Piper se despertó helada y tiritando.
Había tenido un sueño horrible en el que aparecía un viejo con orejas de burro que la perseguía y gritaba: «¡Te tocó!».
—Dios mío —le castañeteaban los dientes—. ¡Me convirtió en oro!
—Ya estás bien.
Jason se inclinó y la abrigó con una manta caliente, pero ella seguía fría como un Boréada.
Parpadeó tratando de averiguar dónde estaban. Junto a ella ardía una fogata que volvía el aire acre debido al humo. La luz del fuego parpadeaba contra las paredes de roca. Estaban en una cueva poco profunda, pero no les brindaba mucha protección. En el exterior, el viento aullaba. Soplaba nieve de lado. Podría haber sido de día o de noche. Estaba demasiado oscuro a causa de la tormenta para saberlo.
—¿L… L… Leo? —logró decir Piper.
—Presente y desorificado —Leo también estaba envuelto en mantas. No tenía muy buen aspecto, pero parecía sentirse mejor que Piper—. Yo también he recibido el tratamiento del metal precioso —dijo—. Pero me he librado más rápido. No sé por qué. Tuvimos que meterte en el río para que volvieras del todo. Hemos intentado secarte, pero… estás muy fría.
—Tienes hipotermia —dijo Jason—. Nos hemos arriesgado a usar el máximo néctar posible. El entrenador Hedge ha hecho un poco de magia natural…
—Medicina deportiva —la fea cara del entrenador se cernió sobre ella—. Es una especie de hobby. Puede que el aliento te huela a setas silvestres y bebida isotónica unos cuantos días, pero se te pasará. Probablemente no te morirás. Probablemente.
—Gracias —dijo Piper débilmente—. ¿Cómo habéis vencido a Midas?
Jason le contó la historia, intentando justificar la mayor parte como cuestión de suerte.
El entrenador resopló.
—El chico está siendo modesto. Deberías haberlo visto. ¡Zas! ¡Golpe con la lanza! ¡Ruido de trueno!
—Entrenador, si usted ni siquiera lo vio —dijo Jason—. Estaba fuera comiendo hierba.
Pero el sátiro solo se estaba calentando.
—Luego yo entré con la porra, y dominamos toda la sala. Después le dije: «¡Chico, estoy orgulloso de ti!». Si trabajases la parte superior del cuerpo…
—Entrenador —dijo Jason.
—¿Sí?
—Cállese, por favor.
—Claro.
El entrenador se sentó ante la lumbre y empezó a morder su porra.
Jason posó la mano en la frente de Piper y le tomó la temperatura.
—Leo, ¿puedes atizar el fuego?
—Marchando.
Leo encendió un montón de llamas del tamaño de una bola de béisbol y las lanzó a la fogata.
—¿Tan mala pinta tengo?
Piper estaba tiritando.
—No —contestó Jason.
—Mientes fatal —dijo ella—. ¿Dónde estamos?
—En Pikes Peak —respondió Jason—. Colorado.
—Pero eso está a…, ¿cuánto…?, ¿unos ochocientos kilómetros de Omaha?
—Algo parecido —convino Jason—. Enganché a los espíritus de la tormenta para que nos trajeran hasta aquí. No les gustó: iban un poco más deprisa de lo que yo quería y estuvimos a punto de estrellarnos contra la ladera de una montaña antes de que pudiera meterlos otra vez en la mochila. No pienso volver a intentarlo.
—¿Por qué estamos aquí?
Leo suspiró profundamente.
—Eso mismo le he preguntado yo.
Jason contempló la tormenta como si estuviera esperando algo.
—¿Os acordáis de la estela de viento brillante que vimos ayer? Todavía estaba en el cielo, aunque se había desvanecido mucho. La seguí hasta que dejé de verla. Luego… sinceramente, no estoy seguro. Simplemente sentí que este era el lugar idóneo para parar.
—Claro que lo es —el entrenador Hedge escupió unas astillas de la porra—. El palacio flotante de Eolo debería de estar anclado encima de nosotros, justo en el pico. Este es uno de sus lugares favoritos para atracar.
—A lo mejor fue eso —Jason lo dijo con el ceño fruncido—. No lo sé. Y también otra cosa…
—Las cazadoras se dirigían al oeste —recordó Piper—. ¿Crees que están por aquí?
Jason se frotó el antebrazo como si le molestaran los tatuajes.
—No sé cómo alguien podría sobrevivir ahora mismo en la montaña. La tormenta es muy fuerte. Es la tarde antes del solsticio, pero no tenemos muchas opciones salvo esperar aquí a que pase la tormenta. Teníamos que dejarte descansar un tiempo antes de intentar movernos.
No hacía falta que la convenciera. El viento que aullaba fuera de la cueva le daba miedo y no podía dejar de tiritar.
—Tenemos que hacerte entrar en calor —Jason se sentó junto a ella y alargó los brazos con un poco de torpeza—. Ejem…, ¿te importa que…?
—Qué va.
Ella intentó parecer despreocupada.
Jason la rodeó con los brazos y la estrechó. Se acercaron al fuego. El entrenador Hedge mordía su porra y escupía astillas al fuego.
Leo sacó unos artículos de cocina y empezó a freír hamburguesas en una pequeña sartén de hierro.
—Bueno, chicos, ahora que estáis acurrucados, voy a explicaros una historia que quería contaros. Camino de Omaha tuve un sueño. Era bastante difícil de entender con las interferencias y las interrupciones de La ruleta de la fortuna…
—¿La ruleta de la fortuna?
Piper supuso que Leo estaba bromeando, pero, cuando levantó la vista de las hamburguesas, tenía una expresión totalmente seria.
—El caso es que mi padre, Hefesto, habló conmigo.
Leo les contó el sueño. A la luz del fuego, con el viento aullando, la historia era todavía más horripilante. Piper se imaginaba la voz del dios cargada de electricidad advirtiendo a Leo sobre los gigantes que eran los hijos de Tártaro y sobre la posibilidad de que perdiera a algunos amigos por el camino.
Intentó concentrarse en algo bueno: los brazos de Jason a su alrededor y el calor que se estaba extendiendo poco a poco por su cuerpo, pero estaba aterrada.
—No lo entiendo. Si los semidioses y los dioses tienen que trabajar juntos para matar a los gigantes, ¿por qué los dioses se quedan callados? Si nos necesitan…
—Ja —dijo el entrenador Hedge—. Los dioses no soportan tener que necesitar a los humanos. Les gusta que los humanos los necesiten a ellos, pero no al revés. La situación tendrá que empeorar mucho para que Zeus reconozca que cometió un error cerrando el Olimpo.
—Entrenador —dijo Piper—, eso casi ha sido un comentario inteligente.
Hedge resopló.
—¿Qué? ¡Soy inteligente! No me extraña que no hayáis oído hablar de la guerra de los gigantes. A los dioses no les gusta hablar de ello. Admitir que necesitaste a los mortales para vencer a un enemigo da mala imagen. Fue vergonzoso.
—Todavía hay más —dijo Jason—. Cuando soñé con Hera, dijo que Zeus estaba teniendo un comportamiento paranoico muy extraño. Y dijo que había ido a esas ruinas porque había estado oyendo una voz en su cabeza. ¿Y si alguien está influyendo en los dioses, como Medea influyó en nosotros?
Piper se estremeció. Ella había pensado algo parecido: que una fuerza que no podían ver estaba manipulando las cosas en secreto y ayudando a los gigantes. Tal vez esa misma fuerza estaba manteniendo a Encélado al tanto de sus movimientos e incluso había derribado a su dragón sobre Detroit. Tal vez la Mujer de Tierra de Leo u otro criado suyo…
Leo colocó unos bollos sobre la sartén para que se tostaran.
—Sí, Hefesto dijo algo parecido, como si Zeus se estuviera comportando de forma más rara de lo normal. Pero lo que me preocupó fue lo que mi padre no dijo. Como un par de veces que estaba hablando de los semidioses y de los hijos que tenía y todo eso. No sé. Se comportó como si reunir a los semidioses fuera a ser casi imposible, como si Hera lo estuviera intentando, pero fuera una estupidez y hubiera un secreto que Hefesto no pudiera contarme.
Jason se movió. Piper notó la tensión en sus brazos.
—Quirón actuó igual en el campamento —dijo—. Mencionó un juramento sagrado que prohibía hablar… de algo. Entrenador, ¿sabe usted algo sobre eso?
—No. Yo solo soy un sátiro. A nosotros no nos cuentan las cosas jugosas. Y menos a un viejo…
Se interrumpió.
—¿A un viejo como usted? —preguntó Piper—. Pero usted no es tan viejo, ¿no?
—Tengo ciento seis años —murmuró el entrenador.
Leo tosió.
—¿Qué?
—Ten cuidado, procura que no se te quemen los calzoncillos, Valdez. Equivalen a cincuenta y tres años humanos. Aun así, me he ganado algunos enemigos en el Consejo de Sabios Ungulados. He sido protector durante mucho tiempo, pero empezaron a decir que me estaba volviendo impredecible. Demasiado violento. ¿Os entra en la cabeza?
—Vaya —Piper procuró no mirar a sus amigos—. Cuesta creerlo.
El entrenador hizo una mueca.
—Sí. Y luego, cuando por fin empieza una guerra contra los titanes, ¿me ponen en las primeras líneas? ¡No! Me mandan lo más lejos posible: a la frontera de Canadá. ¿Os lo podéis creer? Luego, después de la guerra, me destituyeron. La Escuela del Monte. ¡Bah! Como si fuera demasiado viejo para ayudar porque me gusta jugar a la ofensiva. Todos esos recogeflores del consejo, hablando de la naturaleza…
—Creía que a los sátiros les gustaba la naturaleza —se aventuró a decir Piper.
—Caracoles, me encanta la naturaleza —dijo Hedge—. ¡En la naturaleza, los animales grandes matan y se comen a los pequeños! Y cuando eres un…, ya sabéis…, un sátiro de estatura menuda como yo, te pones en forma, coges un palo grande ¡y no aguantas tonterías de nadie! Eso es la naturaleza —Hedge resopló indignado—. Recogeflores. En fin, espero que tengas algo de comida vegetariana, Valdez. No como carne.
—Sí, entrenador. No se coma la porra. Aquí tengo unas hamburguesas de tofu. Piper también es vegetariana. Las prepararé en un momento.
El olor a hamburguesas fritas invadía el aire. Normalmente, Piper no soportaba el olor a carne cocinada, pero el estómago le hacía ruido como si quisiera amotinarse.
«Estoy perdiendo los papeles —pensó—. Piensa en brócoli. Zanahorias. Lentejas».
Su estómago no era lo único que se estaba rebelando. Mientras estaba tumbada junto al fuego abrazada por Jason, la conciencia de Piper actuaba como una bala caliente que se abría paso poco a poco hacia su corazón. Toda la culpabilidad que había estado reprimiendo durante la última semana, desde que el gigante Encélado le había enviado un sueño por primera vez, estaba acabando con ella.
Sus amigos querían ayudarla. Jason incluso decía que estaría dispuesto a caer en una trampa para salvar a su padre. Y Piper los había excluido.
Puede que ya hubiera condenado a su padre al atacar a Medea.
Contuvo un sollozo. Tal vez había hecho lo correcto en Chicago salvando a sus amigos, pero no había hecho más que aplazar el problema. Jamás podría traicionar a sus amigos, pero una pequeña parte de ella estaba lo bastante desesperada para pensar: «¿Y si lo hiciera?».
Intentó imaginar lo que diría su padre. «Oye, papá, si un gigante caníbal te tuviera encadenado y yo tuviera que traicionar a dos amigos míos para salvarte, ¿qué debería hacer?»
Qué raro, esa nunca había aparecido en las tres preguntas cualquiera. Por supuesto, su padre no se habría tomado la pregunta en serio. Probablemente le habría contado una de las viejas historias del abuelo Tom —algo relacionado con puercoespines brillantes y pájaros parlantes— y luego se habría reído como si le hubiera dado un consejo ridículo.
A Piper le habría gustado acordarse mejor de su abuelo. A veces soñaba con aquella pequeña casa de dos habitaciones de Oklahoma. Se preguntaba cómo habría sido criarse allí.
Su padre pensaría que estaba loca. Él se había pasado toda la vida huyendo de aquel sitio, distanciándose de la reserva, interpretando cualquier papel menos de nativo americano. Siempre le había dicho la suerte que tenía de haberse criado en la abundancia en una bonita casa de California.
Ella había aprendido a sentirse un poco incómoda con respecto a su ascendencia, como las viejas fotos de su padre de los ochenta, cuando llevaba plumas en el pelo y ropa estrafalaria. «¿Puedes creer que hubo una época en la que llevaba esas pintas?», decía. Ser cherokee era lo mismo para él: algo raro y ligeramente vergonzoso.
Pero ¿qué eran si no? Su padre no parecía saberlo. Tal vez por eso siempre era tan infeliz y siempre estaba cambiando de papeles. Tal vez por eso Piper empezó a robar cosas, buscando algo que su padre no podía darle.
Leo colocó las hamburguesas de tofu en la sartén. El viento seguía bramando. Piper se acordó de una vieja historia que le había contado su padre, una historia que quizá respondiera a algunas de sus preguntas.
Cuando estaba en segundo, un día había vuelto a casa llorando y le había preguntado a su padre por qué le había puesto de nombre Piper. Los chicos se burlaban de ella porque Piper Cherokee era un tipo de avión.
Su padre se echó a reír, como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza.
—No, Pipes. Bonito avión. Yo no te llamé así. El abuelo Tom eligió tu nombre. La primera vez que te oyó gritar dijo que tenías una voz fuerte, mejor que la de cualquier flautista, y en inglés piper significa «flautista». Dijo que aprenderías las canciones cherokees más difíciles, incluso la canción de las serpientes.
—¿La canción de las serpientes?
Su padre le contó la leyenda según la cual un día una mujer cherokee había visto una serpiente jugando cerca de sus hijos y la había matado con una piedra, sin darse cuenta de que era la reina de las serpientes de cascabel. Las serpientes se prepararon para hacer la guerra a los humanos, pero el marido de la mujer intentó hacer las paces con ellas. Prometió que haría cualquier cosa para compensar a las serpientes de cascabel. Las serpientes hicieron que cumpliera su palabra. Le dijeron que mandara a su mujer al pozo para que pudieran picarle y quitarle la vida a cambio. El hombre estaba desconsolado, pero hizo lo que le pidieron. A las serpientes les impresionó que el hombre hubiera renunciado a tanto y hubiera cumplido su promesa. Le enseñaron la canción de las serpientes para que la cantaran todos los cherokees. A partir de entonces, si algún cherokee se encontraba con una serpiente y le cantaba la canción, la serpiente lo reconocía como amigo y no le picaba.
—¡Qué horror! —dijo Piper—. ¿Dejó morir a su mujer?
Su padre abrió las manos.
—Fue un duro sacrificio, pero esa vida sirvió para traer la paz entre las serpientes y los cherokees durante generaciones. El abuelo Tom creía que la música cherokee podía resolver casi todos los problemas. Creía que tú aprenderías muchas canciones y serías el mejor músico de la familia. Por eso te llamamos Piper.
«Un duro sacrificio». ¿Había presentido su abuelo algo en ella ya de bebé? ¿Había intuido que era hija de Afrodita? Probablemente su padre le diría que era una locura. El abuelo Tom no era ningún oráculo.
Pero aun así… ella había prometido que ayudaría en la misión. Sus amigos contaban con ella. La habían salvado cuando Midas la había convertido en oro. Le habían devuelto la vida. No podía compensarles con mentiras.
Poco a poco empezó a notar más calor. Dejó de tiritar y se acomodó contra el pecho de Jason. Leo repartió la comida. Piper no quería moverse, ni hablar, ni hacer nada que interrumpiera aquel momento, pero no le quedaba más remedio.
—Tenemos que hablar —se incorporó para poder situarse de cara a Jason—. No quiero esconderos nada más.
Ellos la miraron con la boca llena de hamburguesa. Ya era demasiado tarde para cambiar de opinión.
—Tres noches antes de la excursión al Gran Cañón —dijo—, tuve una visión en un sueño: un gigante me dijo que mi padre había sido tomado como rehén. Me dijo que si yo no colaboraba, mi padre moriría.
Las llamas crepitaban.
Al fin, Jason dijo:
—¿Encélado? Antes dijiste ese nombre.
El entrenador Hedge soltó un silbido.
—Un gran gigante. Escupe fuego. A mí no me gustaría que achicharrara a mi padre.
Jason le lanzó una mirada para que se callara.
—Continúa, Piper. ¿Qué pasó luego?
—Yo… intenté ponerme en contacto con mi padre, pero solo conseguí hablar con su ayudante personal, y me dijo que no me preocupara.
—¿Jane? —recordó Leo—. ¿No dijo Medea algo de que la controlaba?
Piper asintió.
—Para recuperar a mi padre, tendría que sabotear esta misión. No sabía que participaríamos los tres. Luego, después de que empezáramos la misión, Encélado me hizo otra advertencia: me dijo que os quería muertos. Quiere que os lleve a una montaña. No sé exactamente a cuál, pero está en el Área de la Bahía: desde la cima vi el puente Golden Gate. Tengo que estar allí al mediodía del solsticio, es decir, mañana. Un intercambio.
Era incapaz de mirar a sus amigos a los ojos. Esperó a que le gritaran o le volvieran la espalda o la echaran a patadas a la ventisca.
En cambio, Jason se deslizó junto a ella y la rodeó otra vez con el brazo.
—Dios, Piper. Lo siento mucho.
Leo asintió con la cabeza.
—¿Lo dices en serio? ¿Has estado cargando con eso toda la semana? Piper, podíamos ayudarte.
Ella los fulminó con la mirada.
—¿Por qué no me gritáis o algo así? ¡Me han mandado que os mate!
—Venga ya —dijo Jason—. Nos has salvado a los dos. Yo habría puesto mi vida en tus manos en cualquier momento.
—Lo mismo digo yo —convino Leo—. Yo también quiero un abrazo.
—¡No lo entendéis! —repuso Piper—. Probablemente al contaros esto he matado a mi padre.
—Lo dudo —el entrenador Hedge eructó. Estaba comiéndose la hamburguesa de tofu envuelta en el plato de plástico, masticándolo todo como si fuera un taco—. El gigante aún no ha conseguido lo que quiere, así que todavía necesita a tu padre para hacer presión. Esperará hasta que pase el plazo para ver si apareces. Quiere que desvíes la misión a esa montaña, ¿no?
Piper asintió, indecisa.
—Eso significa que Hera está encerrada en otra parte —razonó Hedge—. Y hay que salvarla el mismo día. De modo que tienes que elegir entre salvar a tu padre o rescatar a Hera. Si te decides por Hera, Encélado cuidará de tu padre. Además, Encélado nunca te dejaría marchar aunque colaboraras. Eres una de los siete de la Gran Profecía.
«Una de los siete». Ella ya había hablado antes del tema con Jason y Leo, y suponía que debía de ser verdad, pero le costaba creerlo. No se sentía tan importante. Solo era una estúpida hija de Afrodita. ¿Cómo era posible que engañaran y mataran por ella?
—Entonces no tenemos alternativa —dijo con tristeza—. Tenemos que salvar a Hera o el rey de los gigantes quedará en libertad. Esa es nuestra misión. El mundo depende de ello. Y parece que Encélado tiene formas de vigilarme. No es tonto. Sabrá si cambiamos de rumbo y vamos por otro camino. Matará a mi padre.
—No va a matar a tu padre —repuso Leo—. Lo salvaremos.
—¡No tenemos tiempo! —gritó Piper—. Además, es una trampa.
—Somos cuatro amigos, reina de la belleza —dijo Leo—. No vamos a permitir que tu padre muera. Solo tenemos que pensar un plan.
El entrenador Hedge gruñó.
—Si supiéramos dónde está esa montaña, sería de ayuda. A lo mejor Eolo puede decírtelo. El Área de la Bahía tiene mala fama por sus semidioses. El antiguo hogar de los titanes, el monte Otris, se encuentra sobre el monte Tamalpais, donde Atlas sostiene el cielo. Espero que no sea la montaña que viste.
Piper trató de recordar la vista del sueño.
—Creo que no. Estaba en el interior.
Jason miró la lumbre con el entrecejo fruncido, como si estuviera intentando acordarse de algo.
—Mala fama… No encaja. El Área de la Bahía…
—¿Crees que has estado allí? —preguntó Piper.
—Yo… —Parecía que estuviera a punto de hacer un progreso importante. Entonces la angustia regresó a sus ojos—. No lo sé. Hedge, ¿qué ha sido del monte Otris?
Hedge dio otro bocado de plástico y hamburguesa.
—El verano pasado, Cronos construyó allí otro palacio. Un sitio grande y feo que iba a ser la sede de su nuevo reino y todo eso. Pero allí no hubo ninguna batalla. Cronos marchó sobre Manhattan e intentó conquistar el Olimpo. Si mal no recuerdo, dejó a unos titanes al cargo de su palacio, pero, cuando le vencieron en Manhattan, el palacio se vino abajo solo.
—No —dijo Jason.
Todo el mundo lo miró.
—¿Cómo que no? —preguntó Leo.
—Eso no es lo que pasó. Yo… —Se puso tenso, mirando hacia la boca de la cueva—. ¿Habéis oído eso?
En un primer momento, Piper no oyó nada. Pero luego sí: unos aullidos desgarrando la noche.