a los Borbones en Francia una señal de que los tiempos, por fin, comenzaban a cambiar. El creciente peso político de Bonaparte en Europa y la influencia que gracias a ello logró alcanzar Francia en su entorno geográfico, constituían una esperanza… Sin embargo, y es aquí donde surge el problema, el desconocimiento de este país y la escasa habilidad con que sus procónsules han venido actuando, echaron por la borda lo que pudo ser un prometedor comienzo… Los españoles no son, no somos, gente que se deje salvar a la fuerza. Nos gusta salvarnos nosotros mismos, poco a poco, sin que ello signifique una renuncia a los viejos principios en los que, para bien o para mal, nos han hecho creer durante siglos. Si no ha de ser así, preferimos condenarnos para la eternidad. Jamás las bayonetas impondrán aquí una sola idea.
La alusión a las bayonetas sacó a Juniac de su ensimismamiento. Carraspeó antes de hablar, con el aire satisfecho de quien descubría, por fin, un aspecto de la conversación que le era familiar.
—Pero ahora hay un nuevo rey —dijo con absoluta convicción—. José Bonaparte ha sido reconocido por la corte de Madrid. Y si el ejército español prefiere ser desleal, aquí estamos nosotros para sostenerlo en el trono.
Don Álvaro miró a Juniac, observando detenidamente su limitada expresión de soldado. Después negó lentamente con la cabeza.
—No se engañe. Ha sido reconocido por algunos cortesanos sin escrúpulos y por otros ingenuos que todavía ven en la alianza con Francia el camino de la renovación nacional. Pero todas esas gentes están demasiado lejos del pueblo; son incapaces de ver lo que ocurre bajo sus narices. Echen un vistazo a su alrededor. Toda España es un brasero, y en cada ciudad las juntas claman por la rebelión. Ustedes los militares franceses han cerrado con su presencia el camino. No queda más que la guerra y, créanme, será una guerra terrible.
—Una guerra que ganaremos, señor —terció Juniac con cierto desdén que Frederic juzgó incorrecto—. No le quepa la menor duda.
Don Álvaro sonrió con dulzura.
—Creo que no. Creo que no la van a ganar, caballeros, y esto se lo dice a ustedes un anciano que admira a Francia, que ya no está en edad de sostener sus palabras en un campo de batalla y que, a pesar de ello, puesto ante la elección, desenfundaría su vieja y enmohecida espada para pelear junto a esos campesinos incultos y fanáticos; para pelear incluso contra las ideas que durante una larga vida he defendido con calor.
»¿Tan difícil es comprenderlo? Oh, sí, mucho me temo que sea difícil, y prueba de ello es que ni siquiera el propio Bonaparte, en su genialidad, ha sabido comprender. El dos de mayo, en Madrid, ustedes abrieron un foso entre ambos pueblos; un foso de sangre en el que se hundieron las esperanzas de muchas gentes como yo. Me han contado que, cuando Bonaparte recibió el informe de Murat sobre aquella horrible jornada, comentó: “Bah, ya se calmarán…”. Y ése es el error, mis jóvenes amigos. No, no se calmarán nunca. Ustedes, los franceses, han redactado para España una excelente Constitución, que hasta hace poco hubiera sido la materialización perfecta de antiguas aspiraciones de muchos como yo. Pero también han saqueado Córdoba, han violado mujeres españolas, han fusilado sacerdotes… Hieren, con sus actos y su presencia, justo en lo más vivo de este pueblo estúpido, testarudo y, a la par, entrañable. Ya sólo queda la guerra, y esa guerra se hace en nombre de un imbécil medio tarado que se llama Fernando, pero que, por una u otra razón, se ha convertido en un símbolo de resistencia. Es una tragedia.
—Pero usted es un hombre inteligente, don Álvaro —insistió Frederic—. Hay otros como usted en España; muchos. ¿Acaso es tan difícil hacer ver a sus compatriotas la realidad?
El señor De Vigal agitó la blanca cabeza.
—Para mi pueblo, la realidad es lo inmediato. La miseria, el hambre, las injusticias sociales, la religión, dejan poco lugar a las ideas. Y lo inmediato es que un ejército extranjero se pasea por la tierra donde están las iglesias, las tumbas de los antepasados y también las tumbas de miles de enemigos. Quien pretenda explicar a los españoles que hay algo más que eso, se convierte en un traidor.
—Pero usted, don Álvaro, es un patriota. Nadie puede negar eso.
El español miró fijamente a Frederic durante unos instantes, en silencio, y después torció la boca en un gesto de amargura.
—Pues lo niegan. Yo soy un afrancesado, ¿saben? Ése es el peor insulto que desde hace un tiempo se escucha por aquí. Y quizá un día vengan a mi casa, a sacarme a rastras como han hecho ya con algunos viejos y buenos amigos.
Frederic estaba sinceramente escandalizado.
—Nunca se atreverán —protestó.
—Craso error, amigo mío. El odio es un móvil poderoso, y en este país puede haber muchas cosas confusas, pero dos son diáfanas como la luz del día: los españoles sabemos morir y sabemos odiar como nadie. Tenga la seguridad de que, un día u otro, mis compatriotas vendrán a por mí. Lo curioso es que cuando analizo a fondo la cuestión, no soy capaz de culparlos por ello.
—Es terrible —comentó Frederic, indignado.
Don Álvaro lo miró con genuina sorpresa.
—¿Terrible? ¿Por qué ha de ser terrible? Usted se equivoca, joven. No, no, nada de eso. Simplemente es España. Para entenderlo, habría que nacer aquí.
El Octavo Ligero ya estaba a media legua de la aldea que constituía su objetivo. Frederic cabalgaba al paso, junto a la cabeza de la columna azul, atento al menor indicio de presencia enemiga. Su ánimo se había serenado tras la escaramuza del bosquecillo. De vez en cuando se miraba la bota derecha, manchada por la sangre seca del guerrillero al que había dado muerte. No había en aquella costra parda nada que pudiese relacionar con don Álvaro de Vigal; la sensación era más próxima a la que se debía de sentir al acuchillar a un animal.
Avanzaban a campo traviesa, sofocados los reclutas por la intensa marcha. La aldea, cada vez más cercana, era mezquina y gris, con algunas casas blancas. Varios disparos llegaron desde un roquedal próximo y pasaron zumbando bajo, casi al límite de su alcance, hundiéndose en la tierra húmeda. Michel de Bourmont adelantó a Frederic, galopando a la cabeza de su pelotón, para desplegarse en tiradores al frente de la columna. El joven vio alejarse a su amigo mientras la infantería apretaba el paso. Los oficiales del Octavo, sable en mano, azuzaban a sus hombres hasta conseguir que avanzaran a paso ligero, con el mosquetón en vilo y enrojecidos los rostros por el esfuerzo.
Un último rayo de sol brilló en el horizonte antes de desaparecer tras el cada vez más espeso manto de nubes. Nuevos disparos llegaron desde el roquedal y la aldea. A la izquierda, algo retrasados y en la linde del bosque, se distinguían algunos jinetes del Cuarto escuadrón, que tomaban posiciones para emprender la persecución cuando el enemigo fuese desalojado.
Uno de los dos batallones del Octavo se detuvo, descansando los hombres sobre las armas, mientras el otro proseguía su avance. El fuego de fusilería de los españoles se hizo más intenso y algunos infantes cayeron al suelo entre las filas. De Bourmont y sus húsares se replegaron sobre el flanco izquierdo mientras los tiradores a pie se desplegaban a su vez en vanguardia, continuando el fuego de hostigamiento contra las posiciones enemigas.
Frederic observaba maniobrar a las compañías del batallón sin perder de vista el roquedal y la aldea. Los reclutas ocupaban sus puestos a la carrera mientras los oficiales gritaban órdenes sin cesar, en constante ir y venir entre la formación. El enemigo estaba casi al alcance de la mano; los infantes se detuvieron, recortados contra el horizonte, de pie entre los campos que hacía meses nadie sembraba, con la culata del mosquetón apoyada en el suelo. Frederic tiró de las riendas de Noirot y volvió grupas, retrocediendo con su pelotón. Pasó a diez o doce varas de una compañía de cazadores cuyo capitán, que hurgaba en el suelo entre sus botas con la punta del sable, respondió distraídamente al saludo de buena suerte que le hacían los húsares. Los soldados miraban al frente con aire absorto y grave, las relucientes bayonetas les rozaban la visera del chacó. Sonó una corneta y el tambor se puso a redoblar. El oficial del sable pareció despertar de un sueño, se volvió hacia sus hombres y gritó una orden. Los soldados se pasaron la lengua por los labios, respiraron hondo, levantaron los mosquetones y se pusieron en marcha.
Frederic se detuvo un momento y, en pie sobre los estribos, echó un vistazo sobre la grupa. El batallón avanzaba imperturbable hacia la aldea, de la que brotó una descarga cerrada. Las filas azules se agitaron unos instantes, se estrecharon de nuevo y siguieron acortando la distancia al paso; después se detuvieron y dispararon a su vez. Una humareda de pólvora comenzó a formarse entre ellas y el objetivo. Cuando el tambor cambió el ritmo de su redoble y los infantes avanzaron de nuevo, el terreno a su espalda fue quedando sembrado de uniformes azules tendidos en tierra. Después, el humo ocultó la escena, el fragor de fusilería se extendió por todas partes, y de la neblina oscura llegó el griterío de los hombres que se lanzaban al asalto.