XXI
Piper

Piper no se relajó hasta que la luz de la ciudad de Quebec se apagó detrás de ellos.

—Has estado increíble —le dijo Jason.

El cumplido debería haberle alegrado el día, pero ella solo podía pensar en el problema que le aguardaba. «Se agitan cosas malvadas», les había advertido Zetes. Ella lo sabía de primera mano. Cuanto más se acercaban al solsticio, menos tiempo tenía Piper para tomar la decisión.

Le dijo a Jason en francés:

—Si supieras la verdad sobre mí, no pensarías que soy tan increíble.

—¿Qué has dicho? —preguntó él.

—He dicho que solo he hablado con Bóreas. No tiene nada de increíble.

No se volvió para mirar, pero se lo imaginó sonriendo.

—Eh, me has salvado de acabar en la colección de héroes congelados de Quíone —dijo él—. Te debo una.

Eso era sin duda la parte más fácil, pensó Piper. De ninguna manera habría dejado que aquella bruja de hielo se quedara con Jason. Lo que más le preocupaba era la forma en que Bóreas había cambiado de forma y por qué les había dejado marchar. Tenía algo que ver con el pasado de Jason y con los tatuajes que tenía en el brazo. Bóreas creía que Jason era romano, y los romanos no se mezclan con los griegos. Seguía esperando a que Jason le diera una explicación, pero estaba claro que él no quería hablar del asunto.

Hasta ese momento, Piper se había negado a aceptar que el sitio de Jason no estuviera en el Campamento Mestizo. Estaba claro que él era un semidiós. Por supuesto que su sitio estaba allí. Pero en ese momento…, ¿y si era otra cosa? ¿Y si realmente era un enemigo? No soportaba la idea como tampoco soportaba a Quíone.

Leo les pasó unos sándwiches de su mochila. Había estado callado desde que le habían contado lo que había pasado en la sala del trono.

—Sigo sin creerme lo de Quíone —dijo—. Parecía muy maja.

—Créeme, tío —dijo Jason—. La nieve puede ser bonita, pero de cerca es fría y desagradable. Te encontraremos una cita mejor para el baile de graduación.

Piper sonrió, pero Leo no parecía satisfecho. No había dicho gran cosa de su estancia en el palacio, ni por qué los Boréadas lo habían separado porque olía a fuego. Piper tenía la sensación de que estaba ocultando algo. Fuera lo que fuese, su estado de ánimo parecía estar afectando a Festo, que gruñía y expulsaba humo mientras intentaba mantenerse caliente en el frío aire canadiense. El Dragón Feliz no parecía tan feliz.

Se comieron los sándwiches en pleno vuelo. Piper no tenía ni idea de cómo Leo se había abastecido de provisiones, pero incluso se había acordado de llevar comida vegetariana para ella. El sándwich de queso y aguacate estaba buenísimo.

Nadie hablaba. No tenían ni idea de lo que se encontrarían en Chicago, pero todos sabían que Bóreas les había dejado marchar porque creía que estaban en una misión suicida.

La luna salió y las estrellas aparecieron en lo alto. A Piper empezaron a pesarle los párpados. El encuentro con Bóreas y sus hijos la había asustado más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Ya con el estómago lleno, la adrenalina estaba desapareciendo.

«¡Apechuga, yogurín! —le habría gritado entonces el entrenador Hedge—. ¡No seas boba!»

Piper había estado pensando en el entrenador desde que Bóreas había dicho que seguía vivo. Nunca le había caído bien Hedge, pero había saltado por un precipicio para salvar a Leo y se había sacrificado para protegerlos en la plataforma. Se daba cuenta entonces de que todas las veces que el entrenador la había presionado, todas las veces que le había gritado que corriera más deprisa o que hiciera más flexiones, o incluso cuando le había dado la espalda y había dejado que se defendiera sola de las chicas malas, el viejo hombre cabra había intentado ayudarla a su manera, por irritante que fuera: tratando de prepararla para la vida de semidiós.

En la plataforma, Dylan, el espíritu de la tormenta, también había dicho algo sobre el entrenador: que se había retirado a la Escuela del Monte porque se estaba haciendo demasiado mayor, como si fuera una especie de castigo. Piper se preguntaba qué significaba eso y si explicaba por qué el entrenador estaba siempre tan malhumorado. Fuera cual fuese la verdad, ahora que Piper sabía que Hedge estaba vivo, sentía la imperiosa obligación de salvarlo.

«No te adelantes a los acontecimientos —se reprendió a sí misma—. Tienes problemas mayores. Este viaje no tendrá final feliz».

Era una traidora, igual que Silena Beauregard. Solo era cuestión de tiempo que sus amigos lo descubrieran.

Levantó la vista hacia las estrellas y pensó en una noche lejana en la que ella y su padre habían acampado delante de la casa del abuelo Tom. El abuelo Tom había muerto años antes, pero su padre había conservado su casa en Oklahoma porque era donde se había criado.

Habían ido a pasar unos días con la idea de arreglar la vivienda para venderla, pero Piper no estaba segura de quién querría comprar una cabaña destartalada con celosías en lugar de ventanas y dos cuartos diminutos que olían a puro. La primera noche había hecho un calor tan agobiante —sin aire acondicionado a mediados de agosto— que su padre había propuesto que durmieran fuera.

Habían extendido sus sacos de dormir y habían escuchado cantar a las cigarras en los árboles. Piper señalaba las constelaciones sobre las que había estado leyendo: Hércules, Lira, Sagitario…

Su padre cruzó los brazos detrás de la cabeza. Vestido con una vieja camiseta de manga corta y unos vaqueros, parecía un tipo cualquiera de Tahlequah, Oklahoma, un cherokee que nunca hubiera abandonado sus territorios tribales.

—Tu abuelo diría que esos dibujos griegos no son más que chorradas. Me contó que las estrellas eran criaturas con el pelaje brillante, como puercoespines mágicos. Hace mucho tiempo, unos cazadores atraparon algunas en el bosque. No sabían lo que habían hecho hasta que se hizo de noche, cuando las criaturas de las estrellas empezaron a brillar. Salían volando chispas doradas de su piel, así que los cherokees las soltaron para que volvieran al cielo.

—¿Crees en puercoespines mágicos? —preguntó Piper.

Su padre se echó a reír.

—Creo que el abuelo Tom también decía muchas chorradas, como los griegos. Pero el cielo es muy grande. Supongo que hay sitio para Hércules y para puercoespines.

Permanecieron callados un rato hasta que Piper se armó de valor para hacer una pregunta que le había estado dando vueltas en la cabeza.

—Papá, ¿por qué no interpretas papeles de nativos americanos?

La semana anterior había rechazado varios millones de dólares por interpretar a Tonto en una nueva versión de El llanero solitario. Piper todavía estaba intentando averiguar el porqué. Había interpretado toda clase de papeles: un profesor latino en un conflictivo colegio de Los Ángeles, un atractivo espía israelí en una película taquillera de acción y aventuras, incluso un terrorista sirio en una cinta de James Bond. Y, por supuesto, siempre sería conocido como el Rey de Esparta. Pero cuando le ofrecían un papel de nativo americano —daba igual la clase de papel que fuera—, su padre lo rechazaba.

Él le guiñó el ojo.

—Me toca demasiado cerca, Pipes. Es más fácil fingir que soy algo que no soy.

—¿Y no ha cambiado con la edad? ¿Ni siquiera sientes la tentación de hacerlo si encontraras el papel perfecto que pudiera cambiar la opinión de la gente?

—Si hay un papel así, Pipes —dijo él tristemente—, no lo he encontrado.

Ella contempló las estrellas, tratando de imaginárselas como puercoespines brillantes. Lo único que veía eran las figuras de palos que conocía: Hércules corriendo por el cielo, yendo a matar monstruos. Probablemente su padre tenía razón. Los griegos y los cherokees estaban igual de locos. Las estrellas no eran más que bolas de fuego.

—Papá —dijo—, si no te gustan las cosas que te tocan demasiado cerca, ¿por qué estamos durmiendo en el jardín del abuelo Tom?

La risa de su padre resonó en la silenciosa noche de Oklahoma.

—Me conoces demasiado bien, Pipes.

—No vas a vender esta casa, ¿verdad?

—No —contestó él suspirando—. Probablemente, no.

Piper parpadeó y se sacudió el recuerdo de encima. En ese momento cayó en la cuenta de que se había dormido sobre el lomo del dragón. ¿Cómo podía fingir su padre que era tantas cosas que no era en realidad? Ella estaba intentando hacer lo mismo y estaba acabando con ella.

Tal vez pudiera fingir un poco más. Podía soñar que encontraba una forma de salvar a su padre sin traicionar a sus amigos, aunque en ese momento un final feliz parecía casi tan probable como la existencia de puercoespines mágicos.

Se apoyó contra el cálido torso de Jason. Él no se quejó. Tan pronto como cerró los ojos, se durmió.

En el sueño, volvía a estar en la cima de la montaña. La fantasmal hoguera morada proyectaba sombras sobre los árboles. A Piper le picaban los ojos del humo, y el suelo estaba tan caliente que tenía las suelas de las botas pegajosas.

Una voz procedente de la oscuridad rugió:

—Olvidas tu deber.

Piper no podía verlo, pero sin duda era el gigante que menos gracia le hacía: el que se hacía llamar Encélado. Buscó algún rastro de su padre, pero el poste al que había estado encadenado había desaparecido.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué has hecho con él?

La risa del gigante era como un torrente de lava cayendo por un volcán.

—Su cuerpo está a salvo, pero me temo que la mente del pobre no aguanta más mi compañía. Por algún motivo, le resulto desagradable. Debes darte prisa, muchacha, o me temo que quedará poco de él que se pueda salvar.

—¡Déjalo! —gritó ella—. Cógeme a mí. ¡Él solo es un mortal!

—Pero debemos demostrar nuestro amor por nuestros padres, querida —rugió el gigante—. Eso es lo que estoy haciendo. Demuéstrame que aprecias la vida de tu padre haciendo lo que te pido. ¿Quién es más importante: tu padre o una diosa tramposa que te ha utilizado, ha jugado con tus emociones y ha manipulado tus recuerdos? ¿Qué representa Hera para ti?

Piper se echó a temblar. En su interior bullía tanta ira y tanto miedo que apenas podía hablar.

—Me estás pidiendo que traicione a mis amigos.

—Lamentablemente, querida, tus amigos están destinados a morir. Su misión es imposible. Y en el supuesto de que sobrevivierais, ya has oído la profecía: desatar la ira de Hera supondría vuestra destrucción. La única pregunta posible es: «¿Morirás con tus amigos o vivirás con tu padre?».

La hoguera crepitaba. Piper intentó retroceder, pero le pesaban los pies. Se dio cuenta de que el suelo estaba tirando de ella, pegándose a sus botas como arena mojada. Cuando levantó la vista, una lluvia de chispas moradas había atravesado el cielo y el sol estaba saliendo por el este. Un mosaico de ciudades brillaba en el valle, y al oeste, a lo lejos, sobre una serie de colinas onduladas, vio un lugar familiar emergiendo de un mar de bruma.

—¿Por qué me enseñas esto? —preguntó Piper—. Me estás revelando dónde estás.

—Sí, conoces este sitio —respondió el gigante—. Trae a tus amigos aquí en lugar de a vuestro verdadero destino, y me ocuparé de ellos. O, aún mejor, prepararé sus muertes antes de que lleguéis. Me da igual. Estad en la cima a mediodía en el solsticio, y podrás recoger a tu padre e irte tranquilamente.

—No puedo —dijo Piper—. No puedes pedirme…

—¿Que traiciones a Valdez, ese muchacho insensato que siempre te ha incordiado y que ahora te esconde secretos? ¿Que entregues a un novio que nunca has tenido? ¿Es eso más importante que tu propio padre?

—Encontraré una forma de vencerte —dijo Piper—. Salvaré a mi padre y a mis amigos.

El gigante gruñó en las tinieblas.

—Yo también fui orgulloso en otro tiempo. Creía que los dioses no podrían derrotarme nunca. Entonces me lanzaron encima una montaña y me aplastaron contra el suelo, donde estuve luchando una eternidad, semiinconsciente y dolorido. Eso me enseñó a tener paciencia, muchacha. Me enseñó a no actuar temerariamente. Ahora he regresado después de mucho esfuerzo con la ayuda de la tierra que está despertando. Solo soy el primero. Mis hermanos me seguirán. Nada va a impedir nuestra venganza; esta vez, no. Y tú, Piper McLean, necesitas una lección de humildad. Yo te enseñaré con qué facilidad se puede derribar tu espíritu rebelde.

El sueño se desvaneció. Y Piper se despertó gritando y cayendo por los aires.