—Lobos —dijo Piper—. Suenan cerca.
Jason se levantó e invocó su espada. Leo y el entrenador Hedge se pusieron también en pie. Piper lo intentó, pero se le nubló la vista.
—Quédate aquí —le dijo Jason—. Nosotros te protegeremos.
Ella apretó los dientes. Detestaba sentirse impotente. No quería que nadie la protegiera. Primero, el estúpido tobillo. Ahora, la estúpida hipotermia. Quería levantarse y empuñar la daga.
Entonces, lejos de la luz de la lumbre, en la entrada de la cueva, vio un par de ojos rojos brillando en la oscuridad.
«Vale —pensó—. Tal vez me venga bien un poco de protección».
Poco a poco, más lobos penetraron en el límite de la luz de la lumbre: bestias negras más voluminosas que un gran danés, con el pelaje cubierto de hielo y nieve. Sus colmillos relucían, y sus brillantes ojos rojos parecían tener una inquietante inteligencia. El lobo que estaba en primera línea era casi tan alto como un caballo y tenía la boca manchada, como si acabara de cazar una pieza.
Piper desenvainó la daga.
Entonces Jason avanzó y dijo algo en latín.
Piper no creía que una lengua muerta tuviera mucho efecto en unos animales salvajes, pero el lobo alfa hizo una mueca. Se le erizó el pelaje a lo largo de la columna. Uno de sus lugartenientes trató de avanzar, pero el lobo alfa intentó morderle en la oreja. Entonces todos los lobos retrocedieron en la oscuridad.
—Tengo que estudiar latín, colega —a Leo le temblaba el martillo en la mano—. ¿Qué le has dicho, Jason?
Hedge soltó un juramento.
—No sé qué le has dicho, pero no ha sido suficiente. Mira.
Los lobos estaban regresando, pero el lobo alfa no les acompañaba. No atacaron. Permanecieron a la espera; al menos había ya una docena, formando un semicírculo desigual en el borde de la luz de la lumbre y cerrando la salida de la cueva.
El entrenador levantó la porra.
—Este es el plan: yo los mato a todos, y vosotros escapáis.
—Le harán pedazos, entrenador —dijo Piper.
—No, se me da bien.
Entonces Piper vio como la silueta de un hombre cruzaba la tormenta y atravesaba la jauría de lobos.
—No os separéis —dijo Jason—. Respetan los grupos. Y Hedge, nada de locuras. No vamos a dejarle atrás, ni a usted ni a nadie.
A Piper se le hizo un nudo en la garganta. En ese momento, ella era el eslabón débil de su grupo. Sin duda, los lobos podían oler su miedo. Podría haber llevado perfectamente un cartel que pusiera COMIDA GRATIS.
Los lobos se separaron, y el hombre entró en el foco de luz de la hoguera. Su pelo, grasiento y descuidado, era del color del hollín e iba tocado por una corona de lo que parecían huesos de dedos. Vestía con pieles rasgadas de lobo, conejo, mapache, ciervo y varios animales más que Piper no pudo identificar. Las pieles no parecían curtidas y, por el olor, no eran muy recientes. Tenía un cuerpo ágil y musculoso, como el de un corredor de fondo. Pero su cara era lo más horrible de todo. Una piel fina y pálida se tensaba sobre el cráneo. Sus dientes eran puntiagudos como colmillos. Sus ojos emitían un brillo rojo como los de los lobos… y los estaba clavando en Jason con un odio absoluto.
—Ecce —dijo—, filli romani.
—¡Habla en nuestro idioma, hombre lobo! —rugió Hedge.
El hombre lobo gruñó.
—Dile a tu fauno que tenga cuidado con lo que dice, hijo de Roma, o me servirá de aperitivo.
Piper se acordó de que «fauno» era el nombre romano para referirse a un sátiro. No era una información precisamente útil. Lo que sí le sería de utilidad sería recordar quién era ese hombre lobo en la mitología griega y cómo había que vencerlo.
El hombre lobo examinó al pequeño grupo. Sus orificios nasales se ensancharon.
—Así que es verdad —reflexionó—. Una hija de Afrodita, un hijo de Hefesto, un fauno y un hijo de Roma, del señor Júpiter, nada menos. Todos juntos, sin matarse unos a otros. Interesante.
—¿Te han hablado de nosotros? —preguntó Jason—. ¿Quién?
El hombre soltó un gruñido; tal vez era una risa, tal vez un desafío.
—Os hemos estado buscando por todo el oeste con la esperanza de ser los primeros en encontraros, semidiós. El rey de los gigantes me recompensará generosamente cuando se alce. Soy Licaón, rey de los lobos. Y mi jauría está hambrienta.
Los lobos gruñeron en la oscuridad.
Piper vio con el rabillo del ojo que Leo levantaba el martillo y sacaba otra cosa de su cinturón: un frasco de cristal lleno de un líquido transparente.
Piper se devanó los sesos tratando de ubicar el nombre del hombre lobo. Sabía que lo había oído antes, pero no recordaba los detalles.
Licaón miraba con furia la espada de Jason. Se movía de un lado al otro como buscando una brecha, pero el arma de Jason se movía con él.
—Marchaos —ordenó Jason—. Aquí no hay comida para vosotros.
—A menos que queráis hamburguesas de tofu —propuso Leo.
Licaón enseñó los colmillos. Al parecer, no era aficionado al tofu.
—Si por mí fuera —dijo Licaón con pesar—, te mataría a ti primero, hijo de Júpiter. Tu padre me hizo lo que soy. Yo era el rey mortal más poderoso de Arcadia, con cincuenta hijos magníficos, y Zeus los mató a todos con sus rayos.
—¡Ja! —exclamó el entrenador Hedge—. ¡Tenía un buen motivo!
Jason lanzó una mirada por encima del hombro.
—Entrenador, ¿conoce a este payaso?
—Yo sí que lo conozco —contestó Piper.
Recordó los detalles del mito: una breve y terrible historia de la que ella y su padre se habían reído mientras desayunaban. En ese momento no se reía en absoluto.
—Licaón invitó a Zeus a cenar —dijo—. Pero el rey no estaba seguro de que fuera realmente Zeus, y para poner a prueba sus poderes intentó darle de comer carne humana. Zeus se indignó…
—¡Y mató a mis hijos! —aulló Licaón.
Los lobos que tenía detrás también aullaron.
—Y Zeus lo convirtió en lobo —dijo Piper—. A los hombres lobo se les llama «lincántropos» por él, el primer hombre lobo.
—El rey de los lobos —concluyó el entrenador Hedge—. Un chucho inmortal, apestoso y cruel.
Licaón gruñó.
—¡Te voy a hacer pedazos, fauno!
—Ah, ¿quieres un poco de cabra? Pues yo te daré cabra.
—Basta —dijo Jason—. Licaón, has dicho que querías matarme a mí primero, pero…
—Lamentablemente, hijo de Roma, ya estás reservado. Como esta —agitó sus garras en dirección a Piper— no te ha matado, debes ser entregado vivo en la Casa del Lobo. Una de mis compatriotas ha solicitado el honor de matarte personalmente.
—¿Quién? —preguntó Jason.
El rey de los lobos se rió disimuladamente.
—Una gran admiradora tuya. Al parecer, le impresionaste mucho. Ella se ocupará de ti dentro de poco, y la verdad es que no puedo quejarme. Derramar tu sangre en la Casa del Lobo servirá para marcar muy bien mi nuevo territorio. Lupa se lo pensará dos veces antes de desafiar a mi jauría.
A Piper por poco se le salió el corazón del pecho. No entendía todo lo que había dicho Licaón, pero… ¿una mujer que quería matar a Jason? Medea, pensó. De algún modo, debía de haber sobrevivido a la explosión.
Piper se esforzó por levantarse. Se le nubló de nuevo la vista. Parecía que la cueva diera vueltas.
—Vais a marcharos ahora mismo —dijo Piper— antes de que acabemos con vosotros.
Intentó cargar de fuerza sus palabras, pero estaba demasiado débil. Tiritando entre mantas, pálida, sudorosa y apenas capaz de sostener un cuchillo, no debía de resultar muy amenazante.
Los ojos rojos de Licaón se llenaron de arrugas de diversión.
—Valiente intento, muchacha. Es admirable. Tal vez acabe contigo rápido. Solo se necesita vivo al hijo de Júpiter. Me temo que el resto de vosotros seréis nuestra cena.
En ese momento Piper supo que iba a morir. Pero como mínimo moriría en pie, luchando junto a Jason.
Jason dio un paso adelante.
—No vas a matar a nadie, hombre lobo. Antes tendrás que pasar por encima de mí.
Licaón aulló y extendió sus garras. Jason atacó blandiendo su espada de oro, pero esta lo atravesó como si el rey de los lobos no estuviera allí.
Licaón se echó a reír.
—Oro, bronce, acero… ninguno de esos metales sirve contra mis lobos, hijo de Júpiter.
—¡Plata! —gritó Piper—. ¿No se hiere a los hombres lobo con la plata?
—¡No tenemos plata! —dijo Jason.
Los lobos entraron en la luz del fuego con un brinco. Hedge arremetió gritando un eufórico «¡Al ataque!».
Pero Leo atacó primero. Arrojó el frasco de cristal, que se hizo añicos en el suelo y salpicó de líquido a los lobos: el olor inconfundible de la gasolina. Lanzó una ráfaga de fuego al charco, del que brotó un muro de llamas.
Los lobos gañeron y se retiraron. Varios empezaron a arder y tuvieron que volver corriendo a la nieve. Incluso Licaón miraba con inquietud la barrera de llamas que ahora separaba a sus lobos de los semidioses.
—Venga ya —protestó el entrenador Hedge—. No puedo darles si están lejos.
Cada vez que se acercaba un lobo, Leo lanzaba una oleada de fuego nueva con las manos, pero cada esfuerzo que hacía parecía cansarle un poco más, y la gasolina se estaba consumiendo.
—¡No puedo conseguir más gasolina! —advirtió Leo. A continuación se le tiñó la cara de rojo—. Vaya, no ha salido bien. Me refiero a la combustión. El cinturón va a tardar un rato en recargarse. ¿Tú qué tienes, tío?
—Nada —respondió Jason—. Ni una sola arma que funcione.
—¿Rayos? —preguntó Piper.
Jason se concentró, pero no pasó nada.
—Creo que la tempestad está interfiriendo o algo parecido.
—¡Libera a los venti! —propuso Piper.
—Entonces no tendremos nada que darle a Eolo —dijo Jason—. Habremos llegado hasta aquí para nada.
Licaón se echó a reír.
—Puedo oler vuestro miedo. Unos cuantos minutos de vida más, héroes. Rezad a los dioses que queráis. Zeus no tuvo piedad conmigo, y yo no la tendré con vosotros.
Las llamas empezaron a chisporrotear. Jason lanzó una maldición y soltó la espada. Se puso en cuclillas como si estuviera a punto de librar un combate cuerpo a cuerpo. Leo sacó su martillo de la mochila. Piper levantó su daga: no era gran cosa, pero era lo único que tenía. El entrenador Hedge, que era el único que parecía entusiasmado con la idea de morir, alzó su porra.
Entonces un sonido parecido a un desgarramiento atravesó el viento, como un trozo de cartón al romperse. Un palo largo brotó del pescuezo del lobo que tenían más cerca: el astil de una flecha de plata. El lobo se retorció y se derrumbó, antes de derretirse en un charco de sombra.
Más flechas. Cayeron más lobos. La jauría se dispersó presa de la confusión. Una flecha pasó como un rayo en dirección a Licaón, pero el rey de los lobos la atrapó en el aire. Entonces aulló de dolor. Soltó la flecha, que le dejó un tajo carbonizado y humeante en la palma de la mano. Otra flecha le alcanzó en el hombro, y el rey de los lobos se tambaleó.
—¡Malditos sean! —gritó. Gruñó a su jauría, y los lobos se volvieron y echaron a correr. Licaón clavó sus brillantes ojos rojos en Jason—. Esto no ha terminado, muchacho.
El rey de los lobos desapareció en la noche.
Segundos más tarde, Piper oyó aullar a más lobos, pero el sonido era distinto: menos amenazador, más parecido al de unos perros de caza siguiendo un rastro. Un lobo blanco más pequeño irrumpió en la cueva, seguido de dos más.
—¿Lo mato? —preguntó Hedge.
—¡No! —contestó Piper—. Espere.
Los lobos ladearon la cabeza y observaron al grupo con unos enormes ojos dorados.
Un instante después aparecieron sus amas: un grupo de cazadoras vestidas de camuflaje invernal blanco y gris, al menos media docena. Todas portaban arcos y carcaj con relucientes flechas de plata a la espalda.
Llevaban las caras tapadas con las capuchas de sus anoraks, pero estaba claro que todas eran chicas. Una, un poco más alta que el resto, se agachó a la luz de la lumbre y recogió la flecha que había herido a Licaón en la mano.
—Ha estado muy cerca —se volvió hacia sus compañeras—. Phoebe, quédate conmigo. Vigila la entrada. El resto, seguid a Licaón. No podemos perderlo ahora. Luego os alcanzaré.
Las otras cazadoras asintieron con un murmullo y desaparecieron tras la jauría de Licaón.
La chica de blanco se volvió hacia ellos, con la cara todavía oculta por la capucha.
—Hace más de una semana que seguimos a esos demonios. ¿Está bien todo el mundo? ¿Han mordido a alguien?
Jason se quedó paralizado mirando a la chica. Piper se percató de que había algo en la voz de la joven que le resultaba familiar. Era difícil de identificar, pero el modo en que hablaba, el modo en que formaba las palabras, le recordaba a Jason.
—Eres ella —aventuró Piper—. Eres Talia.
La chica se puso tensa. Piper temió que cogiera el arco, pero en lugar de ello se bajó la capucha. Tenía el pelo moreno de punta, con una diadema de plata sobre la frente. Su cara poseía un brillo extraordinariamente saludable, como si fuera sobrehumana, y sus ojos eran de un azul radiante. Era la chica de la fotografía de Jason.
—¿Te conozco? —preguntó Talia.
Piper respiró.
—Puede que esto te sorprenda, pero…
—Talia —Jason se adelantó, con la voz temblorosa—. Soy Jason, tu hermano.