XXVIII
Piper

Piper arrinconó a la princesa mientras Jason y Leo iban a mirar los abrigos de piel vivos.

—¿Quiere que hagan compras antes de su muerte? —preguntó Piper.

—Hummm —la princesa quitó el polvo de una vitrina que contenía espadas—. Soy vidente, querida. Conozco tu secretillo. Pero no nos interesa detenernos en él, ¿verdad? Los chicos se lo están pasando en grande.

Leo se echó a reír al probarse un gorro que parecía hecho de piel de mapache encantado. Su cola anillada se movía nerviosamente, y sus patitas se meneaban frenéticamente mientras Leo andaba. Jason estaba mirando ávidamente la ropa deportiva masculina. ¿Los chicos interesados en comprar ropa? Una señal definitiva de que estaban bajo los efectos de un hechizo maligno.

Piper lanzó una mirada asesina a la princesa.

—¿Quién es usted?

—Ya te lo he dicho, querida. Soy la princesa de Colchis.

—¿Dónde está Colchis?

La expresión de la princesa se volvió un poco triste.

—Querrás decir dónde estaba. Mi padre gobernaba las lejanas orillas del mar Negro, lo más lejos que un barco griego podía navegar al este en aquel entonces. Pero Colchis ya no existe… Se perdió hace eones.

—¿Eones? —preguntó Piper. La princesa no aparentaba más de cincuenta años, pero una terrible sensación empezó a invadir a Piper: algo relacionado con un comentario que había hecho el rey Bóreas en Quebec—. ¿Cuántos años tiene?

La princesa se echó a reír.

—Una dama debería evitar hacer esa pregunta o contestarla. Digamos que los trámites de inmigración para entrar en vuestro país me llevaron bastante tiempo. Mi patrona me trajo por fin. Ella hizo todo esto posible.

La princesa señaló los grandes almacenes con un gesto amplio del brazo.

Piper notó un sabor metálico en la boca.

—Su patrona…

—Oh, sí. Claro que ella no trae a cualquiera: solo a aquellos que tienen dotes especiales, como yo. Y me exige muy poco: que la entrada de la tienda sea subterránea para poder supervisar a mi clientela y algún favor de vez en cuando. ¿Solo eso a cambio de una nueva vida? La verdad es que es el mejor trato que he hecho desde hace siglos.

«Corre —pensó Piper—. Tenemos que salir de aquí».

Pero antes siquiera de que pudiera expresar sus pensamientos con palabras, Jason gritó:

—¡Eh, mirad esto!

Levantó de una percha con la etiqueta ROPA DE SEGUNDA MANO una camiseta de manga corta morada como la que llevaba en la excursión escolar, solo que aquella parecía haber sido desgarrada por unos tigres.

Jason arrugó la frente.

—¿Por qué me suena tanto?

—Jason, es como la tuya —dijo Piper—. Tenemos que marcharnos ya.

Pero no estaba segura de si él podía oírla bajo el encantamiento de la princesa.

—Tonterías —dijo la princesa—. Los chicos no han acabado, ¿verdad? Y sí, querida. Esas camisetas son muy populares: canjes de anteriores clientes. Te sienta bien.

Leo cogió una camiseta naranja del Campamento Mestizo con un agujero en el centro, como si la hubiera atravesado una lanza. Al lado había un peto de bronce abollado con manchas de corrosión —¿ácido, tal vez?—, y una toga romana hecha jirones y tiznada de algo con un inquietante parecido con la sangre seca.

—Su Alteza —dijo Piper, tratando de controlar los nervios—, ¿por qué no le cuenta a los chicos que ha traicionado a su familia? Seguro que les gustaría oír esa historia.

Sus palabras no tuvieron el más mínimo efecto en la princesa, pero los chicos se volvieron al instante, arrebatados por un súbito interés.

—¿Otra historia? —preguntó Leo.

—¡Yo quiero oír otra historia! —convino Jason.

La princesa lanzó una mirada de irritación a Piper.

—Oh, uno hace cosas extrañas por amor, Piper. Tú deberías saberlo. De hecho, me enamoré de aquel joven héroe porque tu madre, Afrodita, me hechizó. De no haber sido por ella… Pero no puedo guardar rencor a una diosa, ¿verdad?

El tono de la princesa dejó clara su intención: «Puedo desquitarme contigo».

—Pero ese héroe la llevó con él cuando huyó de Colchis —recordó Piper—. ¿Verdad, Su Alteza? Se casó con usted tal como prometió.

La mirada de la princesa hizo que a Piper le entraran ganas de disculparse, pero no se retractó.

—Al principio —reconoció Su Alteza— parecía que mantendría su palabra. Pero incluso después de haberlo ayudado a robar el tesoro de mi padre, seguía necesitando mi ayuda. Cuando huimos, la flota de mi hermano vino a por nosotros. Sus buques de guerra nos capturaron. Él nos habría destruido, pero lo convencí para que subiera a bordo de nuestro barco y hablara bajo una bandera blanca. Al final se fió de mí.

—Y mató a su propio hermano —dijo Piper, recordando la terrible historia, junto con un nombre: un nombre infame que empezaba por la letra M.

—¿Qué? —Jason se agitó. Por un momento casi pareció el de siempre—. ¿Mató a su propio…?

—No —soltó la princesa—. Esas historias son mentira. Fueron mi nuevo marido y sus hombres los que mataron a mi hermano, pero no lo podrían haber hecho sin mi engaño. Lanzaron su cuerpo al mar, y la flota que nos perseguía tuvo que parar a buscarlo para poder dar a mi hermano un entierro en condiciones. Eso nos dio tiempo para escapar. Todo eso lo hice por mi marido. Y él se olvidó de nuestro trato. Al final me traicionó.

Jason seguía pareciendo incómodo.

—¿Qué hizo?

La princesa sujetó la toga cortada contra el pecho de Jason, como si estuviera midiéndolo para asesinarlo.

—¿No conoces la historia, muchacho? Tú deberías conocerla más que nadie. Te pusieron su nombre.

—Jasón —dijo Piper—. El Jasón original. Pero, entonces…, ¡debería estar muerta!

La princesa sonrió.

—Como he dicho, llevo una nueva vida en un nuevo país. Sin duda, cometí errores. Volví la espalda a mi gente. Me llamaron traidora, ladrona, mentirosa, asesina. Pero lo hice por amor.

Se volvió hacia los chicos y les lanzó una mirada lastimera pestañeando. Piper notó que sus artes de hechicería se apoderaban de ellos, controlándolos con más firmeza que nunca.

—¿Vosotros no haríais lo mismo por alguien a quien amáis?

—Claro —dijo Jason.

—Ya lo creo —contestó Leo.

—¡Chicos! —Piper apretó los dientes de frustración—. ¿No veis quién es? ¿No…?

—¿Seguimos? —dijo la princesa despreocupadamente—. Creo que queríais hablar del precio de los espíritus de la tormenta… y de vuestro sátiro.

Leo se distrajo en la segunda planta con los artefactos.

—No puede ser —dijo—. ¿Es eso una fragua reforzada?

Antes de que Piper pudiera detenerlo, saltó de la escalera mecánica y corrió hacia un gran horno ovalado que parecía una barbacoa aumentada.

Cuando lo alcanzaron, la princesa dijo:

—Tienes buen gusto. Es el H-2000, diseñado por el mismísimo Hefesto. Desprende suficiente calor para derretir el bronce celestial y el oro imperial.

Jason se estremeció como si hubiera reconocido el término.

—¿Oro imperial?

La princesa asintió.

—Sí, querido. Como esa arma que llevas tan bien escondida en el bolsillo. Para ser forjado como es debido, el oro imperial tiene que ser consagrado en el templo de Júpiter, en el Capitolio de Roma. Es un metal muy fuerte y raro, pero, como los emperadores romanos, muy volátil. Asegúrate de no romper nunca esa espada… —Sonrió afablemente—. Roma es posterior a mi época, por supuesto, pero oigo historias. Y este trono dorado de aquí es uno de los mejores artículos de lujo que poseo. Hefesto lo creó como castigo para su madre, Hera. Si os sentáis en él, quedaréis inmediatamente atrapados.

Leo pareció tomar sus palabras como una orden. Echó a andar hacia el trono en estado de trance.

—¡No, Leo! —le advirtió Piper.

Él parpadeó.

—¿Cuánto pide por los dos?

—Oh, te podría dejar el trono por cinco grandes hazañas. La forja, por siete años de servidumbre. Y por un poco de tu fuerza…

La princesa condujo a Leo a la sección de artefactos, informándole de los precios de varios artículos.

Piper no quería dejarlo solo con ella, pero tenía que intentar razonar con Jason. Lo llevó aparte y le dio una bofetada.

—¡Ay! —murmuró él con aire soñoliento—. ¿A qué ha venido eso?

—¡Espabílate! —susurró Piper.

—¿De qué estás hablando?

—Te está embrujahablando. ¿No lo notas?

Él arqueó las cejas.

—Parece legal.

—¡No es legal! ¡Ni siquiera debería estar viva! Se casó con Jasón, el otro Jasón, hace tres mil años. ¿Te acuerdas de lo que dijo Bóreas sobre las almas que ya no estaban encerradas en el Hades? No solo los monstruos no pueden seguir muertos. ¡Ella también ha vuelto del inframundo!

Jason movió la cabeza con inquietud.

—No es un fantasma.

—¡No, es algo peor! Es…

—Chicos —la princesa volvió acompañada de Leo—. Si sois tan amables, ahora veremos lo que habéis venido a buscar. Es lo que queréis, ¿verdad?

Piper tuvo que contener un grito. Estaba tentada de sacar la daga y matar a aquella bruja ella misma, pero no le gustaban sus posibilidades: se hallaba en medio de los grandes almacenes de Su Alteza y sus amigos estaban hechizados. Piper ni siquiera estaba segura de que se pusieran de su parte si se producía una pelea. Tenía que pensar un plan mejor.

Bajaron al pie de la fuente en la escalera mecánica. Por primera vez Piper se fijó en los dos grandes relojes de sol de bronce —cada uno del tamaño aproximado de una cama elástica— que había incrustados en las baldosas de mármol del suelo hacia el norte y el sur de la fuente. Las enormes jaulas doradas se encontraban al este y el oeste, y en la más alejada estaban encerrados los espíritus de la tormenta. Estaban tan apretujados, dando vueltas como un tornado superconcentrado, que Piper no sabía cuántos había: docenas, quizá.

—Eh —dijo Leo—. ¡Parece que el entrenador Hedge está bien!

Echaron a correr hacia la jaula que tenían más cerca. El viejo sátiro parecía haberse quedado petrificado en el momento en que había sido absorbido por el cielo sobre el Gran Cañón. Estaba paralizado en pleno grito, con la porra levantada por encima de la cabeza como si estuviera mandando a la clase de gimnasia que se tumbaran e hicieran cincuenta flexiones. Tenía el cabello rizado revuelto. Si Piper se concentraba en determinados detalles —el polo de vivo color naranja, la perilla fina, el silbato alrededor del cuello—, podía imaginarse al entreandor Hedge de siempre, irritante como él solo. Pero resultaba difícil pasar por alto los cuernos cortos y gruesos de su cabeza y el hecho de que tuviera unas patas de cabra peludas y unas pezuñas en lugar de los pantalones de chándal y las zapatillas de deporte.

—Sí —dijo la princesa—. Me gusta mantener mis mercancías en buen estado. Desde luego que podemos hacer un trueque por los espíritus de la tormenta y el sátiro. Una oferta. Si llegamos a un acuerdo, incluiré también el frasco con la poción curativa y podréis iros en paz —lanzó una mirada perspicaz a Piper—. Es mejor que empezar de forma desagradable, ¿verdad, querida?

«No te fíes de ella», le advirtió una voz en su cabeza. Si Piper estaba en lo cierto con respecto a la identidad de aquella mujer, nadie se iría en paz. Con ella, era imposible un trato justo. Todo era una trampa. Pero sus amigos la estaban mirando, haciéndole gestos con la cabeza urgentemente y diciendo con los labios: «¡Di que sí!». Piper necesitaba más tiempo para pensar.

—Podemos negociar —dijo.

—¡Claro! —convino Leo—. Diga un precio.

—¡Leo! —soltó Piper.

La princesa se echó a reír entre dientes.

—¿Que diga un precio? Tal vez no sea la mejor estrategia de regateo, muchacho, pero al menos sabes el valor de una cosa. La libertad es valiosísima. Me pedís que libere a este sátiro, que atacó a mis espíritus del viento…

—Que a su vez nos atacaron a nosotros —interpuso Piper.

Su Alteza se encogió de hombros.

—Como he dicho antes, mi patrona me pide pequeños favores de vez en cuando. Mandar a los espíritus de la tormenta a raptaros fue uno de ellos. Os aseguro que no fue nada personal. ¡Y nadie salió herido, pues al final habéis venido por voluntad propia! En todo caso, queréis que ponga en libertad al sátiro y también queréis a mis espíritus de la tormenta (que son unos criados muy valiosos, por cierto) para podérselos entregar al tirano de Eolo. No parece muy justo, ¿verdad? El precio será elevado.

Piper veía que sus amigos estaban dispuestos a ofrecer y a prometer cualquier cosa. Antes de que tuvieran ocasión de hablar, jugó su última carta.

—Usted es Medea —dijo—. Ayudó al Jasón original a robar el Vellocino de Oro. Es una de las villanas más malvadas de la mitología griega. Jason, Leo, no os fieis de ella.

Piper infundió a aquellas palabras toda la intensidad de la que fue capaz. Fue totalmente sincera, y pareció surtir cierto efecto. Jason se apartó de la hechicera.

Leo se rascó la cabeza y miró a su alrededor como si estuviera despertándose.

—¿Qué estamos haciendo?

—¡Chicos! —La princesa extendió las manos en un gesto de bienvenida. Sus joyas de diamantes relucían, y sus uñas pintadas se curvaron como unas garras manchadas de sangre en la punta—. Es cierto, soy Medea. Pero soy una incomprendida. Oh, Piper, querida, no sabes cómo era la situación de las mujeres en la Antigüedad. No teníamos poder ni influencia. A menudo ni siquiera podíamos elegir marido. Pero yo era distinta. Elegí mi propio destino convirtiéndome en hechicera. ¿Tan malo es eso? Hice un pacto con Jasón: le ofrecí ayuda para vencer a la flota a cambio de su amor. Un trato justo. ¡Él se convirtió en un héroe famoso! Sin mí, se habría muerto en las costas de Colchis sin que nadie lo conociera.

Jason —el Jason de Piper— la miró con los ojos entrecerrados.

—Entonces…, ¿murió de verdad hace tres mil años? ¿Ha vuelto del inframundo?

—La muerte ya no me retiene, joven héroe —dijo Medea—. Gracias a mi patrona, soy otra vez de carne y hueso.

—¿Ha podido… regenerarse? —Leo parpadeó—. ¿Como un monstruo?

Medea extendió los dedos y de sus uñas empezó a salir vapor, como agua salpicada sobre una plancha caliente.

—No tenéis ni idea de lo que está pasando, ¿verdad, queridos? Esto es mucho peor que una revuelta de monstruos del Tártaro. Mi patrona sabe que los gigantes y los monstruos no son sus mejores siervos. Yo soy mortal. Aprendo de mis errores. Y ahora que he vuelto al mundo de los vivos, no voy a volver a dejarme engañar. Este es el precio por lo que pedís.

—Chicos —dijo Piper—, el Jasón original dejó a Medea porque estaba loca y era una sanguinaria.

—¡Mentiras! —dijo Medea.

—Al volver de Colchis, Jasón desembarcó en otro país y accedió a plantar a Medea y a casarse con la hija del rey.

—¡Después de que yo le diera dos hijos! —exclamó Medea—. ¡Aun así rompió su promesa! ¿Os parece justo?

Jason y Leo negaron con la cabeza obedientemente, pero Piper no había acabado.

—Puede que no fuera justo —dijo—, pero tampoco lo fue la venganza de Medea. Asesinó a sus propios hijos para desquitarse de Jasón. Envenenó a su nueva mujer y huyó del reino.

Medea gruñó.

—¡Eso es una invención para echar por tierra mi reputación! La gente de Corinto, aquella turba rebelde, mató a mis hijos y me expulsó. Jasón no hizo nada para protegerme. Me lo robó todo. Así que, sí, me colé en el palacio y asesiné a su preciosa nueva mujer. Era lo mínimo que podía hacer: un precio adecuado.

—Está loca —dijo Piper.

—¡Yo soy la víctima! —repuso Medea gimiendo—. Morí con mis sueños hechos pedazos, pero eso se acabó. Ahora sé que no debo fiarme de los héroes. Cuando vengan a pedirme tesoros, pagarán un alto precio. ¡Sobre todo cuando el que pida se llame Jason!

La fuente se tiñó de un vivo color rojo. Piper desenfundó la daga, pero le temblaba tanto la mano que casi no podía sostenerla.

—Jason, Leo, es hora de marcharnos. Ahora.

—¿Antes de cerrar el trato? —preguntó Medea—. ¿Y vuestra misión? Mi precio es muy sencillo. ¿Sabíais que esta fuente es mágica? Si lanzáramos a un hombre muerto, aunque estuviera cortado en pedazos, aparecería entero: más fuerte y más poderoso que nunca.

—¿De verdad? —preguntó Leo.

—Está mintiendo, Leo —dijo Piper—. Ya utilizó ese truco antes con alguien: un rey, creo. Convenció a sus hijas de que lo cortaran en pedazos para que saliera del agua joven y sano, pero no hicieron más que matarlo.

—Eso es ridículo —dijo Medea, y Piper percibió el poder de cada una de sus sílabas—. Leo, Jason, mi precio es muy sencillo. ¿Por qué no os peleáis los dos? Si resultarais heridos, o incluso si murierais, no pasaría nada. Os echaríamos a la fuente y saldríais mejor que nunca. Queréis pelearos, ¿verdad? ¡Os tenéis envidia!

—¡No, chicos! —dijo Piper.

Pero los dos ya estaban lanzándose miradas asesinas, como si acabaran de darse cuenta de cómo se sentían en realidad.

Piper nunca se había sentido tan impotente como entonces. En ese momento entendió lo que era la auténtica hechicería. Siempre había creído que la magia eran varitas y bolas de fuego, pero aquello era peor. Medea no solo confiaba en los venenos y las pociones. Su arma más potente era su voz.

Leo frunció el entrecejo.

—Jason siempre es la estrella. Siempre acapara toda la atención y no me valora.

—Eres un pesado, Leo —dijo Jason—. Nunca te tomas nada en serio. Ni siquiera eres capaz de arreglar un dragón.

—¡Basta! —suplicó Piper, pero los dos sacaron sus armas: Jason su espada de oro y Leo un martillo de su cinturón.

—Déjalos, Piper —la apremió Medea—. Te estoy haciendo un favor. Si dejas que ocurra, tu decisión será mucho más fácil. Encélado estará encantado. ¡Podrías recuperar a tu padre hoy mismo!

La embrujahabla de Medea no surtía efecto en ella, pero aun así la hechicera tenía una voz persuasiva. ¿Recuperar a su padre ese mismo día? Pese a sus mejores intenciones, era lo que Piper deseaba. Deseaba tanto recuperar a su padre que le dolía.

—Trabaja para Encélado —dijo.

Medea se echó a reír.

—¿Servir a un gigante? No. Pero todos servimos a la misma causa mayor: una patrona a la que no puedes desafiar. Lárgate, hija de Afrodita. Esto no tiene por qué costarte a ti también la vida. Sálvate, y tu padre será libre.

Leo y Jason estaban encarados, preparados para luchar, pero parecían inseguros y confundidos, esperando otra orden. Piper confiaba en que una parte de ellos estuviera resistiéndose. Aquello iba totalmente en contra de su naturaleza.

—Escúchame, muchacha.

Medea arrancó un diamante de su pulsera y lo arrojó a un chorro de agua de la fuente. Cuando atravesó la luz multicolor, Medea dijo:

—Oh, Iris, diosa del arcoíris, enséñame el despacho de Tristan McLean.

La niebla relució, y Piper vio el estudio de su padre. Sentada tras su mesa, hablando por teléfono, estaba la ayudante de su padre, Jane, con su traje de oficina oscuro y su pelo arremolinado en un moño prieto.

—Hola, Jane —dijo Medea.

Jane colgó el teléfono tranquilamente.

—¿En qué puedo ayudarla, señora? Hola, Piper.

—Tú…

Piper estaba tan furiosa que apenas podía hablar.

—Sí, niña —dijo Medea—. La ayudante de tu padre. Muy fácil de manipular. Una mente organizada para ser mortal, pero increíblemente débil.

—Gracias, señora —dijo Jane.

—De nada —contestó Medea—. Solo quería felicitarte, Jane. Conseguir que el señor McLean saliera de la ciudad tan de repente, que cogiera su avión privado a Oakland sin alertar a la prensa ni a la policía… ¡Bien hecho! Parece que nadie sabe que ha desaparecido. Y decirle que la vida de su hija estaba en peligro fue un bonito detalle para conseguir que colaborara.

—Sí —convino Jane en tono anodino, como si estuviera sonámbula—. Se mostró muy dispuesto a colaborar al creer que Piper estaba en peligro.

Piper miró la daga. La hoja temblaba en su mano. No podía usarla como arma mejor de lo que la había usado Helena de Troya, pero seguía siendo un espejo, y lo que vio en él era una chica asustada sin posibilidades de ganar.

—Puede que tenga nuevas órdenes para ti, Jane —dijo Medea—. Si la chica colabora, puede que llegue el momento de que el señor McLean vuelva a casa. ¿Puedes preparar una tapadera apropiada para su ausencia por si acaso? Y me imagino que el pobre hombre necesitará pasar un tiempo en un hospital psiquiátrico.

—Sí, señora. Estaré a la espera.

La imagen desapareció, y Medea se volvió hacia Piper.

—¿Lo ves?

—Ha hecho que mi padre caiga en una trampa —dijo Piper—. Ha ayudado al gigante…

—Por favor, querida, te va a dar un ataque. Llevo años preparándome para esta guerra, incluso desde antes de volver a la vida. Soy vidente, como ya he dicho. Puedo predecir el futuro igual que tu pequeño oráculo. Hace años, cuando todavía estaba sufriendo en los Campos de Castigo, tuve una visión de los siete que aparecen en vuestra Gran Profecía. Vi a tu amigo Leo y vi que algún día sería un enemigo importante. Agité la conciencia de mi patrona, le di la información, y ella consiguió despertarse un poco… lo justo para hacerle una visita.

—La madre de Leo —dijo Piper—. ¡Leo, escucha esto! ¡Ella ayudó a matar a tu madre!

—Ajá —masculló Leo, aturdido. Miró su martillo con expresión de duda—. Entonces…, ¿ataco a Jason? ¿Es correcto?

—No hay ningún problema —prometió Medea—. Y tú, Jason, dale duro. Demuéstrame que eres digno de tu tocayo.

—¡No! —ordenó Piper. Sabía que era su última oportunidad—. Jason, Leo, os está engañando. Bajad las armas.

La hechicera puso los ojos en blanco.

—Por favor, muchacha. No estás a mi altura. Me entrené con mi tía, la inmortal Circe. Puedo volver locos a los hombres o curarlos con mi voz. ¿Qué posibilidades tienen estos insignificantes héroes contra mí? ¡Venga, chicos, mataos!

—Jason, Leo, escuchadme.

Piper impregnó su voz de toda su emoción. Durante años había intentado controlarse y no mostrar debilidad, pero en ese instante lo vertió todo en sus palabras: su miedo, su desesperación, su ira. Sabía que podía estar firmando la sentencia de muerte de su padre, pero sus amigos le importaban demasiado para permitir que se hicieran daño.

—Medea os está hechizando. Es parte de su magia. Sois muy buenos amigos. No os peleéis. ¡Pelead contra ella!

Los chicos vacilaron, y Piper percibió que el hechizo se hacía añicos.

Jason parpadeó.

—Leo, ¿estaba a punto de clavarte la espada?

—¿Algo sobre mi madre…? —Leo se paralizó, y con la mirada ceñuda se volvió hacia Medea—. Usted… usted trabaja para la Mujer de Tierra. Usted la mandó al taller de máquinas —levantó el brazo—. Señora, tengo una maza de un kilo con su nombre escrito.

—¡Bah! —dijo Medea despectivamente—. Lo cobraré de otra forma.

Presionó una de las baldosas de mosaico del suelo y el edificio retumbó. Jason blandió la espada con intención de darle a Medea, pero la hechicera se esfumó y volvió a aparecer al pie de la escalera mecánica.

—¡Eres lento, héroe! —Se echó a reír—. ¡Descarga tu frustración con mis mascotas!

Antes de que Jason pudiera ir a por ella, los gigantescos relojes de sol de bronce situados a los lados de la fuente se abrieron. Dos bestias de oro que gruñían —dragones alados de carne y hueso— salieron arrastrándose de los fosos que había debajo. Cada uno era del tamaño de una caravana, tal vez no muy grandes comparados con Festo, pero sí bastante grandes.

—Así que eso es lo que hay en la perrera —dijo Leo con desánimo.

Los dragones desplegaron las alas y comenzaron a sisear. Piper notó el calor que desprendía su piel reluciente. Uno clavó sus furiosos ojos anaranjados en ella.

—¡No los mires a los ojos! —le advirtió Jason—. Te paralizarán.

—¡Ya lo creo! —Medea estaba subiendo la escalera mecánica sin prisas, apoyada contra el pasamanos mientras observaba el espectáculo—. Esas dos preciosidades han estado conmigo mucho tiempo: son dragones del sol, regalos de mi abuelo Helios. Ellos tiraban de mi carro cuando me marché de Corinto y ahora serán vuestra destrucción. ¡Adiós!

Los dragones embistieron contra ellos. Leo y Jason arremetieron para interceptarlos. Piper se quedó asombrada de la valentía con la que atacaron los chicos: trabajando como un equipo que se hubiera estado entrenando unido durante años.

Medea estaba casi en la segunda planta, donde podría elegir entre una amplia gama de artefactos mortales.

—Oh, no —gruñó Piper, y salió corriendo detrás de ella.

Cuando Medea vio a Piper, empezó a subir con determinación. Era rápida para tratarse de una señora de tres mil años. Piper subió a toda velocidad, saltando los escalones de tres en tres, pero aun así no pudo alcanzarla. Medea no se paró en la segunda planta. Saltó a la siguiente escalera mecánica y siguió subiendo.

Las pociones, pensó Piper. Naturalmente, eso es lo que debía de ir a buscar. Era famosa por sus pociones.

Abajo, Piper oyó que la batalla proseguía con furia. Leo estaba soplando el silbato, y Jason gritaba para llamar la atención de los dragones. Piper no se atrevía a mirar, no mientras estuviera corriendo con una daga en la mano. Se imaginaba tropezándose y clavándosela en la nariz. Eso sería superheroico.

Cogió un escudo de un maniquí acorazado de la tercera planta y siguió subiendo. Se imaginó al entrenador Hedge gritándole como en clase de gimnasia en la Escuela del Monte: «¡Más deprisa, McLean! ¿Y llamas a eso subir una escalera?».

Llegó a la planta superior respirando con dificultad, pero ya era demasiado tarde. Medea había llegado al mostrador de las pociones.

La hechicera cogió un frasco con forma de cisne —el azul que provocaba una muerte dolorosa—, y Piper hizo lo único que se le ocurrió. Le arrojó el escudo.

Medea se volvió triunfalmente justo a tiempo para recibir en el pecho el impacto de un disco volador de veinte kilos. Retrocedió tambaleándose, se cayó con gran estrépito por encima del mostrador, y rompió frascos y derribó expositores. Cuando se incorporó entre los restos, tenía el vestido manchado de una docena de colores distintos. Muchas de las manchas humeaban y brillaban.

—¡Insensata! —dijo Medea gimiendo—. ¿Tienes idea de lo que van a hacer tantas pociones mezcladas?

—¿Matarla? —especuló Piper esperanzada.

La alfombra empezó a humear alrededor de los pies de Medea. La hechicera se puso a toser, y su cara se crispó de dolor… ¿o estaba fingiendo?

Debajo, Leo gritó:

—¡Socorro, Jason!

Piper se aventuró a echar un vistazo y estuvo a punto de romper a llorar de desesperación. Uno de los dragones había inmovilizado a Leo contra el suelo. Estaba enseñando los colmillos, listo para morder. Jason se encontraba al otro lado de la sala luchando contra el otro dragón, demasiado lejos para ayudarle.

—¡Nos has condenado a todos! —gritó Medea.

El humo atravesó la alfombra a medida que la mancha se esparcía, lanzando chispas y prendiendo fuego a las perchas de ropa.

—Solo tenéis unos segundos antes de que esta pócima lo consuma todo y destruya el edificio. No hay tiempo…

¡CRAAAC! La vidriera del techo se hizo añicos y se desplomó en una lluvia de pedazos multicolores, y Festo, el dragón de bronce, cayó en los grandes almacenes.

Irrumpió en el combate a toda velocidad agarrando a un dragón del sol con cada garra. Solo entonces Piper supo apreciar lo grande y fuerte que era su amigo metálico.

—¡Buen chico! —gritó Leo.

Festo echó a volar hasta la mitad del atrio y arrojó a los dragones a los fosos de los que habían salido. Leo fue corriendo a la fuente y apretó la baldosa de mármol para cerrar los relojes de sol. Los relojes empezaron a vibrar mientras los dragones golpeaban contra ellos intentando escapar, pero por el momento estaban encerrados.

Medea soltó un juramento en un idioma antiguo. En ese momento toda la cuarta planta estaba incendiada. El aire se llenó de gas nocivo. Incluso con el techo abierto, Piper notaba que el calor aumentaba. Retrocedió hasta el borde del pasamanos, sin dejar de apuntar a Medea con la daga.

—¡No pienso quedarme abandonada otra vez! —La hechicera se arrodilló y agarró la poción curativa, que de algún modo había sobrevivido a la colisión—. ¿Quieres que tu novio recupere la memoria? ¡Llevadme con vosotros!

Piper echó un vistazo hacia atrás. Leo y Jason estaban montados en el lomo de Festo. El dragón de bronce agitó sus fuertes alas, cogió las jaulas del sátiro y de los espíritus de la tormenta con las garras y comenzó a ascender.

El edificio retumbó. Por las paredes subía fuego y humo, derritiendo las barandillas y convirtiendo el aire en ácido.

—¡No sobreviviréis a vuestra misión sin mí! —gruñó Medea—. Tu héroe seguirá en la ignorancia para siempre y tu padre morirá. ¡Llevadme con vosotros!

Por un instante, Piper estuvo tentada de hacerle caso. Entonces vio la sonrisa cruel de Medea. La hechicera confiaba en su poder de persuasión, confiaba en que siempre podría llegar a un acuerdo, en que siempre podría escapar y vencer al final.

—Hoy no, bruja.

Piper saltó a un lado. Cayó en picado un instante antes de que Leo y Jason la atraparan y la subieran a bordo del dragón.

Oyó a Medea gritar de ira mientras se elevaban a través del tejado roto por encima del centro de Chicago. A continuación, los grandes almacenes estallaron detrás de ellos.