XXIII
Leo

Leo deseó que el dragón no hubiera aterrizado en los servicios.

De entre todos los lugares posibles en los que caer, su primera elección no habría sido una hilera de retretes portátiles. En el patio de la fábrica había colocadas una docena de cajas de plástico azules, y Festo las había aplastado todas. Por suerte, no se usaban desde hacía mucho tiempo, y la bola de fuego del choque quemó la mayoría del contenido; aun así, se filtraron unas sustancias químicas repugnantes de los restos. Leo tuvo que abrirse camino cuidadosamente procurando no respirar por la nariz. Estaba cayendo una fuerte nevada, pero la piel del dragón seguía tan caliente que humeaba. Por supuesto, a Leo eso no le molestaba.

Después de trepar por el cuerpo inanimado de Festo durante unos minutos, Leo empezó a irritarse. El dragón parecía estar perfectamente. Sí, había caído del cielo y había aterrizado con un gran estallido, pero su cuerpo ni siquiera estaba abollado. Al parecer, la bola de fuego la habían provocado los gases acumulados dentro de los retretes, no el propio dragón. Las alas de Festo estaban intactas. Nada parecía estropeado. No había ningún motivo para que se hubiera detenido.

—No ha sido culpa mía —murmuró—. Festo, me estás haciendo quedar mal.

Entonces abrió el panel de control situado en la cabeza del dragón y se le cayó el alma a los pies.

—Festo, pero ¿qué demonios…?

El cableado se había congelado. Leo sabía que el día anterior se encontraba perfectamente. Había trabajado muy duro para reparar los cables corroídos, pero algo había provocado un rápido congelamiento en el interior del cráneo del dragón, donde debería haber hecho demasiado calor para que se formara hielo. El hielo había hecho que el cableado se sobrecargara y quemara el disco de control. Leo no veía ningún motivo por el que pudiera haber pasado. Cierto, el dragón era viejo, pero aun así no tenía sentido.

Podía cambiar los cables. Ese no era el problema. Pero el disco de control quemado no servía. Las letras griegas y los dibujos que tenía grabados en los bordes, que probablemente contenían toda clase de magia, estaban borrosos y ennegrecidos.

La única pieza del hardware que Leo no podía sustituir… y estaba dañada. Otra vez.

Se imaginó la voz de su madre: «La mayoría de los problemas parecen peores de lo que son en realidad, mijo. Nada es irreparable».

Su madre podía arreglarlo prácticamente todo, pero Leo estaba seguro de que nunca había trabajado con un dragón de metal mágico que tenía cincuenta años.

Apretó los dientes y decidió que tenía que intentarlo. No iba a ir andando de Detroit a Chicago en medio de un temporal de nieve y tampoco iba a ser el responsable de que sus amigos se quedaran tirados.

—Está bien —murmuró, quitándose la nieve de los hombros—. Dame un cepillo de púas de nailon, unos guantes de nitrilo y un bote de ese disolvente limpiador en aerosol.

El cinturón portaherramientas obedeció. Leo no pudo por menos que sonreír al sacar los productos. Los bolsillos del cinturón tenían sus límites. No le daban artefactos mágicos, como la espada de Jason, ni objetos muy grandes, como una sierra mecánica. Había intentado pedir las dos cosas. Y si pedía demasiados objetos al mismo tiempo, el cinturón necesitaba un periodo de recuperación para volver a funcionar. Cuanto más complicada era la petición, más largo era el periodo. Pero los objetos pequeños y sencillos, como los que se podían encontrar en un taller, solo había que pedirlos.

Leo empezó limpiando el disco de control. Mientras trabajaba, se iba acumulando nieve en el dragón. Tenía que parar de vez en cuando para arrojar fuego y derretirla. Pero, por lo general, puso el piloto automático, mientras sus manos trabajaban solas y sus pensamientos vagaban.

No podía creer lo estúpido que había sido en el palacio de Bóreas. Debería haberse imaginado que una familia de dioses invernales lo odiarían de inmediato. El hijo del dios del fuego entrando en un ático de hielo montado en un dragón que escupía fuego: sí, tal vez no había sido la mejor decisión. Aun así, no soportaba sentirse como un marginado. Jason y Piper habían llegado a visitar la sala del trono. Leo había tenido que esperar en el vestíbulo con Cal, el semidiós aficionado al hockey con graves lesiones en la cabeza.

«El fuego es malo», le había dicho Cal.

Eso prácticamente lo resumía todo. Leo sabía que no podría ocultar la verdad a sus amigos mucho más. Desde que habían salido del Campamento Mestizo, no había dejado de acordarse de un verso de la Gran Profecía: «Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer».

Además, Leo era el chico del fuego, el primero desde 1666, cuando se había producido el incendio de Londres. Si le contaba a sus amigos de lo que realmente era capaz —«Eh, ¿sabéis qué, chicos? ¡Podría destruir el mundo!»—, ¿por qué iban a recibirlo otra vez en el campamento? Leo tendría que volver a huir. Aunque ya sabía lo que tenía que hacer, la idea le deprimía.

Por otra parte, estaba Quíone. Jo, aquella chica era muy guapa. Leo sabía que se había portado como un tonto de remate, pero no había podido evitarlo. Había encargado al servicio de lavandería en una hora que le limpiaran la ropa, lo cual le había venido de perlas, todo sea dicho. Se había peinado el pelo —cosa que nunca resultaba fácil— e incluso había descubierto que podía conseguir caramelos de menta, todo con la esperanza de poder acercarse a ella. Naturalmente, no había tenido esa suerte.

Siempre acababa excluido —la historia de su vida—, por sus familiares, los hogares de acogida, todo. Incluso en la Escuela del Monte, Leo había pasado las últimas semanas sintiéndose como si estuviera aguantando la vela mientras Jason y Piper, sus únicos amigos, se convertían en pareja. Se alegraba por ellos y todo eso, pero aun así le hacía sentir como si ya no lo necesitaran.

Cuando se había enterado de que toda la estancia de Jason en la escuela había sido una ilusión —una especie de lapso de la memoria—, en el fondo Leo se había entusiasmado. Era una oportunidad de volver a empezar. Ahora Jason y Piper estaban convirtiéndose otra vez en pareja: saltaba a la vista por la forma en que se acababan de comportar en el almacén, como si quisieran hablar en privado sin tener a Leo delante. ¿Qué esperaba él? Había acabado siendo otra vez el raro.

Quíone solo le había dado de lado un poco más rápido que la mayoría.

—Basta, Valdez —se reprendió a sí mismo—. Nadie va a tocar violines por ti solo porque no seas importante. Arregla este estúpido dragón.

Se quedó tan absorto en el trabajo que no supo cuánto tiempo había pasado cuando oyó la voz.

«Te equivocas, Leo», dijo.

Cogió con torpeza el cepillo y se le cayó en la cabeza del dragón. Se levantó, pero no podía ver quién había hablado. Entonces miró al suelo. La nieve y los residuos químicos de los retretes, incluso el propio asfalto, se estaban moviendo como si se estuvieran convirtiendo en líquido. En una zona de unos tres metros de ancho, se formaron unos ojos, una nariz y una boca: la gigantesca cara de una mujer durmiente.

No hablaba exactamente. Sus labios no se movían. Pero Leo podía oír su voz mentalmente, como si las vibraciones atravesaran el suelo, entraran directamente por sus pies y resonaran por su esqueleto.

«Te necesitan desesperadamente —dijo—. En algunos aspectos, tú eres el más importante de los siete, como el disco del cerebro del dragón. Sin ti, el poder de los otros no significa nada. Ellos nunca me alcanzarán ni me detendrán. Y me despertaré del todo».

—Tú.

Leo temblaba tanto que no estaba seguro de haber hablado en voz alta. No había oído esa voz desde que tenía ocho años, pero era ella: la Mujer de Tierra del taller de máquinas.

—Tú mataste a mi madre.

La cara se movió. La boca formó una sonrisa soñolienta, como si estuviera teniendo un sueño agradable.

«Pero yo también soy tu madre, Leo: la Primera Madre. No te opongas a mí. Márchate ahora. Deja que mi hijo Porfirio se alce y se convierta en rey, y aligeraré tu carga. Caminarás sin problemas por la Tierra».

Leo cogió el objeto que encontró más cerca —el asiento de un retrete portátil— y se lo lanzó a la cara.

—¡Déjame en paz!

El asiento del inodoro se hundió en la tierra líquida. La nieve y el fango formaron ondas, y la cara se disolvió.

Leo se quedó mirando el suelo, esperando a que la cara volviera a aparecer, pero no fue así. Quería creer que se lo había imaginado.

Entonces oyó un estruendo procedente de la fábrica, como si dos volquetes se hubieran chocado. Un metal se abolló y chirrió, y el ruido resonó por el patio. Inmediatamente, Leo supo que Jason y Piper estaban en apuros.

«Márchate ahora», le había incitado la voz.

—Ni de coña —gruñó Leo—. Dame el martillo más grande que tengas.

Metió la mano en el cinturón y sacó una maza de un kilo con una cabeza de doble cara del tamaño de una patata cocida. A continuación saltó del lomo del dragón y echó a correr hacia el almacén.