XXII
Piper

Piper caía a través del cielo. Muy por debajo vio las luces de una ciudad brillando al romper el alba y, a varios cientos de metros, el cuerpo del dragón de bronce dando vueltas fuera de control, con las alas caídas y fuego parpadeando en su boca como una bombilla mal conectada.

Un cuerpo pasó como un rayo a su lado: Leo, que gritaba y trataba de agarrar frenéticamente las nubes.

—¡No moooooola!

Ella intentó llamarlo, pero ya estaba demasiado abajo.

En algún lugar por encima de ella, Jason gritó:

—¡Piper, equilíbrate! ¡Abre los brazos y las piernas!

Resultaba difícil controlar el miedo, pero hizo lo que él le dijo y recobró algo de equilibrio. Descendía con las extremidades totalmente extendidas como un paracaidista en caída libre, notando el viento por debajo como un bloque de hielo sólido. Entonces apareció Jason envolviéndole la cintura con los brazos.

«Por suerte», pensó Piper. Pero una parte de ella también pensó: «Genial. Es la segunda vez que me abraza esta semana, y las dos veces porque me estoy cayendo».

—¡Tenemos que coger a Leo! —gritó.

Empezaron a caer más despacio mientras Jason controlaba los vientos, pero seguían dando sacudidas arriba y abajo como si estos se negaran a colaborar.

—¡Esto se va a poner feo! —advirtió Jason—. ¡Agárrate!

Piper lo rodeó fuerte con los brazos, y Jason se lanzó hacia el suelo. Probablemente Piper gritó, pero de su boca no salió ningún sonido. Se le nubló la vista.

Y entonces, ¡pum! Se estrellaron contra otro cuerpo caliente: Leo, que seguía retorciéndose y soltando tacos.

—¡No te resistas! —dijo Jason—. ¡Soy yo!

—¡Mi dragón! —chilló Leo—. ¡Tienes que salvar a Festo!

Jason luchaba para mantenerlos a los tres en alto, y Piper sabía que no había modo de ayudar a un dragón metálico de cincuenta toneladas. Pero antes de que pudiera intentar razonar con Leo, oyó una explosión debajo de ellos. Una bola de fuego subió al cielo desde detrás de un complejo de almacenes, y Leo dijo sollozando:

—¡Festo!

Jason se puso colorado del esfuerzo mientras intentaba mantener un colchón de aire debajo de ellos, pero lo máximo que podía conseguir eran desaceleraciones intermitentes. En lugar de descender en caída libre, parecía que cayeran rebotando por una gigantesca escalera, de treinta metros en treinta metros, lo cual no sentaba nada bien al estómago de Piper.

Mientras se bamboleaban e iban de un lado a otro, Piper distinguió los detalles del complejo industrial que había abajo: almacenes, chimeneas, alambradas de alambre de espino y aparcamientos llenos de vehículos cubiertos de nieve. Seguían a suficiente altura para aplastarse al llegar al suelo cuando Jason dijo gimiendo:

—No puedo…

Y cayeron como piedras.

Chocaron contra el tejado del almacén más grande y se precipitaron en la oscuridad.

Por desgracia, Piper intentó aterrizar de pie. A sus pies no les gustó. El dolor le ardió en el tobillo izquierdo al desplomarse contra una fría superficie de metal.

Por unos segundos, únicamente fue consciente del dolor; un dolor tan terrible que le resonaron los oídos y se le tiñó la vista de rojo.

Acto seguido oyó la voz de Jason en algún lugar cercano, resonando a través del edificio.

—¡Piper! ¿Dónde está Piper?

—¡Ay, colega! —exclamó Leo gimiendo—. ¡Eso es mi espalda! ¡No soy un sofá! Piper, ¿dónde te has metido?

—Aquí —logró decir ella con voz gimoteante.

Oyó ruido de pies arrastrándose y gruñidos, y a continuación unos pisotones en unos escalones metálicos.

Se le comenzó a aclarar la vista. Estaba en una pasarela metálica que rodeaba el interior del almacén. Leo y Jason habían aterrizado al nivel del suelo y estaban subiendo la escalera en dirección a ella. Se miró el pie, y le invadió una oleada de náuseas. Se suponía que los dedos de los pies no tenían que apuntar en esa dirección, ¿no?

¡Oh, dioses! Se obligó a apartar la vista antes de vomitar. A concentrarse en otra cosa. Cualquier cosa.

El agujero que habían hecho en el techo formaba una estrella irregular seis metros más arriba. No tenía ni idea de cómo habían sobrevivido a la caída. Unas cuantas bombillas colgadas del techo parpadeaban tenuevemente, pero no conseguían iluminar el enorme espacio. Al lado de Piper, la pared de metal ondulado lucía el logotipo de la empresa, pero estaba prácticamente tapado del todo con grafitis de pintura en espray. En el oscuro almacén distinguió enormes máquinas, brazos robóticos y camiones medio acabados en una cadena de montaje. Parecía que el lugar llevara años abandonado.

Jason y Leo llegaron hasta ella.

Leo comenzó a preguntar:

—¿Estás bien?… —Entonces le vio el pie—. Oh, no estás bien.

—Gracias por los ánimos —dijo Piper gimiendo.

—Te pondrás bien —dijo Jason, aunque Piper advirtió una nota de preocupación en su voz—. Leo, ¿tienes material de primeros auxilios?

—Sí… sí, claro.

Se puso a hurgar en su cinturón portaherramientas y sacó una gasa y un rollo de cinta aislante; ambos parecían demasiado grandes para los bolsillos del cinturón. Piper se había fijado en el cinturón el día anterior por la mañana, pero no se le había ocurrido preguntarle a Leo por él. No parecía especial: tan solo uno de esos mandiles de cuero con un montón de bolsillos, como el que podía llevar un herrero o un carpintero. Y parecía vacío.

—¿Cómo has…? —Piper intentó incorporarse e hizo una mueca—. ¿Cómo has sacado esas cosas de un cinturón vacío?

—Magia —dijo Leo—. Todavía no sé del todo cómo funciona, pero puedo sacar cualquier herramienta corriente de los bolsillos, además de otras cosas útiles —metió la mano en otro hueco y extrajo una cajita de lata—. ¿Un caramelo de menta?

Jason le arrebató los caramelos.

—Es genial, Leo. Y ahora, ¿puedes curarle el pie?

—Soy un mecánico, tío. Tal vez si fuera un coche… —Chasqueó los dedos—. Espera, ¿cómo se llama esa cosa curativa de los dioses que dan de comer en el campamento: comida de Rambo?

—Ambrosía, tonto —dijo Piper apretando los dientes—. En mi mochila debería haber, si no se ha aplastado.

Jason le quitó la mochila de los hombros con cuidado. Revolvió entre las provisiones que le habían preparado los hijos de Afrodita y encontró una bolsa de plástico con cierre hermético llena de cuadrados de pasta, como pastelitos de limón hechos pedazos. Partió un trozo y se lo dio de comer.

Su sabor no se parecía en nada al que ella esperaba. Le recordaba la sopa de frijoles que su padre preparaba cuando era niña. Solía dársela de comer cuando se ponía enferma. El recuerdo la ayudó a relajarse, pero le entristeció. El dolor del tobillo disminuyó.

—Más —dijo.

Jason frunció el entrecejo.

—Piper, no deberíamos arriesgarnos. Dijeron que si tomas demasiado te puede quemar. Me parece que debería intentar encajarte el pie.

A Piper se le revolvió el estómago.

—¿Lo has hecho alguna vez?

—Sí…, creo que sí.

Leo encontró un viejo trozo de madera y lo partió por la mitad para usarlo a modo de tablilla. A continuación preparó la gasa y la cinta aislante.

—Sujétale la pierna —le dijo Jason—. Esto te va a doler, Piper.

Cuando Jason le encajó el pie, Piper se estremeció tanto que le asestó un puñetazo a Leo en el brazo, y este gritó casi tanto como ella. Una vez que se le aclaró la vista y pudo volver a respirar con normalidad, descubrió que el pie le apuntaba a la derecha y que tenía el tobillo entablillado con madera contrachapada, gasa y cinta aislante.

—Ay —exclamó.

—¡Jo con la reina de la belleza! —Leo se frotó el brazo—. Me alegro de que no me hayas dado en la cara.

—Lo siento —dijo ella—. Y no me llames «reina de la belleza» o te daré otro puñetazo.

—Lo habéis hecho muy bien los dos.

Jason encontró una cantimplora en la mochila de Piper y la ayudó a beber agua. Al cabo de unos minutos, su estómago empezó a calmarse.

Cuando dejó de gritar de dolor, pudo oír el viento que aullaba en el exterior. A través del agujero del tejado caían revoloteando copos de nieve, y después de su encuentro con Quíone, lo último que quería ver Piper era nieve.

—¿Qué le ha ocurrido al dragón? —preguntó—. ¿Dónde estamos?

Leo adoptó una expresión hosca.

—No sé qué le ha pasado a Festo. Se echó a un lado como si hubiera chocado contra un muro invisible y empezó a caer.

Piper se acordó de la advertencia de Encélado: «Yo te enseñaré con qué facilidad se puede derribar tu espíritu rebelde». ¿Había conseguido hacerles caer desde tan lejos? Parecía imposible. Si era tan poderoso, ¿por qué necesitaba que ella traicionara a sus amigos cuando podía matarlos él mismo? ¿Y cómo podía vigilarla el gigante en medio de un temporal de nieve a cientos de kilómetros de distancia?

Leo señaló el logotipo de la pared.

—Hasta donde estamos…

Costaba ver a través del grafiti, pero Piper distinguió un gran ojo rojo con las letras estarcidas MOTORES MONOCLE, PLANTA DE MONTAJE 1.

—Una planta de coches cerrada —dijo Leo—. Creo que hemos aterrizado en Detroit.

Piper había oído hablar de las plantas de coches cerradas de Detroit, de modo que tenía sentido, pero parecía un lugar muy deprimente para aterrizar.

—¿A cuánta distancia está de Chicago?

Jason le dio la cantimplora.

—¿A unos tres cuartos del camino desde Quebec? El caso es que, sin el dragón, nos vemos obligados a viajar por tierra.

—Ni hablar —dijo Leo—. No es seguro.

Piper se acordó de la forma en que la tierra había tirado de sus pies en el sueño y de que el rey Bóreas había dicho que la tierra todavía albergaba más horrores.

—Tiene razón. Además, no sé si puedo caminar. Y somos tres personas… No puedes llevarnos volando a campo través tú solo.

—No —dijo Jason—. Leo, ¿estás seguro de que el dragón no ha funcionado mal? O sea, Festo es viejo y…

—¿Y puede que no lo haya reparado bien?

—Yo no he dicho eso —protestó Jason—. Solo que… a lo mejor podrías repararlo.

—No lo sé —Leo parecía abatido. Sacó unos cuantos tornillos del bolsillo y empezó a toquetearlos—. Tendría que encontrar dónde ha caído, si es que está entero.

—Ha sido culpa mía —dijo Piper sin pensar.

Ya no lo soportaba más. El secreto de su padre le quemaba tanto por dentro como si hubiera comido demasiada ambrosía. Si seguía mintiendo a sus amigos, sentía que quedaría reducida a cenizas.

—Piper —le dijo Jason con delicadeza—, tú estabas dormida cuando Festo se averió. No pudo ser culpa tuya.

—Sí, solo estás conmocionada —intervino Leo. Ni siquiera intentó reírse a costa de ella—. Te duele el pie. Descansa.

Ella quería contárselo todo, pero las palabras no le salían de la boca. Los dos se estaban portando muy bien con ella. Sin embargo, si Encélado estaba vigilándola, decir algo incorrecto podía suponer la muerte de su padre.

Leo se levantó.

—Oye, Jason, ¿por qué no te quedas con ella, colega? Yo buscaré a Festo. Creo que cayó fuera del almacén. Si lo encuentro, tal vez pueda averiguar lo que le ha pasado y arreglarlo.

—Es demasiado peligroso —le contestó Jason—. No deberías ir solo.

—Bah, tengo cinta aislante y caramelos de menta. No me pasará nada —dijo Leo, demasiado deprisa, y Piper se dio cuenta de que estaba mucho más conmocionado de lo que aparentaba—. Pero no os escapéis sin mí.

Leo metió la mano en su cinturón mágico, sacó una linterna y bajó la escalera, dejando a Piper y a Jason solos.

Jason sonrió a la chica, pero parecía que estaba un poco nervioso. Era la misma expresión que tenía en la cara después de besarla por primera vez, en el tejado de la residencia de la Escuela del Monte, con aquella pequeña cicatriz adorable del labio curvándose hasta convertirse en una medialuna. El recuerdo la reconfortó. Luego se acordó de que el beso nunca había tenido lugar en realidad.

—Tienes mejor aspecto —comentó Jason.

Piper no sabía si se refería al pie o al hecho de que ya no estaba embellecida por arte de magia. Tenía los vaqueros hechos jirones de la caída a través del tejado. Sus botas estaban salpicadas de nieve sucia y derretida. No sabía qué pinta tenía su cara, pero seguramente horrible.

¿Qué más daba? Nunca le habían importado esas cosas. Se preguntaba si la culpa la tenía su estúpida madre, la diosa del amor, que estaba jugando con sus pensamientos. Si a Piper le entraban ganas de leer revistas de moda, iba a tener que buscar a Afrodita y darle una buena bofetada.

Decidió concentrarse en su tobillo. Mientras no lo movía, el dolor era llevadero.

—Has hecho un buen trabajo —le dijo a Jason—. ¿Dónde aprendiste primeros auxilios?

Él se encogió de hombros.

—La misma respuesta de siempre. No lo sé.

—Pero estás empezando a acordarte de cosas, ¿no? Como la profecía en latín que recordaste en el campamento o el sueño de la loba.

—Todo está borroso —dijo él—. Como un déjà vu. ¿Alguna vez te has olvidado de una palabra o de un nombre y sabes que deberías tenerlo en la punta de la lengua, pero no es así? Es algo parecido… solo que con toda mi vida.

Piper sabía más o menos a lo que se refería. Los últimos tres meses —la vida que creía que había tenido, la relación con Jason— habían resultado ser producto de la Niebla.

«Un novio que nunca has tenido —había dicho Encélado—. ¿Es eso más importante que tu propio padre?»

Debería haber mantenido la boca cerrada, pero formuló la pregunta que llevaba dándole vueltas en la cabeza desde el día anterior.

—La foto que llevas en el bolsillo —dijo—. ¿Es de alguien de tu pasado?

Jason se echó atrás.

—Lo siento —dijo ella—. No es asunto mío. Olvídalo.

—No… no pasa nada —las facciones de él se relajaron—. Es solo que estoy intentando averiguarlo. Se llama Talia. Es mi hermana. No me acuerdo de ningún detalle. Ni siquiera estoy seguro de cómo lo sé, pero… ¿por qué sonríes?

—Por nada —Piper trató de borrar la sonrisa de su cara. No era una ex novia. Se sentía ridículamente feliz—. Esto…, es genial que lo hayas recordado. Annabeth me dijo que se hizo Cazadora de Artemisa, ¿verdad?

Jason asintió.

—Tengo la sensación de que debo encontrarla. Hera me dejó ese recuerdo por algún motivo. Tiene algo que ver con la misión, pero… también tengo la sensación de que podría ser peligroso. No estoy seguro de querer averiguar la verdad. ¿Te parece una locura?

—No —contestó Piper—. Para nada.

Se quedó mirando el logotipo de la pared: MOTORES MONOCLE y el ojo rojo. Aquel logotipo tenía algo que la inquietaba.

Tal vez era la idea de que Encélado estuviera vigilándola, reteniendo a su padre para hacer presión. Tenía que salvarlo, pero ¿cómo podía traicionar a sus amigos?

—Jason —dijo—. Hablando de la verdad, tengo que decirte algo… algo sobre mi padre…

No tuvo ocasión. En algún lugar situado debajo, se oyó un ruido de metal entrechocando, como si una puerta se hubiera cerrado de un portazo. El sonido resonó por el almacén.

Jason se levantó. Sacó la moneda, la lanzó y agarró la espada de oro en el aire. Se asomó por encima de la barandilla.

—¿Leo? —gritó.

No hubo respuesta.

Se agachó junto a Piper.

—Esto no me gusta.

—No puedo dejarte sola.

—No me pasará nada —estaba aterrada, pero no pensaba reconocerlo. Desenvainó su daga Katoptris e intentó parecer segura—. Si se acerca alguien, lo atravesaré.

Jason vaciló.

—Te dejaré la mochila. Si no he vuelto en cinco minutos…

—¿Me dejo llevar por el pánico? —propuso ella.

Él esbozó una sonrisa.

—Me alegro de que vuelvas a ser normal. El maquillaje y el vestido intimidaban mucho más que la daga.

—Muévete, Chispitas, antes de que te atraviese a ti también.

—¿Chispitas?

Incluso ofendido, Jason estaba guapísimo. No era justo. A continuación se dirigió a la escalera y desapareció en la oscuridad.

Piper contó las veces que respiraba, intentando calcular cuánto tiempo había pasado. Perdió el hilo en torno al cuarenta y tres. Entonces algo estalló en el almacén.

El eco cesó. A Piper se le aceleró el corazón, pero no gritó. Su instinto le decía que podía no ser buena idea.

Se miró el tobillo entablillado. «No es que no pueda correr». Acto seguido alzó la vista de nuevo hacia el símbolo de Motores Monocle. Una vocecilla en su cabeza no dejaba de incordiarla, advirtiéndola del peligro. Algo sobre la mitología griega…

Su mano se acercó a la mochila. Sacó los cuadrados de ambrosía. Una cantidad excesiva la quemaría, pero ¿un poco más le curaría el tobillo?

«Bum». Esta vez el sonido venía de más cerca, justo de encima de ella. Sacó un cuadrado entero de ambrosía y se lo metió en la boca. El corazón le empezó a latir a toda velocidad. Notaba un calor febril en la piel.

Flexionó el tobillo con indecisión contra la tablilla. Ni dolor ni la más mínima rigidez. Cortó la cinta aislante con la daga y oyó unas pisadas fuertes en la escalera, como de botas metálicas.

¿Habían pasado cinco minutos? ¿Más tiempo? Las pisadas no parecían de Jason, pero a lo mejor estaba cargando con Leo. Al final no pudo soportarlo. Agarrando la daga, gritó:

—¿Jason?

—Sí —dijo él desde la oscuridad—. Estoy subiendo.

Sin duda, era la voz de Jason. Entonces, ¿por qué el instinto le decía que huyera?

Se levantó haciendo un esfuerzo.

Las pisadas se acercaban.

—Tranquila —aseguró la voz de Jason.

En lo alto de la escalera, una cara surgió de la oscuridad: una espantosa sonrisa negra, una nariz aplastada y un solo ojo inyectado en sangre en medio de la frente.

—No te preocupes —dijo el Cíclope, imitando a la perfección la voz de Jason—. Llegas justo a tiempo para la cena.