Caían en picado en la oscuridad montados aún en el lomo del dragón, pero Festo tenía la piel fría. Sus ojos de color rubí brillaban débilmente.
—¡Otra vez no! —gritó Leo—. ¡No puedes caerte otra vez!
Apenas podía agarrarse. El viento le picaba en los ojos, pero consiguió abrir el tablero del pescuezo del dragón. Pulsó los interruptores. Tiró de los cables. Las alas del dragón se agitaron una vez, pero Leo olió a bronce quemado. El sistema de propulsión estaba sobrecargado. Festo no tenía fuerzas para seguir volando, y Leo no podía llegar al tablero de control situado en la cabeza del dragón en pleno aire. Vio las luces de una ciudad debajo de ellos: meros destellos en la oscuridad mientras caían a plomo trazando círculos.
—¡Jason! —gritó—. ¡Coge a Piper y marchaos volando!
—¿Qué?
—¡Tenemos que aligerar la carga! ¡Podría reiniciar a Festo, pero lleva demasiado peso!
—¿Y tú? —gritó Piper—. Si no puedes reiniciarlo…
—No me pasará nada —chilló Leo—. Vosotros seguidme hasta el suelo. ¡Vamos!
Jason agarró a Piper de la cintura. Los dos se desabrocharon los cinturones de seguridad y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron saltando por los aires.
—Bueno —dijo Leo—. Ya solo quedamos tú y yo, Festo… y dos pesadas jaulas. ¡Puedes hacerlo, chico!
Leo hablaba con el dragón mientras maniobraba, cayendo a velocidad terminal. Veía las luces de la ciudad debajo de él cada vez más cerca. Encendió fuego con la mano para poder ver lo que estaba haciendo, pero el viento lo apagaba continuamente.
Tiró de un cable que creía que conectaba el sistema nervioso del dragón con su cabeza con la esperanza de despertarle.
Festo gruñó; un metal chirriando dentro de su pescuezo. Sus ojos cobraron vida parpadeando débilmente, y desplegó las alas. Dejaron de caer y pasaron a deslizarse abruptamente.
—¡Bien! —gritó Leo—. Vamos, grandullón. ¡Vamos!
Seguían volando a demasiada velocidad, y el suelo estaba demasiado cerca. Leo necesitaba un lugar donde aterrizar… deprisa.
Había un gran río: no. No era aconsejable para un dragón que escupía fuego. Si Festo se hundía, no conseguiría sacarlo, y menos aún con temperaturas glaciales. Entonces, en la orilla, Leo vio una mansión blanca con una enorme extensión de césped nevada y rodeada por un alto cerco de ladrillo: como un recinto privado de alguien rico, todo resplandeciente de luz. Una pista de aterrizaje perfecta. Hizo todo lo posible por conducir al dragón hacia ella, y Festo pareció resucitar. ¡Podían conseguirlo!
Entonces todo salió mal. Conforme se acercaban al césped, unos focos situados a lo largo del cerco les enfocaron y cegaron a Leo. Oyó unas explosiones que parecían disparos de balas trazadoras, un sonido de metal siendo cortado en pedazos… y BUM.
Leo se desmayó.
Cuando volvió en sí, Jason y Piper estaban inclinados sobre él. Estaba tumbado en la nieve, cubierto de barro y grasa. Escupió una mata de hierba helada.
—¿Dónde…?
—No te muevas —Piper tenía lágrimas en los ojos—. Te caíste rodando con mucha fuerza cuando… cuando Festo…
—¿Dónde está?
Leo se incorporó, pero notaba la cabeza como si le flotara. Habían aterrizado dentro del recinto. Algo había pasado cuando estaban cayendo… ¿Disparos?
—En serio, Leo —insistió Jason—. Podrías estar herido. No deberías…
Leo se levantó con dificultad. Entonces vio los daños del accidente. Festo debía de haber soltado las grandes jaulas de canario al sobrevolar el cerco, ya que habían salido rodando en distintas direcciones y habían caído de lado, totalmente intactas.
Festo no había tenido tanta suerte.
El dragón se había desintegrado. Sus miembros se hallaban esparcidos por el césped. Su cola colgaba del cerco. La sección principal de su cuerpo había abierto una zanja de seis metros de ancho y quince de largo en el jardín de la mansión antes de descomponerse. Lo único que quedaba de su piel era un montón de chatarra chamuscada y humeante. Solo su pescuezo y su cabeza estaban más o menos intactos, reposando sobre una hilera de rosales helados a modo de almohada.
—No —dijo Leo sollozando.
Echó a correr hacia la cabeza del dragón y le acarició el morro. Los ojos del dragón parpadearon débilmente. Le salía aceite por la oreja.
—No puedes irte —suplicó Leo—. Eres lo mejor que he arreglado en mi vida.
Los engranajes de la cabeza del dragón chirriaron, como si estuviera ronroneando. Jason y Piper se situaron junto a él, pero Leo no apartó la vista del dragón.
Se acordó entonces de lo que le había dicho Hefesto: «Tú no tienes la culpa, Leo. Nada dura eternamente, ni siquiera las mejores máquinas».
Su padre había intentado advertirle.
—No es justo —dijo.
El dragón emitió un chasquido. Un largo chirrido. Dos breves chasquidos. Chirrido. Chirrido. Parecía una pauta, lo que despertó un viejo recuerdo en la mente de Leo. Se dio cuenta de que Festo estaba intentando decirle algo. Estaba utilizando el código morse, como su madre le había enseñado hacía años. Leo escuchó más atentamente, traduciendo los sonidos en letras: un sencillo mensaje que se repetía una y otra vez.
—Sí —dijo Leo—. Lo entiendo. Lo haré. Te lo prometo.
Los ojos del dragón se apagaron. Festo se había ido.
Leo rompió a llorar. No le dio vergüenza. Sus amigos estaban a ambos lados de él, dándole palmaditas en los hombros, pronunciando palabras de consuelo, pero Leo oía un zumbido en los oídos que apagaba sus palabras.
Finalmente, Jason dijo:
—Lo siento, tío. ¿Qué le has prometido a Festo?
Leo se sorbió la nariz. Abrió el tablero de la cabeza del dragón para asegurarse, pero el disco de control estaba tan roto y quemado que resultaba irreparable.
—Algo que me dijo mi padre —contestó Leo—. Que todo se puede volver a utilizar.
—¿Tu padre ha hablado contigo? —preguntó Jason—. ¿Cuándo ha sido?
Leo no contestó. Se puso a trabajar en las bisagras del pescuezo del dragón hasta que la cabeza se desprendió. Pesaba unos cincuenta kilos, pero consiguió cogerla en brazos. Alzó la vista al cielo estrellado y dijo:
—Llévalo al búnker, por favor, papá. Hasta que pueda volver a utilizarlo. Nunca te he pedido nada.
Se levantó viento, y la cabeza del dragón salió flotando de entre los brazos de Leo como si no pesara nada. Se fue volando por los aires y desapareció.
Piper lo miró asombrada.
—¿Te ha contestado?
—Tuve un sueño —logró decir Leo—. Os lo contaré más tarde.
Sabía que les debía a sus amigos una explicación mejor, pero apenas podía hablar. Él también se sentía como una máquina averiada, como si alguien le hubiera quitado una pequeña pieza y ya no fuera a estar completo nunca. Podría moverse, podría hablar, podría seguir adelante y cumplir con su tarea, pero siempre estaría desequilibrado y nunca se encontraría perfectamente calibrado.
Aun así, no podía permitirse desmoronarse del todo. De lo contrario, Festo habría muerto en vano. Tenía que acabar su misión: por sus amigos, por su madre y por su dragón.
Miró a su alrededor. La gran mansión blanca brillaba en el centro de los jardines. Unos altos muros de ladrillo con luces y cámaras de vigilancia rodeaban el perímentro, pero ahora Leo vio —o, más bien, percibió— lo bien protegidos que estaban esos muros.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. O sea, ¿en qué ciudad?
—En Omaha, Nebraska —respondió Piper—. Vi un cartel cuando llegamos. Pero no sé qué es esta mansión. Caímos justo después de ti, pero cuando estabas aterrizando, Leo, te juro que parecía… No lo sé…
—Láseres —dijo Leo.
Cogió un trozo de los restos del dragón y lo arrojó a lo alto del cercado. Inmediatamente, una torrecilla brotó del muro de ladrillo y un rayo de calor puro quemó la placa de bronce y la redujo a cenizas.
Jason silbó.
—Es un sistema de defensa. ¿Cómo es que seguimos vivos?
—Festo —dijo Leo con tristeza—. Él recibió los disparos. Los láseres lo hicieron pedazos cuando cayó y por eso no pudieron apuntaros a vosotros. Le hice caer en una trampa mortal.
—No podías saberlo —dijo Piper—. Nos ha salvado la vida otra vez.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Jason—. La puerta principal está cerrada, y creo que no puedo sacaros a los dos volando sin que me derriben.
Leo alzó la vista a la pasarela de la gran mansión blanca.
—Como no podemos salir, tendremos que entrar.