Piper se despertó ante una mesa en la terraza de un café.
Por un instante creyó que seguía soñando. Era una mañana soleada. El aire era fresco, pero no desagradable para sentarse fuera. En las otras mesas, una mezcla de ciclistas, hombres de negocios y universitarios charlaban y bebían café.
Olía a eucaliptos. Muchos peatones pasaban por delante de pequeñas tiendas pintorescas. La calle estaba bordeada de callistemones y azaleas en flor, como si el invierno fuera un concepto extraño.
En otras palabras, estaba en California.
Sus amigos estaban sentados en sillas a su alrededor: todos con las manos dobladas tranquilamente sobre el pecho, dormitando plácidamente. Y todos llevaban ropa nueva. Piper miró su atuendo y dejó escapar un grito ahogado.
—¡Madre mía!
Gritó más alto de lo que pretendía. Jason se sobresaltó y golpeó la mesa con las rodillas, y todos se despertaron.
—¿Qué pasa? —preguntó Hedge—. ¿Contra quién hay que luchar? ¿Dónde?
—¡Me caigo! —Leo se agarró a la mesa—. No…, no me caigo. ¿Dónde estamos?
Jason parpadeó, tratando de orientarse. Se centró en Piper y emitió un pequeño sonido ahogado.
—¿Qué llevas puesto?
Piper debió de ruborizarse. Llevaba el vestido color turquesa que había visto en el sueño, con unas mallas negras y unas botas de piel del mismo color. Tenía puesta su pulsera de plata favorita, aunque la había dejado en su casa de Los Ángeles, y el viejo forro polar de su padre, que combinaba sorprendentemente bien con el conjunto. Desenvainó a Katoptris y, al evaluar su reflejo en la hoja de la daga, comprobó que también tenía el pelo arreglado.
—No es nada —dijo—. Es mi… —Recordó que Afrodita le había advertido que no dijera que habían hablado—. No es nada.
Leo sonrió.
—Afrodita contrataca, ¿eh? Vas a ser la guerrera mejor vestida de la ciudad, reina de la belleza.
—Oye, Leo —Jason le dio un codazo en el brazo—. ¿Tú te has visto últimamente?
—¿Qué…? Oh.
A todos les habían hecho un lavado de cara. Leo llevaba unos pantalones de raya diplomática, unos zapatos de piel negros, una camisa blanca de cuello Mao con tirantes, su cinturón portaherramientas, unas gafas de sol Ray-Ban y un sombrero de copa baja.
—Dioses, Leo —Piper procuró no reírse—. Creo que mi padre llevaba lo mismo en su último estreno, menos el cinturón.
—¡Cállate!
—A mí me parece que está bien —dijo el entrenador Hedge—. Claro que yo estoy mejor.
El sátiro parecía una pesadilla de tonos pastel. Afrodita le había dado un traje holgado de color amarillo canario con zapatos de dos tonos que le encajaban en las pezuñas. Llevaba un sombrero de ala ancha amarillo a juego, una camisa de color rosa, una corbata azul celeste y un clavel azul en el hojal, que Hedge olió y acto seguido se comió.
—Bueno —dijo Jason—, por lo menos tu madre me ha pasado por alto.
Piper sabía que eso no era del todo cierto. Al mirarlo, el corazón le bailó claqué. Jason iba vestido de forma sencilla con unos vaqueros y una camiseta morada limpia, como la que llevaba en el Gran Cañón. Llevaba puestas unas zapatillas de deporte nuevas y tenía el pelo recién cortado. Sus ojos eran del color del cielo. El mensaje de Afrodita era claro: este no necesita mejora.
Piper estaba de acuerdo.
—En fin —dijo, incómoda—, ¿cómo hemos llegado aquí?
—Ha debido de ser Mellie —dijo Hedge, masticando alegremente su clavel—. Creo que esos vientos nos han hecho atravesar medio país. Nos habríamos partido la crisma al chocar, pero el último regalo de Mellie, una suave brisa, amortiguó la caída.
—Y la han despedido por nuestra culpa —dijo Leo—. Somos lo peor, tío.
—No le pasará nada —dijo Hedge—. Además, no pudo evitarlo. Tengo ese efecto en las ninfas. Le mandaré un mensaje cuando hayamos acabado la misión y la ayudaré a encontrar una solución. Con esa aura podría sentar la cabeza y criar un rebaño de cabritos.
—Voy a vomitar —dijo Piper—. ¿Alguien más quiere café?
—¡Café! —La sonrisa de Hedge estaba manchada de azul de la flor—. ¡Me encanta el café!
—Ejem —dijo Jason—, pero… ¿y el dinero? ¿Nuestras mochilas?
Piper bajó la vista. Las mochilas estaban a sus pies, y todo parecía seguir allí. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y palpó dos cosas que no esperaba encontrar. Una era un fajo de dinero. La otra, un frasco de cristal: la poción para la amnesia. Dejó el frasco en el bolsillo y sacó el dinero.
Leo lanzó un silbido.
—¿Dinero? ¡Piper, tu madre sí que mola!
—¡Camarera! —gritó Hedge—. Seis cafés dobles y lo que quieran estos muchachos. Póngalo en la cuenta de la chica.
No tardaron mucho en descubrir dónde estaban. En los menús ponía «Café Verve, Walnut Creek, California». Y, según la camarera, eran las nueve de la mañana del 21 de diciembre, el solsticio de invierno, con lo que les quedaban tres horas hasta el plazo final de Encélado.
Tampoco tuvieron que preguntarse dónde estaba el Monte del Diablo. Podían verlo en el horizonte, justo al final de la calle. Después de las Montañas Rocosas, el Monte del Diablo no parecía muy grande, ni estaba cubierto de nieve. Parecía realmente tranquilo, con sus surcos dorados veteados de árboles de color verde grisáceo. Pero el tamaño era engañoso en las montañas, y Piper lo sabía. Probablemente era mucho más grande de cerca. Las apariencias también eran engañosas. Allí estaban —otra vez en California—, su supuesto hogar, con sus cielos soleados, su clima templado, su gente relajada y un plato de bollos con pepitas de chocolate y café. Mientras tanto, a pocos kilómetros de distancia, en algún lugar de aquella plácida montaña, un gigante superpoderoso y supermalvado estaba a punto de comerse a su padre como almuerzo.
Leo sacó algo del bolsillo: el viejo dibujo hecho con lápices de cera que le había dado Eolo. Afrodita debía de considerarlo importante para trasladarlo por arte de magia a su nuevo atuendo.
—¿Qué es eso? —preguntó Piper.
Leo volvió a doblarlo con cautela y lo guardó.
—Nada. Un dibujo de la guardería. No te pierdes mucho.
—Es más que eso —supuso Jason—. Eolo dijo que era la clave de nuestro éxito.
Leo negó con la cabeza.
—Hoy, no. Se refería a… más adelante.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Piper.
—Créeme —dijo Leo—. Bueno, ¿cuál es el plan?
El entrenador Hedge eructó. Ya se había tomado tres cafés y un plato de donuts, junto con dos servilletas y otra flor del jarrón de la mesa. Se habría comido los cubiertos si Piper no le hubiera dado una palmada en la mano.
—Escalar la montaña —dijo Hedge—. Matar a todo lo que se mueva menos al padre de Piper y marcharnos.
—Gracias, general Eisenhower —masculló Jason.
—¡Oye, solo es una idea!
—Chicos —dijo Piper—, hay algo más que tenéis que saber.
Fue difícil, ya que no podía mencionar a su madre, pero les dijo que había averiguado algunas cosas en sueños. Les habló de su enemiga real: Gaia.
—¿Gaia? —Leo sacudió la cabeza—. ¿No es la Madre Naturaleza? Se supone que tiene flores en el pelo, pájaros cantando a su alrededor y ciervos y conejos que le hacen la colada.
—Leo, esa es Blancanieves —dijo Piper.
—Vale, pero…
—Escucha, yogurín —el entrenador Hedge se limpió el café de la perilla—. Piper nos está diciendo algo importante. Gaia no es ninguna blandengue. Ni siquiera estoy seguro de que yo pudiera acabar con ella.
Leo lanzó un silbido.
—¿De verdad?
Hedge asintió con la cabeza.
—Esa Mujer de Tierra… Ella y su antigua pareja el cielo eran muy desagradables.
—Urano —dijo Piper.
No pudo evitar alzar la vista al cielo azul, preguntándose si tenía ojos.
—Exacto —dijo Hedge—. Urano no es un padre modelo. Arrojó a sus primeros hijos, los cíclopes, al Tártaro. Eso sacó de quicio a Gaia, pero esperó el momento idóneo. Luego tuvieron más hijos (los doce titanes), y Gaia temió que también acabaran encerrados, así que acudió a su hijo Cronos…
—El grandullón malo —dijo Leo—. Al que vencieron el verano pasado.
—Eso es. Y Gaia le dio la guadaña y le dijo: «Oye, ¿por qué no llamo a tu padre y mientras esté distraído hablando conmigo lo cortas en trocitos? Entonces tú podrías dominar el mundo. ¿A que sería estupendo?».
Nadie dijo nada. A Piper ya no le parecía tan apetitoso el bollo con pepitas de chocolate. A pesar de haber oído la historia antes, seguía sin acabar de entenderla. Intentó imaginarse a un chico tan confundido que fuera capaz de matar a su padre solo por poder. Luego se imaginó a una madre tan confundida que fuera capaz de convencer a su hijo de que lo hiciera.
—Definitivamente, no es Blancanieves —decidió.
—No, Cronos era malo —dijo Hedge—. Pero Gaia es la madre de todos los malos en el sentido literal de la expresión. Es tan vieja y tan poderosa, tan enorme, que le cuesta estar del todo consciente. Se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo, y así es como nos gusta que esté: roncando.
—Pero habló conmigo —dijo Leo—. ¿Cómo puede estar dormida?
Gleeson se sacudió las migas de su solapa de color amarillo canario. Iba ya por su sexto café y tenía las pupilas grandes como monedas.
—Incluso dormida, una parte de su conciencia permanece activa: soñando, vigilando y haciendo pequeñas cosas, como provocar la erupción de volcanes y la rebelión de monstruos. Ni siquiera ahora está del todo despierta. Créeme, no te interesa verla totalmente despierta.
—Pero ahora mismo está ganando poder —intervino Piper—. Está haciendo que los gigantes se rebelen. Y si su rey vuelve… ese tal Porfirio…
—Reclutará un ejército para destruir a los dioses —intervino Jason—. Empezando por Hera. Estallará otra guerra. Y Gaia se despertará del todo.
Gleeson asintió.
—Por eso es buena idea que nos mantengamos apartados del suelo lo máximo posible.
Leo miró con recelo el Monte del Diablo.
—Así que… trepar una montaña. Eso sería peligroso.
A Piper se le cayó el alma a los pies. Primero le habían pedido que traicionara a sus amigos. Y en ese momento estaban intentando ayudarla a rescatar a su padre, aunque sabían que iban a caer en una trampa. La idea de luchar contra un gigante ya le daba bastante miedo, pero la idea de que estuviera detrás Gaia, una fuerza más poderosa que un dios o un titán…
—Chicos, no puedo pediros que lo hagáis —dijo Piper—. Es demasiado peligroso.
—¿Estás de guasa? —Gleeson eructó y les mostró su sonrisa color azul clavel—. ¿Quién está preparado para repartir estopa?