L
Jason

Un lobo se abalanzó sobre Jason, que retrocedió y estampó su trozo de madera contra el hocico de la bestia con un crujido que lo llenó de satisfacción. Tal vez solo la plata pudiera matarlo, pero una buena tabla de toda la vida podía provocarle una jaqueca de campeonato.

Oyó ruido de cascos y al volverse en dirección al sonido vio que un espíritu de la tormenta con forma de caballo se echaba encima de él. Se concentró e invocó el viento. Justo antes de que el espíritu pudiera pisarle, se lanzó al aire, agarró el pescuezo del caballo de humo y se subió a su lomo haciendo una cabriola.

El espíritu de la tormenta retrocedió. Intentó sacudirse a Jason de encima y luego disolverse en la niebla para deshacerse de él, pero Jason permaneció montado. Ordenó al caballo que conservara su forma sólida, y el caballo pareció incapaz de negarse. Jason notaba cómo luchaba contra él. Percibía sus pensamientos furiosos: el caos absoluto esforzándose por liberarse. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para imponerle sus deseos y controlar al caballo. Pensó en Eolo, supervisando a miles y miles de espíritus de la tormenta como ese, algunos mucho peores. No le extrañaba que el señor de los vientos se hubiera vuelto un poco loco después de siglos sometido a esa presión. Pero Jason solo debía dominar a un espíritu, y tenía que vencer.

—Ya eres mío —dijo.

El caballo corcoveaba, pero Jason se agarró bien. Su crin temblaba mientras daba vueltas alrededor del estanque vacío, levantando con sus cascos tormentas en miniatura —tempestades— cada vez que entraban en contacto.

—¿Tempestad? —dijo Jason—. ¿Te llamas así?

El caballo sacudió su crin, alegrándose visiblemente de que lo hubiera reconocido.

—Bien —dijo Jason—. Ahora luchemos.

Se lanzó a la carga en la batalla, blandiendo su trozo de madera helado, apartando a golpes a los lobos y arrojándose directamente entre otros venti. Tempestad era un espíritu fuerte, y cada vez que se abría paso entre uno de sus hermanos, descargaba tanta elecricidad que el otro espíritu se evaporaba en una nube de niebla inofensiva.

En medio del caos, Jason entrevió a sus amigos. Piper estaba rodeada de terrígenos, pero parecía defenderse bien. Estaba tan imponente mientras luchaba, casi reluciente de belleza, que los terrígenos se la quedaban mirando con temor y se olvidaban de que tenían que matarla. Bajaban sus porras y observaban mudos de asombro cómo ella sonreía y cargaba contra ellos. Sonreían… hasta que ella los hacía pedazos con su daga y se derretían formando montones de barro.

Leo se había enfrentado a la mismísima Quíone. Aunque luchar contra una diosa debería haber sido un acto suicida, Leo era el hombre indicado para la labor. Ella no hacía más que lanzarle dagas de hielo, ráfagas de aire invernal y tornados de nieve, y Leo lo derretía todo. Su cuerpo entero desprendía lenguas rojas de llamas como si lo hubieran rociado con gasolina. Avanzaba hacia la diosa utilizando dos martillos de bola con la punta de plata para golpear a todos los monstruos que se interponían en su camino.

Jason se dio cuenta de que Leo era el único motivo por el que seguían con vida. Su aura de fuego estaba calentando todo el patio, haciendo frente a la magia invernal de Quíone. Sin él, ya se habrían helado hacía mucho, como les había pasado a las cazadoras. Allí donde Leo iba, el hielo se derretía de las piedras. Hasta Talia empezó a descongelarse un poco cuando Leo se acercó a ella.

Quíone retrocedía poco a poco. Su expresión pasó de la ira a la sorpresa y a un ligero pánico a medida que Leo se aproximaba.

Jason se estaba quedando sin enemigos. Los lobos se amontonaban aturdidos. Algunos se escabullían en las ruinas, gañendo por las heridas. Piper acuchilló al último terrígeno, que cayó al suelo formando un montón de fango. Jason cargó con Tempestad contra el último ventus y lo convirtió en vapor. A continuación, se dio la vuelta y vio que Leo se estaba acercando a la diosa de la nieve.

—Llegáis tarde —gruñó Quíone—. ¡Ya está despierto! Y no creáis que habéis ganado, semidioses. El plan de Hera nunca dará resultado. Antes de que podáis impedirlo, os estaréis atacando los unos a los otros.

Leo prendió fuego a los martillos y se los arrojó a la diosa, pero ella se convirtió en nieve: una imagen de sí misma hecha de polvo blanco. Los martillos se estrellaron contra la mujer de nieve y la transformaron en un montón humeante de una masa confusa.

Piper estaba jadeando, pero sonrió a Jason.

—Bonito caballo.

Tempestad se encabritó, mientras la electricidad le recorría las pezuñas. Todo un espectáculo de lucimiento.

Entonces Jason oyó un crujido detrás de él. El hielo derretido de la jaula de Hera cayó en una cortina de aguanieve, y la diosa gritó:

—¡No os preocupéis por mí! ¡Solo soy la reina de los cielos y me estoy muriendo aquí dentro!

Jason desmontó y le dijo a Tempestad que no se moviera. Los tres semidioses saltaron al estanque y corrieron hacia la espiral.

Leo frunció el entrecejo.

—Tía Callida, ¿estás encogiendo?

—¡No, imbécil! La tierra me reclama. ¡Deprisa!

A pesar de la antipatía que Jason le tenía a Hera, lo que vio dentro de la jaula lo alarmó. No solo la diosa se estaba hundiendo, sino que la tierra estaba subiendo a su alrededor como agua en un depósito. La roca líquida ya le cubría las pantorrillas.

—¡El gigante está despertando! —advirtió Hera—. ¡Solo tenéis unos segundos!

—Manos a la obra —dijo Leo—. Piper, necesito tu ayuda. Habla con la jaula.

—¿Qué? —respondió ella.

—Que hables con ella. Utiliza todo lo que se te ocurra. Convence a Gaia para que se duerma. Atóntala. Tú retrásala, intenta que los barrotes se aflojen mientras yo…

—¡De acuerdo! —Piper carraspeó y dijo—: Hola, Gaia. Bonita noche, ¿verdad? Vaya, qué cansada estoy. Y tú, ¿qué tal? ¿Lista para dormir?

Cuanto más hablaba, más segura parecía. Jason notó que le pesaban los ojos, y tuvo que obligarse a no concentrarse en sus palabras. La táctica parecía estar surtiendo efecto en la jaula. El barro subía más despacio. Los zarcillos parecieron ablandarse un poco y convertirse en algo más propio de un árbol que de una roca. Leo sacó una sierra circular del cinturón portaherramientas. Jason no tenía ni idea de cómo cabía allí. Acto seguido, Leo miró el cable y gruñó decepcionado.

—¡No tengo dónde enchufarlo!

Tempestad saltó al estanque y se puso a relinchar.

—¿De verdad? —preguntó Jason.

Tempestad agachó la cabeza y se acercó a Leo trotando. Leo parecía tener sus dudas, pero levantó el enchufe, y una brisa lo conectó al flanco del caballo. Se encendió un rayo que hizo contacto con las clavijas del enchufe, y la sierra circular se activó rechinando.

—¡Genial! —Leo sonrió—. ¡Tu caballo tiene tomas de electricidad incorporadas!

El buen humor no les duró mucho. Al otro lado del estanque, la espiral del gigante se desmoronó con un sonido parecido al de un árbol partiéndose por la mitad. La envoltura exterior de zarcillos estalló de arriba abajo, y cayó una lluvia de fragmentos de piedra y de madera mientras el gigante se liberaba sacudiéndose y salía de la tierra.

Jason creía que no podía haber nada más aterrador que Encélado.

Estaba equivocado.

Porfirio era aún más alto y aún más musculoso. No irradiaba calor, ni mostraba señales de escupir fuego, pero había en él algo más terrible: una fuerza, un magnetismo, como si el gigante fuera tan grande y denso que tuviera su propio campo gravitacional.

Al igual que Encélado, el rey de los gigantes era un humanoide de cintura para arriba, vestido con una armadura de bronce, mientras que de cintura para abajo tenía unas piernas de dragón escamosas y su piel era de color guisante. Su pelo era verde como las hojas en verano y lo llevaba trenzado en largos mechones y decorado con armas: dagas, hachas y espadas de tamaño normal, algunas dobladas y manchadas de sangre; tal vez trofeos arrebatados a semidioses mucho tiempo atrás. Cuando el gigante abrió los ojos, vieron que eran de un blanco vacío, como el mármol pulido. El monstruo respiró hondo.

—¡Vivo! —bramó—. ¡Alabada sea Gaia!

Jason emitió un pequeño gimoteo heroico que esperaba que sus amigos no oyeran. Estaba totalmente seguro de que ningún semidiós podía enfrentarse solo a aquel monstruo. Porfirio podía levantar montañas. Podía aplastar a Jason con un dedo.

—Leo —dijo Jason.

—¿Eh?

Leo tenía la boca muy abierta. Incluso Piper parecía aturdida.

—Seguid trabajando —ordenó Jason—. ¡Liberad a Hera!

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Piper—. No pensarás…

—¿Entretener a un gigante? —dijo Jason—. No hay alternativa.

—¡Excelente! —rugió el gigante cuando Jason se acercó—. ¡Un aperitivo! ¿Quién eres?, ¿Hermes? ¿Ares?

Jason se planteó seguir con esa idea, pero algo le decía que no le convenía.

—Soy Jason Grace —dijo—. Hijo de Júpiter.

Aquellos ojos blancos le perforaban. Detrás de él rechinaba la sierra circular de Leo, y Piper hablaba con la jaula en tono tranquilizador, procurando que su voz no reflejara miedo.

Porfirio echó atrás la cabeza y se rió.

—¡Extraordinario! —Alzó la vista al cielo nocturno cubierto de nubes—. ¿Así que vas a sacrificar a un hijo por mí, Zeus? Te agradezco el gesto, pero eso no te va a salvar.

El cielo ni siquiera retumbó. Ninguna ayuda de arriba. Jason estaba solo.

Bajó la porra improvisada. Tenía las manos llenas de astillas, pero eso entonces no importaba. Tenía que ganar tiempo para Leo y Piper, y no podía hacerlo sin un arma como es debido.

Era el momento de mostrarse mucho más seguro de como se sentía.

—Si supieras quién soy —gritó al gigante—, te preocuparías por mí, no por mi padre. Espero que hayas disfrutado de tus dos minutos y medio de renacimiento, gigante, porque te voy a mandar otra vez de cabeza al Tártaro.

Los ojos del gigante se entornaron. Plantó un pie fuera del estanque y se agachó para ver mejor a su rival.

—Así que… empezamos alardeando, ¿eh? ¡Como en los viejos tiempos! Muy bien, semidiós. Soy Porfirio, rey de los gigantes e hijo de Gaia. En la Antigüedad, salí del Tártaro, el abismo de mi padre, para desafiar a los dioses. Secuestré a la reina de Zeus para provocar la guerra —sonrió mirando a la jaula de la diosa—. Hola, Hera.

—¡Mi marido ya te destruyó una vez, monstruo! —dijo Hera—. ¡Y lo volverá a hacer!

—¡No me destruyó, querida! Zeus no era lo bastante poderoso para matarme. Tuvo que recurrir a un insignificante semidiós para que le ayudara, e incluso entonces estuvimos a punto de vencer. Esta vez terminaremos lo que empezamos. Gaia está despertando. Nos ha provisto de muchos criados buenos. Nuestros ejércitos sacudirán la tierra… y os destruiremos de raíz.

—No os atreveréis —dijo Hera, pero se estaba debilitando.

Jason lo notaba en su voz. Piper seguía susurrando a la jaula, y Leo no paraba de serrar, pero la tierra seguía subiendo dentro de la celda de Hera, cubriéndola hasta la cintura.

—Oh, sí —dijo el gigante—. Los titanes trataron de atacar vuestro nuevo hogar en Nueva York. Atrevido, pero infructuoso. Gaia es más sabia y más paciente. Y nosotros, sus hijos mayores, somos muchísimo más fuertes que Cronos. Nosotros sabemos cómo mataros a vosotros, los dioses del Olimpo, de una vez por todas. Hay que desenterraros del todo como árboles podridos y arrancar y quemar vuestras raíces.

El gigante miró a Piper y a Leo entornando los ojos, como si acabara de fijarse en que estaban trabajando en la jaula. Jason avanzó y gritó para captar de nuevo la atención de Porfirio.

—Has dicho que un semidiós os mató —gritó—. ¿Cómo es posible, si era tan insignificante?

—¡Ja! ¿Crees que te lo explicaría? Me crearon para sustituir a Zeus. Nací para destruir al señor del cielo. Me quedaré con su trono. Me quedaré con su esposa… y, si ella no me acepta, dejaré que la tierra consuma su fuerza vital. Lo que ves delante de ti, niño, solo es mi forma debilitada. Iré volviéndome más fuerte con cada hora que pase hasta que sea invencible. ¡Pero ya estoy en condiciones de machacarte!

Se irguió en toda su estatura y alargó la mano. Una lanza de unos seis metros salió de la tierra. La agarró y después pisó el suelo con sus pies de dragón. Las ruinas se sacudieron. Los monstruos empezaron a reunirse por todo el patio: espíritus de la tormenta, lobos y terrígenos, todos juntos respondiendo a la llamada del rey de los gigantes.

—Estupendo —murmuró Leo—. Necesitábamos más enemigos.

—Deprisa —dijo Hera.

—¡Ya lo sé! —le espetó Leo.

—Duérmete, jaula —dijo Piper—. Tienes sueño, jaula bonita. Sí, estoy hablando con un montón de raíces. No es tan raro.

Porfirio barrió la parte superior de las ruinas con la lanza, y destruyó una chimenea y salpicó el patio de piedra y madera.

—Bueno, hijo de Zeus, se acabaron mis alardes. Te toca. ¿Qué decías de que ibas a destruirme?

Jason miró el corro de monstruos que esperaban impacientemente a que su amo les diera la orden de hacerlos pedazos. La sierra circular de Leo seguía rechinando, y Piper seguía hablando, pero parecía inútil. La jaula de Hera estaba prácticamente llena de tierra hasta arriba.

—¡Soy el hijo de Júpiter! —gritó, y, para impresionar, invocó a los vientos y se elevó unos centímetros del suelo—. Soy hijo de Roma, cónsul de los semidioses, pretor de la Primera Legión.

Jason no sabía exactamente lo que estaba diciendo, pero recitó de un tirón las palabras como si las hubiera dicho muchas veces. Alargó los brazos, mostrando el tatuaje del águila y las siglas SPQR, y, para su sorpresa, el gigante pareció reconocerlo.

Por un instante, Porfirio incluso pareció inquieto.

—Yo maté al monstruo marino de Troya —continuó Jason—. Yo derribé el trono negro de Cronos y destruí al titán Críos con mis propias manos. Y ahora voy a destruirte a ti, Porfirio, y a darte de comer a los lobos.

—Jo, tío —murmuró Leo—. ¿Has estado comiendo carne roja?

Jason se abalanzó sobre el gigante, decidido a hacerlo trizas.

La idea de luchar contra un ser inmortal de doce metros de altura sin armas era tan absurda que incluso el gigante pareció sorprenderse. Medio volando, medio saltando, Jason cayó sobre la escamosa rodilla reptil del gigante y trepó por su brazo antes de que Porfirio se percatara siquiera de lo que había pasado.

—¿Cómo te atreves? —bramó el gigante.

Jason llegó hasta sus hombros y arrancó una espada de las trenzas llenas de armas del gigante.

—¡Por Roma! —gritó, y clavó la espada en el blanco que tenía más a mano: la enorme oreja del gigante.

Un relámpago atravesó el cielo, alcanzó la espada y lanzó despedido a Jason, que rodó al caer al suelo. Cuando alzó la vista, el gigante se estaba tambaleando. Tenía el pelo en llamas, y un lado de la cara se le había ennegrecido por obra del relámpago. La espada se había astillado en su oreja. Le corría icor dorado por la mandíbula. Las otras armas echaban chispas y ardían en medio de sus trenzas.

Porfirio estuvo a punto de caerse. El corro de monstruos dejó escapar un gruñido colectivo y avanzó: lobos y ogros con la mirada clavada en Jason.

—¡No! —chilló Porfirio. Recuperó el equilibrio y lanzó una mirada asesina al semidiós—. ¡Yo lo mataré!

El gigante levantó la lanza, y el arma empezó a brillar.

—¿Quieres jugar con rayos, muchacho? Pues olvídate. Soy el azote de Zeus. Me crearon para destruir a tu padre, lo que significa que sé exactamente lo que te matará.

Había algo en la voz de Porfirio que indicó a Jason que no estaba fanfarroneando.

Él y sus amigos no se podían quejar. Los tres habían hecho cosas increíbles. Sí, incluso cosas heroicas. Pero, cuando el gigante levantó la lanza, Jason supo que no había forma de que pudiera evitar aquel ataque.

Era el fin.

—¡Ya lo tengo! —gritó Leo.

—¡Duérmete! —dijo Piper, con tal energía que los lobos que tenía más cerca se cayeron al suelo y empezaron a roncar.

La jaula de piedra y madera se desmoronó. Leo había serrado la base del zarcillo más grueso y al parecer había cortado la conexión de la jaula con Gaia. Los zarcillos se convirtieron en polvo. El barro que rodeaba a Hera se desintegró. La diosa aumentó de tamaño, reluciente de poder.

—¡Sí! —dijo la diosa.

Se quitó la túnica negra y dejó a la vista un vestido blanco y unos brazos adornados con joyas doradas. Su rostro era terrible y hermoso al mismo tiempo, y una corona dorada brillaba en su largo cabello moreno.

—¡Ahora me vengaré!

El gigante Porfirio retrocedió. No dijo nada, pero lanzó a Jason una última mirada de odio. El mensaje era claro: «En otra ocasión». A continuación, golpeó la tierra con la lanza y desapareció en el suelo como si se hubiera caído por un tobogán.

En el patio, los monstruos empezaron a asustarse y a retirarse, pero no tenían escapatoria.

Hera brillaba con más intensidad.

—¡Tapaos los ojos, héroes míos! —gritó.

Pero Jason estaba demasiado conmocionado. Lo entendió demasiado tarde.

Observó como Hera se convertía en una supernova y explotaba en un anillo de fuerza que volatilizó a todos los monstruos al instante. Jason se cayó, con la luz grabada a fuego en su mente, y lo último que pensó fue que su cuerpo estaba ardiendo.