XLI
Leo

Leo esperaba que el taxi pudiera llevarlos a la cima.

No tuvo esa suerte. El taxi chirriaba y hacía ruido al subir dando bandazos por el camino de la montaña, pero a media cuesta se encontraron con la oficina del guardabosques cerrada y una cadena que les bloqueaba el paso.

—No puedo llegar más lejos —dijo el taxista—. ¿Están seguros? El camino de vuelta es largo, y mi coche hace cosas raras. No puedo esperarles.

—Estamos seguros.

Leo fue el primero en salir. Tenía un mal presentimiento respecto al problema del taxi, y cuando echó un vistazo comprobó que tenía razón. Las ruedas estaban hundiéndose en el camino como si este estuviera hecho de arenas movedizas. No muy deprisa —lo justo para que el taxista creyera que tenía un problema con la transmisión o el eje estropeado—, pero Leo sabía que no era así.

El camino estaba hecho de tierra compacta. No había ningún motivo por el que tuviera que ser blanda, pero a Leo se le estaban empezando a hundir los zapatos. Gaia estaba jugando con ellos.

Mientras sus amigos salían del vehículo, Leo pagó al taxista. Fue generoso. Qué demonios, era el dinero de Afrodita. Además, tenía la sensación de que tal vez no saliera de aquella montaña.

—Quédese con el cambio —dijo—. Y lárguese. Deprisa.

El taxista no le discutió. Al poco rato, lo único que se veía era su estela de polvo.

La vista de la montaña era impresionante. El valle interior que rodeaba el Monte del Diablo era un mosaico de pueblos: cuadrículas de calles bordeadas de árboles y bonitas zonas residenciales de clase media, tiendas y escuelas. Todas aquellas personas llevaban vidas normales: la clase de vida que Leo no había conocido nunca.

—Eso es Concord —dijo Jason, señalando al norte—. Debajo de nosotros está Walnut Creek. Hacia el sur, Danville, detrás de esas colinas. Y en esa dirección…

Señaló al oeste, donde una cadena de colinas doradas mantenía una capa de niebla, como el borde de un cuenco.

—Son las colinas de Berkeley. El Este de la Bahía. Y detrás, San Francisco.

—¿Jason? —Piper le tocó el brazo—. ¿Te acuerdas de algo? ¿Has estado aquí?

—Sí… No —tenía cara de angustia—. Parece importante.

—Esa es la tierra de los titanes —el entrenador Hedge señaló con la cabeza al oeste—. Un mal sitio, Jason. Créeme, no nos interesa acercarnos más a San Francisco.

Pero Jason apartó la vista hacia la cuenca brumosa con tal anhelo que Leo se sintió incómodo. ¿Por qué parecía Jason tan unido a aquel sitio: un sitio que según Hedge era peligroso y estaba lleno de magia perversa y de viejos enemigos? ¿Y si Jason venía de allí? Todo el mundo no hacía más que insinuar que Jason era un enemigo, que su llegada al Campamento Mestizo era un terrible error.

«No —pensó Leo—. Es absurdo». Jason era su amigo.

Intentó mover el pie, pero tenía los talones totalmente hundidos en la tierra.

—Eh, chicos —dijo—. No nos paremos.

Los otros repararon en el problema.

—Gaia es más fuerte aquí —masculló Hedge. Sacó las pezuñas de los zapatos y se los dio a Leo—. Guárdamelos, Valdez. Son muy bonitos.

Leo resopló.

—Sí, señor. ¿Quiere que se los limpie?

—Buena idea, Valdez —Hedge hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Pero antes subamos la montaña mientras podamos.

—¿Cómo sabremos dónde está el gigante? —preguntó Piper.

Jason señaló el pico. Flotando sobre la cima había una columna de humo. Al verla de lejos, Leo había pensado que era una nube, pero no era así. Había algo ardiendo.

—Si hay humo es que hay fuego —dijo Jason—. Será mejor que nos demos prisa.

Cuando estaba en la Escuela del Monte, Leo había participado en varias marchas forzadas. Creía que estaba en buena forma. Pero escalar una montaña cuando la tierra intenta engullirte los pies era como correr sobre una cinta andadora de papel matamoscas.

Al poco tiempo, Leo se había remangado la camisa, aunque soplaba un viento frío y cortante. Deseó que Afrodita le hubiera dado unos pantalones cortos y un calzado más cómodo, pero agradecía las gafas que le protegían los ojos del sol. Metió las manos en el cinturón portaherramientas y empezó a sacar artículos: engranajes, una pequeña llave inglesa, unas tiras de bronce. Iba construyendo algo a medida que andaba, sin pensarlo realmente, simplemente jugueteando con las piezas.

Cuando se aproximaron a la cima de la montaña, Leo era el héroe más sucio y sudoroso, a la par que elegantemente vestido, de la historia. Tenía las manos cubiertas de grasa.

El pequeño objeto que había creado era como un juguete de cuerda: la clase de juguete que hace ruido y camina por una mesita. No estaba seguro de lo que podía hacer, pero lo guardó en el cinturón.

Echaba de menos su chaqueta militar, con todos sus bolsillos. Pero echaba todavía más de menos a Festo. Justo entonces le habría venido de perlas un dragón de bronce que escupiera fuego, pero sabía que Festo no iba a volver; al menos, en su antigua forma.

Palpó el dibujo que llevaba en el bolsillo: la pintura que había dibujado en la mesa de picnic debajo de una pacana cuando tenía cinco años. Recordaba a la tía Callida cantando mientras él trabajaba y lo mucho que se había disgustado cuando el viento se había llevado el dibujo. «Todavía no es el momento, pequeño héroe —le había dicho la tía Callida—. Algún día tendrás tu misión. Descubrirás tu destino, y tu duro viaje por fin tendrá sentido».

Eolo le había devuelto el dibujo. Leo sabía que eso significaba que su destino se aproximaba, pero el viaje era igual de frustrante que aquella ridícula montaña. Cada vez que pensaba que habían llegado a la cima, resultaba ser solo una cresta tras la cual había otra todavía más alta.

«Lo primero es lo primero —se dijo Leo—. Sobrevive ahora. Ya averiguarás lo que significa el dibujo del destino más adelante».

Finalmente, Jason se agachó tras un muro de piedra. Indicó con la mano a los demás que hicieran lo mismo. Leo se acercó a él gateando. Piper tuvo que obligar a agacharse al entrenador Hedge.

—¡No quiero ensuciarme la ropa! —protestó Hedge.

—¡Chis! —dijo Piper.

El sátiro se arrodilló de mala gana.

Justo encima de la cresta en la que estaban escondidos, a la sombra de la última cumbre de la montaña, había una depresión boscosa del tamaño aproximado de un campo de fútbol americano, donde el gigante Encélado había montado su campamento.

Varios árboles habían sido talados para preparar una elevada hoguera de color púrpura. El borde exterior del cerco estaba lleno de troncos de sobra y de máquinas de construcción: una excavadora, una gran grúa con cuchillas giratorias en el extremo, como una maquinilla eléctrica —debía de ser una cosechadora forestal, pensó Leo—, y una larga columna metálica con una hoja de hacha, como una guillotina lateral: un hacha hidráulica.

Leo no sabía para qué necesitaba un gigante máquinas de construcción. No veía siquiera cómo la criatura que tenía delante podía caber en el asiento del conductor. Encélado era tan grande, tan horrible, que Leo no quería mirarlo.

Pero se obligó a centrarse en el monstruo.

En primer lugar, medía diez metros de altura: perfectamente, lo mismo que los árboles. Leo estaba seguro de que el gigante podría haberlos visto detrás de la cresta, pero parecía concentrado en la extraña hoguera púrpura, dando vueltas alrededor de ella y cantando entre dientes. De cintura para arriba, parecía un humanoide, con el pecho musculoso cubierto con una armadura de bronce decorada con dibujos de llamas. Tenía los músculos de los brazos muy marcados. Cada uno de sus bíceps era más grande que Leo. Tenía la piel bronceada, pero negra de la ceniza. Su cara poseía unas facciones toscas, como una figura de barro a medio acabar, pero sus ojos emitían un brillo blanco, y su pelo era una maraña de rizos greñudos trenzados con huesos que le llegaban a los hombros.

De cintura para abajo, era todavía más aterrador. Sus piernas eran de un verde escamoso, con garras en lugar de pies, como las patas delanteras de un dragón. En la mano tenía una lanza del tamaño del asta de una bandera. De vez en cuando metía la punta en la lumbre y volvía el metal de color rojo lava.

—Está bien —susurró el entrenador Hedge—. El plan es el siguiente…

Leo le dio un codazo.

—¡No va a atacarlos solo!

—Venga ya.

Piper contuvo un sollozo.

—Mirad.

Apenas visible al otro lado de la hoguera había un hombre atado a un poste. Tenía la cabeza caída, como si estuviera inconsciente, de modo que Leo no podía verle la cara, pero Piper no parecía albergar dudas.

—Papá —dijo.

Leo tragó saliva. Deseó que aquello fuera una película de Tristan McLean. De ser así, el padre de Piper estaría fingiendo encontrarse inconsciente. Se soltaría las cadenas y dejaría sin sentido al monstruo con un gas antigigantes astutamente escondido. Empezaría a sonar una música heroica, y Tristan McLean llevaría a cabo una huida increíble, escapando en cámara lenta mientras la ladera de la montaña explotaba detrás de él.

Pero aquello no era una película. Tristan McLean estaba medio muerto y a punto de ser devorado. Las únicas personas que podían impedirlo eran tres semidioses adolescentes vestidos a la moda y una cabra megalómana.

—Nosotros somos cuatro —susurró Hedge en tono urgente—. Y él solo uno.

—¿Se ha olvidado de que mide diez metros? —preguntó Leo.

—Está bien —dijo Hedge—. Tú, Jason y yo lo distraeremos. Piper se acercará a escondidas y liberará a su padre.

Todos miraron a Jason.

—¿Qué? —preguntó Jason—. Yo no soy el líder.

—Sí —dijo Piper—. Lo eres.

Nunca habían hablado de ello, pero nadie disintió, ni siquiera Hedge. Llegar hasta allí había sido un esfuerzo en equipo, pero si había que tomar una decisión de vida o muerte, Leo sabía que tenían que preguntarle a Jason. Aunque hubiera perdido la memoria, Jason tenía aplomo. Se notaba que había participado antes en batallas, y sabía mantener la calma. Leo no era precisamente una persona confiada, pero confiaba su vida a Jason.

—No soporto decirlo —comentó Jason suspirando—, pero el entrenador Hedge tiene razón. La mejor oportunidad de Piper es una distracción.

Una oportunidad no muy buena, pensó Leo. Ni siquiera una oportunidad de sobrevivir. Simplemente, la única que tenían.

Pero no podían quedarse allí parados todo el día hablando. Debía de faltar poco para el mediodía —el plazo señalado por el gigante—, y la tierra todavía intentaba tragarlos. A Leo ya se le habían hundido las rodillas en el suelo cinco centímetros.

Entonces miró las máquinas de construcción y se le ocurrió una idea disparatada. Sacó el pequeño juguete que había construido en el ascenso y se dio cuenta de lo que podía hacer… si tenía suerte, algo de lo que no andaba sobrado.

—Que empiece la fiesta —dijo—. Antes de que entre en razón.