XLIV
Jason

El tiempo pareció avanzar más despacio, lo cual era muy frustrante, ya que Jason seguía sin poder moverse. Notaba que se iba hundiendo en la tierra como si el suelo fuera una cama de agua: algo cómodo que lo animaba a relajarse y a ceder. Se preguntaba si las historias del inframundo eran realmente ciertas. ¿Acabaría en los Campos de Castigo o en los Campos Elíseos? ¿Seguirían contando sus hazañas aunque no se acordara de ninguna? Se preguntaba si los jueces tendrían eso en cuenta o si su padre, Zeus, le escribiría una nota: «Por favor, perdonad la condenación eterna a Jason. Tiene amnesia».

No notaba los brazos. Vio como la punta de la lanza se acercaba a su pecho a cámara lenta. Sabía que debía moverse, pero parecía incapaz de ello. «Tiene gracia —pensó—. Tanto esfuerzo para seguir con vida y, de repente, zas. Te quedas tirado sin poder hacer nada mientras un gigante que escupe fuego te empala».

—¡Atención! —gritó la voz de Leo.

Una gran cuña de metal negra se estrelló contra Encélado con un sonoro ruido seco. El gigante perdió el equilibrio, se resbaló y cayó en el foso.

—¡Levanta, Jason! —gritó Piper.

Su voz le dio energía y lo sacó de su estupor. Se incorporó, aturdido, mientras Piper lo agarraba por debajo de los brazos y lo levantaba tirando de él.

—No te mueras encima de mí —le ordenó—. Ni se te ocurra morirte encima de mí.

—Sí, señora.

Se sentía mareado, pero ella le pareció lo más hermoso que había visto en su vida. Su pelo estaba quemado. Tenía la cara manchada de hollín. Se había hecho un corte en el brazo, tenía el vestido roto y le faltaba una bota. Preciosa.

A unos treinta metros detrás de ella, Leo se encontraba sobre una máquina de construcción: un largo cacharro parecido a un cañón con un solo pistón y el filo partido.

Entonces Jason miró dentro del cráter y vio adónde había ido a parar el otro extremo del hacha hidráulica. Encélado estaba haciendo esfuerzos por levantarse, con el filo de un hacha del tamaño de una lavadora clavado en su peto.

Sorprendentemente, el gigante consiguió extraer el filo del hacha. Gritó de dolor, y la montaña tembló. Tenía la parte delantera de la armadura empapada de icor dorado, pero se levantó.

Se inclinó con paso vacilante y recogió su lanza.

—Buen intento —el gigante hizo una mueca—. Pero soy invencible.

Mientras ellos miraban, la armadura del gigante se reparó sola y el icor dejó de brotar. Incluso los cortes de sus piernas escamosas, que tanto esfuerzo le había costado hacer a Jason, tan solo eran ya pálidas cicatrices.

Leo se acercó corriendo a ellos, vio al gigante y soltó un juramento.

—¿Qué le pasa a ese tío? ¡Muérete ya!

—Mi destino está predeterminado —dijo Encélado—. Los gigantes no podemos morir a manos de dioses ni de héroes.

—Solo de los dos juntos —dijo Jason. La sonrisa del gigante vaciló, y Jason vio en sus ojos algo similar al miedo—. Es cierto, ¿verdad? Los dioses y los semidioses deben colaborar para mataros.

—¡No viviréis lo suficiente para intentarlo!

El gigante empezó a subir dando traspiés por la pendiente del cráter, resbalando en los lados vítreos.

—¿Alguien tiene un dios a mano? —preguntó Leo.

A Jason le embargó el miedo. Miró al gigante, que luchaba por salir del foso, y supo lo que tenía que pasar.

—Leo —dijo—, si tienes una cuerda en ese cinturón, prepárala.

Y saltó sobre el gigante sin más armas que sus manos.

—¡Encélado! —gritó Piper—. ¡Detrás de ti!

Era una treta de lo más previsible, pero la voz que sonaba resultaba tan convincente que hasta Jason se lo creyó. El gigante dijo «¿Qué?» y entonces se volvió como si tuviera una serpiente enorme en la espalda.

Jason le placó las piernas en el momento idóneo. El gigante perdió el equilibrio. Encélado se estrelló contra el cráter y se deslizó hasta el fondo. Mientras intentaba levantarse, Jason le rodeó el cuello con los brazos. Cuando el gigante logró ponerse de pie, Jason estaba montado en sus hombros.

—¡Quita de encima! —gritó Encélado.

Intentó agarrar las piernas de Jason, pero este forcejeó, retorciéndose y trepando por el pelo del gigante.

«Padre —pensó Jason—, si alguna vez he hecho algo bueno, algo que te haya parecido bien, ayúdame ahora. Te ofrezco mi vida, pero salva a mis amigos».

De repente percibió el olor metálico de una tormenta. La oscuridad engulló el sol. El gigante también lo notó y se quedó paralizado.

—¡Tiraos al suelo! —gritó Jason a sus amigos.

Y todos los pelos de la cabeza se le pusieron de punta.

¡Crac!

Un rayo recorrió el cuerpo de Jason, atravesó directamente a Encélado y llegó hasta el suelo. La espalda del gigante se quedó tiesa, y Jason salió despedido. Cuando se recuperó, estaba deslizándose por un lado del cráter, y este se estaba abriendo. El rayo había partido la montaña. La tierra retumbó y se hizo pedazos, y las piernas de Encélado se deslizaron en el abismo. Arañó en vano los lados herbosos del foso, y por un instante consiguió agarrarse al borde, con las manos temblorosas.

Clavó a Jason una mirada de odio.

—No has ganado nada, muchacho. Mis hermanos se están alzando y son diez veces más fuertes que yo. ¡Destruiremos a los dioses y sus raíces! Morirás, y el Olimpo morirá con…

Al gigante se le escapó de las manos el borde del foso y cayó en la grieta.

La tierra se sacudió. Jason cayó en dirección a la fisura.

—¡Agárrate! —gritó Leo.

Jason tenía los pies en el borde del abismo cuando agarró la cuerda, y Leo y Piper lo subieron.

Permanecieron juntos, exhaustos y aterrados, mientras el abismo se cerraba como una boca furiosa. La tierra dejó de tirar de sus pies.

Por el momento, Gaia se había marchado.

La ladera de la montaña estaba en llamas. El humo se elevaba en el aire en forma de nubes a decenas de metros de altura. Jason vio un helicóptero —tal vez los bomberos o reporteros— que venía en dirección a ellos.

A su alrededor estaban los restos de la masacre. Los terrígenos se habían derretido formando montones y dejando únicamente sus proyectiles de roca y unos desagradables trozos de taparrabos, pero Jason se imaginó que no tardarían en regenerarse. Las máquinas de construcción habían quedado en estado ruinoso. El suelo estaba lleno de marcas y ennegrecido.

El entrenador Hedge empezó a moverse. Se incorporó gimiendo y se frotó la cabeza. Sus pantalones amarillo canario eran ahora de color mostaza mezclados con el barro.

Parpadeó y contempló la escena de la batalla.

—¿He sido yo?

Antes de que Jason pudiera contestar, Hedge cogió su porra y se levantó con paso tembloroso.

—Sí, ¿no queríais pezuña? ¡Pues tomad pezuña, yogurines! Quién es aquí la cabra, ¿eh?

Hizo un pequeño baile, y Jason no pudo evitarlo: se echó a reír. Probablemente su risa sonó un poco histérica, pero estar vivo era un alivio tan grande que le daba igual.

Entonces un hombre apareció en el claro. Tristan McLean avanzó tambaleándose. Tenía una mirada vacía, devastada, como la de alguien que acaba de atravesar un yermo nuclear.

—¿Piper? —dijo. Su voz se quebró—. Pipes, ¿qué… qué es…?

No pudo acabar la frase. Piper se acercó a él corriendo y lo abrazó fuerte, pero parecía como si él no la conociera.

Jason se había sentido de forma parecida aquella mañana en el Gran Cañón, cuando se había despertado sin memoria. Pero el señor McLean tenía el problema contrario. Él tenía tantos recuerdos y tantos traumas que su mente no podía lidiar con ellos. Se estaba desmoronando.

—Tenemos que sacarlo de aquí —dijo Jason.

—Sí, pero ¿cómo? —dijo Leo—. No está en condiciones de andar.

Jason alzó la vista al helicóptero, que ahora estaba dando vueltas justo encima de ellos.

—¿Puedes construirnos un megáfono o algo parecido? —preguntó a Leo—. Piper tiene que hablar.