Si en el vestíbulo hacía frío, la sala del trono era como una cámara frigorífica.
Una bruma flotaba en el aire. Jason se puso a tiritar y su aliento formó vaho. A lo largo de las paredes, unos tapices morados mostraban escenas de bosques nevados, montañas yermas y glaciares. En lo alto, en el techo, unas franjas de luz de color —la aurora boreal— vibraban. Una capa de nieve cubría el suelo, de modo que Jason tuvo que andar con cuidado. Por toda la sala había esculturas de hielo de guerreros de tamaño real —unos con armadura griega, otros con armadura medieval, otros con camuflaje moderno— en diversas posiciones de ataque, con las espadas en alto y las armas cargadas y listas para disparar.
Por lo menos Jason creía que eran esculturas. Entonces intentó pasar entre dos lanceros griegos, pero estos se movieron con sorprendente velocidad, haciendo crujir sus articulaciones y salpicando cristales de hielo al cruzar sus jabalinas para cerrarle el paso.
Se oyó una voz de hombre procedente del otro extremo de la sala que hablaba en un idioma que sonaba como el francés. La estancia era tan larga y estaba tan cubierta de neblina que Jason no podía ver el otro lado, pero, fuera lo que fuese lo que dijo el hombre, los guardias de hielo descruzaron sus jabalinas.
—No pasa nada —dijo Quíone—. Mi padre les ha ordenado que no os maten aún.
—Genial —dijo Jason.
Zetes le empujó en la rabadilla con la espada.
—Sigue adelante, Jason junior.
—Por favor, no me llames así.
—Mi padre no es un hombre paciente —le advirtió Zetes— y, lamentablemente, la hermosa Piper está perdiendo su peinado mágico muy deprisa. Tal vez luego pueda prestarle algo de mi amplio surtido de productos para el pelo.
—Gracias —gruñó Piper.
Siguieron andando, y la bruma se apartó para dejar a la vista a un hombre sentado en un trono de hielo. Tenía una constitución robusta y estaba vestido con un elegante traje blanco que parecía hecho de nieve, con unas alas de color morado oscuro que se desplegaban a cada lado. Su largo cabello y su barba desaliñada estaban incrustados de carámbanos, de modo que Jason no sabía si tenía el pelo gris o si simplemente estaba blanco de la escarcha. Sus cejas arqueadas hacían que pareciera enfadado, pero sus ojos emitían un brillo más cálido que los de su hija, como si en algún lugar bajo aquellas capas de hielo tuviera sentido del humor. Eso esperaba él.
—Bienvenu —dijo el rey—. Je suis Boreas le roi. Et vous?
Quíone, la diosa de la nieve, se disponía a hablar, pero Piper dio un paso adelante e hizo una reverencia.
—Votre majesté —dijo—, je suis Piper McLean. Et c’est Jason, fils de Zeus.
El rey sonrió, agradablemente sorprendido.
—Vous parlez français? Très bien!
—¿Hablas francés, Piper? —preguntó Jason.
Piper abrió los ojos como platos.
—No. ¿Por qué?
—Acabas de hablar en francés.
Piper parpadeó.
—Ah, ¿sí?
El rey dijo otra cosa, y Piper asintió.
—Oui, votre majesté.
El monarca se puso a reír y a aplaudir, visiblemente encantado. Dijo unas cuantas frases más y a continuación hizo un gesto amplio con la mano en dirección a su hija como si la estuviera despachando.
Quíone parecía disgustada.
—El rey dice…
—Dice que como soy hija de Afrodita —la interrumpió Piper—, sé hablar de forma natural francés, que es el idioma del amor. No tenía ni idea. Su majestad dice que ya no será necesario que Quíone traduzca.
Zetes resopló detrás de ellos, y Quíone le lanzó una mirada asesina. Se inclinó con rigidez ante su padre y dio un paso atrás.
El rey miró a Jason, intentando formarse una opinión, y Jason decidió que sería buena idea hacer una reverencia.
—Majestad, soy Jason Grace. Gracias por…, ejem…, no matarnos. ¿Puedo preguntaros… por qué habla en francés un dios griego?
Piper intercambió más palabras con el rey.
—Habla el idioma de su país anfitrión —tradujo Piper—. Dice que todos los dioses lo hacen. La mayoría de los dioses griegos hablan en inglés porque ahora viven en Estados Unidos, pero Bóreas nunca fue bien recibido en su reino. Su dominio siempre estuvo lejos, más hacia el norte. Actualmente le gusta Quebec, de modo que habla en francés.
El rey dijo otra cosa, y Piper se quedó pálida.
—El rey dice… —Titubeó—. Dice…
—Oh, déjame a mí —dijo Quíone—. Mi padre dice que tiene órdenes de mataros. ¿Acaso no os lo dije antes?
Jason se puso tenso. El rey seguía sonriendo afablemente, como si acabara de darles una estupenda noticia.
—¿Matarnos? —dijo Jason—. ¿Por qué?
—Porque lo ha mandado mi señor Eolo —dijo el rey en el idioma de Jason, con un acento muy fuerte.
Bóreas se levantó. Se bajó del trono y recogió las alas contra su espalda. A medida que se acercaba, Quíone y Zetes se inclinaron. Jason y Piper siguieron su ejemplo.
—Me dignaré hablar vuestro idioma —dijo Bóreas—, del mismo modo que Piper McLean me ha honrado hablando el mío. Toujours he sentido cariño por los hijos de Afrodita. En cuanto a ti, Jason Grace, mi señor Eolo no quiere que mate a un hijo del señor Zeus… sin antes escucharte.
A Jason le pareció que la moneda de oro se volvía más pesada en su bolsillo. No le gustaban las posibilidades que tenía en caso de verse obligado a luchar. Dos segundos como mínimo para invocar su espada. Luego se enfrentaría a un dios, a dos de sus hijos y a un ejército de guerreros congelados.
—Eolo es el señor de los vientos, ¿verdad? —dijo Jason—. ¿Por qué iba a querernos muertos?
—Sois semidioses —contestó Bóreas, como si eso lo explicara todo—. La labor de Eolo consiste en dominar los vientos, y los semidioses siempre le han dado muchos quebraderos de cabeza. Le piden favores. Desatan los vientos y el caos. El último insulto fue la batalla con Tifón el verano pasado…
Bóreas hizo un gesto con la mano, y en el aire apareció una capa de hielo similar a un televisor de pantalla plana. Por la superficie desfilaron imágenes de una batalla: un gigante envuelto en nubarrones vadeando un río en dirección al horizonte de Manhattan. Diminutas figuras brillantes —los dioses, supuso Jason— se arremolinaban alrededor de él como avispas furiosas, atacando al monstruo con rayos y fuego. Finalmente, el río estalló en un enorme remolino, y la silueta humeante se hundió bajo las olas y desapareció.
—El gigante de la tormenta, Tifón —explicó Bóreas—. La primera vez que los dioses lo derrotaron, hace una eternidad, no murió sin armar alboroto. Su muerte liberó a multitud de espíritus de la tormenta: vientos salvajes que no respondían ante nadie. La labor de Eolo consistió en encontrarlos y encerrarlos en su fortaleza. Los otros dioses no le ayudaron. Ni siquiera se disculparon por las molestias. Eolo tardó siglos en encontrar a todos los espíritus de la tormenta, y naturalmente eso le irritó. Y entonces, el verano pasado, Tifón fue derrotado otra vez…
—Y su muerte liberó a otra oleada de venti —aventuró Jason—. Lo que enfadó todavía más a Eolo.
—C’est vrai —convino Bóreas.
—Pero majestad —dijo Piper—, los dioses no tenían más remedio que luchar contra Tifón. ¡Iba a destruir el Olimpo! Además, ¿por qué los semidioses deben ser castigados por eso?
El rey se encogió de hombros.
—Eolo no puede descargar su ira sobre los dioses. Son sus jefes, y muy poderosos. Así que se desquita con los semidioses que les ayudaron en la guerra. Nos ha dado órdenes concretas: los semidioses que acudan a nosotros en busca de ayuda ya no serán tolerados. Tenemos que aplastar vuestras cabezas de mortales.
Se hizo un silencio incómodo.
—Eso suena… radical —se aventuró a decir Jason—. Pero no iréis a aplastar nuestras cabezas todavía, ¿verdad? Antes nos escucharéis, porque cuando os enteréis de nuestra misión…
—Sí, sí —asintió el rey—. Verás, Eolo también dijo que un hijo de Zeus podría buscar mi ayuda, y que, si eso ocurría, debía escucharte antes de destruirte, porque podías… ¿cómo dijo?… hacer nuestras vidas muy interesantes. Sin embargo, solo estoy obligado a escucharte. Después, tengo libertad para emitir el juicio que considere oportuno. Pero primero escucharé. Quíone también lo desea. Puede que no os matemos.
Jason sintió que podía volver a respirar.
—Estupendo. Gracias.
—No me des las gracias —Bóreas sonrió—. Podrías hacer nuestras vidas interesantes de muchas formas. A veces conservamos a los semidioses por diversión, como puedes ver.
Señaló a las diversas estatuas de hielo de la estancia.
Piper emitió un sonido estrangulado.
—¿Queréis decir que todos son semidioses? ¿Semidioses congelados? ¿Están vivos?
—Una pregunta interesante —concedió Bóreas, como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza—. No se mueven a menos que obedezcan mis órdenes. El resto del tiempo simplemente están congelados. A no ser que se descongelen, lo cual sería un verdadero desastre.
Quíone se colocó junto a Jason y le posó los fríos dedos en el cuello.
—Mi padre me hace regalos muy bonitos —le murmuró al oído—. Únete a nuestra corte. Tal vez entonces deje marchar a tus amigos.
—¿Qué? —interrumpió Zetes—. Si Quíone se queda con este, yo me merezco a la chica. ¡Quíone siempre consigue más regalos!
—Vamos, niños —dijo Bóreas severamente—. ¡Nuestros invitados van a pensar que estáis malcriados! Además, vais muy deprisa. Todavía no hemos oído la historia del semidiós. Luego decidiremos qué hacer con ellos. Por favor, Jason Grace, entretennos.
Jason sintió que se le bloqueaba el cerebro. No miró a Piper por miedo a perder totalmente los papeles. Él los había metido en aquello, y ahora iban a morir… o, peor aún, iban a convertirse en un entretenimiento para los hijos de Bóreas y a acabar congelados para siempre en aquella sala del trono, corroyéndose poco a poco por obra de las quemaduras del frío.
Quíone se puso a ronronear y le acarició el cuello. Jason no lo pretendía, pero su piel generó una electricidad que le recorrió el cuerpo. Se oyó un chasquido sonoro, y Quíone salió volando hacia atrás y se deslizó por el suelo.
Zetes se echó a reír.
—¡Muy buena! Me alegro de que lo hayas hecho, aunque ahora tendré que matarte.
Por un momento Quíone se quedó demasiado aturdida para reaccionar. A continuación el aire que la rodeaba empezó a arremolinarse movido por una diminuta ventisca.
—¿Cómo te atreves…?
—Alto —ordenó Jason, con toda la fuerza de la que pudo hacer acopio—. No vais a matarnos. Y no vais a quedaros con nosotros. La mismísima reina de los dioses nos ha encargado nuestra misión, así que a menos que queráis que Hera eche abajo las puertas de vuestra casa, nos dejaréis marchar.
Parecía mucho más seguro de lo que se sentía, pero logró captar su atención. La ventisca de Quíone siguió arremolinándose hasta detenerse. Zetes bajó la espada. Los dos miraron con indecisión a su padre.
—Vaya —dijo Bóreas. Le brillaban los ojos, pero Jason no sabía si era de ira o de diversión—. ¿Un hijo de Zeus apoyado por Hera? Desde luego, es el primero. Cuéntanos tu historia.
Jason lo habría echado todo a perder en el acto. No esperaba que le dieran la oportunidad de hablar, y ahora que podía hacerlo, se quedó sin voz.
Piper lo salvó.
—Majestad.
Volvió a hacer una reverencia con increíble aplomo, considerando que su vida estaba en juego. Le contó a Bóreas toda la historia, desde el Gran Cañón a la profecía, mucho mejor y más deprisa de lo que podría haberla contado Jason.
—Lo único que pedimos es consejo —concluyó Piper—. Los espíritus de la tormenta que nos atacaron trabajan para una malvada señora. Si los encontramos, tal vez también podamos encontrar a Hera.
El rey se acarició los carámbanos de la barba. Al otro lado de las ventanas, se había hecho de noche y la única luz que se veía procedía de la aurora boreal, que lo bañaba todo de rojo y azul.
—Sé de la existencia de esos espíritus de la tormenta —dijo Bóreas—. Sé dónde están metidos y sé que han hecho un prisionero.
—¿Os referís al entrenador Hedge? —preguntó Jason—. ¿Está vivo?
Bóreas rechazó la pregunta con un gesto de la mano.
—Por ahora. Pero la que controla esos espíritus de la tormenta… Sería una locura enfrentarse a ella. Haríais mejor quedándoos aquí como estatuas heladas.
—Hera está en un aprieto —dijo Jason—. Dentro de tres días se…, qué sé yo…, se consumirá, se destruirá o algo parecido. Y un gigante va a despertar.
—Sí —convino Bóreas. ¿Eran imaginaciones de Jason o el rey lanzó una mirada airada a Quíone?—. Están despertando muchas cosas horribles. Ni siquiera mis hijos me cuentan todas las noticias que deberían. Tu padre creyó como un tonto que la gran rebelión de los monstruos que comenzó con Cronos acabaría cuando los titanes fueran derrotados, pero las cosas están igual que antes. La batalla final todavía está por llegar, y el monstruo que despertará es más terrible que ningún titán. Los espíritus de la tormenta solo son el principio. La tierra alberga muchos más horrores. Cuando los monstruos ya no permanezcan en el Tártaro y las almas ya no estén encerradas en el Hades… El Olimpo tiene motivos para tener miedo.
Jason no estaba seguro de lo que significaba todo aquello, pero no le gustaba la forma en que sonreía Quíone, como si aquella fuera su idea de la diversión.
—Entonces, ¿nos ayudaréis? —preguntó al rey.
Bóreas pareció dudar.
—No he dicho eso.
—Por favor, majestad —dijo Piper.
Todas las miradas se volvieron hacia ella. Tenía que estar muerta de miedo, pero lucía una apariencia hermosa y segura… y no tenía nada que ver con la bendición de Afrodita. Parecía otra vez ella misma, con su ropa de viaje usada, el pelo desigual y la cara sin maquillar, pero casi emitía algo parecido a un brillo cálido en aquella fría sala del trono.
—Si nos decís dónde están los espíritus de la tormenta, podremos capturarlos y llevárselos a Eolo. Quedaríais muy bien ante vuestro jefe. Puede que Eolo nos perdonara a nosotros y a los otros semidioses. Incluso podríamos rescatar al entrenador Hedge. Todo el mundo saldría ganando.
—Está preciosa —murmuró Zetes—. Quiero decir, está en lo cierto.
—Padre, no la escuches —protestó Quíone—. Es una hija de Afrodita. ¿Y se atreve a embrujahablar a un dios? Congélala ahora mismo.
Bóreas pensó en ello. Jason se metió la mano en el bolsillo y se preparó para sacar la moneda de oro. Si las cosas salían mal, tendría que ser rápido.
El movimiento llamó la atención de Bóreas.
—¿Qué es eso que tienes en el antebrazo, semidiós?
Jason no se había dado cuenta de que se le había subido la manga y había quedado a la vista el borde de su tatuaje. Le enseñó a Bóreas las marcas a regañadientes.
Los ojos del dios se abrieron desorbitadamente. Quíone siseó y se apartó.
Entonces Bóreas hizo algo inesperado. Se echó a reír con tal fuerza que un carámbano del techo se agrietó y cayó con gran estrépito junto a su trono. La silueta del dios empezó a vibrar. Su barba desapareció. Se volvió más alto y más delgado, y su ropa se transformó en una toga romana forrada de color morado. Su cabeza estaba coronada con una guirnalda de laurel helado, y a un lado le colgaba un gladius: una espada romana como la de Jason.
—Aquilón —dijo Jason, aunque no tenía ni idea de dónde había sacado el nombre romano del dios.
El dios inclinó la cabeza.
—Me reconoces mejor bajo esta forma, ¿verdad? Y sin embargo, ¿has dicho que vienes del Campamento Mestizo?
Jason movió los pies.
—Bueno…, sí, majestad.
—Y Hera te mandó allí… —Los ojos del dios del invierno estaban llenos de regocijo—. Ahora lo entiendo. Está jugando a un juego peligroso. ¡Atrevido, pero peligroso! No me extraña que el Olimpo esté cerrado. Deben de estar temblando al ver cuánto se ha arriesgado.
—Jason —dijo Piper con nerviosismo—, ¿por qué Bóreas ha cambiado de forma? La toga, la guirnalda… ¿Qué está pasando?
—Es su forma romana —contestó Jason—. Pero no sé… lo que está pasando.
El dios se echó a reír.
—No, seguro que no. Sería muy interesante verlo.
—¿Eso quiere decir que… nos dejaréis marchar? —preguntó Piper.
—Querida mía —dijo Bóreas—, no tengo ningún motivo para mataros. Si el plan de Hera fracasa, cosa que creo que ocurrirá, os destruiréis unos a otros. Eolo no tendrá que volver a preocuparse por los semidioses.
Jason sintió como si volviera a tener los fríos dedos de Quíone en el cuello, pero no era ella: simplemente era la sensación de que Bóreas tenía razón. Bóreas sabía lo que significaba la sensación de extrañeza que había perseguido a Jason desde que había llegado al Campamento Mestizo y el comentario de Quirón sobre lo desastroso de su llegada.
—Me imagino que no podréis explicarlo —dijo Jason.
—¡Oh, ni por pensamiento! No me corresponde a mí entrometerme en el plan de Hera. No me extraña que te robara la memoria —Bóreas se echó a reír entre dientes; al parecer, seguía pasándoselo en grande imaginándose a los semidioses destruyéndose unos a otros—. Ya sabes, tengo fama de ser un dios servicial. A diferencia de mis hermanos, es sabido que me he enamorado de mortales. Mis hijos Zetes y Calais empezaron siendo semidioses…
—Lo que explica por qué son idiotas —gruñó Quíone.
—¡Basta! —le espetó Zetes—. Solo porque tú nacieras siendo una diosa…
—Congelaos, los dos —ordenó Bóreas. Al parecer, la palabra tenía un gran poder en la casa, pues los dos hermanos se quedaron totalmente inmóviles—. Como iba diciendo, tengo buena fama, pero rara es la vez que Bóreas desempeña un papel importante en los asuntos de los dioses. Vivo en mi palacio, en el límite de la civilización, y por eso casi nunca tengo diversiones. Incluso el tonto de Noto, el viento del sur, tiene vacaciones de primavera en Cancún. ¿Y qué tengo yo? ¡Una fiesta de invierno con quebequenses desnudos revolcándose por la nieve!
—A mí me gusta la fiesta de invierno —murmuró Zetes.
—Lo que quiero decir —soltó Bóreas— es que ahora tengo la oportunidad de ser el centro. Oh, sí, os dejaré seguir con vuestra misión. Naturalmente, encontraréis a los espíritus de la tormenta en la ciudad del viento. Chicago.
—¡Padre! —protestó Quíone.
Bóreas no hizo caso a su hija.
—Si podéis capturar a los vientos, puede que consigáis entrar en la corte de Eolo. Si milagrosamente tenéis éxito, aseguraos de decirle que habéis capturado a los vientos obedeciendo órdenes mías.
—Claro —dijo Jason—. ¿Así que Chicago es donde encontraremos a la mujer que controla a los vientos? ¿Ella es la que ha atrapado a Hera?
—Ah —Bóreas sonrió—. Son dos preguntas distintas, hijo de Júpiter.
«Júpiter —reparó Jason—. Antes me ha llamado hijo de Zeus».
—Sí, encontraréis a la que controla los vientos en Chicago —prosiguió Bóreas—. Pero ella solo es una criada: una criada que muy posiblemente acabará con vosotros. Si la vencéis y capturáis a los vientos, podréis acudir a Eolo. Solo él tiene conocimiento de todos los vientos de la Tierra. Todos los secretos acaban en su fortaleza. Si alguien puede deciros dónde está encerrada Hera, es Eolo. Por lo que respecta a quién encontraréis cuando por fin deis con la celda de Hera…, sinceramente, si os lo dijera, me suplicaríais que os congelara.
—Padre —protestó Quíone—, no puedes dejarles…
—Puedo hacer lo que quiera —dijo él, y su voz se endureció—. Sigo siendo el amo aquí, ¿verdad?
Por la mirada fulminante que Bóreas lanzó a su hija, era evidente que tenían una discusión pendiente. A Quíone le brillaron los ojos de ira, pero apretó los dientes.
—Como desees, padre.
—Y ahora marchaos, semidioses, antes de que cambie de opinión —dijo Bóreas—. Zetes, acompáñalos fuera.
Todos se inclinaron, y el dios del viento del norte se deshizo en niebla.
En el vestíbulo les esperaban Cal y Leo. Leo parecía helado de frío pero ileso. Incluso se había limpiado y su ropa parecía recién lavada, como si hubiera hecho uso del servicio de lavandería del hotel. Festo había recuperado su forma normal y escupía fuego sobre sus escamas para mantenerse descongelado.
Mientras Quíone los conducía escalera abajo, Jason se fijó en que Leo la seguía con la mirada. Leo empezó a peinarse hacia atrás con las manos.
«Vaya», pensó Jason. Tomó nota mentalmente de que debía advertir a su amigo sobre la diosa de la nieve. No era alguien de quien le conviniera enamorarse.
En el primer escalón, Quíone se volvió hacia Piper.
—Has engañado a mi padre, chica, pero a mí no me engañas. Todavía no hemos acabado. Y a ti, Jason Grace, te veré dentro de poco convertido en estatua en la sala del trono.
—Bóreas tiene razón —dijo Jason—. Eres una niña malcriada. Hasta la vista, princesa de hielo.
Los ojos de Quíone emitieron un brillo de un blanco puro. Por una vez, pareció incapaz de encontrar las palabras para expresarse. Subió la escalera como un huracán, en sentido literal. A mitad de la subida, se convirtió en una ventisca y desapareció.
—Ten cuidado —advirtió Zetes—. Ella nunca olvida un insulto.
Cal gruñó en señal de conformidad.
—Mala tata.
—Es la diosa de la nieve —dijo Jason—. ¿Qué va a hacer, tirarnos bolas de nieve?
Pero, al tiempo que lo decía, a Jason le dio la impresión de que Quíone podía hacer muchas cosas peores.
Leo parecía desolado.
—¿Qué ha pasado arriba? ¿La habéis cabreado? ¿También está cabreada conmigo? ¡Chicos, era mi cita para el baile de graduación!
—Te lo explicaremos más tarde —prometió Piper, pero cuando lanzó una mirada a Jason, este se dio cuenta de que la chica esperaba una explicación de él.
¿Qué había pasado arriba? Jason no estaba seguro. Bóreas se había convertido en Aquilón, su forma romana, como si la presencia de Jason le provocara esquizofrenia.
La idea de que Jason hubiera sido enviado al Campamento Mestizo parecía divertir al dios, pero Bóreas/Aquilón no les había dejado marcharse por amabilidad. En sus ojos danzaba una cruel excitación, como si hubiera apostado en una pelea de perros.
«Os destruiréis unos a otros —había dicho con regocijo—. Eolo no tendrá que volver a preocuparse por los semidioses».
Jason apartó la vista de Piper, procurando no mostrar lo desconcertado que estaba.
—Sí —respondió—. Te lo explicaremos más tarde.
—Ten cuidado, chica guapa —dijo Zetes—. Entre aquí y Chicago soplan vientos destemplados. Y se agitan muchas más cosas malvadas. Siento que no te quedes. Habrías sido una estatua de hielo preciosa en la que verme reflejado.
—Gracias —dijo Piper—. Pero preferiría jugar al hockey con Cal.
—¿Hockey?
Los ojos de Cal se iluminaron.
—Es broma —dijo Piper—. Y los vientos fuertes no son nuestro mayor problema, ¿verdad?
—Oh, no —convino Zetes—. Es otra cosa. Algo peor.
—Peor —repitió Cal.
—¿Podéis decírmelo?
Piper les sonrió.
Esta vez su encanto no funcionó. Los Boréadas de alas moradas negaron con la cabeza a la vez. Cuando las puertas del hangar se abrieron, hacía una gélida noche estrellada, y Festo se puso a patear, impaciente por alzar el vuelo.
—Pregunta a Eolo qué es esa cosa peor —dijo Zetes enigmáticamente—. Él lo sabe. Buena suerte.
Casi parecía que le importara lo que fuera de ellos, aunque hacía pocos minutos había querido convertir a Piper en una escultura de hielo.
Cal dio unas palmaditas a Leo en el hombro.
—Que no te maten —dijo, seguramente la frase más larga que había intentado pronunciar—. Otra vez, hockey. Y pizza.
—Vamos, chicos.
Jason contempló la oscuridad. Estaba deseando salir de aquel frío ático, pero tenía la sensación de que era el lugar más hospitalario que pisarían durante un tiempo.
—Vamos a Chicago y procuremos que no nos maten.