Todavía era de noche cuando se presentó Franchot, el ordenanza que ambos compartían. Se trataba de un húsar de corta estatura y mal encarado, trenzas grasientas y piernas arqueadas, cuya única virtud residía en una especial habilidad para conseguir, mediante oscuras maniobras, vituallas destinadas a mejorar la pitanza, siempre escasa en el ejército de España. Por lo demás resultaba un tipo escasamente recomendable.
—El comandante Berret ha convocado reunión de campaña para los señores oficiales —anunció en cuanto hubo considerado a los dos subtenientes razonablemente despiertos—. En su tienda, dentro de media hora.
Frederic se levantó del catre con desgana. Apenas había dormido, y justo en el momento en que irrumpió Franchot acababa de conciliar nuevamente el sueño. De Bourmont ya estaba en pie, los ojos enrojecidos, arreglándose el cabello entre bostezo y bostezo.
—Parece que llegó el gran momento —dijo, frunciendo el ceño al comprobar que el ordenanza se demoraba en cepillarle las botas—. ¿Qué hora es?
Frederic le echó un vistazo a la esfera de su reloj.
—Las tres y media de la madrugada. ¿Has dormido bien?
—Como un niño —respondió De Bourmont, lo cual no era rigurosamente exacto—. ¿Y tú?
—Como un niño —repuso Frederic, lo cual era menos exacto todavía. Las miradas de ambos se encontraron un instante, torciéndose las dos bocas amigas en una sonrisa cómplice
Franchot había preparado junto a la tienda un farol de petróleo, una jofaina con agua caliente y un cubo de agua fría. Se lavaron el rostro y después el ordenanza los afeitó cuidadosamente; primero a De Bourmont, por ser más antiguo en el Regimiento, encerándole después las guías del bigote. El aseo de Frederic ocupó menos tiempo; debido a su extrema juventud, su barba no era sino una rala pelusa en las mejillas. Mientras Franchot terminaba de deslizarle la navaja por el rostro, Frederic miró al cielo. Seguía cubierto de nubes; no se veían las estrellas.
El campamento despertaba ruidosamente. Los suboficiales emitían gritos que eran ásperas órdenes, y entre las tiendas había un constante ir y venir de soldados efectuando los preparativos de campaña a la luz de las fogatas. Una compañía de cazadores a pie que había acampado la tarde anterior en las proximidades del escuadrón estaba lista para la marcha; los hombres se alineaban acuciados por las voces de los sargentos. Otra compañía, en columna de a cuatro, se alejaba ya bajo los olivos cubiertos de sombras.
Franchot les ayudó a ponerse las botas. Frederic cerró los dieciocho botones a cada lado del estrecho pantalón de montar que las ceñía hasta los tobillos, y tras desechar el chaleco se puso el dormán sobre una camisa limpia, abrochando meticulosamente los también dieciocho botones de la pechera galoneada con vistosos alamares dorados. Descolgó el correaje del mástil de la tienda y se lo ajustó al hombro derecho y a la cintura, haciendo tintinear el extremo de la funda del sable contra sus espuelas. Se abotonó el cuello y los puños, frotó manos y cara con agua perfumada, se puso los guantes de cabritilla y colocó bajo su brazo derecho el impresionante colbac, chacó forrado de piel de oso, privilegio de los oficiales en las unidades de élite. De Bourmont, que había ejecutado exactamente los mismos movimientos en idéntico orden, esperaba sujetando con la mano, alzada, la lona de la tienda.
—Después de ti, Frederic —le dijo, y sus ojos lanzaron un destello de satisfacción por el aspecto de su camarada.
—Después de ti, Michel.
Hubo dos taconazos, dos sonrisas y un apretón de manos. Y ambos salieron al exterior, erguidos, pulcros y recién afeitados, haciendo sonar los sables contra las espuelas, sintiéndose jóvenes y hermosos en el bello uniforme, aspirando con deleite el aire fresco de la madrugada, dispuestos a afrontar a sablazos el reto que la Muerte les lanzaba desde el horizonte todavía sumido en tinieblas.
El comandante Berret estaba inclinado sobre una mesa cubierta de mapas, rodeado por los ocho oficiales del escuadrón. Con su único ojo —el izquierdo lo había perdido en Austerlitz y en su lugar llevaba un parche negro que le confería singular expresión de ferocidad— seguía atentamente los relieves del terreno marcados en los mapas. Ni él ni el capitán Dombrowsky habían dormido en toda la noche. Acababan de llegar de una reunión convocada tres horas antes por el coronel Letac, en la que se habían impartido instrucciones para la actuación del Regimiento durante la jornada que estaba a punto de iniciarse. Berret tenía prisa.
—Los españoles se han concentrado aquí y aquí —hablaba con su habitual tono seco y cortante, sin mirar a nadie, con el único ojo concentrado en los mapas como si en ellos figurase, en miniatura, el ejército enemigo—. Las unidades de exploración ya han establecido contacto, y presumiblemente el grueso de las operaciones se desarrollará en este valle, apoyándose nuestras líneas en los cerros que ahora les indico. El Regimiento operará en el flanco izquierdo de la División, realizando las habituales misiones de reconocimiento y protección. Llegado el caso, también de ataque. Al menos uno de los escuadrones permanecerá en reserva; pero ése, afortunadamente, no es nuestro caso. Cabe la posibilidad de que tengamos que emplearnos a fondo en primera línea.
Para el Primer Escuadrón del 4.° de Húsares, emplearse a fondo en primera línea incluía la posibilidad de una carga. A la luz del farol del petróleo colgado en el mástil de la tienda, Frederic pudo ver expresiones satisfechas en los rostros de sus camaradas. Sólo el capitán Dombrowsky, ligeramente inclinado sobre la mesa junto a Berret, mantenía su helada impasibilidad. El poblado mostacho de color pajizo y las trenzas prematuramente grises daban al segundo jefe del escuadrón el aspecto de un curtido veterano, cosa que en realidad era. Polaco de origen, se había batido bajo la bandera de Francia en los campos de batalla de toda Europa; quizá en ellos había adquirido aquel aire de desengañada frialdad que lo caracterizaba. Jamás nadie le había oído pronunciar una palabra más alta que la otra, ni siquiera al dar órdenes. Era un tipo silencioso, solitario y huraño, que rehuía la compañía de sus camaradas, tanto de los superiores como de sus iguales. Pero era valiente soldado, excelente jinete y experto oficial. Si bien no era amado, al menos todos lo respetaban por ello.
—¿Alguna pregunta? —quiso saber Berret, sin levantar su ojo ciclópeo del mapa, como absorto en la contemplación de algo sólo por él conocido. Philippo, un teniente de tez morena, risueño y fanfarrón, carraspeó antes de hablar.
—¿Se conoce el número de los efectivos enemigos?
Berret enarcó la ceja de su único ojo, como si le desagradara la pregunta. «¿Qué importa el número?», parecía preguntar.
—Se han evaluado de ocho a diez mil hombres concentrados entre Limas y Piedras Blancas —explicó con mal disimulado fastidio—: infantería, caballería, artillería y partidas de guerrilleros… Posiblemente el primer encuentro tenga lugar aquí —señaló un punto en el mapa— y después aquí —señaló otro punto y después dio un golpe sobre él con el canto de la mano, en forma de hacha—. El objetivo es cortarles el paso hacia la serranía, obligándoles a presentar batalla en el valle, terreno que, en principio, les resulta menos favorable.
»Ya saben casi tanto como yo. ¿Alguna pregunta más, caballeros?
No hubo más preguntas. Todos los presentes sabían, incluido el bisoño Frederic, que las breves explicaciones del jefe de escuadrón habían sido puro formulismo. En cierta forma, también aquella reunión lo era; las decisiones irían llegando desde arriba en el curso de la batalla, y sólo el coronel Letac sabía a ciencia cierta cuáles eran los planes del general Darnand. Respecto al escuadrón, lo que se esperaba de él era que pelease bien y que, llegado el caso, cargase al recibir la orden hasta deshacer las formaciones enemigas que le fueran asignadas.
Berret plegó los mapas, dando por terminada la reunión.
—Gracias, caballeros. Eso es todo. Salimos dentro de media hora con el resto del Regimiento; si no perdemos tiempo, el amanecer nos encontrará con buena parte del camino hecho.
—Formación de a cuatro para la marcha —dijo Dombrowsky, hablando por primera vez—. Y cuando llegue el momento, aparte de los guerrilleros, guárdense de los lanceros españoles. Son buenos jinetes.
—¿Tan buenos como nosotros? —preguntó el subteniente Gerard.
Dombrowsky los miró uno por uno con sus ojos grises, tan fríos como el agua helada de su Polonia natal.
—Tanto como nosotros, puedo asegurarlo —respondió con expresión inescrutable—. Yo estuve en Bailén.
Desde hacía varias semanas, Bailén era sinónimo de desastre. Allí habían capitulado tres divisiones imperiales frente a veintisiete mil españoles, teniendo dos mil seiscientos muertos, perdiendo diecinueve mil prisioneros, medio centenar de cañones, cuatro estandartes suizos y cuatro banderas francesas… Un silencio ominoso se adueñó de los presentes, e incluso el comandante Berret miró a Dombrowsky con aire de censura. Fue el ordenanza del comandante quien salvó la incómoda situación al retirar los mapas de la mesa y acercar una botella de coñac y varios vasos. Cuando todos estuvieron servidos, Berret levantó el suyo.
—Por el Emperador —brindó solemne.
—¡Por el Emperador! —repitieron todos, y los sables resonaron contra las espuelas cuando se irguieron, juntando los talones, antes de apurar los vasos de un solo trago.
Frederic sintió el fuerte aroma del coñac deslizándose por las entrañas en ayunas y apretó los dientes para que nadie percibiera un gesto de rechazo en sus facciones. El grupo se disolvió, y todos abandonaron la tienda. El campamento era ya un ajetreado ir y venir de sombras y reflejos, sonidos metálicos de las armas, relinchar de monturas, órdenes y carreras. El cielo seguía negro, sin el menor rastro de estrellas. Frederic sintió frío y por unos instantes pensó si no habría hecho mejor poniéndose el chaleco. Pero el recuerdo de la calurosa tierra en la que se encontraba alejó rápidamente la idea; en cuanto fuese de día, cualquier exceso de ropa se convertiría en un estorbo inútil.
De Bourmont caminaba a su lado, perdido en sus pensamientos. Frederic sintió una desagradable punzada en el estómago.
—El coñac de Berret me ha sentado como un pistoletazo.
—A mí también —respondió De Bourmont—. Espero que Franchot haya tenido tiempo de hacernos una taza de café.
Franchot no defraudó las esperanzas de los dos amigos. Cuando llegaron a su tienda, el ordenanza tenía preparado un humeante puchero y un par de bizcochos secos. Dieron cuenta de ello, revisaron el equipo por última vez y se encaminaron hacia las caballerizas.
El escuadrón formaba por divisiones, a la luz de antorchas clavadas en tierra. Los ciento ocho hombres revisaban sus monturas, ceñían las cinchas, comprobaban las carabinas antes de colocarlas en las fundas del arzón o colgárselas a la espalda. Frederic y el resto de los oficiales no disponían de esta arma de fuego; se daba por sentado que un oficial de húsares sabía apañárselas con un par de pistolas y un sable.
Franchot había ensillado a Noirot, lo que no impidió que Frederic tantease con sumo cuidado las correas que fijaban la silla de montar a la cabalgadura, hasta asegurarse personalmente de que todo estaba en perfecto orden. En combate, las dos pulgadas que separaban cada uno de los agujeros de las cinchas podían suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Las ajustó del modo que creyó satisfactorio y después se inclinó a revisar las herraduras del animal. Cuando estuvo tranquilo pasó el brazo sobre la piel de oso que guarnecía la silla, y con la mano izquierda acarició la crin de Noirot.
De Bourmont ejecutaba prácticamente los mismos movimientos, muy cerca de él. Su caballo era un soberbio tordo rodado y la silla estaba adornada con una lujosa piel de leopardo, que sin duda había costado una fortuna a su propietario. En buena parte, la consideración en que sus camaradas tenían a un húsar estaba en proporción directa con el dinero que éste invertía en la guarnición de su montura. Y De Bourmont, tanto por sangre como por carácter, era hombre que ni podía ni deseaba reparar en gastos.
Cuando vio que Frederic lo observaba, le sonrió. La luz de las antorchas hacía brillar los cordones dorados en la abigarrada pechera de su dormán.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo en orden —respondió Frederic, sintiendo palpitar contra su costado el cálido flanco de Noirot.
—Tengo la corazonada de que hoy va a ser un hermoso día.
Frederic levantó el rostro, señalando al cielo negro.
—¿Crees que las nubes dejarán que asome el sol de la victoria?
De Bourmont soltó una carcajada.
—Aunque amanezca nublado, aunque caigan lanzas de punta, será un hermoso día. Nuestro día, Frederic.
El comandante Berret pasó a caballo, seguido por el capitán Dombrowsky, el teniente Maugny y el corneta mayor. Los húsares permanecían pie a tierra entre sus cabalgaduras, charlando y bromeando entre sí, con la animación propia del momento. Las antorchas iluminaban con luces cambiantes trenzas y fieros mostachos, rostros curtidos de veteranos con cicatrices y expresiones absortas de los reclutas bisoños que, como Frederic, jamás habían entrado en combate. El joven los contempló a todos durante largo rato; aquello era la élite, la crema de la caballería ligera del ejército francés, jinetes consumados, profesionales de la guerra en su mayor parte, que habían tejido su propia leyenda cabalgando tras el águila imperial, barriendo con sus sables los más gloriosos campos de batalla de toda Europa. Y él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, a sus diecinueve años, era uno de ellos. El pensamiento le hizo estremecer de orgullo.
Las voces de unas cantineras que pasaban sobre un carro de la intendencia vitorearon al escuadrón desde las sombras, al otro lado del muro de piedra. Los húsares respondieron con un coro de risotadas y chanzas de todo género. Frederic aguzó la vista, pero sólo pudo percibir algunas formas confusas que se alejaban en la oscuridad, acompañadas por el rechinar de las ruedas y el sonido de los cascos del tiro de caballos.
Resultaba fuera de lugar, pensó, escuchar voces femeninas, aunque se tratase de cantineras, en aquellos solemnes momentos. El ritual del escuadrón preparándose para la marcha, rumbo a la batalla inminente, suponía una liturgia cerrada, un rito de clan exclusivamente masculino, del que debía quedar excluida cualquier presencia del sexo opuesto, ni siquiera en forma de voces quemadas por el aguardiente que pasaban de largo en la noche. Frunció los labios con desagrado, sin dejar de acariciar maquinalmente la crin de Noirot. Años atrás había leído un libro sobre la historia de los caballeros templarios, la orden de monjes soldados que peleaban en Palestina contra los sarracenos, guerreros rudos y orgullosos que se dejaron quemar en las hogueras de los reyes europeos que ansiaban apoderarse de sus riquezas, y que morían altivos, maldiciendo a sus verdugos. El mundo de los templarios era un mundo de hombres, del que las mujeres quedaban excluidas por definición. El honor, Dios y la pelea eran sus únicos acicates. Vivían y luchaban por parejas, compañeros fieles unidos frente a todo y a todos por sagrados e inviolables juramentos…
Frederic miró otra vez a De Bourmont, concentrado ahora en asegurar el capote, arrollado en la parte delantera de la silla. Se sentía unido a su amigo por algo más que los lazos de camaradería que podían establecerse entre dos jóvenes subtenientes de un mismo escuadrón. Ambos tenían en común un juramento nunca formulado, pero irrenunciable: la sed de gloria. A ella servían por Francia y por el Emperador, y en su nombre cabalgarían tras el águila hasta las mismas puertas del infierno. En ese hermoso camino se habían hecho hermanos y jamás, por muchos años que transcurriesen después, aunque la vida los separase llevándolos a lugares lejanos, olvidarían las horas, los días, las semanas o los meses que el Destino decidiera habrían de pasar juntos. Por la mente de Frederic desfilaron imágenes de épica belleza: De Bourmont, muerto su caballo, con la cabeza descubierta y en mitad de un campo de batalla, sonriendo a su amigo que descabalgaba para cederle su montura y afrontaba, sable en mano, la muerte que el Hado reservaba a su camarada. El propio Frederic caído en tierra, protegido por un De Bourmont que alejaba a mandobles a los enemigos que intentaban apresar al compañero herido… O ambos, cubiertos de lodo y sangre, defendiendo una de las viejas águilas, mirándose y sonriendo en muda despedida antes de arrojarse en brazos de la muerte que los acosaba en cerco fatal.
No. Para nada hacía falta allí una presencia femenina. Si acaso, unos hermosos ojos como lejanos testigos del drama heroico, velados por dulces lágrimas al ser su linda poseedora puesta al corriente de los acontecimientos, al conocer la muerte del húsar… Frederic, incluso, ya conocía esos ojos. Los había visto en Estrasburgo dos días antes de su partida, durante la recepción en casa de los señores Zimmerman. Un vestido azul, un perfecto óvalo de cara enmarcado por cabello rubio y suave como seda, unos ojos azules como el cielo de España, una piel blanca y tersa, de apenas dieciséis años. La hija de los señores Zimmerman, Claire, había sonreído graciosamente al guapo húsar en uniforme de gala que se inclinaba ante ella con gesto marcial, juntando los tacones de las lustradas botas, balanceando con donaire la pelliza escarlata colgada con estudiada desenvoltura del hombro izquierdo.
Fue una conversación breve y desusadamente tierna por ambas partes. Él, rogando a Dios para que ella atribuyese al calor aquel violento rubor que subía incontenible a sus mejillas. Ella, no menos ruborizada, saboreando el placer de atraer la atención de un oficial de caballería tan apuesto y elegante en el ceñido uniforme azul con pelliza roja, de quien sólo la decepcionaba el hecho de que fuese demasiado joven para lucir un bello mostacho que acentuase su viril aspecto. De todas formas, él partía para una guerra lejana, en un país meridional y caluroso, y eso era suficiente. Después, cuando Frederic tuvo que alejarse requerido por un anciano coronel amigo de la familia, Claire bajó los ojos, jugando con el abanico para disimular su azoramiento, adivinando fijas en ella las miradas de envidia que le lanzaban sus primas.
Eso fue todo. Diez minutos de conversación y un delicado recuerdo que un día, cuando él regresase —quizá con una cicatriz gloriosa que sustituyera al rubor en sus mejillas—, podría ser comienzo, ahora insospechado, de una hermosa historia de amor. Pero aquella noche, bajo un cielo español que no era azul como los ojos de Claire, sino amenazador y negro como la puerta del infierno, Estrasburgo y el salón de los señores Zimmerman se encontraban demasiado lejanos para Frederic Glüntz.
Un escuadrón de caballería, perteneciente sin duda al mismo Regimiento, pasaba ahora tras el muro, siguiendo el camino que serpenteaba entre los olivares envueltos en tinieblas. El sonido de los cascos de las cabalgaduras desfilaba como el rumor de un torrente. La voz del comandante Berret restalló dentro del círculo de luz de las antorchas.
—¡Escuadrón! ¡Mooon… ten!
El cornetín tradujo la orden con estridente sonido. Frederic se cubrió con el colbac de piel de oso, puso el pie en el estribo y se izó a lomos de Noirot. Acomodóse en la silla, dejando colgar sobre su muslo izquierdo el portapliegos de cuero rojo, adornado con el águila imperial y el número del Regimiento. Se ajustó los guantes de cabritilla, apoyó la mano izquierda sobre el pomo del sable y tomó las riendas con la derecha. Noirot piafó agitando la cabeza, listo para marchar a la menor insinuación de su jinete.
Berret pasó frente a ellos con las bridas flojas, seguido como una sombra fiel por el trompeta mayor. Frederic se volvió hacia De Bourmont, que hacía retroceder a su caballo con una suave presión de las riendas.
—Esto empieza, Michel.
De Bourmont asintió con la cabeza, pendiente de los movimientos del caballo. El impresionante colbac, bajo el que caían las trenzas y la coleta rubias, le daba un aspecto formidable.
—Empieza, y parece que empieza bien —dijo llegando hasta su altura y estrechándole la mano—. Aunque creo que todavía tendremos ocasión de charlar un rato. He oído decir a Dombrowsky que la acción no llegará para nosotros hasta entrada la mañana.
—Lo importante es que llegue.
—Así sea.
—Buena suerte, Michel.
—Buena suerte, hermano. Y recuerda que cabalgo detrás de ti; no te quitaré ojo en toda la jornada. Así podré después contar a las damas lo que hizo mi amigo Frederic Glüntz en el día de hoy. Pienso especialmente en unos ojos azules sobre los que un día tuviste la debilidad de contarme ciertos detalles…
El caballo de De Bourmont cabeceó, inquieto.
—Vaya, vaya —dijo el jinete—. ¡Tranquilo, Rostand, qué diablos…! ¿Te das cuenta, Frederic? Los caballos están casi tan impacientes como nosotros por entrar en combate. Hace una hora todos roncábamos, y de pronto cualquier ser viviente parece tener prisa. Esto es la guerra.
»Por cierto, si en algún momento te sientes solo, no tienes más que volverte y me verás… Bueno, eso será cuando se haga de día. Ahora ni el mismísimo Lucifer sería capaz de verse el rabo. Por la sangre de Cristo que no.
»Y cuídate, maldita sea. ¡Cuídate mucho!
Retrocediendo siempre sobre su grupa, con la destreza de un consumado jinete, De Bourmont se alejó hasta ocupar su puesto en la formación. Frederic contempló la larga fila de húsares inmóviles sobre las monturas, silenciosos e impresionantes en sus vistosos uniformes, a cuyos complicados adornos daba destellos de oro viejo la luz de las antorchas. El capitán Dombrowsky pasó a caballo con un trote corto, arriesgándose a romperse el alma en la semioscuridad. Un polaco frío y orgulloso, eso era el capitán. Frederic admiró una vez más su impasible porte, incluido el aire de «todo me importa un bledo» que era una de sus más destacadas actitudes.
El cornetín ordenó marcha al paso, en columna de a cuatro. Frederic dejó pasar ante él seis filas de cuatro hombres grupa con grupa, y tras aflojar ligeramente las riendas presionó las rodillas contra los flancos de Noirot, ocupando su puesto en la formación. El escuadrón maniobró en dirección al camino, abandonando el círculo de luz de las antorchas. Franqueado el muro de piedra, la columna se puso a serpentear por el camino, adentrándose en la oscuridad.
Algunos hombres canturreaban entre dientes, otros conversaban en voz queda. De vez en cuando una chanza recorría la fila. Pero la mayor parte de los húsares marchaban en silencio, rumiando sus propios pensamientos, recuerdos e inquietudes. Frederic pensó que no sabía nada de ellos. De los oficiales sí, naturalmente; pero ignoraba cuanto se refería a la tropa, incluso a los doce hombres que se encontraban directamente bajo su mando: el sargento Pinsard, los caporales Martin y Criton… Había un húsar que se llamaba Luciani, recordaba al tipo porque era corso, como el Emperador, y solía alardear de ello. Los otros eran desconocidos, soldados a los que podía identificar por el rostro, pero de quienes ignoraba los nombres y con los que apenas había cambiado algunas palabras. Sin saber muy bien por qué, lamentó de pronto no haberse preocupado en conocerlos mejor. Dentro de pocas horas iban a estar cabalgando juntos, hombro con hombro, hacia un peligro que los amenazaría a todos por igual. El desastre o la gloria, fuera lo que fuese aquello que aguardaba al final del camino lleno de tinieblas, se repartiría equitativamente, sin distinción de oficiales o subalternos. Esos doce soldados anónimos eran sus compañeros de batalla, de vida y quizá de muerte. Y se preguntó, descontento de sí mismo, por qué hasta aquella noche no se le había ocurrido pensar así en ellos.
En la distancia brilló un relámpago, y el trueno llegó a los pocos instantes. Los caballos se agitaron inquietos, e incluso Frederic tuvo que tirar de las riendas para mantener a Noirot en la formación. Un húsar blasfemó en voz alta.
—Hoy nos mojamos, compañeros. Os lo dice el viejo Jean-Paul.
«Al menos ya sé el nombre de otro», se dijo Frederic. Pero la voz pertenecía a un rostro oculto por la noche. Del modo de hablar se desprendía que era un veterano.
—Yo prefiero la lluvia al calor —respondió otra voz—. Me han contado que en Bailén…
—Vete con tu Bailén al diablo —respondió el tal Jean-Paul—. En cuanto amanezca vamos a hacer correr a esos andrajosos por toda Andalucía. ¿Es que no oísteis ayer al coronel?
—No tenemos tus orejas —dijo alguien—. Todos saben que son las más largas del Regimiento.
—¡Cuida las tuyas, voto a Dios! —respondió airada la voz del veterano—. ¡O te las cortaré yo en la primera ocasión!
—¿Tú, y cuántos más? —respondió el otro, fanfarrón.
—¿Eres Durand, verdad?
—Sí. Y he preguntado que tú y cuántos más me vais a cortar las orejas.
—Por el diablo, Durand, que en cuanto descabalguemos vamos a tener tú y yo bastante más que palabras…
Frederic creyó llegado el momento de intervenir.
—¡Silencio en las filas! —ordenó en tono enérgico.
La conversación cesó inmediatamente. Después se oyó murmurar en voz baja al llamado Jean-Paul:
—Es el subteniente. Muy gallito está, para no haber oído en su vida un cañonazo de verdad… ¡Ya veremos cómo te portas dentro de unas horas, querido!
Y de la oscuridad brotaron algunas risas quedas, ahogadas por el rumor de los cascos de los caballos.
La columna siguió avanzando al paso, muda serpiente de hombres y monturas que se deslizaba entre tinieblas. Los sables que pendían al costado izquierdo de los jinetes golpeaban contra estribos y espuelas con sonido metálico, como un sordo campanilleo que recorriese el escuadrón de punta a punta. Para no perder la ruta, cada fila de húsares se pegaba a las grupas de la que iba delante, hasta el punto de que a veces sonaba la maldición de un jinete cuyo caballo era literalmente empujado por el que venía detrás. La columna, compacta y soñolienta, marchaba hacia su destino como siniestro escuadrón formado por fantasmas negros de hombres y animales.
Frederic vio un resplandor rojizo al frente, como el de un incendio. Durante media legua mantuvo los ojos fijos en él, calculando la distancia, y decidió que se hallaba en la ruta que seguían. Al poco rato, ya con el resplandor muy próximo, comenzaron a perfilarse en la oscuridad algunas casas de formas confusas. Pasó frente a ellas, pensando que las paredes encaladas se asemejaban a sudarios inmóviles en la noche, y descubrió que la columna entraba en una población.
—Esto es Piedras Blancas —dijo un húsar, pero nadie confirmó sus palabras.
No había un alma en las calles desiertas, donde sólo se escuchaba el eco de los cascos de los caballos. Las casas estaban cerradas a cal y canto, como si sus moradores se hubieran marchado. También pudiera ser que permaneciesen despiertos y aterrados, sin atreverse a abrir una ventana, espiando por las rendijas el paso de aquella larga fila de diablos negros. A su pesar, Frederic se estremeció con la incómoda sensación de que aquel escenario, el pueblo silencioso y a oscuras, sin un mal farol que iluminase cualquier esquina, tenía algo de siniestro y horrible.
También aquello era la guerra, se dijo. Hombres y bestias que se movían en la noche, pueblos cuyo nombre no se llegaba a conocer jamás, y que sólo significaban etapas en el camino hacia alguna parte. Y sobre todo, aquella inmensa tiniebla que parecía cubrir la superficie de la tierra, hasta el punto de que resultaba difícil imaginar que, en otro lugar del planeta, el cielo era en ese mismo instante azul y brillaba el buen padre sol en lo alto.
El subteniente Frederic Glüntz, de Estrasburgo, a pesar de estar rodeado por muchas docenas de camaradas, miró a diestra y siniestra y tuvo miedo. Temió lo que la noche ocultaba a su alrededor, e instintivamente llevó la mano a la empuñadura del sable. Jamás en su vida había deseado tanto ver alzarse el sol en el horizonte.
El resplandor provenía de un incendio. En la plaza mayor del pueblo —ahora eran ya numerosos los húsares que aseguraban haber reconocido Piedras Blancas— ardía una casa, sin que nadie hiciera el menor esfuerzo por atajar el fuego. Un pelotón de fusileros de línea, descansando bajo los soportales de un edificio que parecía el Ayuntamiento, contemplaba plácidamente las llamas. El incendio iluminaba a los infantes envueltos en sus capotes, que observaron con poco interés el paso de los húsares. Algunos se apoyaban indolentes en sus mosquetones. El fuego próximo hacía bailar sombras en sus rostros, cuya extrema juventud sólo se veía desmentida, de vez en cuando, por el poblado mostacho de un veterano.
—¿Adónde lleva este camino? —les preguntó un húsar.
—No tenemos ni idea —respondió uno de los fusileros, que llevaba una frasca de vino entre las manos y el arma terciada a la espalda—. Pero no os quejéis —añadió con una mueca malévola—. Al menos, los señoritos de la caballería no vais andando, como nosotros.
Incendio, plaza y pueblo quedaron atrás. De nuevo entre los sombríos olivares, el escuadrón adelantó a varias formaciones de infantería, que se hicieron a un lado para dejar expedito el camino. Más adelante pasaron los húsares junto a unas piezas de artillería, cuyos sirvientes estaban tumbados en tierra junto a las cureñas, iluminados por el resplandor de una pequeña fogata. Los caballos de tiro, con los arneses puestos y listos para la marcha, piafaron al paso de la columna.
En el horizonte parecía querer imponerse una débil claridad. El aire frío de la madrugada hizo estremecerse una vez más a Frederic, que volvió a lamentar no haberse puesto el chaleco. Apretó con fuerza los dientes para evitar que castañeteasen, sonido que en aquellas circunstancias podía ser mal interpretado por los hombres que cabalgaban próximos. Desató el capote que llevaba arrollado en la parte delantera de la silla y se lo colocó sobre los hombros. Aunque un rato antes había dado una cabezada, estando a punto de caerse del caballo, ahora se sentía lúcido y despejado. Buscó en la bolsa de cuero que colgaba del pomo de la silla y extrajo una petaca de coñac, previsoramente dispuesta por Franchot, de la que bebió un corto sorbo. Esta vez, el licor le produjo un efecto tónico, y entornó los ojos con gratitud cuando sintió el tibio calorcillo extenderse por su entumecido cuerpo. Guardó la petaca y palmeó suavemente el cuello de Noirot. Amanecía.
Poco a poco, las sombras informes que cabalgaban ante él fueron adquiriendo contornos propios. Primero fue un chacó, luego siluetas de hombres y caballos. Después, mientras la claridad iba en aumento, nuevos detalles fueron completando la visión de los jinetes que seguían cabalgando al paso, en filas de a cuatro: perfiles nítidamente recortados sobre la primera luz del alba, espaldas cruzadas por cartucheras y correajes, pecheras abigarradas en los dormanes, rojos chacós oscilando al ritmo de las cabalgaduras, sillas húngaras de montar guarnecidas con pieles de animales o cuero repujado, cordones y bordados en oro, raquetas escarlata, pulidas empuñaduras de sables, ceñidos uniformes azul índigo… La informe serpiente negra se fue convirtiendo en escuadrón de caballería en cuya cabeza ondeaba el águila imperial.
También el paisaje se tornaba definido. Las tinieblas se alejaron reptando, desvaneciéndose bajo una tenue luz que daba un tono grisáceo a los árboles nudosos y retorcidos. Y entre los olivares, cubriendo hasta el horizonte los campos pardos y secos de Andalucía, Frederic vio batallones enteros que, arrastrando cañones y erizados de bayonetas, marchaban en la misma dirección, hacia la batalla.