XXXVI
Leo

Cuando Leo vio lo bien que estaban siendo tratados Piper y Hedge, se sintió muy ofendido.

Se los había imaginado con el trasero helado en la nieve, pero Phoebe, la cazadora, había montado un pabellón plateado justo delante de la cueva. Leo no tenía ni idea de cómo lo había hecho tan rápido, pero dentro había una estufa de queroseno que los mantenía calentitos y un montón de cómodos cojines. Piper parecía haber vuelto a su estado normal, vestida con un anorak, unos guantes y unos pantalones de camuflaje nuevos al estilo de las cazadoras. Ella, Hedge y Phoebe estaban pasando un buen rato y bebiendo chocolate caliente.

—No me lo puedo creer —dijo Leo—. ¿Nosotros hemos estado sentados en una cueva y a vosotros os ofrecen una tienda de lujo? Que alguien me contagie la hipotermia. ¡Quiero chocolate caliente y un anorak!

Phoebe inspiró con fuerza.

—Chicos —dijo, como si fuera el peor insulto que se le ocurriera.

—Tranquila, Phoebe —intervino Talia—. Necesitarán abrigos de sobra. Y creo que podemos ofrecerles chocolate.

Phoebe se quejó, pero al poco rato Leo y Jason también estaban vestidos con una ropa de invierno plateada increíblemente ligera y cálida. El chocolate caliente era de primera.

—¡Salud! —dijo el entrenador Hedge.

Masticó su taza térmica de plástico.

—Eso no puede ser bueno para sus intestinos —dijo Leo.

Talia le dio a Piper una palmadita en la espalda.

—¿Te ves con ganas de moverte?

Piper asintió con la cabeza.

—Sí, gracias a Phoebe. Se os da muy bien la supervivencia en la naturaleza. Me siento como si pudiera correr veinte kilómetros.

Talia guiñó el ojo a Jason.

—Es dura para ser hija de Afrodita. Me gusta.

—Eh, yo también puedo correr veinte kilómetros —terció Leo—. Aquí tienes a un hijo de Hefesto duro como él solo. Vamos.

Naturalmente, Talia no le hizo caso.

Phoebe tardó seis segundos exactos en levantar el campamento, algo increíble para Leo. La tienda se plegó sola en un cuadrado del tamaño de un paquete de chicles. Leo quería preguntarle por el diseño, pero no tenían tiempo.

Talia echó a correr cuesta arriba a través de la nieve, por un pequeño sendero en la ladera de la montaña, y Leo pronto se arrepintió de haberse hecho el macho, ya que las cazadoras lo dejaron atrás.

El entrenador Hedge daba brincos como una cabra montesa feliz, animándolos a seguir como solía hacer cuando practicaban atletismo en el colegio.

—¡Vamos, Valdez! ¡Aprieta el paso! Cantemos: «Yo tengo una chica en Kalamazoo…».

—Nada de cantar —soltó Talia.

De modo que corrieron en silencio.

Leo se quedó junto a Jason en la parte de atrás del grupo.

—¿Cómo lo llevas, tío?

La expresión de Jason bastaba como respuesta: «No muy bien».

—Talia se lo ha tomado con mucha calma —dijo Jason—. Como si el hecho de que yo haya aparecido no importara. No sé lo que estaba esperando, pero… ella no es como yo. Parece mucho más equilibrada.

—Eh, ella no tiene que luchar contra la amnesia —repuso Leo—. Además, ha tenido más tiempo para acostumbrarse a la movida de semidiós. Cuando lleves un tiempo luchando contra monstruos y hablando con dioses, probablemente te acostumbrarás a las sorpresas.

—Tal vez —dijo Jason—. Ojalá entendiera lo que pasó cuando tenía dos años y por qué mi madre se deshizo de mí. Talia se escapó por mí.

—Oye, pasara lo que pasase, no fue culpa tuya. Y tu hermana es muy guay. Se parece mucho a ti.

Jason se quedó en silencio. Leo se preguntó si había dicho lo correcto. Quería que Jason se sintiera mejor, pero no era un terreno en el que se moviera bien.

Leo deseó poder meter la mano en su cinturón y sacar la llave inglesa adecuada para reparar la memoria de Jason —tal vez un pequeño martillo—, golpear el punto de fricción y hacer que todo funcionara bien. Eso sería mucho más fácil que intentar solucionarlo hablando. «No se me dan bien las formas de vida orgánicas». Gracias por ese rasgo heredado, papá.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que las cazadoras se habían parado. Chocó contra Talia y estuvo a punto de hacer que los dos se despeñaran por la ladera de la montaña. Afortunadamente, la cazadora era rápida y los equilibró a los dos, y a continuación señaló con el dedo.

—Esa roca es muy grande —dijo Leo con voz ahogada.

Estaban cerca de la cima de Pikes Peak. Debajo de ellos, el mundo estaba cubierto de nubes. El aire estaba tan enrarecido que Leo apenas podía respirar. Se había hecho de noche, pero brillaba la luna llena y las estrellas eran increíbles. Extendiéndose hacia el norte y el sur, los picos de otras montañas sobresalían de las nubes como islas… o dientes.

Sin embargo, el verdadero espectáculo estaba encima de ellos. Elevándose en el cielo a casi medio kilómetro de distancia, había una enorme isla flotante de reluciente piedra púrpura. Era difícil estimar su tamaño, pero Leo calculó que como mínimo era tan ancha como un estadio de fútbol americano e igual de alta. En los lados tenía precipicios escarpados plagados de cuevas, y de vez en cuando salía una ráfaga de aire que sonaba como un órgano de tubos. En lo alto de la roca, unos muros de latón rodeaban una especie de fortaleza.

Lo único que conectaba Pikes Peak con la isla flotante era un estrecho puente de hielo que brillaba a la luz de la luna.

Entonces Leo se dio cuenta de que el puente no era exactamente de hielo, pues no era sólido. Cuando el viento cambió de dirección, el puente empezó a ondular: se volvió borroso y se estrechó, y en algunos puntos incluso se rompió en una línea de puntos como la estela de vapor de un avión.

—No iremos a cruzar eso en serio, ¿verdad? —dijo Leo.

Talia se encogió de hombros.

—Lo reconozco, no soy muy aficionada a las alturas. Pero si queréis llegar a la fortaleza de Eolo, es el único camino.

—¿La fortaleza siempre está ahí flotando? —preguntó Piper—. ¿Cómo es posible que la gente no se fije en que está encima de Pikes Peak?

—La Niebla —contestó Talia—. Aun así, los mortales sí que se fijan de forma indirecta. Algunos días Pikes Peak parece de color púrpura. La gente dice que es una ilusión óptica, pero en realidad es el color del palacio de Eolo, que se refleja en la ladera de la montaña.

—Es enorme —comentó Jason.

Talia se echó a reír.

—Deberías ver el Olimpo, hermanito.

—¿En serio? ¿Has estado allí?

Talia hizo una mueca como si no conservara un buen recuerdo.

—Debemos cruzar en dos grupos distintos. El puente es delicado.

—Es muy tranquilizador —dijo Leo—. Jason, ¿no puedes llevarnos volando allí arriba?

Talia se echó a reír. A continuación pareció darse cuenta de que la pregunta de Leo no era una broma.

—Espera… Jason, ¿puedes volar?

Jason contempló la fortaleza flotante.

—Bueno… más o menos. Más bien, puedo controlar el viento. Pero allí arriba el viento sopla con tanta fuerza que no estoy seguro de querer intentarlo. ¿Quieres decir… que tú no puedes volar, Talia?

Por un instante, Talia pareció verdaderamente asustada. Acto seguido controló su expresión. Leo se dio cuenta de que las alturas le daban mucho más miedo de lo que aparentaba.

—Sinceramente —dijo—, nunca lo he intentado. Será mejor que vayamos por el puente.

El entrenador Hedge dio unos golpecitos a la estela de vapor con la pezuña y a continuación saltó al puente. Sorprendentemente, este aguantó su peso.

—¡Es pan comido! Yo iré primero. Piper, vamos, muchacha. Te echaré una mano.

—No, no hay problema —comenzó a decir Piper, pero el entrenador le agarró la mano y la arrastró hasta el puente.

Cuando estaban en la mitad, el puente aún parecía aguantar sin problemas.

Talia se volvió hacia su amiga cazadora.

—Phoebe, no tardaré. Ve a buscar a las otras. Diles que voy para allá.

—¿Estás segura?

Phoebe miró a Leo y a Jason con los ojos entornados, como si fueran a secuestrar a Talia o algo parecido.

—No pasa nada —le aseguró Talia.

Phoebe asintió a regañadientes y echó a correr por el sendero de la montaña, seguida de cerca por los lobos blancos.

—Jason, Leo, id con cuidado al poner los pies —dijo Talia—. Casi nunca se rompe.

—Este puente todavía no sabe quién soy yo —murmuró Leo, pero él y Jason avanzaron hacia él.

En mitad de la ascensión las cosas se torcieron y, por supuesto, la culpa fue de Leo. Piper y Hedge ya habían llegado a la cima sin ningún percance y estaban animándolos a seguir subiendo, pero Leo se distrajo. Estaba pensando en puentes: cómo diseñaría algo más estable que aquella superficie movediza de vapor helado si el palacio fuera suyo. Estaba meditando sobre abrazaderas y columnas de apoyo cuando, de repente, tuvo una revelación que le hizo pararse en seco.

—¿Por qué tienen un puente? —preguntó.

Talia frunció el entrecejo.

—Leo, este no es un buen sitio para pararse. ¿A qué te refieres?

—Son espíritus del viento —dijo Leo—. ¿No pueden volar?

—Sí, pero a veces necesitan una forma de conectarse con el mundo de abajo.

—Entonces, ¿el puente no siempre está aquí? —preguntó Leo.

Talia negó con la cabeza.

—A los espíritus del viento no les gusta anclarse a la tierra, pero a veces es necesario. Como ahora. Saben que venís.

Los pensamientos invadían la mente de Leo. Estaba tan excitado que casi notó como le aumentaba la temperatura corporal. No era capaz de expresar sus ideas con palabras, pero sabía que había descubierto algo importante.

—¿Leo? —dijo Jason—. ¿En qué estás pensando?

—¡Oh, dioses! —exclamó Talia—. No te pares en este momento. Mira tus pies.

Leo retrocedió arrastrando los pies. Se dio cuenta con horror de que su temperatura corporal estaba aumentando realmente, como le había ocurrido hacía años en una mesa de picnic debajo de una pacana, cuando había perdido el control de su ira. Ahora la excitación le estaba provocando la misma reacción. Sus pantalones desprendían vapor en el aire frío. Sus zapatos echaban humo, y al puente no le gustaba. El hielo se estaba deshaciendo.

—Para, Leo —le advirtió Jason—. Vas a derretirlo.

—Lo intentaré —contestó Leo, pero su cuerpo estaba recalentado y se movía tan deprisa como sus pensamientos—. Oye, Jason, ¿cómo te llamó Hera en aquel sueño? Te dijo que eras un puente.

—En serio, Leo, cálmate —dijo Talia—. No sé de lo que estás hablando, pero el puente es…

—Escuchad —insistió Leo—. Si Jason es un puente, ¿qué es lo que une? A lo mejor une dos sitios distintos que normalmente no se llevan bien, como el palacio del aire y el suelo. Tenías que estar en alguna parte antes de todo esto, ¿no? Y Hera dijo que eras un intercambio.

—Un intercambio —los ojos de Talia se abrieron como platos—. Oh, dioses.

Jason enarcó las cejas, sorprendido.

—¿De qué estáis hablando?

Talia murmuró algo parecido a una oración.

—Ahora entiendo por qué Artemisa me mandó aquí. Jason, me dijo que buscara a Licaón y que encontraría una pista sobre Percy. Tú eres las pista. Artemisa quería que nos encontráramos para que pudiera oír tu historia.

—No lo entiendo —protestó él—. Yo no tengo ninguna historia. No me acuerdo de nada.

—Pero Leo tiene razón —dijo Talia—. Todo está relacionado. Si supiéramos dónde…

Leo chasqueó los dedos.

—Jason, ¿cómo llamaste a aquel sitio que apareció en tu sueño? La casa en ruinas. ¿La Casa del Lobo?

Talia estuvo a punto de atragantarse.

—¿La Casa del Lobo? ¿Por qué no me lo has dicho antes, Jason? ¿Es allí donde tienen a Hera?

—¿Sabes dónde está? —preguntó Jason.

Entonces el puente se deshizo. Leo habría sufrido una caída mortal, pero Jason lo agarró del abrigo y lo puso a salvo. Los dos subieron al puente con dificultad y, cuando se volvieron, vieron a Talia al otro lado de un abismo de casi diez metros. El puente seguía derritiéndose.

—¡Marchaos! —gritó Talia, retrocediendo por el puente a medida que se desmoronaba—. Averiguad dónde tiene el gigante al padre de Piper. ¡Salvadlo! Yo llevaré a las cazadoras a la Casa del Lobo y esperaré a que lleguéis. ¡Podemos hacer las dos cosas!

—Pero ¿dónde está la Casa del Lobo? —gritó Jason.

—¡Ya sabes dónde está, hermanito! —Talia estaba ahora tan lejos que apenas podían oír su voz por encima del viento. Leo estaba convencido de que dijo—: Te veré allí. Te lo prometo.

Entonces se volvió y echó a correr por el puente mientras se derretía.

Leo y Jason no tenían tiempo para quedarse de brazos cruzados. Ascendieron para salvar el pellejo mientras el vapor de hielo se disolvía bajo sus pies. Jason agarró a Leo varias veces y utilizó los vientos para mantenerlos en alto, pero, más que volar, parecía que hicieran puenting.

Cuando llegaron a la isla flotante, Piper y el entrenador Hedge los ayudaron a subir al mismo tiempo que desaparecía lo poco que quedaba de vapor. Se quedaron jadeando al pie de una escalera de piedra labrada en la cara del precipicio que subía hasta la fortaleza.

Leo miró hacia abajo. La cima de Pikes Peak flotaba debajo de ellos en un mar de nubes, pero no había ni rastro de Talia. Y Leo acababa de quemar su única salida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Piper—. Leo, ¿por qué te echa humo la ropa?

—Me he acalorado un poco —respondió él con voz entrecortada—. Lo siento, Jason. De verdad. Yo no…

—No pasa nada —dijo Jason, pero tenía una expresión seria—. Tenemos menos de veinticuatro horas para rescatar a una diosa y al padre de Piper. Vamos a ver al rey de los vientos.