Jason esperaba a solas en la cabaña uno.
Annabeth y Rachel tenían que llegar en cualquier momento para la reunión de líderes, y Jason necesitaba tiempo para pensar.
Los sueños de la noche anterior habían sido peores de lo que había querido compartir, incluso con Piper. Todavía tenía la memoria borrosa, pero estaba empezando a recordar fragmentos. La noche que Lupa lo había puesto a prueba en la Casa del Lobo para decidir si sería un cachorro o si le serviría de comida. Luego el largo viaje al sur, a… No se acordaba, pero recordaba instantes de su vida anterior. El día que le habían hecho el tatuaje. El día que lo habían levantado sobre un escudo y lo habían proclamado pretor. Las caras de sus amigos: Dakota, Gwendolyn, Hazel, Bobby. Y Reyna. Decididamente, había una chica llamada Reyna. No estaba seguro de lo que significaba para él, pero el recuerdo le había hecho dudar de lo que sentía por Piper, y se preguntaba si estaba haciendo algo mal. El problema era que Piper le gustaba mucho.
Jason llevó sus cosas al hueco del rincón en el que había dormido su hermana. Colocó de nuevo la fotografía de Talia en la pared para no sentirse solo. Se quedó mirando la estatua ceñuda de Zeus, imponente y orgulloso, pero la imagen ya no le daba miedo. Solo le hacía sentirse triste.
—Sé que puedes oírme —dijo a la estatua.
La estatua no dijo nada. Sus ojos pintados parecían mirarlo fijamente.
—Ojalá pudiera hablar contigo en persona —continuó Jason—, pero entiendo que no puedes hacerlo. A los dioses romanos no les gusta interactuar mucho con los mortales y… En fin, eres un rey. Tienes que dar ejemplo.
Más silencio. Jason había esperado algo: el estruendo de un trueno más fuerte de lo habitual, una luz brillante, una sonrisa. No, daba igual. Una sonrisa le habría dado escalofríos.
—Recuerdo algunas cosas —dijo. Cuanto más hablaba, menos cohibido se sentía—. Recuerdo que es difícil ser hijo de Júpiter. Todo el mundo siempre me está mirando para que me comporte como un líder, pero siempre me siento solo. Supongo que tú te sientes igual en el Olimpo. Los otros dioses cuestionan tus decisiones. A veces tienes que tomar decisiones difíciles, y los demás te critican. Y no puedes acudir en mi ayuda como sí que pueden hacer otros dioses. Tienes que mantenerme a distancia para que no parezca que tienes favoritismos. Supongo que solo quería decir…
Jason respiró hondo.
—Lo entiendo todo. No pasa nada. Voy a intentar hacerlo lo mejor posible. Intentaré hacerte sentir orgulloso. Pero no me vendría mal un poco de orientación, papá. Si hay algo que puedas hacer, ayúdame para que yo pueda ayudar a mis amigos. Me temo que los voy a llevar a la tumba. No sé cómo protegerlos.
Notó un cosquilleo en la nuca. Se dio cuenta de que había alguien detrás de él. Se volvió y encontró a una mujer con una túnica con capucha negra, con una capa de piel de cabra sobre los hombros y una espada romana envainada —un gladius— entre sus manos.
—Hera —dijo.
La mujer se quitó la capucha.
—Para ti, siempre he sido Juno. Y tu padre ya te ha orientado, Jason. Te mandó a Piper y a Leo. Ellos no solo son responsabilidad tuya. También son tus amigos. Escúchales y te irá bien.
—¿Os ha mandado Júpiter a decirme eso?
—Nadie me manda a ninguna parte, héroe —dijo ella—. No soy una mensajera.
—Pero vos me metisteis en esto. ¿Por qué me mandasteis a este campamento?
—Creía que ya lo sabías —dijo Juno—. Era necesario un cambio de líderes. Era la única forma de llenar el vacío.
—Yo no lo he aceptado en ningún momento.
—No, pero Zeus me ofreció tu vida, y te estoy ayudando a cumplir tu destino.
Jason trató de controlar la ira. Se miró la camiseta naranja del campamento y los tatuajes del brazo, y supo que ambas cosas no debían mezclarse. Se había convertido en una contradicción: una combinación tan peligrosa como cualquiera de las pócimas de Medea.
—No me habéis devuelto todos mis recuerdos —dijo—. Aunque lo prometisteis.
—La mayoría volverán a su debido tiempo —le informó Juno—. Pero tú deberás encontrar el camino de vuelta. Necesitas los próximos meses con tus amigos y tu nuevo hogar. Te estás ganando su confianza. Cuando zarpéis en vuestro barco, serás un líder en el campamento. Y estarás listo para hacer de concilidador entre dos grandes fuerzas.
—¿Y si no me estáis diciendo la verdad? —preguntó él—. ¿Y si estáis haciendo esto para provocar otra guerra civil?
La expresión de Juno era indescifrable: ¿diversión?, ¿desdén?, ¿afecto? Posiblemente, las tres cosas. Pese a que parecía humana, Jason sabía que no lo era. Todavía podía ver aquella luz cegadora: la auténtica forma de la diosa, que se le había quedado grabada en el cerebro. Era Juno y Hera. Existía en muchos lugares al mismo tiempo. Sus motivos para hacer algo nunca eran simples.
—Soy la diosa de la familia —dijo—. Mi familia lleva demasiado tiempo dividida.
—Nos dividieron para que no nos matáramos los unos a los otros —replicó Jason—. Me parece un motivo muy bueno.
—La profecía exige que cambiemos. Los gigantes se alzarán. Solo un dios colaborando con un semidiós puede matar a cada gigante. Esos semidioses deben ser los siete mejores de la época. Tal como están las cosas, se encuentran divididos entre dos lugares. Si permanecen divididos, no podremos ganar. Gaia cuenta con ello. Debéis uniros a los héroes del Olimpo y partir juntos al encuentro de los gigantes en los antiguos campos de batalla de Grecia. Solo entonces los dioses se convencerán y te acompañarán. Será la misión más peligrosa y el viaje más importante jamás emprendido por los hijos de los dioses.
Jason miró de nuevo la ceñuda estatua de su padre.
—No es justo —dijo—. Podría arruinarlo todo.
—Sí —respondió Juno—. Pero los dioses necesitan a los héroes. Siempre ha sido así.
—¿Incluso vos? Creía que odiabais a los héroes.
La diosa le dedicó una sonrisa insípida.
—Tengo esa fama. Pero si quieres saber la verdad, Jason, a menudo envidio a los demás dioses sus hijos mortales. Los semidioses podéis cruzar los dos mundos. Creo que eso ayuda a vuestros padres divinos (incluso a Júpiter, maldito sea) a entender el mundo de los mortales mejor que a mí.
Juno suspiró con tal tristeza que Jason casi se compadeció de ella.
—Soy la diosa del matrimonio —dijo—. Ser infiel no es propio de mí. Solo tengo dos hijos divinos, Ares y Hefesto, y los dos me han decepcionado. No tengo héroes mortales que cumplan mis órdenes, y por eso a menudo estoy resentida con los semidioses: Heracles, Eneas, todos ellos. Pero por eso también favorecí al primer Jasón, un mortal puro que no tenía ningún padre divino que lo guiara. Y por eso me alegro de que Zeus te entregara a mí. Serás mi campeón, Jason. Serás el más grande de los héroes y traerás la unidad a los semidioses y, de ese modo, al Olimpo.
Sus palabras descendieron sobre él, pesadas como sacos de arena. Hacía dos días le asustaba la idea de conducir a los semidioses a una Gran Profecía y de zarpar para luchar contra los gigantes y salvar al mundo.
Todavía estaba asustado, pero algo había cambiado. Ya no se sentía solo. Tenía amigos y un hogar por el que luchar. Incluso tenía una patrona divina que cuidaba de él, lo que tenía que servirle de algo, aunque no pareciera muy de fiar.
Jason tenía que mantenerse firme y aceptar su destino, como había hecho cuando se había enfrentado a Porfirio sin armas. Sí, parecía imposible. Podía morir. Pero sus amigos contaban con él.
—¿Y si fracaso? —preguntó.
—Una gran victoria exige un gran riesgo —reconoció ella—. Si fracasas, habrá una masacre como no se ha visto jamás. Los semidioses os destruiréis entre vosotros. Los gigantes invadirán el Olimpo. Gaia despertará, y la tierra sacudirá todo lo que hemos construido a lo largo de cinco milenios. Será el fin de todos nosotros.
—Genial. Simplemente genial.
Alguien llamó a la puerta de la cabaña.
Juno se volvió a cubrir la cara con la capucha. A continuación entregó a Jason el gladius enfundado.
—Acepta esto a cambio del arma que has perdido. Volveremos a hablar. Te guste o no, soy tu madrina, Jason, y tu vínculo con el Olimpo. Nos necesitamos mutuamente.
La diosa desapareció en el preciso instante en que las puertas se abrieron crujiendo y Piper entró.
—Annabeth y Rachel están aquí —dijo—. Quirón ha reunido al consejo.