XIX
Jason

Jason no quería dejar a Leo, pero estaba empezando a pensar que quedarse con Cal, el jugador de hockey, podía ser la opción menos peligrosa en aquel sitio.

Mientras subían la escalera cubierta de hielo, Zetes permaneció detrás de ellos con la espada desenvainada. Aquel tipo podía parecer un desecho de la época disco, pero su espada no tenía nada de gracioso. Jason se imaginaba que si recibía un espadazo, probablemente se convertiría en un polo.

Por otra parte, estaba la princesa de hielo. De vez en cuando se volvía y sonreía a Jason, pero no había la más mínima calidez en su expresión. Contemplaba a Jason como si fuera un especimen científico especialmente interesante: un especimen que estuviera deseando diseccionar.

Si aquellos eran los hijos de Bóreas, Jason no estaba seguro de querer conocer al padre. Annabeth le había dicho que Bóreas era el más amistoso de los dioses de los vientos. Por lo visto, eso significaba que no mataba héroes tan rápido como los otros.

Jason temía haber llevado a sus amigos a una trampa. Si las cosas salían mal, no estaba seguro de que pudiera sacarlos con vida. Sin pensarlo, cogió la mano de Piper en busca de consuelo.

Ella arqueó las cejas, pero no la soltó.

—Todo irá bien —le prometió ella—. Solo vamos a hablar, ¿no?

En lo alto de la escalera, la princesa de hielo miró hacia atrás y se fijó en que estaban cogidos de la mano. Su sonrisa desapareció. De repente, Jason notó en la mano con la que cogía la de Piper un frío gélido: un frío ardiente. Cuando la soltó, sus dedos desprendían vapor de la escarcha, al igual que los de Piper.

—El calor aquí no es buena idea —advirtió la princesa—, sobre todo si yo soy vuestra mejor opción para seguir vivos. Por aquí, por favor.

Piper miró a Jason con el entrecejo fruncido, como diciendo: «¿A qué ha venido eso?».

Jason no tenía respuesta. Zetes le hincó la espada de hielo en la espalda, y siguieron a la princesa por un enorme pasillo decorado con tapices helados.

Soplaban vientos gélidos por todos lados, y los pensamientos de Jason se agolpaban casi tan deprisa como ellos. Había tenido mucho tiempo para pensar mientras viajaban hacia el norte en el dragón, pero se sentía más confundido que nunca.

Todavía llevaba la foto de Talia en el bolsillo, pero ya no necesitaba mirarla. Su imagen se había grabado a fuego en su mente. Bastante grave era no acordarse de su pasado, pero saber que tenía una hermana en alguna parte que podía tener respuestas a sus preguntas y no hallar forma de encontrarla le sacaba de quicio.

En la foto, Talia no se parecía en nada a él. Los dos tenían los ojos azules, pero ahí acababan las semejanzas. Ella tenía el pelo moreno. Su tez era más mediterránea. Sus rasgos faciales eran más marcados, como los de un halcón.

Y sin embargo, Talia le resultaba muy familiar. Hera le había dejado la memoria suficiente para estar seguro de que era su hermana. Pero Annabeth se había mostrado muy sorprendida cuando él se lo había contado, como si nunca hubiera oído que Talia tuviera un hermano. ¿Sabía acaso Talia de él? ¿Cómo se habían separado?

Hera le había arrebatado esos recuerdos. Le había robado todo lo relacionado con el pasado, lo había colocado en una nueva vida y encima esperaba que la salvara de una cárcel para poder recuperar lo que le había quitado. La idea le enfurecía tanto que le daban ganas de largarse y dejar que Hera se pudriera en la jaula, pero no podía. Estaba enganchado. Tenía que saber más, y eso le indignaba todavía más.

—Eh —Piper le tocó el brazo—. ¿Sigues conmigo?

—Sí… sí, perdona.

Menos mal que tenía a Piper. Necesitaba un amigo, y se alegraba de que ella hubiera empezado a perder la bendición de Afrodita. El maquillaje estaba desapareciendo. Su cabello estaba recuperando poco a poco su corte desigual, con las pequeñas coletas a los lados. Así estaba más auténtica y, por lo que a Jason respectaba, más guapa.

Ahora estaba seguro de que no se habían conocido antes de lo ocurrido en el Gran Cañón. Su relación no era más que un ardid de la Niebla en la mente de Piper. Pero cuanto más tiempo pasaba con ella, más deseaba que hubiera sido real.

«Basta», se dijo. Pensar de ese modo no era justo para Piper. Jason no tenía ni idea de lo que le esperaba en su antigua vida… ni de quién podía estar esperándole. Pero estaba convencido de que su pasado no se mezclaría con el Campamento Mestizo. Después de aquella misión, ¿quién sabía lo que pasaría? Eso suponiendo que sobrevivieran.

Al final del pasillo se vieron ante unas puertas de madera de roble con un mapa del mundo tallado en ellas. En cada esquina había un hombre con barba que soplaba viento. Jason estaba convencido de que había visto mapas como ese antes, pero, en aquella versión, todos los dioses del viento eran del invierno y soplaban hielo y nieve desde todos los rincones del mundo.

La princesa se volvió. Sus ojos marrones brillaban, y Jason se sintió como si fuera un regalo de Navidad que ella estuviera deseando abrir.

—Esta es la sala del trono —dijo—. Compórtate lo mejor posible, Jason Grace. Mi padre puede ser… frío. Yo te traduciré lo que diga e intentaré animarlo para que te escuche. Espero que te perdone la vida. Podríamos divertirnos mucho.

Jason se figuró que la definición de diversión de la chica no era la misma que la de él.

—Hummm, vale —logró decir—. Pero solo hemos venido a hablar un poco. Nos marcharemos después.

La chica sonrió.

—Me encantan los héroes. Sois tan felices en la ignorancia.

Piper posó la mano en su daga.

—¿Qué tal si nos ilustras un poco? Dices que vas a hacer de traductora, pero ni siquiera sabemos quién eres. ¿Cómo te llamas?

La chica se sorbió la nariz con desagrado.

—Supongo que no debería sorprenderme de que no me reconozcas. Ni siquiera en la Antigüedad los griegos me conocían bien. Sus hogares eran demasiado calurosos y estaban demasiado lejos de mis dominios. Soy Quíone, hija de Bóreas y diosa de la nieve.

Agitó el aire con el dedo, y a su alrededor se arremolinó una ventisca en miniatura: grandes y esponjosos copos suaves como el algodón.

—Y ahora, venid —dijo Quíone. Las puertas de madera de roble se abrieron, y una fría luz azul salió a raudales de la estancia—. Con suerte, sobreviviréis a vuestra pequeña charla.