Leo creía que él era el que tenía peor suerte del grupo, lo cual era decir mucho. ¿Por qué no tenía él una hermana a la que había perdido hacía mucho tiempo o un padre que era una estrella de cine y necesitaba que lo rescatara? Lo único que él tenía era un cinturón portaherramientas y un dragón que se había averiado en mitad de la misión. Tal vez fuera la estúpida maldición de la cabaña de Hefesto, pero Leo no lo creía. La mala suerte le había acompañado desde mucho antes de llegar al campamento.
Al cabo de mil años, cuando se relatara esa misión en torno a una fogata, se imaginaba que la gente hablaría del valiente Jason, la hermosa Piper y su compinche Valdez el Llameante, que los acompañaba armado de un cinturón con destornilladores mágicos y de vez en cuando preparaba hamburguesas de tofu.
Y por si no fuera suficiente, Leo se enamoraba de cada chica que veía, siempre que ella estuviera totalmente fuera de su alcance.
Cuando vio por primera vez a Talia, supo en el acto que era demasiado guapa para ser la hermana de Jason. Entonces pensó que sería mejor no decirlo o se metería en líos. Le gustó su cabello moreno, sus ojos azules y su actitud llena de seguridad. Parecía la clase de chica que podría machacar a cualquiera en la cancha o en el campo de batalla, y que ni se fijaría en Leo: ¡justo su tipo de chica!
Durante un minuto, Jason y Talia se quedaron el uno frente al otro, anonadados. Entonces ella echó a correr y lo abrazó.
—¡Dioses míos! ¡Ella me dijo que estabas muerto! —Tomó la cara de Jason entre sus manos y la miró como si estuviera inspeccionando todos sus rasgos—. Gracias a Artemisa, ¡eres tú! La pequeña cicatriz del labio: ¡intentaste comerte una grapadora cuando tenías dos años!
Leo se echó a reír.
—¿En serio?
Hedge asintió como si aprobara el gusto de Jason.
—Grapadoras: una excelente fuente de hierro.
—E… espera —dijo Jason tartamudeando—. ¿Quién te dijo que estaba muerto? ¿Qué pasó?
Uno de los lobos blancos ladró en la entrada de la cueva. Talia se volvió hacia el animal y asintió con la cabeza, pero no soltó la cara de Jason, como si temiera que desapareciese.
—Mi loba me dice que no tengo mucho tiempo, y tiene razón. Pero tenemos que hablar. Sentémonos.
Piper hizo más que eso. Se desplomó. Se habría partido la cabeza con el suelo de la cueva si Hedge no la hubiera cogido.
Talia se acercó a ella corriendo.
—¿Qué le pasa? Ah, no te preocupes. Ya veo. Hipotermia. El tobillo —miró al sátiro con la frente arrugada—. ¿Conoces métodos curativos naturales?
Hedge se burló.
—¿Por qué crees que tiene tan buen aspecto? ¿No hueles a bebida isotónica?
Talia miró a Leo por primera vez; naturalmente, una mirada acusadora en plan «¿Por qué has dejado que la cabra haga de médico?». Como si fuera culpa de Leo.
—Tú y el sátiro —ordenó Talia—, llevad a esta chica con mi amiga de la entrada. Phoebe es una magnífica curandera.
—¡Fuera hace frío! —protestó Hedge—. Me helaré los cuernos.
Pero Leo sabía cuándo estaba de más.
—Vamos, Hedge. Estos dos necesitan tiempo para hablar.
—Bah. Está bien —murmuró el sátiro—. Ni siquiera he podido partirle la crisma a alguien.
Hedge llevó a Piper a la entrada. Leo se disponía a seguirlo cuando Jason gritó:
—En realidad, ¿podrías…, ejem…, quedarte, tío?
Leo vio algo en los ojos de Jason que no esperaba: le estaba pidiendo ayuda. Quería que hubiera alguien con él. Tenía miedo.
Leo sonrió.
—Quedarme en los sitios es mi especialidad.
Talia no se alegró tanto de oírlo, pero los tres se sentaron frente al fuego. Durante unos minutos, nadie dijo nada. Jason examinaba a su hermana como si se tratara de un artefacto temible que pudiera explotar si se manipulaba incorrectamente. Talia parecía más cómoda, como si estuviera acostumbrada a tropezarse con cosas más raras que un pariente al que había perdido hacía mucho tiempo. Aun así observaba a Jason en una suerte de trance lleno de estupor, recordando tal vez al niño de dos años que había intentado comerse una grapadora. Leo sacó unos cables de cobre de los bolsillos y se puso a retorcerlos.
Al final, no pudo soportar más el silencio.
—Entonces…, ese rollo de no salir con nadie que os gastáis las Cazadoras de Artemisa…, ¿es así siempre o es algo temporal?
Talia se lo quedó mirando como si acabara de desarrollarse a partir de unas algas. Sí, decididamente le gustaba esa chica.
Jason le dio una patada en la espinilla.
—No hagas caso a Leo. Solo intenta romper el hielo. Talia… ¿qué le pasó a nuestra familia? ¿Quién te dijo que yo estaba muerto?
Talia tiró de una pulsera de plata que llevaba en la muñeca. A la luz del fuego, vestida con el camuflaje invernal, casi parecía Quíone, la princesa de la nieve: igual de fría y hermosa.
—¿Recuerdas algo? —preguntó.
Jason negó con la cabeza.
—Hace tres días me desperté en un autobús con Leo y Piper.
—No fue culpa nuestra —añadió Leo apresuradamente—. Hera le robó los recuerdos.
Talia se puso tensa.
—¿Hera? ¿Cómo lo sabéis?
Jason le habló de su misión: la profecía en el campamento, el encarcelamiento de Hera, el secuestro del padre de Piper por parte del gigante y la fecha tope del solsticio. Leo metió baza para añadir los detalles importantes: que él había arreglado el dragón de bronce y que podía lanzar bolas de fuego y preparar deliciosos tacos.
Talia sabía escuchar. Nada parecía sorprenderla: los monstruos, las profecías, los muertos resucitados. Pero cuando Jason mencionó al rey Midas, maldijo en griego antiguo.
—Sabía que debería haber incendiado su mansión —dijo—. Ese hombre es un peligro. Pero estábamos tan empeñadas en seguir a Licaón… Bueno, me alegro de que escaparais. Entonces, ¿Hera ha estado… escondiéndote todos estos años?
—No lo sé —Jason sacó la foto de su bolsillo—. Me dejó la memoria justa para reconocer tu cara.
Talia miró la fotografía, y su expresión se suavizó.
—Me había olvidado de ella. La dejé en la cabaña uno, ¿verdad?
Jason asintió.
—Creo que Hera quería que nos encontráramos. Cuando aterrizamos aquí, en esta cueva… tuve la sensación de que era importante. Como si supiera que tú andabas cerca. ¿Te parece absurdo?
—No —le aseguró Leo—. Estábamos destinados a encontrarnos con el pibón de tu hermana.
Talia no le hizo caso. Probablemente no quería decir lo mucho que Leo la impresionaba.
—Jason —dijo—, cuando tratas con los dioses, nada es absurdo. Pero no te puedes fiar de Hera, sobre todo teniendo en cuenta que somos hijos de Zeus. Ella odia a los hijos de Zeus.
—Pero dijo que Zeus le había ofrecido mi vida como ofrenda de paz. ¿Tiene eso algún sentido?
Talia se quedó pálida.
—Oh, dioses. Madre no habría… Tú no te acuerdas… No, claro que no.
—¿De qué? —preguntó Jason.
Daba la impresión de que las facciones de Talia envejecían rápidamente a la luz del fuego, como si su inmortalidad no estuviera funcionando bien.
—Jason… no sé cómo decir esto. Nuestra madre no era precisamente estable. Llamó la atención de Zeus porque era actriz de televisión y era muy guapa, pero no llevaba la fama muy bien. Bebía y hacía tonterías. Siempre aparecía en la prensa amarilla. No se cansaba de recibir atención. Antes de que tú nacieras, ella y yo discutíamos continuamente. Ella… ella sabía que mi padre era Zeus, y creo que le costó asimilarlo. Era como si para ella el triunfo definitivo fuera atraer al señor del cielo, y cuando él se marchó no pudo aceptarlo. Los dioses… no se quedan.
Leo se acordó de su madre, de que le aseguraba repetidamente que su padre volvería algún día. Pero nunca se había enfadado por ello. No parecía que quisiera a Hefesto para ella; solo para que Leo pudiera conocer a su padre. Había superado el hecho de tener un trabajo sin porvenir, de vivir en un piso diminuto, de no tener nunca suficiente dinero… y no parecía que supusiera ningún problema para ella. Mientras tuviera a Leo, decía siempre, todo iría bien.
Observó la cara de Jason —que parecía cada vez más desolado mientras Talia describía a su madre— y, por una vez, no tuvo envidia de su amigo. Puede que Leo hubiera perdido a su madre. Puede que hubiera pasado momentos difíciles. Pero al menos se acordaba de ella. Se sorprendió enviando un mensaje en morse con la mano sobre la rodilla: «Te quiero». Le sabía mal por Jason que no tuviera ese tipo de recuerdos, que no tuviera nada a lo que recurirr.
—Bueno…
Jason parecía incapaz de acabar la frase.
—Jason, tienes amigos —le dijo Leo—. Ahora tienes una hermana. No estás solo.
Talia le tendió la mano, y Jason la cogió.
—Cuando tenía siete años más o menos —dijo—, Zeus empezó a visitar a mamá otra vez. Creo que le sabía mal que estuviera arruinando su vida y parecía… diferente de alguna manera. Un poco mayor y más severo, más paternal conmigo. Mamá mejoró por un tiempo. Le encantaba tener a Zeus, que le trajera regalos, que hiciera retumbar el cielo… Siempre quería más atención. Ese fue el año que naciste tú. Mamá… En fin, nunca me llevé bien con ella, pero tú me diste un motivo para quedarme. Eras una monada. Y no me fiaba de cómo te cuidaba. Por supuesto, con el tiempo, Zeus dejó de visitarla. Probablemente ya no aguantaba las exigencias de mamá, que siempre le estaba dando la lata para que le dejara visitar el Olimpo o para que la hiciera inmortal o eternamente hermosa. Eso fue en la época en que empezaron a atacarme los monstruos. Mamá le echaba a Hera la culpa. Decía que la diosa también venía a por ti; que a Hera ya le había costado soportar mi nacimiento, pero que dos hijos semidioses de la misma familia era un insulto demasiado grande. Incluso decía que ella no había querido llamarte Jason, pero que Zeus había insistido para contentar a Hera porque a la diosa le gustaba ese nombre. Yo no sabía qué creer.
Leo jugueteaba con los cables de cobre. Se sentía como un intruso. No debería escuchar la conversación, pero también sentía que estaba llegando a conocer a Jason por primera vez: como si el hecho de estar allí compensara los cuatro meses en la Escuela del Monte, cuando Leo se había imaginado que habían mantenido una amistad.
—¿Cómo os separasteis? —preguntó.
Talia apretó la mano de su hermano.
—Si hubiera sabido que estabas vivo… Dioses, las cosas habrían sido muy distintas. Pero, cuando tenías dos años, mamá nos metió en el coche para ir de vacaciones en familia. Fuimos al norte, en dirección a la tierra del vino, a un parque que quería enseñarnos. Recuerdo haber pensado que era raro, porque mamá nunca nos llevaba a ninguna parte, y se comportaba como si estuviera muy nerviosa. Yo te llevaba de la mano y te estaba acompañando a un gran edificio que había en medio del parque cuando… —Respiró de forma trémula—. Mamá me dijo que volviera al coche a por la cesta de la merienda. Yo no quería dejarte a solas con ella, pero solo iban a ser unos minutos. Cuando volví…, mamá estaba arrodillada en la escalera de piedra, abrazándose y llorando. Dijo… dijo que te habías ido. Dijo que Hera te había reconocido y que era como si te hubieras muerto. Yo no sabía lo que había hecho. Tenía miedo de que se hubiera vuelto loca del todo. Corrí por todo el parque buscándote, pero habías desaparecido. Ella tuvo que llevarme a rastras, pataleando y gritando. Durante los días siguientes estuve histérica. No me acuerdo de todo, pero llamé a la policía para que investigaran a mamá y la interrogaron durante mucho tiempo. Luego nos peleamos. Me dijo que la había traicionado, que debía apoyarla, como si ella fuera la única que importara. Al final, no pude soportarlo. Tu desaparición fue la gota que colmó el vaso. Me escapé de casa y no volví nunca, ni siquiera cuando mamá murió hace unos años. Creía que te habías ido para siempre. Nunca le he hablado de ti a nadie, ni siquiera a Annabeth o Luke, mis dos mejores amigos. Era demasiado doloroso.
—Quirón lo sabía —la voz de Jason sonaba ausente—. Cuando llegué al campamento, me miró y dijo: «Deberías estar muerto».
—No tiene sentido —insistió Talia—. Nunca se lo he contado.
—Eh —dijo Leo—. Lo importante es que ahora os tenéis el uno al otro, ¿no? Tenéis suerte.
Talia asintió.
—Leo tiene razón. Qué cambiado estás. Eres de mi edad. Has crecido.
—Pero ¿dónde he estado? —preguntó Jason—. ¿Cómo es posible que haya estado desaparecido todo este tiempo? Y el rollo romano…
Talia entornó los ojos.
—¿El rollo romano?
—Tu hermano habla en latín —dijo Leo—. Llama a los dioses por sus nombres romanos y tiene tatuajes.
Leo señaló las marcas del brazo de Jason. A continuación, informó a Talia de las otras cosas raras que habían pasado: la conversión de Bóreas en Aquilón, la forma en que Licaón se refería a Jason como «hijo de Roma» y la retirada de los lobos cuando Jason les había hablado en latín.
Talia pulsó la cuerda de su arco.
—Latín. La segunda vez que Zeus estuvo con mamá, a veces hablaba en latín. Como ya he dicho, parecía distinto, más formal.
—¿Crees que estaba en su forma romana? —preguntó Jason—. ¿Y que por eso me considero hijo de Júpiter?
—Es posible —contestó Talia—. Nunca había oído algo parecido, pero eso podría explicar por qué piensas en términos romanos y por qué sabes hablar latín en lugar de griego antiguo. Eso te haría único. Aun así, no explica cómo has sobrevivido sin el Campamento Mestizo. Siendo hijo de Zeus, o de Júpiter, o como quieras llamarlo, deberías haberte visto perseguido por monstruos. Si has estado solo, deberías haber muerto hace años. Yo no habría podido sobrevivir sin amigos. Habrías necesitado formación, un refugio seguro…
—No estaba solo —le espetó Leo—. Hemos oído hablar de otros como él.
Talia lo miró de forma extraña.
—¿Qué quieres decir?
Leo le habló de la camiseta morada llena de cortes que habían encontrado en los grandes almacenes de Medea y de la historia que les habían contado los cíclopes sobre el hijo de Mercurio que hablaba latín.
—¿No hay ningún otro sitio para los semidioses? —preguntó Leo—. ¿Además del Campamento Mestizo? A lo mejor un profesor de latín chiflado ha estado secuestrando a hijos de dioses y haciéndoles pensar como si fueran romanos.
Tan pronto como lo dijo, Leo se dio cuenta de lo estúpido que sonaba. Los deslumbrantes ojos azules de Talia lo observaron fijamente y le hicieron sentirse como un sospechoso en una rueda de reconocimiento.
—He estado por todo el país —meditó Talia—. No he visto pruebas de la existencia de un profesor de latín chiflado ni de semidioses con camisetas moradas. Aun así…
Su voz se fue apagando, como si se le acabara de ocurrir una idea perturbadora.
—¿Qué? —preguntó Jason.
Talia negó con la cabeza.
—Tendré que hablar con la diosa. Tal vez Artemisa nos oriente.
—¿Sigue hablando contigo? —preguntó Jason—. La mayoría de los dioses se han quedado callados.
—Artemisa sigue sus propias normas —dijo Talia—. Tiene que andarse con cuidado de que Zeus no se entere, pero cree que se está comportando de forma ridícula al cerrar el Olimpo. Ella es la que nos puso sobre la pista de Licaón. Dijo que encontraríamos una pista de un amigo desaparecido.
—Percy Jackson —aventuró Leo—. El chico que está buscando Annabeth.
Talia asintió; su rostro estaba lleno de preocupación.
Leo se preguntó si alguien se había preocupado tanto todas las veces que él había desaparecido. Lo dudaba bastante.
—¿Qué tiene que ver Licaón con esto? —preguntó Leo—. ¿Y qué relación tiene con nosotros?
—Tenemos que averiguarlo pronto —reconoció Talia—. Si vuestro plazo vence mañana, estamos perdiendo el tiempo. Eolo podría decirte…
La loba blanca apareció de nuevo en la boca de la cueva y se puso a aullar insistentemente.
—Tengo que ponerme en marcha —Talia se levantó—. Si no, perderé el rastro de las otras cazadoras. Pero primero os llevaré al palacio de Eolo.
—Si no puedes, no hay problema —dijo Jason, aunque parecía un poco inquieto.
—Por favor —Talia sonrió y lo ayudó a levantarse—. He estado sin hermano durante años. Creo que podré aguantar unos minutos contigo antes de que te pongas pesado. ¡Venga, vamos!