Jason había encontrado a su hermana y la había perdido en menos de una hora. Mientras subían por los riscos de la isla flotante, no paraba de mirar atrás, pero Talia había desaparecido.
Aunque ella había dicho que volvería a verlo, Jason tenía sus dudas. Ella había encontrado una nueva familia en las cazadoras y una nueva madre en Artemisa. Parecía tan segura y tan a gusto con su nueva vida que Jason no estaba seguro de si algún día él llegaría a formar parte de todo ello. Y parecía decidida a encontrar a su amigo Percy. ¿Habría buscado a Jason con el mismo empeño?
«No es justo —se dijo—. Ella creía que estabas muerto».
Le costaba asumir lo que ella había dicho de su madre. Era como si Talia le hubiera entregado a Jason un bebé —un bebé muy feo y chillón— y le hubiera dicho: «Toma, es tuyo. Carga tú con él». No quería cargar con él. No quería mirarlo ni reconocerlo. No quería saber que tenía una madre inestable que se había deshecho de él para contentar a una diosa. No le extrañaba que Talia hubiera escapado.
Entonces se acordó de la cabaña de Zeus en el Campamento Mestizo: aquel pequeño hueco que Talia había usado como litera, fuera de la vista de la ceñuda estatua del dios del cielo. Su padre tampoco era un chollo. Jason entendía por qué Talia había renunciado también a aquella parte de su vida, pero seguía resentido. No podía tener tanta suerte. Le había tocado cargar con el muerto.
Llevaba la mochila dorada con los vientos sujeta a los hombros. Cuanto más se acercaban al palacio de Eolo, más pesaba la bolsa. Los vientos forcejeaban, hacían ruido y se movían a tientas.
El único que parecía de buen humor era el entrenador Hedge. No paraba de subir dando brincos por la resbaladiza escalera y de bajar trotando.
—¡Vamos, yogurines! ¡Solamente quedan unos miles de escalones más!
Mientras ascendían, Leo y Piper dejaron a Jason sumido en el silencio. Tal vez percibían su mal humor. Piper no paraba de mirar atrás, preocupada, como si hubiera sido él quien hubiera estado a punto de morir de hipotermia en lugar de ella. O tal vez iba pensando en la propuesta de Talia. Le habían contado lo que Talia había dicho en el puente —que podían salvar tanto a su padre como a Hera—, pero Jason no alcanzaba a entender cómo iban a conseguirlo y no estaba seguro de si esa posibilidad había despertado a Piper más esperanza que inquietud.
Leo se daba manotazos continuamente en las piernas, comprobando que no tenía los pantalones en llamas. Ya no echaba humo, pero el incidente del puente de hielo había asustado mucho a Jason. No parecía que Leo se hubiera dado cuenta de que le salía humo de las orejas y de que tenía llamas en el pelo. Si entraba en combustión espontánea cada vez que se excitaba, iban a pasarlo mal para llevarlo a cualquier parte. Jason se imaginaba intentando pedir comida en un restaurante. «Quiero una hamburguesa con queso y… ¡Ahhh! ¡Mi amigo está ardiendo! ¡Traiga un cubo!»
Sin embargo, lo que más preocupaba a Jason era lo que había dicho Leo. Jason no quería ser un puente, ni un intercambio, ni nada por el estilo. Solo quería saber de dónde había venido. Y Talia se había quedado muy desconcertada cuando Leo había mencionado la casa incendiada del sueño: el lugar que según la loba Lupa era su punto de partida. ¿Cómo conocía Talia ese lugar y por qué suponía que Jason podía encontrarlo?
La respuesta parecía estar cerca, pero, cuanto más se acercaba Jason, menos colaboraba ella, como los vientos que llevaba a la espalda.
Finalmente llegaron a lo alto de la isla. Unos muros de bronce rodeaban los jardines de la fortaleza, pero Jason no se imaginaba quién podría atacar aquel sitio. Ante ellos se abrieron unas puertas de casi diez metros de altura, tras las cuales había un camino de piedra púrpura pulida que conducía a la ciudadela principal: una rotonda con columnas blancas de estilo griego, como un monumento de Washington, D. C., salvo por el montón de antenas parabólicas y de torres de radio del tejado.
—Es muy raro —dijo Piper.
—Supongo que en una isla flotante no se sintoniza la televisión por cable —comentó Leo—. Jo, mirad el jardín que tiene el tío.
La rotonda se hallaba en el centro de un círculo que debía de medir unos cuatrocientos metros. Los jardines eran espectaculares de un modo inquietante. Estaban divididos en cuatro secciones, como grandes porciones de pizza, cada una de las cuales representaba una estación.
La sección de la derecha estaba compuesta de restos congelados, con árboles sin hojas y un lago helado. Los muñecos de nieve rodaban a través del paisaje cuando soplaba el viento, de modo que Jason no estaba seguro de si eran adornos o si estaban vivos.
A su izquierda había un parque otoñal con árboles dorados y rojos. Montones de hojas volaban formando dibujos: dioses, personas, animales que se perseguían los unos a los otros antes de volver a dispersarse entre las hojas.
A lo lejos, Jason vio dos zonas más situadas detrás de la rotonda. Una parecía un prado verde con ovejas hechas de nubes. La última sección era un desierto donde las plantas rodadoras trazaban extraños dibujos en la arena como, por ejemplo, letras griegas, caras sonrientes y un enorme anuncio que decía: ¡VEA A EOLO TODAS LAS NOCHES!
—Una sección por cada uno de los cuatro dioses de los vientos —aventuró Jason—. Cuatro puntos cardinales.
—Me encanta ese prado —el entrenador Hedge se lamió los labios—. Chicos, ¿os importa…?
—Adelante —dijo Jason.
En realidad, se alegró de despachar al sátiro. Bastante difícil sería ya ganarse el favor de Eolo sin el entrenador Hedge agitando la porra y gritando: «¡Muere!».
Mientras el sátiro se marchaba corriendo a atacar a la primavera, Jason, Leo y Piper recorrieron el camino hacia los escalones del palacio. Cruzaron las puertas principales y entraron en un vestíbulo de mármol blanco decorado con pancartas púrpura en las que ponía: CANAL METEOROLÓGICO DEL OLIMPO, y otras en las que simplemente ponía: CMO.
—¡Hola!
Una mujer se acercó a ellos flotando. Flotando en el sentido literal de la palabra. Era guapa al estilo duende que Jason asociaba con los espíritus de la naturaleza del Campamento Mestizo: menuda, con las orejas un poco puntiagudas y un rostro sin edad que podría haber tenido lo mismo dieciséis años que treinta. Sus ojos marrones centelleaban alegremente. Aunque no soplaba viento, su cabello moreno se agitaba en cámara lenta. Su vestido blanco ondeaba a su alrededor como la tela de un paracaídas. Jason no sabía si tenía pies, pero, de ser así, no tocaban el suelo. Tenía un ordenador táctil blanco en la mano.
—¿Es usted pariente del señor Zeus? —preguntó—. Le estábamos esperando.
Jason intentó responder, pero resultaba un poco difícil pensar con claridad, pues se había dado cuenta de que la mujer era transparente. Su figura aparecía y desaparecía como si estuviera hecha de niebla.
—¿Es usted un fantasma? —preguntó.
Inmediatamente supo que la había ofendido. La sonrisa de la mujer se convirtió en un mohín.
—Soy un aura, señor. Una ninfa del viento, como es lógico, y trabajo para el señor de los vientos. Me llamo Mellie. Nosotros no tenemos fantasmas.
Piper acudió en su auxilio.
—¡No, claro que no! Mi amigo solo la ha confundido con Helena de Troya, la mortal más hermosa de todos los tiempos. Es un error lógico.
Vaya, qué bien se le daba. El cumplido parecía un poco exagerado, pero Mellie se ruborizó.
—Oh…, si es así… De modo que es usted pariente de Zeus…
—Esto… —dijo Jason—, sí, soy hijo de Zeus.
—¡Excelente! Por aquí, por favor.
Los condujo por unas puertas de seguridad hasta otro vestíbulo, consultando su ordenador mientras flotaba. No miraba adónde iba, pero al parecer no importaba, pues se deslizaba entre las columnas sin ningún problema.
—Ahora no estamos en horario de máxima audiencia, lo cual es bueno —comentó—. Puedo hacerles un hueco justo después de su espacio de las once y doce.
—De acuerdo —dijo Jason.
El vestíbulo era un lugar muy molesto. Alrededor de ellos soplaban vientos de todo tipo, de modo que Jason se sentía como si se estuviera abriendo paso a empujones entre una multitud invisible. Las puertas se abrían y se cerraban solas de un portazo.
Las cosas que Jason podía ver eran igual de raras. Aviones de papel de distintos tamaños y formas pasaban a toda velocidad, y de vez en cuando otras ninfas del viento, aurai, los cogían, los desdoblaban y los leían, para luego arrojarlos de nuevo al aire, donde los aviones volvían a doblarse y seguían volando.
Una desagradable criatura pasó revoloteando. Parecía una mezcla de una anciana y un pollo atiborrado de esteroides. Tenía la cara arrugada y el cabello moreno recogido en una redecilla, brazos humanos y alas de pollo, y un cuerpo gordo y cubierto de plumas con garras por pies. Era increíble que pudiera volar. No paraba de moverse y de chocarse contra todo como un globo gigante de un desfile.
—¿No es un aura? —preguntó Jason a Mellie cuando la criatura pasó tambaleándose.
Mellie se echó a reír.
—Es una arpía, por supuesto. Nuestras…, ejem…, hermanastras feas, como dirían ustedes. ¿No tienen arpías en el Olimpo? Son los espíritus de las rachas violentas, a diferencia de nosotras, las aurai. Nosotras somos brisas suaves.
Miró a Jason pestañeando.
—Claro —dijo él.
—Bueno —apuntó Piper—, nos llevaba a ver a Eolo.
Mellie los condujo a través de una serie de puertas como las de una cámara estanca. Sobre la puerta interior, parpadeaba una luz verde.
—Tenemos unos minutos antes de que empiece —dijo Mellie alegremente—. Probablemente no les mate si entramos ahora. ¡Vamos!