XXV
Jason

Jason soñó que estaba envuelto en cadenas y que colgaba boca abajo como un pedazo de carne. Le dolía todo: los brazos, las piernas, el pecho y la cabeza. Sobre todo, la cabeza. Parecía un globo de agua demasiado inflado.

—Si estoy muerto —murmuró—, ¿por qué duele tanto?

—No estás muerto, mi héroe —dijo una voz de mujer—. Todavía no ha llegado tu momento. Ven, habla conmigo.

Los pensamientos de Jason abandonaron su cuerpo. Oía chillidos de monstruos, gritos de sus amigos y explosiones de fuego, pero todo parecía estar pasando en otro plano de la existencia que quedaba cada vez más lejos.

Se vio en una jaula de tierra. Zarcillos de raíces y de piedra se arremolinaban entre ellos, encarcelándolo. Al otro lado de los barrotes, vio el fondo de un estanque seco, con otra espiral de tierra que crecía en el otro extremo, y encima, las maltrechas piedras rojas de una casa incendiada.

Junto a él en la jaula, había una mujer con ropa negra sentada de piernas cruzadas, con la cabeza cubierta por un manto. Apartó el velo y dejó a la vista una cara orgullosa y hermosa…, pero también endurecida por el sufrimiento.

—Hera —dijo Jason.

—Bienvenido a mi cárcel —dijo la diosa—. Hoy no morirás, Jason. Tus amigos te ayudarán… de momento.

—¿De momento? —preguntó él.

Hera señaló los zarcillos de su jaula.

—Quedan peores padecimientos. La tierra se agita contra nosotros.

—Sois una diosa —dijo Jason—. ¿No podéis escapar?

Hera sonrió tristemente. Su silueta empezó a brillar hasta que su resplandor llenó la jaula de una luz dolorosa. La electricidad zumbaba en el aire mientras las moléculas se desintegraban como una explosión nuclear. Jason sospechaba que si realmente hubiera estado allí en carne y hueso, se habría evaporado.

La jaula debería haber estallado en pedazos. El suelo debería haberse agrietado y la casa en ruinas debería haber quedado arrasada. Pero cuando el brillo se apagó, la celda seguía igual. Nada había cambiado fuera de los barrotes. Solo Hera parecía distinta: un poco más encorvada y cansada.

—Algunas fuerzas son superiores a los dioses —dijo—. No es fácil encerrarme. Puedo estar en muchos sitios al mismo tiempo. Pero cuando la mayor parte de mi esencia queda atrapada, se puede decir que es como un pie en una trampa para osos. No puedo escapar, y los otros dioses no pueden verme. Solo tú puedes encontrarme, y cada día que pasa me debilito más.

—Entonces, ¿por qué vinisteis aquí? —preguntó Jason—. ¿Cómo os atraparon?

La diosa suspiró.

—No podía quedarme de brazos cruzados. Tu padre, Júpiter, cree que puede alejarse del mundo y, así, hacer que nuestros enemigos vuelvan a dormirse. Cree que los olímpicos nos hemos implicado demasiado en los asuntos de los mortales, en los destinos de nuestros hijos semidioses, sobre todo desde que accedimos a reconocerlos a todos después de la guerra. Cree que eso ha despertado a nuestros enemigos. Por eso cerró el Olimpo.

—Pero vos no estáis de acuerdo.

—No —dijo ella—. A menudo no entiendo los arranques de cólera de mi marido ni sus decisiones, pero algo así parecía paranoico incluso viniendo de Zeus. No me explico por qué insistió tanto y por qué estaba tan convencido. Era… impropio de él. Como Hera, podría haberme contentado con obedecer los deseos de mi marido. Pero también soy Juno —su imagen parpadeó, y Jason vio una armadura bajo su sencilla túnica negra y un manto de piel de cabra (el símbolo de los guerreros romanos) a través de su capa protectora de bronce—. Juno Moneta, me llamaron en otro tiempo: Juno la que advierte. Yo era guardiana del estado, protectora de la Roma Eterna. No podía quedarme sin hacer nada mientras los descendientes de mi gente eran atacados. Percibía peligro en este lugar sagrado. Una voz… —Vaciló—. Una voz me dijo que viniera aquí. Los dioses no tenemos lo que se llama conciencia, ni tampoco sueños, pero la voz era algo parecido: suave e insistente, advirtiéndome de que viniera. De modo que, el mismo día que Zeus cerró el Olimpo, me escapé sin contarle mis planes para que no me detuviera. Y vine aquí a investigar.

—Era una trampa —aventuró Jason.

La diosa asintió.

—No me di cuenta de lo rápido que se estaba agitando la tierra hasta que ya era demasiado tarde. Fui todavía más imprudente que Júpiter: una esclava de mis impulsos. Está pasando exactamente lo mismo que la primera vez. Los gigantes me hicieron prisionera, y mi encarcelamiento inició la guerra. Ahora nuestros enemigos se alzan de nuevo. Los dioses solo pueden vencerlos con la ayuda de los mejores héroes vivos. Y a la figura a la que sirven los gigantes… no se la puede vencer, solo mantenerla dormida.

—No lo entiendo.

—Pronto lo entenderás —dijo Hera.

La celda empezó a estrecharse y los zarcillos empezaron a apretarse girando en espiral. La figura de Hera tembló como una vela en la brisa. Al otro lado de la celda, Jason vio unas formas reuniéndose en el borde del estanque: humanoides torpes con la espalda encorvada y la cabeza calva. A menos que le estuviera engañando la vista, tenían más de dos brazos. También oyó lobos, pero no los lobos que había visto con Lupa. Por sus aullidos supo que pertenecían a otra jauría: más hambrienta, más agresiva, sedienta de sangre.

—Deprisa, Jason —dijo Hera—. Mis guardianes se acercan, y estás empezando a despertarte. No tendré suficientes fuerzas para volver a aparecer ante ti, ni siquiera en sueños.

—Esperad —repuso él—. Bóreas nos dijo que habíais hecho una jugada peligrosa. ¿A qué se refería?

Los ojos de Hera adoptaron una mirada desenfrenada, y Jason se preguntó si realmente había hecho una locura.

—Un intercambio —dijo ella—. La única forma de traer la paz. El enemigo cuenta con nuestras divisiones, y si estamos divididos, seremos destruidos. Tú eres mi prenda de paz, Jason: un puente para superar milenios de odio.

—¿Qué? ¿No lo…?

—No puedo contarte más —dijo Hera—. Si has vivido tanto ha sido porque te quité la memoria. Encuentra este sitio. Vuelve a tu punto de partida. Tu hermana te ayudará.

—¿Talia?

La escena empezó a descomponerse.

—Adiós, Jason. Ten cuidado en Chicago. Allí te espera tu enemiga mortal más peligrosa. Si mueres, será a manos de ella.

—¿Quién? —preguntó él.

Pero la imagen de Hera se desvaneció, y Jason se despertó.

Sus ojos se abrieron de golpe.

—¡Cíclope!

—Quieto, dormilón.

Piper estaba sentada detrás de él sobre el dragón de bronce, sujetándolo por la cintura para mantenerlo en equilibrio. Leo iba sentado delante, pilotando. Volaban plácidamente a través del cielo invernal como si no hubiera pasado nada.

—De… Detroit —dijo Jason tartamudeando—. ¿Hemos aterrizado? Creía que…

—Tranquilo —dijo Leo—. Hemos escapado, pero has sufrido una conmoción cerebral. ¿Cómo te encuentras?

Jason tenía la cabeza a punto de explotar. Recordaba la fábrica, haber caminado por la pasarela y una criatura que se cernió sobre él —una cara con un ojo, un puño enorme—, y luego todo se volvió negro.

—¿Cómo habéis… el cíclope…?

—Leo los destruyó —dijo Piper—. Estuvo increíble. Puede invocar fuego…

—No fue nada —dijo Leo rápidamente.

Piper se echó a reír.

—Cállate, Valdez. Voy a contárselo. Más vale que te hagas a la idea.

Y eso hizo: le contó cómo Leo había vencido él solo a la familia de cíclopes; cómo habían liberado a Jason y luego se habían fijado en que los cíclopes estaban empezando a recomponerse; cómo Leo había cambiado los cables del dragón y había conseguido hacerles volar de nuevo en el momento en que los cíclopes empezaban a clamar venganza dentro de la fábrica.

Jason estaba impresionado. ¿Cargarse a tres cíclopes con tan solo un juego de herramientas? No estaba mal. Enterarse de lo cerca que había estado de la muerte no le asustó exactamente, sino que le hizo sentirse fatal. Se había metido de cabeza en una emboscada y se había pasado toda la pelea sin conocimiento mientras sus amigos se defendían solos. ¿Qué clase de líder era?

Cuando Piper le habló del otro chico al que los cíclopes aseguraban haberse comido, el de la camiseta morada que hablaba latín, Jason sintió que le iba a explotar la cabeza. Un hijo de Mercurio… Jason sentía que debía de conocer a aquel chico, pero su nombre no le venía a la cabeza.

—Entonces, no estoy solo —dijo—. Hay otros como yo.

—Jason —dijo Piper—, nunca has estado solo. Nos tienes a nosotros.

—Ya… ya lo sé… pero Hera ha dicho una cosa. Estaba teniendo un sueño…

Les contó lo que había visto y lo que había dicho la diosa dentro de la jaula.

—¿Un intercambio? —preguntó Piper—. ¿Qué significa eso?

Jason negó con la cabeza.

—La apuesta de Hera soy yo. Mandándome al Campamento Mestizo, tengo la sensación de que infringió una especie de norma, algo que podía tener consecuencias muy graves…

—O salvarnos —dijo Piper esperanzada—. La parte de la enemiga dormida… suena a la mujer de la que nos habló Leo.

Leo carraspeó.

—Con respecto a eso… Se me apareció otra vez en Detroit, en un estanque con residuos de váteres portátiles.

Jason no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Has dicho… váteres portátiles?

Leo les habló de la cara grande que había visto en el patio de la fábrica.

—No sé si es imposible de matar —dijo—, pero no se le puede vencer con asientos de váter. Doy fe de ello. Quería que os traicionara, y yo me puse en plan: «Sí, claro, voy a hacer caso a una cara que aparece entre líquidos de váter portátil».

—Está intentando dividirnos.

Piper apartó los brazos de la cintura de Jason. Él notó su tensión sin necesidad de mirarla.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Yo… ¿Por qué están jugando con nosotros? ¿Quién es esa mujer y qué relación tiene con Encélado?

—¿Encélado?

Jason no creía haber oído ese nombre antes.

—Quiero decir… —A Piper le tembló la voz—. Es uno de los gigantes. Uno de los nombres de los que me he acordado.

A Jason le daba la impresión de que a Piper le preocupaban muchas más cosas, pero decidió no presionarla. Había pasado una mañana difícil.

Leo se rascó la cabeza.

—Vaya, no había oído hablar de Enchiladas…

—Encélado —lo corrigió Piper.

—Como se llame. Pero Cara Váter mencionó otro nombre. Porcino o algo así.

—¿Porfirio? —dijo Piper—. Creo que era el rey de los gigantes.

Jason visualizó la espiral oscura en el antiguo estanque, aumentando de tamaño a medida que Hera se debilitaba.

—Voy a hacer una suposición —dijo—. En los mitos antiguos, Porfirio secuestró a Hera. Fue el primer paso en la guerra entre los gigantes y los dioses.

—Creo que sí —respondió Piper—. Pero esos mitos son muy confusos y se contradicen entre ellos. Es como si nadie quisiera que esa historia sobreviviera. Me acuerdo de que hubo una guerra y de que los gigantes eran casi imposibles de matar.

—Los héroes y los dioses tenían que trabajar juntos —dijo Jason—. Es lo que me ha dicho Hera.

—Eso es bastante difícil de conseguir —gruñó Leo— si los dioses ni siquiera están dispuestos a hablar con nosotros.

Volaron hacia el oeste, y Jason se quedó absorto en sus pensamientos, todos malos. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado cuando el dragón bajó en picado por una abertura entre las nubes. Debajo de ellos, reluciendo al sol invernal, había una ciudad a orillas de un enorme lago. Un semicírculo de rascacielos bordeaba la ribera. Detrás de ellos, extendiéndose hasta el horizonte al oeste, había una inmensa cuadrícula de barrios y calles nevados.

—Chicago —dijo Jason.

Pensó en lo que le había dicho Hera en el sueño. Su peor enemiga mortal le estaría esperando allí. Si moría, sería a manos de ella.

—Un problema menos —dijo Leo—. Hemos llegado vivos. Ahora, ¿cómo encontramos a los espíritus de la tormenta?

Jason vio un movimiento fugaz debajo de ellos. Al principio pensó que era un avión pequeño, pero era demasiado pequeño, demasiado oscuro y demasiado rápido. El objeto se dirigía a los rascacielos trazando una espiral, zigzagueando y cambiando de forma… y, por un instante, adoptó la figura humeante de un caballo.

—¿Y si seguimos a ese y vemos adónde va? —propuso Jason.